Fue el único recuerdo que conservé de ella. Todavía la llevo, atada a la cintura desde entonces, y espero que ese día, cuando vengan a buscarme, me acompañe también con el resto de la ropa al cementerio. Lo demás —los retratos, las cartas, las fotografías— está todo allí esperándome desde hace mucho tiempo.
Al principio, cuando la descolgué, anonadado como estaba por el descubrimiento, ni siquiera me acordé de liberarla de aquel trágico lazo que oprimía su cuello estrechamente. Fue ya fuera del molino, mientras trataba de arrastrarla entre la nieve del camino, cuando de nuevo reparé en la presencia de la soga y, sin saber qué hacer con ella, casi sin darme cuenta, me la até a la cintura para que no dificultara más aún el ya penoso esfuerzo de arrastrar hasta casa el cadáver de Sabina.
No me volví a acordar de ella hasta pasados varios días. La precipitación de los acontecimientos en un primer momento (la llegada de los hombres de Berbusa —a quienes logré avisar de lo ocurrido tras caminar durante horas por el monte en medio de la nieve y la locura—, el largo y silencioso velatorio de la noche y el posterior entierro de Sabina bajo la dura luz helada de aquel amanecer) y la terrible soledad que se abatió sobre la casa cuando los hombres volvieron a partir hacia las suyas, me sumieron en un estado de total indiferencia del que tardé muchos días en salir. Sentado día y noche junto al fuego, sin acordarme apenas de comer ni de dormir, sin levantarme tan siquiera de mi sitio salvo para mirar de tarde en tarde, a través del ventanucho, la sombra de la perra tirada como un trapo en el portal, ni siquiera me di cuenta de que el cordel seguía conmigo, atado a la cintura, como un áspero cinto o como una maldición.
Cuando lo descubrí, sentí la misma conmoción que ahora, nuevamente, acaba de volver a sacudirme: esa brusca aspereza, de esparto viejo y seco, que atraviesa la piel y recorre la sangre y desgarra el recuerdo como una quemadura. A veces, uno cree que todo lo ha olvidado, que el óxido y el polvo de los años han destruido ya completamente lo que, a su voracidad, un día confiamos. Pero basta un sonido, un olor, un tacto repentino e inesperado, para que, de repente, el aluvión del tiempo caiga sin compasión sobre nosotros y la memoria se ilumine con el brillo y la rabia de un relámpago. Aquella noche, además, el recuerdo estaba aún en carne viva. O mejor: ni siquiera era un recuerdo todavía, sino la sucesión interminable de una imagen que seguía habitando en mi mirada. Yo estaba ahí, junto a la cama, completamente a oscuras, definitivamente roto ya por el cansancio y por el sueño y no sé si decidido o resignado a enfrentarme de una vez a la infinita soledad que, desde hacía varias noches, me esperaba entre estas sábanas. Fue en el instante mismo de empezar a desvestirme. De repente, la mano tropezó con algo extraño y la aspereza inesperada de la soga me estremeció de arriba abajo dejándome aturdido al borde de la cama.
Mi primera intención fue arrojarla a la lumbre. Pero, cuando volví a bajar a la cocina, aquélla ya se había apagado y los rescoldos agonizaban lentamente en medio del silencio de la noche. Para poder quemar la soga tendría que encender de nuevo el fuego, y yo estaba nervioso y muy cansado. Además, la leña también se había acabado y hubiera tenido que volver a buscar más hasta la cuadra. Decidí que lo mejor sería guardarla en cualquier parte y esperar al día siguiente para, por la mañana, cuando volviera a levantarme, ya más tranquilo y despejado, encender la chimenea y sentarme a su lado a contemplar cómo la soga se convertía poco a poco en un montón de brasas. Sin embargo, ni en la cocina ni en las habitaciones hallé un lugar donde dejarla. La imagen de Sabina regresando en la noche por la soga y mis propias pisadas deambulando por la casa —como si fuera un asesino que buscara un escondite inexpugnable para el arma de su crimen— me convencieron enseguida de que no podría dormir, ni tan siquiera pensar en acostarme, mientras aquel trozo de cuerda continuara estando dentro de la casa. Al final, cada vez más nervioso y excitado, como si aquella soga comenzara ya a quemarme entre las manos, salí a la calle y la arrojé con fuerza, en medio de la noche y de la nieve, lo más lejos que pude de la casa.
Recuerdo que dormí durante muchas horas: quince, veinte tal vez. O quizá más. Quizá dormí durante días enteros —días que nunca he vuelto a recordar ni a recobrar— y aquella luz que regresó a mis ojos (y que, al principio, confundí con el primer temblor del alba) no era la claridad del día siguiente sino la de dos o tres días después. No lo sé. Ni siquiera intenté nunca averiguarlo y ahora menos aún podría ya importarme. Sólo sé que dormí durante mucho tiempo, lenta, pesada, interminablemente, y que, cuando desperté, estaba ya, otra vez, empezando a anochecer.
En el portal, la perra seguía inmóvil tumbada en su rincón. Apenas había cambiado de postura desde la última vez. Hundida en la penumbra, frente a la nieve helada que rebasaba ya con creces el muro del corral y el comienzo más bajo de la ventana de la cuadra, ni siquiera se volvió para mirarme cuando me sintió bajar por la escalera. Seguramente tenía hambre. Llevaba varios días sin comer, igual que yo. Busqué algo por la casa y, al final, encontré en un arcón un trozo de pan viejo y corrompido por el frío. Se lo tiré delante de ella, pero la perra lo miró apenas un instante, indiferente, sin moverse siquiera de su sitio. Luego, volvió ligeramente la cabeza y se me quedó mirando con los mismos ojos fríos y apagados, con la misma turbadora inexpresión que sólo días antes descubriera en los ojos insomnes y quemados por la nieve de Sabina.
Entretanto, la noche había caído nuevamente sobre Ainielle. Aquello que, al principio, confundiera —al despertar por fin de tan pesado y largo sueño— con la primera claridad de un nuevo día no era sino la sombra desgarrada con que el anochecer comienza siempre en el invierno a deshacer el horizonte y las montañas. Sentí frío. Busqué una pala y abrí una estrecha zanja en medio de la nieve hasta la cuadra. Mientras dormía, había nevado nuevamente —nieve sobre la nieve y hielo sobre el hielo— y el corral estaba ahora enteramente sepultado bajo una gruesa y dura capa que me llegaba ya hasta la cintura. Tuve que espalar durante un rato ante la entrada hasta poder por fin abrir la puerta y recoger la leña necesaria para el fuego. Luego, de vuelta en el portal, dejé entrar a la perra en la cocina y me dispuse una vez más a resistir la noche junto a la chimenea. Fue justo al encenderla, en el momento en que las llamas empezaron a brotar entre los troncos y una agradable ola de calor se expandió suavemente por la estancia, cuando volví a acordarme de la soga que la noche anterior había tirado en medio de la calle.
Llamé a la perra y salí con la linterna. Afuera, un viento hosco batía los tejados y se enredaba con violencia entre las ramas de los árboles. El cielo estaba oscuro, hinchado por el peso de la noche, pero un fulgor intenso envolvía en torno a mí la calle y todo el pueblo. Pisé la nieve y apenas se quebró bajo mis botas. Estaba helando. La perra me siguió hundiéndose en la nieve a cada paso, hasta el lugar aproximado en que —intentaba recordar— la soga debía de haber ido a caer la noche antes. Ignoro si la perra sospechaba lo que yo andaba buscando; pero, durante largo rato, rastreó, siempre a mi lado, desde el portón del huerto hasta la zanja de la presa, desde la vieja empalizada de Bescós hasta la esquina de la iglesia, toda la parte alta de la calle. Pero todo fue en vano. La última nevada debía de haber cubierto la soga por completo —la imagen de Sabina regresando por ella mientras yo estaba durmiendo volvió a sobrecogerme— y la linterna resbalaba una y otra vez sobre la superficie helada de la calle sin encontrar por ningún sitio la forma tortuosa que buscaba. Volví a casa por la pala y removí toda la nieve de aquella zona de la calle con el mismo resultado. Al final, sudoroso y cansado, con las manos quemadas por el frío y el aliento helándoseme en la boca, regresé a la cocina convencido de que ya no volvería a ver la soga en mucho tiempo.
No tardé en olvidarme de aquel último incidente. Tras nuestra infructuosa búsqueda en la nieve, la perra y yo volvimos junto al fuego —y, junto a él, a nuestras respectivas somnolencias— y el sopor de la noche y el humo de la hoguera fueron borrando poco a poco de mi mente el áspero recuerdo de la soga que ahora yacía en medio de la calle, bajo una gruesa losa de hielo y de silencio. Para mi tranquilidad —pensé— aquello era más que suficiente. Ignoraba todavía en ese instante la amenaza que sobre mí ya se cernía y que, aquella misma noche, habría de volver a convertir mi alma en un abismo.
Todo empezó con el descubrimiento de aquel viejo retrato de Sabina. Había estado siempre allí, en la pared de la cocina, justo encima del escaño en cuyo extremo ella siempre se sentaba y que ahora permanecía ya vacío e inmensamente solo frente a mí. Era una antigua fotografía amarillenta —Sabina con la ropa de domingo: aquel vestido pobre y negro, aquella pañoleta de hilo gris sobre los hombros, los mismos pendientes de la boda desempolvados para la ocasión— que un fotógrafo de Huesca le había hecho cuando bajamos a despedir a Camilo a la estación. Yo mismo le había puesto un marco de madera y colgado en la pared. Desde entonces —hacía ya veintitrés años—, había estado siempre allí. Pero los ojos se habitúan a un paisaje, lo incorporan poco a poco a sus costumbres y a sus formas cotidianas y lo convierten finalmente en un recuerdo de lo que la mirada, alguna vez, aprendió a ver. Por eso, aquella noche, cuando, de pronto, reparé en la presencia amarillenta del retrato, los ojos de Sabina se clavaron en los míos como si, en ese instante, ambos se hubieran visto por primera vez.
Sobresaltado, desvié la mirada hacia la lumbre. Los troncos crepitaban doloridos y, a su lado, la perra dormitaba mansamente, ajena por completo a mi mirada y a la fotografía que velaba su fiel sueño desde la polvorienta soledad de la pared. Nada cambiaba en apariencia la costumbre invariable de otras noches. Nada rompía la fisonomía familiar de la cocina en torno a mí. Pero, al trasluz atormentado de las llamas, sobre el respaldo del escaño ya vacío para siempre, los ojos de Sabina me miraban fijamente, perseguían insistentes a los míos como si aún siguieran vivos en aquel viejo papel.
Poco a poco, a medida que la noche fue avanzando, la presencia de la fotografía empezó a hacerse más molesta y obsesiva cada vez. Concentré la mirada en la espiral del fuego. Cerré los ojos tratando de dormir. Pero todo era inútil. Los ojos amarillos de Sabina me miraban. Su soledad antigua se extendía como una mancha húmeda por toda la pared. Pronto entendí que la tranquilidad y el sueño de horas antes serían ya imposibles mientras aquel viejo retrato siguiera frente a mí.
La perra despertó sobresaltada, y se quedó mirándome sin entender muy bien. Yo estaba ya junto al escaño, nervioso y aturdido, pero dispuesto a poner fin a aquella situación. El recuerdo cercano de la soga me empujaba. El temor a la locura y al insomnio había comenzado a apoderarse ya de mí. Cogí el retrato entre las manos y lo miré otra vez: Sabina sonreía con una gran tristeza, sus ojos me miraban como si aún pudieran ver. Y, en la desolación extrema de aquel andén vacío —vacío para siempre—, su soledad de entonces atravesó mi corazón. Sé que nadie jamás me creería, pero, mientras se consumía entre las llamas, su voz inconfundible me llamaba por mi nombre, sus ojos me miraban pidiéndome perdón.
Aterrado, salí de la cocina. Cerré la puerta a mis espaldas y me hundí en la oscuridad. Casi instantáneamente, un frío inexplicable me invadió. La casa estaba helada, cargada de amenazas, cuajada de silencio y de humedad. En medio del pasillo, me detuve. El eco de las llamas se había sofocado, pero la voz sonaba ahora de nuevo junto a mí. Atravesado por el pánico, miré a mi alrededor. La oscuridad era absoluta, llenaba mis pupilas como una maldición. Un sudor frío me recorrió la cara. Una descarga seca me paralizó. En la pared del fondo del pasillo, junto a un antiguo y olvidado calendario, Sabina me miraba nuevamente, sentada a mi derecha en el escaño, en un viejo retrato de los dos. Sin pensarlo un instante, lo arranqué de su sitio y me abalancé por la escalera hacia la habitación. Había comprendido que debía actuar con rapidez.
Los cajones, las arcas, los baúles. Las habitaciones de arriba y el desván. El armario de la ropa y la cocina. Nada quedó sin registrar. Poco a poco, todas las cosas de Sabina —las fotografías, las cartas, los pendientes y el anillo de la boda, incluso algunas ropas y recuerdos familiares— fueron amontonándose en medio del pasillo. Todo cuanto pudiera prolongar su presencia dentro de la casa. Todo cuanto aún pudiera seguir alimentando su espíritu y su sombra alrededor de mí. Cuando volví a bajar, un viento seco batía ya toda la casa, golpeaba las ventanas y las puertas sin encontrar la paz.
En medio de la calle, la noche me detuvo. Era la misma noche de horas antes, aunque cruzada ahora por mi exasperación. Inmóvil en la nieve, respiré largamente el aire frío. Dejé que me inundara su helada claridad. Luego, muy despacio, mientras la respiración y el pulso recobraban poco a poco su ritmo originario, me alejé de la casa caminando por la zanja que yo mismo había espalado al levantarme y busqué con la linterna la vieja portillera de la huerta. Abrirla me costó mucho trabajo. La nieve la cubría por completo y el cerrojo rechinaba agarrotado bajo una negra costra de hielo y humedad. Por fin, conseguí entrar. Contemplé el viejo muro, la soledad del pozo, los árboles inmóviles como fantasmas arrecidos en medio de la nieve. Busqué un lugar cerca del muro y, tras quitar la nieve por encima con la pala, comencé a cavar. Como temía, la tierra estaba helada, entumecida por la escarcha y por su propia soledad. La pala rebotaba contra ella, se doblaba sin fuerza entre mis manos como si golpeara encima de una losa o sobre el nervio vegetal de una raíz. Tuve que cavar durante casi media hora, con la linterna en la boca y el sudor helándoseme en la cara, hasta lograr abrir por fin un hoyo lo suficientemente ancho y profundo como para que en él cupiera la maleta en la que había metido todas las cosas y recuerdos de Sabina. Era una vieja maleta de madera y hojalata. Mi padre la había hecho para mí cuando me fui al Servicio y, desde entonces, había ido conmigo a todas partes. Ahora, la acompañaba a ella, solas las dos bajo la tierra, en su definitivo viaje hacia la eternidad.
Amanecía cuando volví a la casa. Una luz fría se derretía como plomo entre la bruma y un pálido fulgor iluminaba suavemente el interior de la cocina y el pasillo. Todo estaba otra vez tranquilo y en silencio dentro de la casa. Incluso el fuego, debilitado ya y reducido a un círculo de brasas amarillas, acariciaba ahora el sueño de la perra con su serena placidez de siempre. Recuerdo que, al entrar en la cocina, miré casi sin querer —después de tanto tiempo— el calendario. Si mi memoria no mentía, aquella que acababa era la última noche de 1961.