Sí. Seguramente, me encontrarán así, vestido todavía y mirándoles de frente, casi del mismo modo en que yo encontré a Sabina entre la maquinaria abandonada del molino. Sólo que yo, aquel día, no tuve otros testigos de mi hallazgo que la perra y el gemido acerado de la niebla al romperse contra los árboles del río.
(Es extraño que recuerde esto ahora, cuando el tiempo ya empieza a agotarse, cuando el miedo atraviesa mis ojos y la lluvia amarilla va borrando de ellos la memoria y la luz de los ojos queridos. De todos, salvo de los de Sabina. ¿Cómo olvidar aquellos ojos fríos que se clavaban en los míos mientras trataba de romper el nudo que aún quería inútilmente sujetarles a la vida? ¿Cómo olvidar aquella larga noche de diciembre, la primera que pasaba completamente solo ya en Ainielle, la más larga y desolada de las noches de mi vida?)
Hacía ya dos meses que los de Casa Julio se habían ido. Esperaron a que el centeno madurara, lo vendieron en Biescas junto con las ovejas y algunos muebles viejos y, una mañana de octubre, antes de ser de día, cargaron en la yegua las cosas que pudieron y se alejaron por el monte hacia la carretera. También, aquella noche, corrí a esconderme en el molino. Lo hacía siempre que alguien se marchaba para no tener que despedirme, para que nadie viera la pena que me ahogaba cada vez que, en Ainielle, otra casa se cerraba. Y, allí, sentado en la penumbra, como una pieza más entre las de la maquinaria ya inservible del molino, les oía perderse poco a poco por la senda que lleva a tierra baja. Aquella vez, sin embargo, sería ya la última. Después de la de Julio, no había ya otra casa que cerrar ni otra esperanza de vida para Ainielle que las mías. Por eso, aquella noche la pasé entera ya escondido en el molino. Por eso, aquella noche, cuando los de Casa Julio llamaron muy temprano a la puerta de la mía, Sabina era la única que todavía podía oírles. Pero tampoco ella bajó a abrirles. Ni siquiera se acercó hasta la ventana a despedirles con un último gesto o una última mirada. Con la memoria y el corazón deshechos por el llanto, escondió la cabeza debajo de la almohada para no escuchar más los golpes en la puerta ni los cascos de la yegua cuando se alejaban.
Aquel otoño fue mucho más fugaz que de costumbre. Todavía en octubre, el horizonte se fundió con las montañas y, pocos días después, llegó el viento de Francia. Durante varios días, por la ventana de la cuadra, Sabina y yo le vimos recorrer los campos solitarios, inclinar a su paso las cercas de los huertos y las empalizadas, arrancar con crueldad las hojas de los chopos antes aún de que amarillearan. Durante varias noches, sentados junto al fuego, le escuchamos aullar como un perro rabioso en el tejado. Parecía como si aquel hosco visitante nunca más hubiera de dejarnos. Como si su irrupción repentina e inesperada no tuviera justamente otra razón que la de hacernos compañía en aquel primer invierno que Sabina y yo habríamos de pasar completamente solos ya en Ainielle.
Una mañana, sin embargo, al despertarnos, un profundo silencio se encargó de anunciarnos que también él se había marchado. Desde la ventana de este cuarto contemplamos las huellas de su paso: pizarras y maderas arrancadas, postes caídos, ramas quebradas, bancales y sembrados y muros arrasados. Aquella vez, el viento había sido más feroz que de costumbre. Por el barranco abajo, se había embravecido y numerosos chopos yacían en el suelo o se inclinaban sobre él con las raíces asomando y la tierra de sus bases removida. Antes de irse, el vendaval se había reagrupado entre las casas. Como una bestia herida, se había atormentado y sacudido y, ahora, una insólita siembra de pájaros y hojas se esparcía por el pueblo como despojos inocentes de una cruel y vandálica batalla. Las hojas se amontonaban en espirales junto a las tapias. Los pájaros yacían entre ellas después de que el viento les arrastrara con violencia contra los árboles y los cristales de las casas. Algunos, colgaban todavía de los aleros y las ramas. Otros, aleteaban torpemente agonizando todavía en medio de la calle. Durante toda la mañana, Sabina anduvo recogiéndolos con la varilla rota de un paraguas. Después, hizo una hoguera en el corral de Casa Lauro y, ante la decepcionada mirada de la perra y de mí mismo, los roció con aceite y prendió fuego al botín que el vendaval, en su huida, había abandonado.
Pronto llegó noviembre con su pálido aliento de lunas y hojas muertas. Los días fueron haciéndose más cortos cada vez y las interminables noches junto a la chimenea comenzaron a sumirnos poco a poco en un profundo tedio, en una pétrea y desolada indiferencia contra la que las palabras se deshacían como arena y en la que los recuerdos daban paso casi siempre a inmensas extensiones de sombra y de silencio. Antes, cuando aún estaban Julio y su familia (y, antes aún, cuando Tomás todavía no había muerto y sostenía tenazmente en solitario la vieja casa y la memoria de Gavín), nos reuníamos todos en una de las casas, junto a la chimenea, y, allí, durante largas horas, mientras la nieve y la ventisca gemían en lo alto del tejado, pasábamos las noches del invierno contándonos historias y recordando personas y sucesos, casi siempre de otro tiempo. El fuego, entonces, nos unía más que la amistad y que la sangre. Las palabras servían, como siempre, para ahuyentar el frío y la tristeza del invierno. Ahora, en cambio, a Sabina y a mí, el fuego y las palabras nos volvían más distantes, los recuerdos nos hacían cada vez más silenciosos y lejanos. Y, así, cuando llegó la nieve, la nieve estaba ya, desde hacía mucho tiempo, en nuestros propios corazones.
Fue un día de diciembre, vísperas de Navidad, la primera desde que los dos estábamos ya solos en Ainielle y, por ello, la que ambos más temíamos. Aquel día, yo había subido muy temprano hasta las bordas de Escartín con la escopeta. El jabalí había estado hozando por los huertos, buscando bajo el hielo la raíz de la patata junto a las mismas tapias de las casas, y, en la mañana, un oscuro reguero de tierra removida denunciaba su visita nocturna y clandestina. La perra tardó mucho, sin embargo, en encontrar su rastro. Aún era cachorra y se perdía cada poco entre los árboles corriendo tras el vuelo de algún pájaro. Una gélida brisa, tocada ya por la mano invisible de la nieve, llegaba, además, desde los puertos, confundiendo los olores del monte y sus mensajes. Por fin, al mediodía, cuando empezaba ya a desesperar de encontrar a nuestro visitante de la noche, le vi, a lo lejos, aparecer entre unos matorrales, atravesar el arroyo de La Yosa chapoteando sobre el fango y empezar a subir por la ladera justo en la dirección en la que yo estaba esperándolo. Hice un gesto a la perra para que se quedara quieta y en silencio donde estaba y me tumbé detrás de una pared con la escopeta preparada y el cuchillo a mano. El jabalí venía subiendo por la cuesta con paso lento y confiado. Hinchado por el peso de su atracón nocturno, acostumbrado ya a la tranquilidad y el abandono en que la despoblación de las aldeas del contorno había sumido últimamente aquellos bosques y barrancos, caminaba entre los robles con la seguridad y la confianza de quien había empezado ya a creerse su único dueño y habitante. La posta le reventó el ojo derecho, le lanzó a más de un metro de distancia y le dejó revolcándose en el suelo, gruñendo de dolor y de sorpresa. Aún tuve, sin embargo, que meterle otros dos tiros, uno en el vientre y otro en la garganta, antes de aproximarme a él para cortar su áspera agonía de una honda y sostenida puñalada.
Aquella noche no conseguí dormirme hasta muy tarde. La ventisca arreciaba en el tejado y los cristales y la perra ladraba en el portal vigilando de lejos la sombra ensangrentada que ahora pendía boca abajo de una viga, atada con la soga que, por la tarde, me sirviera para arrastrar al jabalí desde las bordas de Escartín hasta esta casa. Hacía mucho tiempo que nada quebrantaba la rutina de mi vida y, aquella noche, tardé en dormirme recordando una y mil veces, como en una imagen fija y congelada, cada detalle de lo que había ocurrido al mediodía.
Cuando me desperté, todavía no había amanecido. La habitación estaba completamente a oscuras, pero una luz helada estallaba en los cristales enmarcando con timidez extraña el pequeño rectángulo de la ventana. Era la nieve, que caía ya como una maldición antigua y blanca sobre Ainielle y que empezaba a sepultar enteramente una vez más los tejados y las calles. La ventisca había amainado y una calma profunda se extendía ahora por el pueblo llenándolo de desamparo y de silencio. Durante algunos instantes, mientras el sueño volvía a apoderarse nuevamente de mis ojos, la nieve de la infancia comenzó a fundirse en ellos —como si la visión de la ventana y de la nieve que caía sobre el pueblo formaran también parte del recuerdo—, añadiendo a la noche la estela de otras noches, arrancando al olvido la soledad primera, transformando en memoria la mirada y el sueño. Hundido en esa niebla, me di la vuelta para seguir durmiendo. Y entonces fue cuando, de pronto, me di cuenta de que Sabina no estaba ya en la cama.
La busqué inútilmente por la casa: en las habitaciones de abajo y la cocina, en el trastero de las herramientas, en la cocina y el desván, en la bodega. En el portal, tampoco hallé a la perra. Sólo la oscura sombra del jabalí seguía colgada de la viga, alimentando con su sangre el charco que rompía bajo ella la blancura perfecta de la nieve. Descubrí las pisadas en la puerta a punto ya de volver a ser borradas. Las seguí lentamente, pegado a las paredes de las casas, mientras sentía los copos estallar contra mis ojos y un miedo inexplicable crecer como la noche dentro de ellos. Las huellas llegaban hasta Casa Juan Francisco, doblaban bruscamente por detrás del cobertizo y se perdían a lo lejos entre los arruinados paredones de la iglesia. Parado en el extremo de la calle, contemplé estremecido la soledad inmensa de la noche en torno mío. Escuché unos instantes: sólo mi propio aliento rompía apenas las láminas heladas e infinitas del silencio. Me encogí en la chaqueta para tratar de protegerme de la nieve y seguí caminando tras el rastro de Sabina. Atravesé de este modo todo el pueblo, atento a cualquier ruido y deteniéndome a interrogar la noche a cada paso, hasta que, poco a poco, pasadas ya las ruinas de la escuela y los antiguos cobertizos de Gavín, las huellas en la nieve comenzaron a hacerse más limpias y profundas y la sospecha de su proximidad a convertirse en un presentimiento. La vi, por fin, al fondo de la calle, a punto de perderse por la senda de Berbusa, y en ese instante supe ya que nunca más habría de volver a olvidar aquella imagen: en medio del silencio y de la nieve, entre la desolación y las ruinas de las casas, Sabina vagaba por el pueblo, como una aparición o un hálito irreal, seguida dócilmente de la perra.
Durante las siguientes noches, volvió a ocurrir lo mismo. Hacia las cinco o las seis de la mañana, con la noche encajonada todavía entre los montes, Sabina se levantaba de la cama, abandonaba la habitación sin hacer ruido y, acompañada siempre de la perra, vagaba por las calles solitarias y nevadas hasta que la primera luz del día despuntaba sobre Ainielle. Yo la veía levantarse fingiendo estar dormido, la seguía después, a través de la ventana, hasta que su silueta se perdía al fondo de la calle y volvía a la cama para intentar inútilmente recobrar un sueño estremecido y ya imposible. Por la mañana, cuando me levantaba cansado de dar vueltas buscando una razón a la tristeza de Sabina, la hallaba ya sentada junto al fuego, en la cocina, nuevamente, con la respiración roída por el humo y la mirada lejana e inexpresiva.
Poco a poco, a medida que los días habían ido sucediéndose (y, sobre todo, desde aquel en que la nieve irrumpiera en nuestras vidas con su espiral interminable de hielo y cielos líquidos), Sabina había ido cayendo en un profundo estado de indolencia y en un hondo mutismo. Se pasaba las horas sentada frente al fuego o contemplando el descampado de la calle a través del ventanucho, ajena totalmente a mi presencia. Yo la veía deambular como una sombra por la casa, espiaba de reojo su mirada al contraluz atormentado de las llamas sin saber cómo salvar aquella fría lejanía de sus ojos, sin encontrar el modo de romper la espesa malla de silencio que amenazaba ya con adueñarse por entero de la casa y de mí mismo. Parecía como si las palabras hubieran perdido de repente todo su significado y su sentido, como si el humo de la lumbre levantara entre nosotros una cortina impenetrable que convertía nuestros rostros en los de dos desconocidos. Sentado frente a ella, con la nevada afuera impidiendo la salida, yo caía entonces en una oscura y turbia somnolencia —que la desolación insomne y torturada de la noche alimentaba— o me quedaba absorto contemplando, también durante horas, el bosque calcinado en el que ardían las aliagas y, con ellas, mis recuerdos. Pero, a veces, el aullido del silencio era tan fuerte, tan profundo, que, incapaz de soportarlo por más tiempo, abandonaba la cocina buscando en la penumbra del portal el calor y la mirada, más humana, de la perra.
La noche en que murió, Sabina se levantó mucho antes que otras veces de la cama. Era aún la una y media de la madrugada y hacía apenas una hora que nos habíamos acostado. Hundido en la penumbra —y en la simulación de un sueño que la propia ansiedad de su conquista me negaba—, sentí el frío repentino de su hueco entre las sábanas, el susurro aprendido de las ropas al vestirse y las pisadas sigilosas que se alejaban por la escalera sin hacer ruido. Sentí, luego, también, el sobresalto de la perra en el portal al despertarle las pisadas y el lamento herrumbroso de los goznes de la puerta cuando Sabina abandonó la casa. Pero, esa noche, yo no salí tras ella. Ni siquiera me levanté como otras veces para espiar sus movimientos a través de la ventana. Esa noche, un frío inexplicable paralizó mi corazón y me mantuvo inmóvil bajo el peso de las mantas mientras la oscuridad y la zozobra del silencio volvían a adueñarse nuevamente de la casa. Permanecí así durante varias horas, escuchando a lo lejos los confusos lenguajes del silencio y de la nieve, hasta que, al filo ya de la mañana, vencido por el sueño y por la espera, me desplomé por fin como un cuerpo sin peso en una turbia e interminable pesadilla: la nieve que hacía días caía sin descanso sobre Ainielle, apoderada ya de los tejados y las calles, había reventado las puertas y ventanas de la casa y se extendía poco a poco por las habitaciones cubriendo las paredes y amenazando con sepultar también la cama en la que yo permanecía atenazado por una fuerza extraña que me impedía levantarme y escapar de aquella interminable pesadilla.
Cuando me desperté, estaba amaneciendo. La fría luz que salpicaba los cristales —restos de hielo y de mi propio sueño— me hizo dudar por un instante de si, en efecto, la nieve no habría profanado ya la casa y yo estaría ahora sepultado bajo ella. Desde la ventana, mientras me vestía, contemplé la calle. Había cesado de nevar; pero una niebla espesa, cuajada de amenazas, cubría ahora los árboles y los tejados más cercanos. Una niebla profunda y apretada en la que —imaginé— se fundiría mansamente un día más el humo de la chimenea de esta casa. En la cocina, sin embargo, el fuego de la lumbre permanecía aún apagado y no encontré a Sabina por ninguna parte. Salí al portal en busca de la perra; pero tampoco estaba. Y, entonces, de repente, como si la luz de la mañana hubiera golpeado con violencia mis sentidos y el infinito desamparo de la casa me estallara entre las manos, una sospecha súbita se apoderó de mí convirtiendo el silencio en una nueva pesadilla y el sueño de la noche en un presentimiento.
En la calle, la niebla se agarraba a las paredes y la humedad helada de la escarcha hacía ya invisible cualquier rastro reciente de pisadas. Un inmenso silencio llenaba todo el pueblo, introducía su larga lengua sucia hurgando en la penumbra de las casas la herrumbre del olvido y el polvo amontonado por los años. Cerré sin hacer ruido la puerta a mis espaldas. Busqué en el pantalón el tacto familiar de la navaja y, con la respiración y el pulso contenidos para que en la distancia no pudieran delatarme, eché a andar por el camino que Sabina seguía cada noche en solitario. Lentamente, anticipando los sentidos a la niebla y hundiéndome en la nieve a cada paso, recorrí poco a poco todo el pueblo sin encontrar huella alguna de su paso. Miré en cada portal, detrás de cada esquina y cada tapia. Registré Ainielle entero, calle a calle y casa a casa. Todo en vano. Parecía como si la nieve y el silencio la hubieran sepultado. Como si su escuálida figura se hubiera diluido para siempre entre la niebla. Eché aún, pese a todo, un último vistazo a las ruinas de la iglesia y estaba a punto ya de regresar de nuevo a casa cuando, de pronto, me di cuenta de que aún había un lugar en el que no la había buscado.
Desde lejos, como una sombra más entre las sombras que la niebla dibujaba, divisé ya a la perra tumbada en el camino. Enroscada en la nieve, bajo el dudoso amparo de los chopos deshojados, parecía un animal ahogado y abandonado allí por el furor del río. Crucé el pontón y apreté el paso llamándola en voz baja mientras me acercaba. Pero ella, cuando me vio, en lugar de correr hacia mí como otras veces, se incorporó en su sitio y retrocedió lentamente hacia la puerta del molino sin dejar de mirarme un solo instante. Dudé de si, con ello, trataba de guiarme o de si, por el contrario, lo que intentaba en realidad era cortarme el paso. Pero en sus ojos —y en la extraña actitud amenazante que, desde el primer momento, la perra había adoptado (y que me hizo recordar su amedrentada soledad vigilando al jabalí en medio de la noche y de la nieve)—, comprendí de inmediato lo que, detrás de ella, y detrás de la puerta del molino, me esperaba. Sin pensarlo un solo instante, corrí hacia ella y la abrí de una patada: Sabina estaba allí, balanceándose, colgada como un saco entre la vieja maquinaria, con los ojos inmensamente abiertos y el cuello quebrantado por la soga con la que, noches antes, yo había colgado al jabalí en el portal de casa.