Capítulo 1

Cuando lleguen al alto de Sobrepuerto estará, seguramente, comenzando a anochecer. Sombras espesas avanzarán como olas por las montañas y el sol, turbio y deshecho, lleno de sangre, se arrastrará ante ellas agarrándose ya sin fuerzas a las aliagas y al montón de ruinas y escombros de lo que, en tiempos, fuera (antes de aquel incendio que sorprendió durmiendo a la familia entera y a todos sus animales) la solitaria Casa de Sobrepuerto. El que encabece el grupo se detendrá a su lado. Contemplará las ruinas, la soledad inmensa y tenebrosa del paraje. Se santiguará en silencio y esperará a que los demás le den alcance. Vendrán todos esa noche: José, de Casa Pano, Regino, Chuanorús, Benito el Carbonero, Aineto y sus dos hijos, Ramón, de Casa Basa. Hombres endurecidos todos ellos por los años y el trabajo. Hombres valientes, acostumbrados desde siempre a la tristeza y soledad de estas montañas. Pero, a pesar de ello —y de los palos y escopetas de que, sin duda alguna, han de venir armados—, una sombra de miedo y de inquietud envolverá esa noche sus ojos y sus pasos. Contemplarán también por un instante las paredes caídas del caserón quemado y, luego, el lugar que alguno de ellos señalará ya con la mano en la distancia.

A lo lejos, frente a ellos, en la ladera opuesta de la montaña, los tejados y los árboles de Ainielle, ahogados entre peñas y bancales, comenzarán ya entonces a fundirse con las primeras sombras de una noche que, aquí, contra el poniente, llega siempre mucho antes. Visto desde la loma, Ainielle se cuelga sobre el barranco, como un alud de losas y pizarras torturadas, y sólo en las casas más bajas —aquellas que rodaron atraídas por la humedad y el vértigo del río— el sol alcanzará a arrancar aún algún último destello al cristal y a las pizarras. Fuera de eso, el silencio y la quietud serán totales. Ni un ruido, ni una señal de humo, ni una presencia o sombra de presencia por las calles. Ni siquiera el temblor indefinido de un visillo o de una sábana colgada en el frontal de alguna de cualquiera de sus múltiples ventanas. Ningún signo de vida podrán adivinar en la distancia. Y, sin embargo, los que contemplen el pueblo desde las altas campas de Sobrepuerto sabrán que, aquí, entre tanta quietud, entre tanto silencio y tantas sombras, yo les habré ya visto y estaré esperándoles.

Reanudarán la marcha. Pasadas las ruinas de la casa, el sendero continúa monte abajo, en dirección al valle, atravesando robledales y canchales de pizarra. Se estrecha en las pendientes, pegado a la ladera, como una gran culebra que se arrastrara en busca de la humedad cercana. A veces, lo perderán brevemente entre los matorrales. Otras, desaparecerá por completo, y durante largo trecho, bajo un espeso manto de líquenes y aliagas. Sólo yo lo he pisado en todos estos años. Caminarán, pues, en silencio, muy despacio, siguiendo fijamente al de adelante. Pronto llegará hasta ellos el rumor hondo del río. Una lechuza —quizá esta misma que ahora cruza mi ventana— elevará su grito entre los robledales. Definitivamente, la noche habrá caído y el que dirija al grupo encenderá su linterna y detendrá sus pasos. Todos los hombres le imitarán casi al instante. Como atraídos por una misma sombra, todos los ojos se clavarán en la espesura del barranco. Y, entonces, al contraluz amarillento y fantasmal de las linternas, mientras las manos buscan en silencio una vez más la caricia nerviosa de las armas, descubrirán entre los chopos la silueta del molino —erguido aún, a duras penas, sobre la podredumbre de la hiedra y el olvido— y, luego, al fondo, recortándose en el cielo, el perfil melancólico de Ainielle: ya frente a ellos, muy cercano, mirándoles fijamente desde los ojos huecos de sus ventanas.

El borbotón del río llenará sus corazones cuando vadeen la corriente por la vieja pontona de maderos y tierra apelmazada. Quizás, en ese instante, alguno piense en dar la vuelta y regresar sobre sus pasos. Pero será ya tarde. El camino se pierde con el río tras las primeras tapias y sus linternas habrán ya iluminado ese sórdido paisaje de paredes y tejados reventados, de ventanas caídas, de portones y cuadros arrancados de sus marcos, de edificios enteros arrodillados como reses en el suelo junto a otros incólumes aún, desafiantes, que yo ahora todavía puedo ver a través de la ventana. Y, entre tanto abandono y tanto olvido, como si de un verdadero cementerio se tratara, muchos de los llegados conocerán por vez primera el terrible poder de las ortigas cuando, adueñadas ya de las callejas y los patios, comienzan a invadir y a profanar el corazón y la memoria de las casas. Nadie, sino algún loco —pensará más de uno en ese instante—, puede haber resistido completamente solo tanta muerte, tanta desolación durante tantos años.

Durante largo rato contemplarán el pueblo en medio de un silencio sepulcral. Todos ellos lo conocen desde antiguo. Alguno, incluso, tuvo familia aquí y recordará los tiempos en que subía a visitar a sus parientes por las fiestas de otoño o de la Navidad. Otros volvieron, ya en los años últimos, para comprar ganado y algunos muebles viejos cuando la gente comenzó a dejar el pueblo y se deshacía sin demasiadas exigencias, sin excesiva lástima ni ambición, de todo cuanto pudiera reportar algún dinero con el que empezar una nueva vida en la tierra baja o en la capital. Pero, desde que murió Sabina, desde que en Ainielle quedé ya completamente solo, olvidado de todos, condenado a roer mi memoria y mis huesos igual que un perro loco al que la gente tiene miedo de acercarse, nadie ha vuelto a aventurarse por aquí. De eso hace ya casi diez años. Diez larguísimos años de total soledad. Y, aunque, de tarde en tarde, hayan seguido viendo el pueblo desde lejos —cuando suben al monte por leña o, en el verano, con los rebaños—, en la distancia, nadie habrá podido imaginar las terribles dentelladas que el olvido le ha asestado a este triste cadáver insepulto.

No les será, por tanto, nada fácil reconocer la casa. Sobre la imprecisión de los recuerdos, la ruina y la noche aumentarán aún más el desconcierto de sus ojos. Quizás alguno piense que lo mejor sería llamarme, romper la espesa niebla del silencio y dejar que sea la voz la que me busque tras tanta puerta abierta, tras tanto cristal roto, tras tanta densa sombra en cuya negación hundirá su memoria, igual que ahora, la negación indescifrable de la noche. Pero la sola idea bastará para asustarles. Gritar ahí fuera sería como hacerlo en mitad de un cementerio. Gritar ahí fuera únicamente serviría para turbar el equilibrio de la noche y el sueño vigilante de los muertos.

Decidirán, por ello, continuar mi búsqueda en silencio. Recorrerán el pueblo muy cerca unos de otros, siguiendo a las linternas y dejando que el instinto suplante a los recuerdos allí donde éstos se muestren impotentes. Vagarán por las calles y los patios, aún sobre sus pasos, hasta que, al fin, después de muchas vueltas, después de múltiples paradas y rodeos, el murmullo de la fuente surja de entre las sombras a su encuentro. La encontrarán ahí, bajo un bosque de ortigas, cuajada de tristeza y lamas negras. La iglesia tardarán, sin embargo, bastante más en verla. La tendrán ya frente a ellos, justo al lado de la fuente, pero la luz de las linternas no la descubrirá hasta que una cruz de hierro la atraviese de repente. Y, entonces, sobrecogidos, casi sin ánimo para acercarse a ella, contemplarán de lejos el pórtico invadido de zarzales, las maderas podridas, el tejado vencido y el sólido bastión de la espadaña que todavía se yergue sobre la destrucción y la ruina de la iglesia como un árbol de piedra, como un cíclope ciego cuya única razón de pervivencia fuese mostrarle al cielo la sinrazón de un ojo ya vacío. Pero que, a ellos, les servirá esa noche para orientarse definitiva y finalmente en su peregrinaje atormentado por Ainielle.

Aún se detendrán, quizá, confundidos un instante, ante la casa de Bescós, detrás de las ruinas de la iglesia. Pero la podredumbre del tejado y el borbotón de hiedra que borra sus ventanas y sus puertas les llevarán muy pronto la certeza de que allí no vive nadie desde hace mucho tiempo. Ésta está ya a su lado, cerrando frente a ella la calleja, entre la sombra del nogal y el contorno cada vez más impreciso de la huerta. La alta hierba se cuelga sobre sus tapias, y el reguero de la fuente, libre ya por el medio de la calle, sin nadie que se ocupe de encauzarlo hacia la presa, penetra entre los árboles corrompiendo sus troncos y llenándoles de musgo. Agolpados ahí enfrente, los hombres rastrearán con sus linternas la penumbra del portal y de la cuadra, las ruinas del viejo cobertizo, el compacto hermetismo de la casa detrás de sus ventanas y sus puertas. Probablemente, en un primer instante, la creerán también abandonada. La hiedra y el olvido se agolpan sobre ella lo mismo que en el resto de las casas y nada, ni siquiera el fulgor instintivo de un recuerdo, podría hacerles pensar que están ante la casa que buscaban. Será el silencio —este silencio espeso que inunda cada pieza y cada cuarto como una baba negra— el que lleve a los hombres, primero, la sospecha y, luego, la certeza de que se encuentran ya ante la misma puerta por la que algunos de ellos sacaron la caja con el cuerpo de Sabina cuando en Ainielle no quedaba nadie ya que pudiera ayudarme a trasladarla al cementerio.

La herrumbre del cerrojo, al rechinar bajo el empuje de una mano, bastará para romper el equilibrio de la noche y sus profundas bolsas de silencio. Como asustado de sí mismo, el que se atreva a hacerlo regresará sobre sus pasos y el grupo entero se quedará paralizado, inmóvil, en silencio, escuchando la angustiosa sucesión del eco por el pueblo. Por un instante, pensarán que aquellos golpes nunca más van a volver a detenerse. Por un instante, llegarán a temer que Ainielle entero se despierte de su sueño —después de tanto tiempo— y los fantasmas de sus antiguos habitantes aparezcan de repente a la puerta de sus casas nuevamente. Pero pasarán los segundos, lentos, interminables, y ni siquiera en esta casa, en la que tal aparición sería esperada, ocurrirá absolutamente nada extraño. El silencio y la noche volverán otra vez a adueñarse del pueblo y el resplandor de las linternas se estrellará contra la puerta nuevamente sin encontrar el brillo acorralado de mis ojos frente a ellas.

Pero los hombres sabrán ya que no puedo andar muy lejos. Se lo dirá el murmullo negro del reguero y la sombra del nogal en la fachada. Se lo dirá la perfección de la noche detrás de las ventanas. Quizá creerán que, al verles acercarse por el monte, me he encerrado con llave en el rincón más oculto e inaccesible de la casa. O quizá no. Quizá sospecharán, por el contrario, que, sabiendo que éste sería el primer sitio al que vendrían a buscarme, me he escondido en el monte o entre las sombras y ruinas de otra casa desde la que, a lo peor, puedo estarles espiando en ese instante por la espalda. En cualquier caso, de lo que todos estarán también ya convencidos es de que yo jamás saldré de mi agujero mientras ellos permanezcan en el pueblo. Y también, de que, si logran encontrarme, les ofreceré más resistencia de la que, sin duda alguna, ya esperaban.

Sin embargo, no tendrán otra elección. Cuando vengan a Ainielle, será para encontrarme. Cuando lleguen ahí, enfrente de esta casa, ni siquiera contarán con la ayuda de una noche que avanzará en contra de ellos mientras, en las cocinas de Berbusa, sus mujeres y sus hijos continúen esperando, impacientes, su regreso. Así que, más tarde o más temprano, alguno de los hombres romperá la indecisión de los demás y, empuñando su escopeta, se acercará con decisión hasta la puerta. Alguien le alumbrará con su linterna mientras él encañona el cerrojo desde cerca. Hará, tal vez, un gesto a los demás para indicarles que se alejen. Pero no les dará tiempo. El estampido será tan contundente, tan brutal, que les detendrá a todos en seco en mitad del movimiento.

Cuando consigan reaccionar, la onda del disparo habrá empezado ya a desvanecerse. Un olor penetrante invadirá la calle y una nube de humo se deshará en la noche por encima de los árboles del huerto. Temerosos, los hombres empezarán a aproximarse muy despacio hacia la puerta. La cerradura habrá saltado como una astilla seca y un pequeño empujón será ya suficiente para ofrecer entera la boca del pasillo a las linternas. Atropelladamente, con la respiración entrecortada y el pulso a punto de rompérseles, registrarán una por una las habitaciones de abajo y la despensa, la tibia —todavía— soledad de la cocina, los rincones subterráneos y sin luz de la bodega. A partir de ese instante, todo sucederá ya con rapidez de vértigo. A partir de ese instante (y horas después al tratar de recordar, para contar, los hechos), ninguno de ellos podrá saber ya exactamente de qué modo la sospecha dejó paso a la certeza. Porque, cuando el primero de ellos comience a subir las escaleras, todos sabrán ya seguramente lo que, aquí, les esperaba desde hacía mucho tiempo. Un frío repentino e inexplicable se lo anticipará. Un ruido de alas negras batirá las paredes advirtiéndoselo. Por eso, nadie gritará aterrado. Por eso, nadie iniciará el gesto de la cruz o el de la repugnancia cuando, tras esa puerta, las linternas me descubran al fin encima de la cama, vestido todavía, mirándoles de frente, devorado por el musgo y por los pájaros.