CAPÍTULO 9
SOMBRAS: PASADO Y FUTURO
ajín y Chaleco, que ya no eran señor y duque, se sentaron en una oculta arboleda a una legua del camino principal. Todavía no estaban fuera de peligro.
Las sombras vivientes habían pasado mucho tiempo eludiendo a los sabuesos. Fajín había estado oliendo mucho a pastel rancio y Chaleco al olor del alambre y el castaño del clavicémbalo. Recordando los consejos para evitar a los perros, Chaleco los había llevado al río. El agua corrió a través de ambos. En el tiempo que tardaron en llegar a la otra orilla, el pastel había sido arrastrado por la corriente, pero el clavicémbalo se había quedado medio colgando fuera de Chaleco, anegado y desafinado. Les había llevado una hora vaciar la cosa y sacarla, especialmente porque Chaleco había insistido en tocar una canción de cumpleaños.
Al menos, el libro de hechizos no parecía haber sufrido ningún daño, aunque ardía de manera amenazante y olía a pescado. Después, esa misma tarde, Fajín acabó metido en un campo de lodo y Chaleco lo sacó echándole agua salobre encima. Palo fue apaleado y Charco, encharcado.
Había sido un viaje acuoso y cansado, dos meses despojados de cuerpo y país. Seguramente ya habrían cogido a los no hombres si los sabuesos no hubieran sido ligeramente más estúpidos que ellos. Sólo ligeramente. En dos meses, Fajín y Chaleco ni siquiera habían huido de las tierras del gobernador Dereg. Las patrullas de sabuesos todavía peinaban la campiña.
Así, se sentaron para acampar en la oscuridad. No hay nada más miserable que un campamento oscuro, incluso para aquellos que no tienen cuerpos que herir ni ojos que llenar. La luz es la vida para las cosas vivas, y significa todavía más para las sombras.
—Vamos, Fajín. ¿Qué podría herirnos?
—¿Que qué podría herirnos? ¿Que qué podría herirnos? Podríamos ser capturados, encerrados, convertidos en esclavos mágicos, obligados a hacer cosas abominables…
—Cosas abominables es todo lo que hacemos…
—¡Pero libremente! Hemos hecho abominaciones en total libertad. Es mejor ser miserable y cobarde por tus propios motivos que debido a la voluntad de otros.
—¿De verdad?
—Por supuesto.
Chaleco sabía que provenía del lado carnal de Íxidor, que era deseo carnal sin mente superior (al menos eso era lo que le explicaba constantemente Fajín). De todos modos, la carne puede ser astuta.
—¿Qué te parece si echamos un vistazo a este libro mágico? —Metió la mano en su interior y sacó el objeto en cuestión.
—Por fin una sugerencia que merece la pena —observó Fajín, alargando la mano hacia el tomo. Todavía humeaba un poco, y el calor brotaba a rachas desde su cubierta. Fajín se sentó en un árbol caído, cruzó las piernas, sostuvo el libro frente a su perfil y lo abrió—. ¡Oh, tú, hombre monstruoso! ¡Sabes que no puedo leer sin luz!
—¿Y con una hoguera?
Fajín levantó la mirada.
—¿Con qué propones encender una? Nuestro interior está húmedo y no hay pedernal en leguas.
—¡Un hechizo de fuego! Ellos los sacan de estos libros. Los magos necesitan fuego, ante todo para fumar y para encender braceros…
—¡Braseros! ¡Y ya te lo he dicho, no puedo leer un hechizo sin luz! ¿Cómo puedo leer un hechizo de fuego cuando necesito un hechizo de fuego para leer uno?
—¡Magos! ¡Uno creería que habrían pensado en ello y harían que las palabras del hechizo de fuego brillaran en la oscuridad! Idiotas. Apuesto a que se duchan con la cortina por fuera.
—¡Espera! ¡Mira ahí! Letras que brillan en la oscuridad. ¡Es un hechizo de fuego!
—No son tan estúpidos, después de todo. Pensaron en lo mismo que yo.
—No es una señal de mucha inteligencia. Todo lo que tengo que hacer es decir estas palabras sobre un montón de cosas combustibles. Rápido, Chaleco, coge algo que prenda.
—Cogeré algo de madera.
—Imbécil —murmuró Fajín para sí—. Primero un hechizo de fuego, luego uno de carne…
—Aquí está la madera —dijo Chaleco, tirando un montón en medio del claro.
—Está bien —Fajín se inclinó sobre los troncos con el libro de hechizos en su regazo. Repasó una vez más las palabras en su cabeza, extendió la mano sobre el montón y pronunció el encantamiento—. ¡Kuel baebee nelsin onda belchen baebee onda sib, stobcol inme sib! —El conjuro arcano brotó con un extraño ritmo, convirtiendo en un ritual las palabras que los magos habían usado durante años. La magia entró en la forma vacía de Fajín. Una energía roja llameó y se liberó.
Chaleco lanzó un grito de júbilo.
No ocurrió nada. El montón de madera seguía oscuro y silencioso.
—No lo entiendo —dijo Fajín—. Aquí dice simplemente: «Pronuncia estas palabras sobre los combustibles…».
—¡Tu trasero está ardiendo!
—¿Cómo? —gritó Fajín, dando un salto.
No era su trasero, sino el árbol caído donde estaba sentado. Los dos no hombres empezaron a dar saltos. Todo el tronco, de treinta metros, había empezado a arder.
—Bonito —dijo Chaleco.
—Poderoso —añadió Fajín—. Con un poder como éste, estoy seguro de que se me ocurrirá algo para conseguir unos cuerpos.
—Me apunto —dijo una tercera voz.
Los no hombres se volvieron hacia el sonido. El fuego lanzaba sus borrosas sombras sobre la espesa vegetación, pero allí, de pie, había una tercera sombra.
Fajín cruzó los brazos.
—Tenía el presentimiento de que nos estaban siguiendo.
—No parece un sabueso.
—Soy uno de vosotros, el tercer no hombre. Os he estado siguiendo durante meses, observando lo que hacíais, aprendiendo. No tenía ningún deseo de unirme a vuestras anteriores aventuras, pero ahora… sí, ahora quiero apuntarme.
Fajín apretó el libro de hechizos contra su pecho para protegerlo, empujándolo accidentalmente a través de sí, de manera que desapareció y cayó al suelo del interior.
—Quieres unirte a nosotros, ¿no es así? Nos dejas correr todos los riesgos de conseguir este libro de hechizos, de huir de los sabuesos…
—De que se prendan nuestros traseros…
—De que se prendan nuestros… ¡Oh, cállate, Charco!
—¡Chaleco!
—¿Y ahora quieres unirte a nosotros? ¿Por qué deberíamos dejar que lo hicieras?
El otro no hombre se acercó desde las sombras de los árboles.
—Queremos lo mismo. Queremos ser gente de verdad, no sombras. Queremos ser como nuestro creador, carne y sangre. ¿No es suficiente razón para que colaboremos?
—No, no lo es —contestó Chaleco con desdén. Se volvió hacia Fajín—. ¿Verdad?
—Te has equivocado con nosotros, no hombre. El altruismo es la forma más elevada de humanidad, y nosotros todavía luchamos por conseguir la más baja. Tuviste tu oportunidad en el refugio, bajo el lago.
—Os daré otra razón —continuó el no hombre, acercándose, como si intentara tenderles una trampa—. Akroma me envió. Os considera traidores, teocidas, y quiere que os lleve de regreso para que pueda torturaros y destruiros. Si no me dejáis unirme a vosotros, le diré dónde estáis. Ella puede saltar a través de mí y caer sobre vosotros en cuestión de minutos.
Fajín y Chaleco no estaban seguros de qué contestar a eso.
—Ésa es la parte mala. La buena es que no quiero ni traerla hasta vosotros ni llevaros hasta ella. Quiero lo mismo que vosotros. Buscaremos juntos. Cuando tengamos cuerpos de verdad, necesitaremos un lugar adonde ir. Conozco uno, un refugio donde protegernos de toda esta locura. Se llama Santuario…
Chaleco lanzó una carcajada.
—¡Sí, claro! ¡Hay una ciudad llamada Sotario!
—¡Santuario, idiota! —le espetó Fajín. Miraba al tercer no hombre, evaluándolo—. ¿Cómo te llamas?
—Umbra.
Fajín saludó con la cabeza.
—Yo soy Fajín, éste es Charco…
—Chaleco.
—Lo sé.
—¿Sabes algo de magia, Umbra? —preguntó Fajín.
—No —contestó—, pero conozco el ruido que hacen los sabuesos. El fuego los atrajo.
—¡Intenté decírselo! —exclamó Fajín.
—¡Lo encendiste tú! —contestó Chaleco.
—Vamos. Puede que quieras devolverle el libro de hechizos a tu compañero, ya que él puede colocarlo sobre el clavicémbalo, lejos del suelo y del lodo.
Fajín se agachó, palpando dentro de sus pies, y agarró el tomo.
—Bien pensado. —Entregó el libro a Chaleco, que lo escondió, y ambos empezaron a andar tras Umbra—. ¿Alguna idea para escapar de los perros?
—Sí —contestó—. Gatos. Hay una granja al otro lado de las colinas con un granero lleno de gatos.
—¿Y eso cómo nos ayudará? —preguntó Fajín.
—Cada uno de nosotros cogerá diez o así, y cuando los perros se acerquen, soltamos unos cuantos. ¿A quién preferirá perseguir un perro, a un gato o a una sombra?
—¡Brillante! —exclamó Fajín—. ¡Ésa es la clase de planificación estratégica de la que carecemos!
—No me elogies demasiado —pidió Umbra—. Primero veamos cómo funciona el plan. ¡A la granja para poner en marcha la Operación Gato!
Zagorka estaba de pie cerca de la arena llena de gente de Santuario. Parecía que toda la ciudad estuviera allí, atiborrándose de juegos, como un hombre condenado que engulle su última comida.
Había pasado un mes desde la partida de Phage, pero Santuario era un lugar aún más estentóreo si cabe. A pesar de los intentos de Zagorka por organizar una milicia, sólo encontró cincuenta voluntarios. Los demás ciudadanos actuaban como si la resistencia fuera inútil. Akroma vendría, y eso sería el fin. ¿Quién haría frente a su fanático ejército ese terrible día? ¿Por qué no vivir ahora, para no tener nada de qué arrepentirse cuando llegase la muerte?
Zagorka sentía arrepentimiento. Deseaba haberse opuesto a Phage, haber evitado que convirtiera ese refugio en una guarida de desesperación. Zagorka también debió haberse enfrentado a Akroma. Eso habría funcionado mejor que las falsas alianzas que se arrugan como el papel.
Un perdedor rompía su boleto de apuestas y lo dejaba caer. En él quedaron impresas las marcas de sus dedos mientras revoloteaba en la brisa de la tarde. Una cascada de esos trocitos llenó el aire y cayó sobre el antiguo círculo de piedras.
—Sé que es difícil concentrarse en los glifos mientras hay una buena partida de dados, pero no creo que estés escuchando siquiera, Zagorka.
La anciana parpadeó.
—Lo siento, Elionoway. ¿Qué me decías?
Sacándose la larga pipa de la boca, Elionoway giró la boquilla de hueso para apuntar sobre las cabezas de la muchedumbre. Señaló los monolitos que los rodeaban.
—Encajan. Esas piedras que rodean el lugar sagrado, fueron una vez un único bloque. La escritura que contienen fue hecha antes de que se separaran. Al leer cada nivel, encontramos el significado del todo. Algunas figuras están cortadas o desgastadas en su mayor parte, pero puedo entender bastante. Comienza aquí, en el este, y sigue el curso del sol. Las piedras meridionales marcan su paso invernal, y sus sombras marcan el paso del verano.
—No te sigo —dijo Zagorka medio dormida.
—Sigue esto —respondió Elionoway, expulsando un anillo de humo que los rodeó a ambos—. Conoces la primera línea: «Volved, númena, volved, que lo que una vez fue, será para siempre…». Aquí está la siguiente línea: «A ti te invocamos, Averru, Gran Conquistador; esta pared que construíste permanecerá por siempre entre tus hermanos». Y más abajo: «A ti te invocamos, Lowallyn, Señor de los Arroyos; estos tus ríos fluirán por siempre en este valle». Y en la cuarta línea: «A ti te invocamos, Kuberr, Mano Avariciosa; para que nos protejas a todos por siempre jamás».
—Por siempre jamás —repitió Zagorka—. ¿Qué significa? ¿Qué importancia tiene esto?
—Se trata de profecías ancestrales de veinte mil años de antigüedad. Estos nombres… los conozco. Los mitos de nuestro pueblo hablan de tres grandes hechiceros que gobernaron durante mil años, tres hermanos que construyeron los imperios de la antigüedad. Les arrebataron el mundo a los Primigenios.
—¿Los Primigenios?
—Los gobernantes dragón que hubo antes de la era de los humanos.
Zagorka frunció el entrecejo. Tenía muchas preocupaciones en la cabeza, y la menor no era saber para qué necesitaba transformar a esos jugadores en guerreros.
—Dime otra vez qué opinas.
El elfo la miró con una mezcla de condescendencia y envidia.
—Tu raza es demasiado joven. —Volvió a señalar con su pipa, justo por encima de los jugadores—. La quinta línea, ahí, reza: «Cuando los mortales vuelvan a adorar en el alto y sagrado lugar y en las profundidades donde el agua fluye, entonces los númena volverán».
—Espeluznante.
Elionoway rió.
—No te imaginas la suerte que tienes de tenerme contigo.
—Sí que lo sé, Elionoway. Es sólo que no me lo creo. No estamos trayendo de vuelta a esos tres hermanos muertos. Mira a tu alrededor. ¿Quién hay que esté adorando? Nadie. Están gritando por el primer premio, gracias a Phage. ¿Acaso rezan los campesinos de las riberas del río? No, ellos plantan… y discuten. Todos los que estamos aquí intentamos sobrevivir, y tal vez gozar de una pequeña diversión. Tenemos demasiados enemigos reales de los que preocuparnos.
En lugar de responder, Elionoway simplemente movió el dedo, haciendo que ella lo siguiese. El elfo avanzó con ligereza por los bloques de piedra, como si estuviera encantado consigo mismo. Su pipa expulsaba un alegre humo azul que se arremolinaba a su alrededor, dando la impresión de golpear su hombro antes de continuar su camino.
Zagorka siguió al hombre. Su cabeza zumbó con terribles advertencias en medio de los gritos de los tiradores de tabas. Era un barullo enloquecedor. Puede que ésa fuera la peor parte del liderazgo, decidir a qué voces hacer caso y cuáles ignorar.
Elionoway alcanzó el sendero de madera que llevaba al punto de arranque del gran cabestrante. En ausencia de Ceño de Piedra, un simio gigantopiteco se había hecho cargo de él. Recorría un círculo fijo mientras su socio, un aguerrido enano, colocaba piedras en su lugar para los contrapesos. El elfo levantó la mano.
—Nada de piedras en los dos siguientes colgadores.
El enano hizo un ruido con la nariz y asintió.
Elionoway esperó a la siguiente cesta para colocarse en posición. Dio un paso para meterse dentro y agarró la cuerda.
Detrás de él, Zagorka abordó el ascensor con menos gracia. Su sombra pasó de ella a la roca roja, y el acantilado desapareció. Abajo se abría un panorama que siempre hacía que se le cortara el aliento: la antigua Santuario, ahora una próspera ciudad. El humo se alzaba de las chimeneas de los edificios de piedra, los granjeros trabajaban los pródigos campos junto al río, y una corriente constante de carretas cruzaba el vado. Esto era lo que ella intentaba proteger con su trabajo.
—No mires abajo, Zagorka —pidió Elionoway—. ¡Mira hacia arriba!
Así lo hizo, y vio la cima del acantilado, cubierta con runas profundamente labradas en la roca.
—¿Qué dicen esas runas?
—No lo sé. Ayer no estaban ahí.
—¿Estás seguro? —La sangre se le heló en las venas.
—Totalmente. He empezado a catalogar las runas, y ésas nunca habían estado ahí.
La anciana se sintió débil.
—Está bien, Elionoway. Haces bien en catalogar y traducir. Ahora es tu trabajo oficial. —Miró hacia esos irregulares caracteres bélicos—. Quiero saber de dónde vienen. Quiero saber qué significan.