CAPÍTULO 8

REVELACIÓN

A

kroma se arrodilló, dejando que su pecho de jaguar descansara sobre el suelo de piedra y plegando sus alas de ángel a lo largo de la espalda. Había venido para reconfortar a su amada iniciada.

En un maremágnum de sudor y tormentos, Trenzas yacía sobre su camastro de arpillera. La habían sujetado al armazón para que no se hiriera a sí misma o se tirara por la ventana. Los discípulos se esmeraban en ella tanto de día como de noche, arrancando de raíz y con diligencia sus demonios interiores y expulsándolos. Los espíritus malignos hacían todo el daño que podían, y la pobre Trenzas casi se estaba volviendo loca. Incluso ahora, las diminutas criaturas entraban en una cascada azul dentro de su mente mientras Trenzas se resistía y maldecía.

—Vamos, vamos, dulce hija —la tranquilizaba Akroma, acariciándole la frente llena de bultos—. Estoy aquí. Sé que duele, pero sobrevivirás y serás purificada, liberada, redimida.

Los ojos desorbitados de Trenzas se volvieron para mirar el glorioso rostro que tenían delante.

—¡Akroma… madre… por favor! ¡Basta ya!

Los discípulos salían volando de sus labios como manchitas de saliva. Con ellos se llevaban pedazos de su memoria, los horrores que asediaban a la muchacha.

Trenzas exhaló a los discípulos y Akroma los inhaló.

—Conozco tu dolor —dijo Akroma, mientras oscuras visiones revoloteaban en su mente: ogros despellejados, patíbulos sobre lava, vientres a punto de explotar, un hombre con cadenas en los brazos, cuerpos convertidos en polvo… Nada de esto tenía un valor estratégico—. Lo conozco. Cuando hayamos acabado, estarás limpia y sabré cómo protegerte a ti y a toda Otaria.

Las manos de Trenzas lucharon contra sus grilletes, y se estiró para agarrar uno de los codos del ángel.

—¡Madre… por favor… haz que paren! ¡Haz que paren!

Akroma no escuchaba. En su mente se abrió un nuevo recuerdo, revelado con toda la elaborada belleza de una rosa.

Trenzas se arrodilló, no sujeta a una cama, sino apoyando su rostro en el suelo. La piedra fría se bebía sus lagrimas, y el aire frío y húmedo de las celdas de esclavos le aguijoneaba la piel.

El Primero se apoyaba en la entrada, mirando a su llorosa sierva. Tenía los ojos escrutadores de un asesino que observara fijamente a su víctima después del golpe pero antes de la muerte.

—No es tan malo como eso.

Trenzas se estremeció, luchando por tranquilizar su voz.

—¿No lo es? ¿No es malo para un amo que lo conviertan en esclavo?

—Phage será buena contigo. No te hará daño.

—Era mi esclava. Me la diste… ¿y ahora me das a ella?

La respuesta del hombre tenía la lenta seguridad de una hoja de guillotina.

—Sí.

Trenzas sacudió la cabeza, frotando la cara contra la piedra.

—¿Qué hice? ¿Qué hice para desagradarte?

—Nada.

—Era tu chica.

—Todavía lo eres…

—No, ahora lo es Phage. ¿Por qué la elegiste a ella en lugar de a mí?

El Primero caminó lentamente dentro de la celda, como si cada paso fuera una decisión. Se sentó en el borde de la cama y murmuró:

—Te contaré algo que no sabe absolutamente nadie en el mundo excepto yo… y ahora tú.

Trenzas detuvo sus sollozos e incluso su corazón. Se sentó sobre los talones y juntó las manos como si estuviera rezando. La postura la ayudó a aclararse la garganta.

—Cuéntame.

—El dios Kuberr me eligió antes de mi nacimiento. Nací mancillado. Él me elevó para servirle y, cuando llegó el momento, me llamó para que matara a mi familia y heredara su bendición de poder. Kuberr me eligió, y él es también quien ha elegido a Phage.

Trenzas lo miraba sin llegar a comprender.

—Cuando me trajiste a la hermana de Kamahl, mi único deseo era destruirla. La sujeté en un mortal abrazo y vertí en ella todo el odio que había en mí. He matado gigantes con ese odio, pero no pude matar a Jeska. La mano de Kuberr se posó sobre ella. Él desvió ese odio dentro de su alma y dejó incólume su carne, pues tenía grandes planes para ella. Te fue entregada como esclava para que la entrenaras, según la voluntad de Kuberr, y ahora, según esa misma voluntad, tú serás su esclava.

Trenzas jadeaba de nuevo, tratando de comprenderlo.

—Entonces, ¿no eres tú el que ha hecho esto? ¿No es tu elección?

—Soy el siervo de Kuberr. Su elección es mi elección.

—Pero tu corazón no está con Phage…

Él no contestó, y el repentino silencio fue ensordecedor.

—He aprendido a ver en ella lo que Kuberr ve. No llores, hija. Ella es la única mujer, la única criatura en todo el mundo a la que puedo tocar. Claro que mi corazón está con ella. —Como si tuviera la intención de demostrarlo, acercó una mano hacia la mejilla de la mujer postrada para secarle las lágrimas.

Trenzas se apartó, tratando en vano de llegar hasta un cubo de agua. Las piedras que antes se habían bebido sus lágrimas ahora soportaban una inundación peor.

El Primero se puso en pie, mirándola piadosamente.

—¿Cómo puedes amar a una criatura que te repugna tanto? Es mejor así. Serás su esclava y te alejarás de mí.

Trenzas agarró el cubo pero no expulsó nada. Incluso el vacío de su interior estaba desesperado por salir. Se sentía una estúpida, allí agachada y sufriendo por un hombre cuya presencia la enfermaba, cuyo toque la mataría. No obstante, los corazones no sabían nada de la estupidez, sólo del deseo.

—No temas por mí, hija —le dijo a la llorosa invocadora de demencia—. Sé que Phage es mi rival, mi enemiga. Está claro que intentará matarme como yo maté a mi propia familia, pero yo lo haré antes.

El Primero se dio la vuelta y salió.

Él era el estúpido de verdad. Todas las piezas estaban allí, delante de él, y todavía no podía verlas. ¿Por qué Kuberr creó al Primero y a Phage? ¿Por qué sólo esas dos personas podrían tocarse la una a la otra en todo el mundo? Lo hizo para que sólo se tocaran el uno al otro, para que se unieran y concibieran. ¿Y por qué un antiguo e incorpóreo poder desearía que sus dos avatares concibieran un hijo? Para que el mismísimo Kuberr pudiese nacer de la unión y volviera a andar por Otaria.

El Primero era el estúpido. Estaba en peligro mortal, y ahora en peligro inmortal. Esta vez, sin embargo, Trenzas no se lo diría…

Akroma tembló, con el amargo recuerdo en la boca. ¡Qué horrores había soportado Trenzas! Se había calmado, y ahora su sudor era frío.

—Ese recuerdo te había envenenado profundamente —le dijo Akroma—. La tensión se ha ido de tu rostro. Ya no puede herirte. He cogido el horror y lo he guardado en mi interior, y a mí no me hace daño. Me ayuda mucho.

—Madre… —murmuró débilmente Trenzas—, tengo frío.

Akroma se dirigió a los pies de la cama y cogió las pesadas mantas que allí había dobladas.

—Yo te cuidaré. Me has mostrado a tu verdadero enemigo y su debilidad más profunda. Nunca más volverá a hacerte daño.

Una sonrisa que contenía tanta miseria como satisfacción cruzó el rostro de la mujer.

—Gracias, madre.

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Phage llevaba guantes y zapatos de metal mientras subía por la gran cinta transportadora, con cuidado de no tocar la gruesa cuerda para que ésta no se descompusiese. Habría sido feliz subiendo por el sendero lleno de curvas hasta la cumbre de Santuario, pero, como diseñadora de ese ascensor, se sentía obligada a usarlo. Sujetándose a la cuerda de la que colgaba la cesta en la que iba, Phage observó la maravilla que había creado.

Dos grandes ruedas de madera hacían funcionar el artilugio, una anclada en el cuadro central de Santuario y la otra colocada en lo alto de la escarpadura. Cada una de ellas tenía seis metros de diámetro y estaba colocada en horizontal sobre el suelo. Por la guía del rodamiento de cada una corría una gruesa cuerda que había llevado un mes entrelazar a partir de la cosecha de cáñamo y otro mes extender. Unos radios robustos irradiaban en ángulo por encima y por debajo de las bandas de rodamiento, asegurando la cuerda para que no pudiera salirse de la ranura y suministrando al operador del cabestrante un lugar donde asirse. En cada rueda iba un fuerte centauro para ocuparse del cabestrante y unos ayudantes musculosos para levantar contrapesos de piedra dentro de las cestas vacías.

La construcción parecía una gran extravagancia, pero Phage sólo había usado una pequeña parte de los fondos municipales para pagar los materiales y el trabajo. Después de todo, si no hubiera sido por ella, no habría habido fondos municipales. Había prometido a la gente de Santuario que el ascensor se pagaría por sí mismo al cabo de un mes. Un pequeño impuesto cargado sobre cada apuesta que se hiciera allí arriba lo había conseguido.

Sí, todo el asunto del ascensor era para suministrar un fácil acceso al anillo de piedras, donde Phage había establecido una arena local. El lugar alto y sagrado seguía siendo alto, pero no sagrado. Sus rocas cubiertas de runas estaban rodeadas de números y apuestas, gritos de júbilo y gemidos de agonía. Dados por aquí, cartas por allá, cuchillos para jugar a clavarlos en la tierra, un círculo para luchar, un cuadrilátero para el boxeo; hasta ahora, los muchos juegos utilizados para el entretenimiento y la resolución de conflictos no habían ido más allá de un puñetazo en la cara, pero sólo faltaban unos meses para que llegaran los verdaderos deportes de sangre. Después habría más regulaciones, más guardias, leyes y fuerzas de la ley. Pronto, Santuario solicitaría a la Cábala el permiso para que su arena estuviera dentro de la red continental.

La arena y el ascensor habían funcionado durante un mes y ya daban dividendos. Totalmente lleno, el ascensor podía trasladar a cincuenta ciudadanos por minuto hasta la cima, o a toda la colonia en media hora. La misma arena podía acomodar a más del doble de los quinientos que llamaban hogar a Santuario, y tenía muchas habitaciones sobre el domo de piedra para mayor diversión. Cada día llegaba gente nueva a Santuario atraída por la libertad y la diversión. Embelesados, se convertían en esclavos de la Cábala.

La cesta de Phage se balanceaba mientras subía los últimos metros hasta el borde del acantilado. Allí, nada más y nada menos que el general Ceño de Piedra giraba con la rueda, haciéndola funcionar como un cabestrante. Había llegado a Santuario sospechando de ella, pero no pudo resistir su mirada. Ceño de Piedra se parecía mucho a Kamahl… en todo lo malo. Phage lo había convencido de que debía supervisar el artilugio, no fuera que una criatura más débil dejara caer a cientos de personas hacia la muerte. Refunfuñando, Ceño de Piedra accedió. Su conversión fue un impresionante caso de estudio por el trabajo que allí había hecho Phage.

Levantó su bota de suela de acero, dio un paso fuera de la cesta y llegó a la plataforma de madera. Un grito efervescente llegó desde delante, y Phage se permitió una pequeña sonrisa mientras subía por la rampa. El Primero estaría encantado. Sin un solo soldado, había capturado la ciudad más estratégica en la próxima guerra con Topos. Quien controlase Santuario controlaría la escarpadura, y quien controlase la escarpadura controlaría el corazón de Otaria.

Cuando llegó arriba, pasando una ladera de piedra, se dio cuenta de que los gritos no eran de diversión. Miró hacia la cumbre. Tal vez hubiese ochocientas personas de pie entre las rocas, pero ni una de ellas estaba pendiente de los juegos. Todas gritaban a la criatura que había en medio de ellas.

Akroma.

Ningún vestigio de sonrisa quedó en el rostro de Phage, que echó a correr a toda prisa.

Todo el mundo sabía del contacto corruptor de Phage, y la multitud se separó para dejarla pasar. Aun así, saludaron a la chica.

—¡Aquí está!

—¡Phage la pondrá en su lugar!

—Veamos quién dirige a quién.

Zagorka dio un paso desde la multitud y se colocó junto a Phage.

—Está amenazando con una guerra. Dice que, a no ser que le rindamos Santuario, traerá un ejército para tomarla.

Rechinando los dientes, Phage asintió con la cabeza. Akroma conocía también el valor de esa roca.

—Gracias. Me encargaré de esto.

Mientras Zagorka retrocedía, ambas mujeres se dieron cuenta de que se habían cambiado los papeles. A partir de ese momento, la colonia quería más a Phage que a Zagorka. La llegada de un enemigo real sólo había acelerado el dominio de la Cábala sobre Santuario.

Akroma era un enemigo real. Los ojos de alabastro del ángel miraron fríamente a Phage. Las alas, como las de un águila gigante, se arquearon amenazadoramente a cada lado, mientras que el cuerpo de jaguar se dispuso para saltar. Con completa arrogancia, la mujer llevaba en la cintura a Segadora de Almas, el hacha forjada para matarla. Si Akroma osaba acercarse demasiado, Phage cogería el hacha y la usaría para su propósito.

Ésta se acercó a distancia de cuerpo a cuerpo de la mujer alada, colocando un pie justo delante del otro y cruzándose de brazos.

—Bonitas piernas, Akroma. Estoy tratando de recordar cómo perdiste las tuyas.

—No intentes atribuirte el mérito —respondió entre dientes—. ¡Fue tu hermano quien me hizo esto!

—Es cierto, mi hermano… pero yo podría enmendarlo. Sólo ponme a prueba. Estarás saltando alrededor de un esqueleto de gato. No conseguirás unas nuevas, ahora que Íxidor es comida de sierpes.

Los ojos del ángel se estrecharon, y apenas parecía capaz de contener su furia.

—¿Desde cuándo esta colonia pertenece a la Cábala?

A Phage le habría gustado decir «desde que aterrizaste», pero en su lugar respondió:

—Soy ciudadana de Santuario, como todos los presentes. Esto es una colonia libre, y nosotros, la gente libre, podemos hablar por Santuario.

La gente que había alrededor la vitoreó.

—Además, la Cábala es una aliada para Santuario. Toda amenaza contra esta colonia será respondida tanto por ella como por sus aliados.

Mientras la gente aplaudía, otra voz retumbó desde el borde del círculo.

—Krosa también es aliado de Santuario, y lucharemos por su libertad. —El general Ceño de Piedra hizo una señal a Zagorka y dijo—: Vine tan pronto como lo escuché.

Akroma miró primero al centauro gigante y después a Phage.

—No he tenido noticias de esas alianzas…

—Esto es un tipo distinto de guerra, Akroma —contestó rotundamente Phage—, no de espadas sino de palabras. Es una guerra que no puedes ganar.

La mujer-bestia respondió con una gélida seguridad.

—No te atrevas a darme lecciones sobre esta clase de guerra. Ya la he librado antes. Los discípulos de Íxidor han cruzado Otaria y me han contado la verdad que anida en las mentes de la gente. Los peregrinos han estado inundando Topos, los creyentes se han armado y están listos para luchar. Mientras tú reunías cartas y dados, yo he reunido un ejército. —Sus palabras terminaron en un misterioso silencio, como si la gente de Santuario pudiera ver las hordas de Topos listas para caer sobre ellos.

Phage extendió los brazos para señalar a la temerosa gente que la rodeaba.

—Aquí estamos, Akroma. El pueblo de Santuario. Oigamos tu ultimátum, y veamos quién tiembla.

Los labios del ángel se transformaron en una línea cortante.

—Ya lo he dicho antes, pero lo repetiré delante de estos… aliados. Santuario debe declararse colonia de Topos o enfrentarse a mis ejércitos.

La multitud explotó en una tormenta de gritos. Phage continuaba sin moverse y en silencio, esperando a que cesara el alboroto. A la gente se le fue pasando la rabia y uno a uno guardaron silencio para escuchar lo que tenía que decir.

Cuando por fin todos se callaron, Phage continuó:

—Esto es una sociedad de gente libre. Aproximadamente la mitad de los ciudadanos de Santuario están hoy aquí. Un voto unánime de este quorum decidirá nuestras acciones. ¡Aquellos que estén a favor de subyugar la colonia al gobierno de Topos, que digan sí!

El único sonido que respondió fue el del eco de su propia voz entre las piedras.

—¡Los que se opongan, que digan no!

Todas las voces se unieron en un grito para responder, un voto que se convirtió en una ovación.

Akroma escuchó sin hacer ningún comentario. Cuando el sonido desapareció por completo, simplemente dijo:

—Así ha hablado Santuario, pero desearéis haber estado más seguros de vuestras alianzas antes de decidir.

Phage sacudió la cabeza.

—La Cábala está del lado de Santuario. Vuélvete a tus tierras de sueños.

Adelantándose sobre sus piernas de jaguar, Akroma se colocó muy cerca de Phage. El hacha estaba casi a su alcance. Dos o tres centímetros más, y ese ángel sería enviado al cielo.

—Tengo dos palabras que te harán cambiar de idea —susurró Akroma—. Virot Maglan.

Esas dos palabras, el verdadero nombre del Primero, tenían poder en sí mismas, y con ellas también llegó un enjambre de discípulos azules. Salieron disparados de los labios de Akroma y entraron en los oídos de Phage. Las criaturas se sumergieron por las membranas del tímpano en las cavidades del oído interno, y por los ganglios auditivos hasta el cerebro. Llegaron como bombas, con las explosiones rasgándole la mente con metralla hecha de pensamiento.

Los recuerdos explotaron; los horribles recuerdos de Trenzas…

Trenzas se sentía una estúpida, allí agachada y sufriendo por Virot Maglan, un hombre cuya presencia la enfermaba y cuyo toque la mataría. De todos modos, ella sabía lo que él desconocía: Virot y Phage existían para concebir un hijo, el mismísimo Kuberr, que nacería para caminar por Otaria hecho carne.

Virot se quedó en la puerta de la celda de Trenzas. Pensó que sabía lo que la acosaba.

—No temas por mí, hija —le dijo a la llorosa invocadora de demencia—. Sé que Phage es mi rival, mi enemiga. Está claro que intentará matarme como yo maté a mi propia familia, pero yo la mataré antes.

El Primero se dio la vuelta y salió.

Tambaleándose, Phage se sujetó la cabeza. Las rodillas le fallaron y cayó delante de Akroma. Tembló, incapaz de creer lo que de repente sabía, pero con la seguridad de que era cierto…

De repente sabía…

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Akroma se alejó mientras su enemiga mortal caía de rodillas. El hacha seguía en su cintura. Nunca se había permitido olvidarlo, había evitado que Phage la cogiera. Ahora era demasiado tarde para Phage.

—No la toqué. Simplemente le dije dos palabras y, como ella misma dijo, esto es una guerra de palabras.

Estudió a la temblorosa e indefensa mujer, pero, en ese momento, le hablaba a Zagorka:

—Tu alianza con la Cábala ha llegado a su fin. Todavía no puedes saberlo, pero pronto lo harás.

Levantando los ojos hacia Ceño de Piedra, Akroma continuó:

—Descubrirás que este centauro no habla por Kamahl, pues en estos días Kamahl no dice nada en absoluto… Mis discípulos vuelan a lugares distantes. Así, en lugar de una colonia con dos grandes imperios detrás de ella, no sois sino quinientas almas desesperadas en el camino de un ejército. Santuario ha hablado, y yo también. Preparaos para la guerra.

Diciendo esto, sus grandes alas batieron el aire, provocando que todos aquellos que estaban más cerca se tiraran al suelo. Se elevó sobre los puntiagudos monolitos y se lanzó hacia el cielo, sobre Santuario. Aquellos que habían intentado hacerla callar a gritos la observaron en silencio mientras se elevaba sobre ellos.

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¿Qué podía decir Zagorka? Ningún aspecto de la crianza de mulas podía haberla preparado para esto. Observaba asombrada y sin palabras mientras Akroma se convertía en un puntito blanco. Phage luchaba por ponerse en pie. Instintivamente, Zagorka estiró la mano hacia ella, pero luego la retiró.

Los ojos de Phage destellaban, salvajes, sin fijarse en nada en concreto.

—Tengo que irme. Tengo que volver al coliseo. —Se dio la vuelta y, tambaleándose, inició el descenso de la montaña.

—Espera —la llamó Zagorka—. ¿Qué hay de la guerra? ¿Qué hay de la Cábala? Está de nuestro lado, ¿no?

Phage no respondió, sólo siguió adelante, tambaleándose.

—Creo que tienes tu respuesta —dijo tranquilamente Ceño de Piedra—. No deberíamos haberla creído.

Zagorka se volvió hacia él, y en un susurro tembloroso, preguntó:

—¿Y qué hay de ti? ¿Deberíamos haberte creído? ¿Está Krosa con nosotros?

El centauro gigante se sonrojó, y sus dientes rechinaron.

—No era una mentira, sino un farol. Krosa no está con nadie. Kamahl nos ha dejado a nuestra suerte.

—Maldita sea —exclamó Zagorka, sacudiendo la cabeza con amargura—. Sois todos iguales. Escoged un bando y dejad que me enfrente a él.

—No. ¡Yo dejé Krosa porque no soy como Kamahl… Porque quería enmendar los errores que él había cometido! No sabía cómo hacerlo hasta hoy, cuando vi el hacha de Kamahl colgando del cinturón de Akroma. Ahora sé lo que debo hacer. Iré a Topos, cogeré el hacha y la mataré.

Zagorka sacudió la cabeza con incredulidad.

—Nadie puede matar a Akroma, nadie que no sea un dios.

—No hay dioses —concluyó Ceño de Piedra—, sólo nosotros. Tenemos que ser nuestros propios dioses.