CAPÍTULO 7

TRAGAR ALMAS

E

l coliseo estaba lleno a rebosar, pero lo sentía vacío. Phage llevaba dos meses fuera, trabajando para establecer una arena de la Cábala en Santuario. Zagorka y el ejército de esclavos hacía ocho meses que se habían marchado y, aunque podían negarse a volver a la Cábala, no podían evitar que la Cábala fuera a ellos. Aparentemente, Trenzas (¿quién sabía qué le había ocurrido a Trenzas?) se había ido para bien.

—Mi trinidad —murmuró el Primero—: Phage, Trenzas, Zagorka…

Juntó con fuerza las manos de guantes negros que podían matar con un solo toque. Sus hombros se doblaron, y su espalda y su estómago… El Primero contaba con un poderoso físico y una metafísica más poderosa todavía, pero, sin esas tres mujeres, se sentía débil, abandonado.

Se alejó de la ventana del balcón y, sin siquiera quedarse para ver la matanza, entró en sus aposentos. Pasó delante de paredes pintadas de negro y espejos amenazantes, entre tapices de lana y asientos de cuero. Tan palaciega como parecía esa lujosa habitación, sólo suponía la mitad del dominio del Primero. Bajo él había cámaras secretas ocultas de todo el mundo, incluso de Phage.

Levantando un tapiz, deslizó la mano por la pared hasta que sintió una fisura. Una suave presión separó los paneles, revelando una escalera de caracol que bajaba hacia la oscuridad.

No necesitaba luz. Mientras descendía, dejó que el frío de la piedra se filtrara en su sangre abrasadora.

Puede que su trinidad se hubiera marchado, pero su dios no lo había abandonado.

Al final de un largo corredor había un cuarto pintado totalmente de negro, con una única alfombra de carrizo en el suelo. El Primero la pisó y anduvo hasta el centro de la pared del fondo. Era de frío metal, pulida para que brillara con luz trémula incluso en la oscuridad. Se quitó los guantes, extendió las manos sobre el frío metal y habló en voz baja, no con palabras de magia, sino de devoción.

—Gran gobernante de mi corazón, solicito audiencia.

La pared comenzó a cambiar. Una delgada línea de oro recorrió el espacio entre el techo y el suelo: una abertura. La cálida luz se ensanchó, como si el sol de la mañana se filtrara entre las puertas de metal. El Primero apartó las manos y retrocedió un paso, luego otro. El brillo aumentaba, trayendo consigo un fuerte ruido. Algo enorme había estado apoyado contra las puertas: montones de monedas de oro que acabaron volcándose. En una verdadera ola, la fortuna abrió las puertas y se derramó por el suelo de la cámara. Cuando la marea de riqueza lo alcanzó, yacía postrado en la alfombra y las monedas fluían a su alrededor. Sus voces de metal murmuraban en silencio, y el Primero habló con reverencia.

—Gran Kuberr, tu siervo se postra ante ti. He cumplido tu voluntad. Por ti, asesiné a mi propia familia, creé la Cábala, creé los fosos y el coliseo. Ahora rehago cada ciudad y aldea de Otaria a tu imagen, a través de tu poder. Pronto no habrá otra ley que no sea la de la arena, otro gobierno que no sea el de la Cábala ni otro dios que no sea Kuberr. Todo esto lo he hecho por ti.

El Primero yacía jadeante ante su señor. Durante siglos habían construido su imperio, y mientras tanto la fuerza de Kuberr había aumentado. Al principio, sólo se había aparecido en sueños, pero ahora se manifestaba con el brillo del sol en su gran horda de oro y en cada apuesta hecha en el coliseo. Pronto obraría dentro de cada apuesta de Otaria.

—Tú me enseñaste la moneda de cambio de los corazones, esa avaricia que compra todas las almas. Así, en avaricia, vengo a ti. Todo lo que me has dado te lo he devuelto. Ahora te pido una única cosa que será mía para siempre. —El Primero hizo una pausa y, en un intenso susurro, continuó—: Quiero a Phage. Tráemela. Compra su alma y dásela como presente al mayor de tus siervos. Concédeme este favor, gran Kuberr.

En el corazón de ese brillo cegador, el montón de monedas cambió. Tintinearon, y sus murmullos de metal se unieron para dar forma a la voz de un poder ancestral.

—Será tuya, Virot de los Maglan.

El corazón del Primero se aceleró en una acción de gracias.

—Eres grande, Kuberr. Tu luz brilla en el anverso de mi alma, pero el reverso está sumido en la sombra. Debo preguntarte algo: ¿me traicionará?

No hubo respuesta del señor dorado.

—La has bendecido, la has convertido en tu sierva como hiciste conmigo, pero cuando me convertiste a mí, me pediste que sacrificara a mi familia. ¿Le pedirás a ella que haga lo mismo? ¿Le pedirás que me mate?

Al principio, el silencio fue la única respuesta; después, las riquezas cambiantes volvieron a hablar.

—Tengo grandes planes para ella. Esto es lo que harás: cuando llegue, la tomarás como es tu deseo y harás que sea también el suyo. Será tuya mientras la quieras.

—Será mía —repitió el Primero con avaricia. Sus mejillas grises se arrugaron en una sonrisa leve. Una vez más, la luz de Kuberr brillaba en una cara del trato, pero la oscuridad acechaba en la otra—. No me has dicho si la enviarás contra mí, a matarme…

—No, no lo he hecho. En este asunto, debes hacer lo mismo que el resto de los mortales: suponer.

El Primero levantó la cara, mirando dentro del resplandor.

—Entonces, le ordenarás que me mate.

—Sólo continúa siéndome fiel, Virot. De otra manera, tu muerte está asegurada.

Inclinando la cabeza como muestra de aceptación, el Primero dijo:

—Durante siglos te he servido fielmente y lo seguiré haciendo siempre.

—Sí, lo harás.

Con esas palabras, el oro volvió a moverse. Se agolpó como cucarachas, unas sobre otras, en relucientes enjambres hacia el santuario. Las monedas golpearon la espalda del Primero, corrieron por sus brazos y treparon hacia su radiante divinidad. En sólo unos momentos, el suelo estaba limpio, y una gran pila de oro se clasificaba en montones ordenados. El hombre sólo pudo quedarse allí y mirar, sobrecogido por el espectáculo. La cámara que había guardado el oro parecía interminable, llena de riquezas infinitas. Cuando la última moneda hubo regresado rodando a su lugar, las enormes puertas se cerraron en silencio. Un mundo de riqueza quedó reducido a una única línea dorada y ésta a nada en absoluto.

El Primero permaneció allí, con el rostro oculto en la oscuridad.

Phage volvería, y cuando lo hiciera, la tomaría como era su deseo y haría que ella también lo quisiera. Sería suya mientras él lo deseara. Kuberr se lo había prometido, y antes de que pudiera volverse contra él, ella estaría muerta.

¿Cómo lo haría? El Primero la recibiría con rosas, sí, pero no rosas auténticas que se descompondrían en sus manos. Rosas de acero. Afilaría sus pétalos de manera que, tras capturar su corazón, pudieran cortarle el cuerpo.

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Ceño de Piedra estaba de guardia, de pie en la gran entrada de piedra de Santuario. No se apoyaba contra el arco de entrada y la verdad es que no tallaba ninguna vara. Se sentía un fracaso.

Había jurado arreglar el desorden que Kamahl había creado, pero ahora era parte de él.

Sí, Ceño de Piedra defendía su comunidad (eso era un comienzo para cualquier héroe) y Santuario era un lugar digno de defender. Las granjas comunales se extendían junto el río Hondagua y eran pródigas en cosechas. Los refugiados llegaban día tras día para habitar las casas de piedra, para reparar el molino hidráulico y reaprovisionar el granero. Incluso habían empezado a comerciar con las ciudades de la lejana Eroshia. La gente acudía a Santuario para comenzar de nuevo, y convivían en una extraña paz cooperativa. Santuario podría haber bastado para arreglar el desorden de Kamahl, si no fuera porque Phage estaba allí.

—Phage —exclamó rechinando los dientes. Levantó una piedra caliza del tamaño de su palma y la lanzó hacia el vado. La roca rebotó en las olas titilantes una, dos, tres veces… La furia del lanzamiento hizo que llegara a la otra orilla. Nueve, diez veces… y golpeó la ribera lejana, sonando contra otras piedras que el centauro había lanzado. Después cogió una nueva.

El problema de una sociedad libre es que era libre para todo el mundo, incluida Phage. Había llegado buscando un santuario y ya no se marchó. Como cualquier otro refugiado, había pedido contribuir según sus talentos. Éstos eran los juegos, y la colonia tenía una necesidad extrema de entretenimiento. Por supuesto, la gente había aceptado sus juegos, pero, al hacerlo, había aceptado a la Cábala. Era una corrupción inevitable.

Mientras Ceño de Piedra guardaba las puertas contra los ejércitos, una sola mujer conquistaba Santuario desde el interior.

—Maldita sea —soltó por lo bajo.

—¿Maldita sea quién? —preguntó una mujer detrás de él. La mujer.

A Ceño de Piedra se le erizó el vello, pero se controló para no sobresaltarse. Era típico de Phage sorprender a un guardia de la puerta.

—Maldita seas tú. —Debería haberse vuelto, romperle la crisma con la roca y machacársela hasta que estuviera muerta. Luego el río se llevaría lejos su corrupción…

—Aunque no lo harás —dijo ella, poniéndose delante de él y mirando fijamente la piedra que tenía en la mano.

—¿También lees la mente? —preguntó el centauro frunciendo el entrecejo.

—La verdad es que no —contestó Phage encogiéndose de hombros—. Es sólo que mi hermano te creó, y tú quieres ser como él. Kamahl deseaba matarme, como tú, pero no pudo. —Su dedo recorrió despacio el emblema del rayo dentado de su vientre—. Tú tampoco.

Ceño de Piedra tiró la piedra y la hizo añicos con sus cascos delanteros.

—Bien —comenzó, pero cuando se quedó mirando esos grandes e intensos ojos, no pudo recordar lo que iba a decir—. Bien… puede que no quiera ser como él. Tal vez dejé Krosa para hacer las cosas que Kamahl no haría.

Ella asintió, con su corto cabello negro erizándose sobre su bello rostro.

—Puede que yo dejara al Primero por la misma razón.

—Sé qué has estado tramando —dijo Ceño de Piedra, resoplando.

Phage cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Qué he estado tramando?

—Tú y tus juegos estáis cambiando este lugar. Estás convirtiéndolo en una colonia de la Cábala.

—Éstos no son juegos de sangre, Ceño de Piedra. Nadie ha resultado herido. La gente está deseando que lleguen los juegos después de largos días de cosechar o tejer o forjar. Además, los juegos son algo más que un entretenimiento. Deciden los pleitos. —Su rostro no expresaba malicia y seducía como el de una niña—. ¿No lo ves? He abandonado la Cábala. Estoy intentando construir Santuario, exactamente igual que los demás. Quiero que se levante contra la Cábala, y contra Topos y Krosa. Quiero que prospere, igual que tú.

Ceño de Piedra se quedó mirando al río, que se agitaba delante de él.

—No me vengas con sermones. No actúes como si estuvieras haciendo algo grande por Santuario.

—Bien, pues tú tampoco —replicó Phage, bajando la mirada por primera vez—. Muy bien. No me creas. No importa. No necesito tu ayuda.

—¿Por eso has venido hasta aquí? ¿Por mi ayuda?

Phage se volvió.

—Hay espaldas más fuertes y mentes más abiertas. Olvídalo.

—Está olvidado —soltó.

Ella siguió andando, pero su voz le llegó perfectamente.

—Sigue guardando tus rocas, Ceño de Piedra, pero de vez en cuando mira a las alturas. Ahí estaré yo, con un grupo de obreros, construyendo un nuevo Santuario.

El centauro sacudió su enorme cabeza y le dio una patada a la piedra destrozada, arrojándola al agua. Con una serie de húmedos gorgoteos, se hundió. Sí, ¿qué podía construir Phage para Santuario?

De cualquier modo, no podría resistirse a echar una cautelosa mirada hacia lo alto del acantilado. ¿Qué pasaba si construía algo allí, algo grandioso?

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Umbra se agazapó tras una maceta y observó con asombro cómo sus camaradas se abrían paso entre los invitados de la fiesta.

Lord Fajín (el señor Palo después de vestirse) parecía extravagante con sus botas de hebillas negras, pantalones rojos, una túnica gris y su caro fajín amarillo desde los hombros hasta la cadera. También llevaba una máscara de carnaval de cerámica blanca bajo un sombrero de ala ancha con un velo. La ropa era de su talla exacta, pero caía lánguidamente sobre su cuerpo, que, después de todo, no tenía gracia alguna. El duque Chaleco (el señor Charco) no tenía mejor apariencia con sus botas de montar, calzones verdes, un chaleco azul oscuro y una capa a la que iba sujeta una máscara con cara de perro. Era la única máscara que había logrado encontrar, y ahora no se separaba de ella.

Se habían puesto esos trajes en cuatro fiestas en el último mes. En la primera se habían colado. Sus ropas absurdas y maneras estúpidas convencieron a todo el mundo de que habían sido contratados como animadores. Lord Fajín y el duque Chaleco protestaron, hablando de sus vastas propiedades y de su valor en la guerra, todo con la esperanza de establecer su legitimidad. Los invitados sólo rieron y los felicitaron por ser «muy divertidos, la verdad». Al final de la noche, el anfitrión incluso les pagó tres de oro a cada uno. Fajín y Chaleco recogieron más «invitaciones» y asistieron a todas las fiestas. Chaleco estaba en el cielo, rodeado de comestibles, bebibles y pellizcables, pero Fajín se sentía frustrado. No le gustaba ser el objeto de todas las bromas, y especialmente bromas tan públicas que no podía entrar y pasar desapercibido en los lugares privados. Estaba atrapado en altos salones como éste, con la pequeña burguesía en cada esquina y peligros en todas partes.

—… un establo de, ah, bueno, veinticinco purasangres —alardeaba el duque Chaleco, que parecía estar sacándose brillo a las uñas contra el pecho, aunque llevaba guantes blancos.

—¡Oh, duque Chaleco, qué vida tan fastuosa! —decía la viuda de un noble, dulce, vieja y con cara de almohada. Captó un centelleo en sus ojos—. Imagino que usted y lord Fajín tendrán un ejército entero de debutantes detrás.

—¡Un ejército de diletantes! —Chaleco dio un grito ahogado de alarma, agachándose como para evitar que le vieran. A través de la habitación, llamó—. ¡Fajín! ¡Nos han pillado!

La viuda rió con un sonido parecido al gorjeo de un pájaro exótico.

—¡Es usted una delicia! No diletantes sino debutantes… ¡Chicas! Chicas jóvenes.

—¡Ja, ja! —rió Chaleco—. ¡Por supuesto! ¡Ja! Sí, las chicas van detrás de nosotros, bueno, detrás de mí, principalmente. Cuando se trata de chicas, Fajín es todo pulgares, pero yo soy todo dedos.

Fajín se acercó, agarrando el brazo de su compañero y arrastrándolo bruscamente.

—Perdónenos, lady Stelling, pero tengo algo que discutir con mi compañero.

—Faltaría más —contestó la viuda, riendo mientras el enjuto caballero tiraba de su corpulento amigo hacia la mesa de los postres.

En voz baja, Fajín le espetó:

—Escúchame. He terminado con estas fiestas. Sólo nos mezclamos y codeamos con la alta sociedad sin llegar a ver ni un tomo de magia, y tus juergas se están volviendo más y más peligrosas. ¡Suelta eso! —concluyó Fajín, dándole en la mano que acababa de agarrar un pastelillo de hojaldre.

Chaleco levantó la mirada de perro apaleado y dijo:

—Parecen tan sabrosos.

—¡Ni siquiera tienes lengua! Si alguien te ve coger algo así, tendrás que comértelo, y eso dejará más pistas en el palacio.

Una nueva voz los interrumpió.

—¡Menuda barra de pan tiene usted ahí, Chaleco! —Se trataba del bigotudo anfitrión, el gobernador Dereg, que miraba con asombro el pan de centeno de más de medio metro de largo que Chaleco tenía agarrado.

Temblando al ver que lo habían pillado, hizo lo que su compañero le había recomendado. Levantó la máscara lo suficiente para que pudiera entrar la barra entera por donde debería estar la boca. El pan desapareció dentro de él, y mientras Chaleco se bajaba la máscara, lanzó un pequeño eructo.

—Un pan estupendo, gobernador.

—¡Asombroso! —exclamó el hombre, transformando la irritación en estupefacción—. ¿Qué más podría comerse?

—¿Qué tiene? —soltó Chaleco, encantado de haber encontrado una nueva forma de entretenimiento. Miró hacia Fajín como si esperara un «¡buen chico!».

Fajín no miraba, demasiado ocupado en darse una palmada en su frente de cerámica.

—¡Que todo el mundo venga aquí! —llamó alegremente Dereg—. Nuestro anima… ejem… invitado el duque Chaleco va a hacernos una demostración de cómo puede zamparse alimentos de gran tamaño de un solo bocado.

Los invitados hirvieron de excitación mientras se abrían paso, deseosos de ver el nuevo espectáculo. Dereg les hizo señas con ambas manos. Ellos se colocaron alrededor y él se volvió hacia la extensa mesa de postres. Un pastel de frutas con posibilidades esperaba allí, tan pesado como un ladrillo. Dereg levantó el postre.

—No sea cruel —objetó lady Stelling—. Se ahogará.

—Le apuesto dos a uno a que no lo hará.

—¡Me apunto con diez de oro! —dijo ella, y algunos de los otros invitados también pusieron dinero para la apuesta inicial.

Durante el alboroto, Fajín le dio un codazo a Chaleco y le ordenó:

—Finge que te ahogas.

El gobernador Dereg continuó:

—¡Está bien, está bien! ¡Se acabaron las apuestas! —Le entregó el pastel—. Muéstreselo a estas buenas gentes, duque Chaleco.

Éste tomó el pastel que le ofrecían, pareció olerlo con su nariz de perro y se lo metió para dentro. Hizo un sonido de regurgitación e intentó tirar del pastel hacia fuera, pero se le escapó.

La multitud rompió en un aplauso de asombro, e incluso los que habían perdido dinero lo rodearon con entusiasmo.

—Totalmente sorprendente.

—¡Nunca había visto algo igual!

—Nadie más en el mundo come de esa manera.

—Fajín lo hace —soltó Chaleco, y cuando una bota de hebilla negra le dio un pisotón, añadió rápidamente—: Quiero decir lord Fajín.

—¿También conoce ese truco, lord Fajín? —preguntó el gobernante con asombro.

Lord Fajín trató de quitarle importancia al comentario.

—En realidad, no. Estoy intentando dejarlo.

Todos los presentes rieron, y le ofrecieron cierta cantidad de tartas y pasteles.

—Por favor, lord Fajín, tiene que mostrárnoslo.

—¡Vamos, Fajín! —dijo Chaleco.

El hombre alto se quedó allí de pie, sacudiéndose con furia o confusión.

Con el deseo de acelerar las cosas, Chaleco agarró un pastel con una mano y la nariz de la máscara de Fajín con la otra. Levantó la máscara, tiró el pastel y observó con satisfacción cómo la comida, con molde y todo, desaparecía a través de la cabeza de Fajín. La máscara se bajó de nuevo y los aplausos encantados de la multitud ayudaron a tapar el sonido del molde al golpear un suelo de piedra en Topos.

Animado por los aplausos, Chaleco dijo:

—¡Oh, y no sólo comida! Podemos comer cualquier cosa.

—¡Cualquier cosa!

Chaleco asintió tranquilamente mientras Fajín sacudía con fuerza la cabeza.

El gobernador Dereg tenía un brillo salvaje en los ojos.

—Vamos, lord Fajín, no podemos apostar otra vez por los talentos del duque Chaleco, pero si usted se comiera algo, algo grande e incomible, acabaría pensando que ésta es la mejor fiesta de toda Eroshia.

Los otros invitados aplaudieron, mirando a lord Fajín.

Éste parecía recuperarse. Había dejado de temblar y alargó una mano enguantada hacia su barbilla, diciendo:

—Como sin duda habrán deducido, mi amigo el duque y yo somos aficionados a la magia, razón por la cual llevamos a cabo estas asombrosas proezas. Aun así, puesto que perfeccionamos continuamente nuestros entretenimientos, necesitamos un mayor conocimiento de hechizos. —Se volvió hacia el gobernador, y los agujeros de los ojos de su máscara parecieron arder—. Si estuviera dispuesto a proporcionarme un libro de hechizos, no un volumen delgado, sino un tesoro de verdad, algo excepcional, me tragaría esa maceta de allí. —Señaló una planta de más de medio metro de alto en una maceta de mármol.

La multitud estaba asombrada.

Umbra se deslizó discretamente para encontrar un sitio nuevo donde esconderse.

El gobernador sonrió de manera incomprensible y se encogió de hombros.

—No soy ningún mago. Valdría la pena. —Levantó una mano y dio una palmada.

Un sirviente colocó su bandeja de bebidas sobre una mesa cercana y fue a la biblioteca del gobernador. No estuvo mucho tiempo fuera, y, cuando volvió, llevaba un libro grueso y extenso. La magia brillaba en la inscripción de la cubierta.

Con un gesto elocuente, el gobernador Dereg señaló el libro.

—¿Qué piensa? ¿Le parece bien éste? ¿Se comerá mi arbusto?

Lord Fajín le hizo señas al hombre joven para que dejara el libro sobre un clavicémbalo cercano. Fajín puso la mano encima, como si sintiera los hechizos de su interior, y tamborileando en él con los dedos, respondió:

—Lo haré.

Esas dos palabras inspiraron cien más mientras la gente se maravillaba de ese extraño truco.

Mientras los demás invitados resolvían números y porcentajes, Chaleco se movió sigilosamente junto a su compañero.

—Has cambiado de bando, ¿eh, señor Palo?

—¿De qué estás hablando, señor Charco?

El duque cruzó los brazos y soltó:

—Sólo que cuando todo el mundo me miraba a mí, tú intentabas arruinarme, pero cuando te miran a ti, bueno, qué bien está todo, ¿no?

—¡Idiota! ¿Es que no ves lo que estoy haciendo? He captado…

—Toda la atención, toda la gloria. Bien, ahora estás en mi territorio y veremos quién llega a lo alto.

—Imbécil.

—Idiota.

Las apuestas estaban hechas, y todos los ojos se volvieron una vez más hacia lord Fajín.

El duque Chaleco se alejó con resentimiento.

Como si se lo restregara por la nariz, lord Fajín extendió la mano con gesto teatral y dijo:

—¡Contemplad las maravillas de la consunción conspicua! Esta boca mía, siempre abierta, transfiere volúmenes más allá del conocimiento de los hombres mortales. ¡Ahora vuelvo mi mirada voraz hacia este arbusto, con la intención de enseñarle cuál es su lugar en la jerarquía del ser! —Bajando la mano hasta lo alto del arbusto, lo rodeó con los dedos y tiró de él. Toda la planta, raíces incluidas, salió de la urna de mármol que la contenía, lord Fajín la levantó y una lluvia de tierra negra cayó de ella—. Aunque ya lo he dicho antes, lo volveré a repetir: ¡Contemplad!

Echando la cabeza hacia atrás, lord Fajín se levantó la máscara y se introdujo el arbusto. Éste pasó fácilmente, con la máscara volviendo a su lugar después de que entrase la última hoja.

Los aplausos se mezclaron con los gritos de entusiasmo.

Lord Fajín hizo una profunda reverencia, con las manos formando una floritura doble hacia cada lado.

La ovación finalizó de repente cuando una mujer gritó.

—¡Está comiéndose el clavicémbalo!

Todo el mundo se volvió para ver al duque Chaleco agachado en la estrecha punta del instrumento, aunque ya se había tragado la tercera parte.

—¡Mi clavicémbalo!

—¡Mi libro de hechizos!

En ese mismo momento, Chaleco se tragó la parte del instrumento con el libro encima. Su boca parecía extenderse desde la frente al ombligo.

—¡Fuera, demonio! —gritaron lord Fajín y el gobernador Dereg al unísono. Ambos echaron a correr para agarrarlo, pero se quedaron con sus ropas en las manos.

El duque Chaleco se reveló en su verdadera forma: una gorda sombra gris envolviendo un clavicémbalo. El teclado desapareció completamente, y el corpulento no hombre se dio la vuelta, levantando las manos como símbolo de victoria.

La única respuesta fue un silencio mortal.

—¡Guardias! —gritó el gobernador.

—¡Corre! —gritó lord Fajín.

Los dos no hombres, uno vestido y otro desnudo, corrieron hacia la puerta principal. Una pareja de guardias vestidos de rojo apareció delante de ellos, cortándoles el camino. Chaleco y Fajín ni siquiera aflojaron el paso, corriendo directamente hacia los hombres. Uno agarró el brazo de Fajín, pero la camisa que llevaba sencillamente se rasgó. El otro trató de empujar a Chaleco y terminó cayendo a través de él. Los dos no hombres salieron disparados a las calles nocturnas.

—¡Idiota!

—¡Imbécil!

—¡Es el gobernador! ¡Nos perseguirán por toda Eroshia! ¡Aún peor, perdiste el libro de hechizos que era nuestra única esperanza!

—¡No lo hice! ¡Está dentro, sobre el clavicémbalo!

—¿En dónde?

Como para demostrarlo, un guardia cubierto de rojo salió gritando fuera de Chaleco y cayó de bruces contra los oscuros adoquines. Chaleco saltó por encima de él y continuó su camino.

—Está allí —dijo Fajín, haciéndole comprender—. ¡Vaya genio!

—Oh, bah.

—Sigue corriendo. Me desharé del resto de estas ropas y podremos abandonar Eroshia definitivamente.

—Me gusta la vida, señor Palo.

—A los dos nos gusta, señor Charco.

Sin ser vista, una tercera sombra los siguió.