CAPÍTULO 6

CRUZAR PUERTAS

A

kroma estaba de pie en los Campos de los Rastrojos, las rebautizadas Tierras de Pesadilla. Su rostro era frío y sereno. Sus alas se extendían blancas bajo el cielo azul. Aunque su mitad ángel esperaba con tranquila resolución, su mitad jaguar resollaba de miedo.

Cerca de allí, una sección de hombres de masilla se reunía junto a un gran tapón de piedra que sellaba un foso succionador que hoy se reabriría.

—Al trabajo —ordenó Akroma misteriosamente.

Los hombres de masilla se agacharon hacia la piedra y cogieron con sus manos de arcilla los bordes de la roca. Colocaron sus dedos pegajosos alrededor, la agarraron y comenzaron a tirar hacia arriba. La piedra no se movió. Lo volvieron a intentar, y un siseo de aire comenzó a salir por uno de los bordes. Entonces, el tapón se levantó con mayor suavidad y, cuando la grieta se ensanchó, el siseo se convirtió en un silbido y éste en un aullido.

El foso estaba llamando a Akroma. Su voz era la voz de la muerte. Ella sonrió, pues estaba buscando a la muerte y a su prisionero, Íxidor. La sierpe de la muerte ya no estaba en Topos, por lo que debía de haber huido a los fosos succionadores. Si estaba allí, Akroma la encontraría, encontraría a Íxidor y lo devolvería a la vida.

De todas formas, se mostraba reacia. Su mitad jaguar sintió un miedo mortal.

Los hombres de masilla se levantaron, con las espaldas erguidas y el tapón de piedra liberando el agujero. Gemía. Con cautela, los trabajadores movieron la piedra hacia un lado. El talón de un obrero resbaló en el borde del foso y el hombre estiró los brazos para sujetarse. El viento tiró de él hacia abajo. Su cabeza de masilla golpeó el tapón y se quedó atrancada; se quedó allí colgado un momento, agitando los miembros. La carne gris se despegó y cayó. El resto de hombres de masilla dejaron el tapón sobre el suelo arrugado.

Akroma estaba de pie, mirando fijamente al foso. Era indescriptiblemente negro, y sintió en su interior la oscura inteligencia contra la que debía luchar.

—La sierpe de la muerte.

Escondiendo las alas, el ángel se arrojó de cabeza al foso. Con renuencia, su mitad jaguar la siguió.

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Umbra se sentía como si hubiera registrado cada sala de Locus, pero no podía haberlo hecho. El lugar era enorme, y él sólo era un hombre.

No, ni siquiera era eso. No era nada, y las criaturas a las que buscaba eran incluso menos.

Umbra penetró en un corredor de piedra. Agarró pomo tras pomo y abrió puertas que revelaban salas amuebladas con fantasías de la mente. Algunas tenían detalles en papel carmesí y en otras entraba la luz por ventanas de vistas imposibles. Muchas tenían contornos amorfos de anatomía. No obstante, todas ellas olían a viejo, vacías desde hacía mucho. En ninguna de ellas se encontraban los otros no hombres.

Tenían que estar en alguna parte. Cada no hombre era un portal abierto que conducía a algún lugar del palacio; por esta razón, la mitad anclada estaría en una u otra sala. Sería difícil verlos, pues eran simples siluetas que permanecían de pie, quietas, pero habría señales delatoras frente a ellos. Tal vez hubiese hojas de hierba aplastadas con los pies, o charcos de lluvia que hubieran atravesado, quizás insectos o pájaros.

Otra habitación vacía. Umbra cerró de golpe la puerta con el pomo de nácar y maldijo en voz baja. Era el fantasma de Topos condenado a vagar por el palacio, visto a medias en sus agitadas rondas, dando portazos y pronunciando blasfemias. Umbra descendió por unas retorcidas escaleras para encontrarse una vez más en la magnífica entrada. El frenético paso del hombre sombra se volvió más lento. Anduvo con dificultad hasta una caja de zapatos que había frente a las puertas de entrada y se sentó a pensar.

¿Adónde habrían ido? ¿Qué otro propósito tenían los no hombres que no fuera salvar al maestro? Si traicionaron ese propósito, sus vidas no tenían ningún sentido.

De repente, inspiró profundamente, se puso en pie y abrió la tapa de piedra de la caja de zapatos. Se tambaleó hacia atrás, mirando fijamente al interior de una oscura eternidad. Era como si uno de los fosos succionadores de las Tierras de Pesadilla, es decir, los Campos de los Rastrojos, se encontraran dentro del mismísimo palacio, excepto que ese foso no succionaba el aire hacia dentro. Sencillamente, era negro y sin fondo. Íxidor había creado muchos de tales espacios en su palacio, más grandes por dentro que por fuera, y uno se preguntaba por qué razón.

Los no hombres rebeldes no estarían allí. El maestro no habría creado un portal dentro de un lugar así. Umbra cerró la tapa y reanudó su búsqueda. Tomó una escalera de subida que se utilizaba poco hasta una cuarta planta secreta, oculta detrás de un magnífico friso. Ya había buscado en ese piso una vez y no había encontrado nada, pero no se le ocurría ningún otro sitio donde hacerlo.

Las voces bajaron por el oscuro corredor y Umbra se puso al acecho. Había alguien en la tercera sala de la derecha. Pisando con cuidado, alcanzó la puerta y escuchó. No eran sólo voces, sino sonidos de la calle: ruedas de metal sobre los adoquines, caballos relinchando en la distancia, el agua cayendo por los imbornales medio obstruidos. Umbra puso la mano en el pomo y giró despacio. La puerta se abrió, revelando una oscura biblioteca, con estanterías en todas las paredes y libros antiguos colocados en ellas. Sobre las mesas de lustrosa superficie brillaban lámparas amarillas, y en una pared se levantaba una chimenea de mármol blanco, con el cálido fuego invitando a los lectores que nunca vendrían. Parecía que las llamas eternas echaran humo, pero una inspección más de cerca mostró que el vapor gris provenía del centro de la sala, surgiendo de una figura con apariencia de hombre. No era humo, sino niebla.

Allí, de pie sobre la alfombra descolorida, se encontraba uno de los dos no hombres rebeldes.

Un sabueso que dormía en la esquina se despertó, levantó la cabeza, olfateó y se fue derecho a Umbra. Éste se abalanzó sobre la puerta para cerrarla, pero el perro echó a correr en dirección hacia él. Escuchó su gañido cuando apareció en la sala donde permanecía su yo anclado. Estaba atrapado allí tras otra puerta cerrada.

El can había entrado a través de otro no hombre.

Umbra echó una mirada furtiva dentro de la sala, arrastrándose sobre gruesas alfombras hacia el contorno gris. Después de meses de búsqueda infructuosa, estaba impaciente, y él mismo se lanzó al otro lado.

La biblioteca se desvaneció, y en su lugar apareció una concurrida calle nocturna. El hombre sombra cayó sobre los resbaladizos adoquines y rodó hasta detenerse justo delante de los dos rebeldes que buscaba.

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Akroma se zambulló en el estruendoso vórtice. El foso succionador era del mismo diámetro que la boca de una sierpe de la muerte, e incluso tenía las marcas de sus dientes. Se sumergió hacia el interior.

La negrura de debajo escocía como agua helada, robándote el calor y la vitalidad. Sin embargo, a diferencia del agua, aquélla no mantenía a flote a Akroma, que cayó de cabeza y, extendiendo las alas, aprovechó los vientos del caos para volar.

La energía informe empujó todo lo que la rodeaba. Ansiaba una estructura unificada, y Akroma lo estaba bastante. El poder se condensó en su carne formando una segunda piel. Batió las alas y la cosa se desprendió, conservando su forma un momento antes de disolverla. Atrajo más energía sobre sus hombros y brazos haciéndolos crecer rápidamente, pero ella rasgó la sustancia hasta deshacerla. ¿Haría otra de ella en un momento dado, o simplemente la asfixiaría? Temblando, se deshizo de las membranas.

Echó un vistazo a través de la energía arremolinada con la esperanza de ver el agujero a través del cual había entrado. Ya no estaba allí. Akroma rebotó e intentó trepar, estiró el cuello y buscó la vorágine de arriba, pero no había señal de escapatoria. Su corazón se desbocó. ¿Importaba? Si encontrara a su maestro, debería sumergirse en lo profundo de la tormenta de energía. Sólo después de que hubiera cogido a la sierpe y la hubiera destrozado necesitaría preocuparse de la salida.

Con las alas extendidas, la mujer se alzó. Buscó la forma de la sierpe, un parche más oscuro entre la negrura, un fornido bucle entre las descabelladas espirales de energía. Los colores brillaron dentro del ser y se volvieron a apagar. En algunos lugares, la energía se acumuló alrededor de alguna idea perdida, formando un perro, una silla, una roca, una bota… luego se debilitó. Mirara donde mirara, el caos hervía como un estofado. No vería a una sierpe ni aunque la tuviese delante.

Cerrando los ojos, voló siguiendo sus sentidos. Tal vez pudiera percibir a la sierpe a través de los cambios de presión. No sirvió de nada. Los nervios de las alas, que podían leer cada matiz del viento, estaban sobrecargados por esa vorágine. No podía sentir a la sierpe, no podía verla y le resonaban los oídos con el rugir de los vientos succionadores.

El rugido. El agujero. ¡La salida!

La boca del pozo era el único sonido continuo en todo ese tintineo. Cambió de rumbo y siguió el sonido hasta la superficie, de vuelta a la vida. Se sintió como una cobarde cuando batió las alas escapando de allí.

Sobre ella, el agujero brilló con luz trémula, un pequeño círculo poco iluminado en el remolino de poder. Akroma fue hacia allí. Si se comportaba como una cobarde era porque Íxidor la había hecho así.

Justo antes de que saliera disparada por el agujero, lo vio: una cabeza negra y unos dientes que brillaban. Saltó fuera de la oscuridad… un agujero brillante por encima y uno oscuro debajo, pero ¿cuál debería elegir? Apretó la mandíbula, recogió las alas y lo atravesó volando.

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Umbra rodó dos veces más y luego se enganchó a la barra rota de una rejilla de alcantarilla. Tirando de su amplio perfil, el hombre sombra correteó por el pavimento, apartándose del camino de los dos no hombres que venían andando. Se fundió con las sombras de una pared cubierta de hiedra y esperó a que pasaran sus presas.

Paseaban en la noche neblinosa y hablaban en voz baja pero ávida. La niebla era densa, pero sus formas podían vislumbrarse de vez en cuando gracias a las luces encantadas de la ciudad, que, fuera cual fuese, estaba plagada de magia.

Umbra se deslizó detrás de los no hombres y los siguió furtivamente. Había encontrado a los dos traidores que habían abandonado a su maestro a la muerte sólo para preservar sus propias vidas. Estaba indignado y le habría gustado escupirles. Akroma se encargaría de escupir a los dos rebeldes cuando los llevase ante su presencia. Ésa era la parte fácil. Sólo necesitaba saltar sobre ellos, obligándoles a pasar a través de su propia forma, y aparecerían en la sala antes inundada de Locus. Luego los llevaría hasta Akroma y…

«¿Cómo podría llevarlos a ningún sitio? —pensó—. Me cerraría para siempre. Cuando estos no hombres pasaran a través de mí, se acabaría todo.»

Por supuesto, Umbra estaba dispuesto a tal sacrificio, pero ¿qué evitaría que los no hombres volvieran a huir? Akroma no estaría allí para detenerlos, y su muerte habría sido en vano.

Muerte era una palabra demasiado fuerte. Umbra sencillamente se cerraría, eso es todo. Se cerraría y desaparecería. No sería ninguna pena, sólo el cese del ser… Reanudó el paso, caminando sigilosamente para alcanzarlos.

Bajando por unas anchas escaleras paseaba un viejo y cansado profesor. Cruzó justo delante de Umbra, que tuvo que saltar a un lado para evitar arrollarlo. Cuando se recuperó, corrió hasta colocarse detrás de los no hombres haciendo coincidir sus pasos.

Ambos tenían la silueta de Íxidor, aunque uno era alto y flacucho y el otro bajo y fuerte. Umbra sintonizó la membrana de su portal hacia sus voces y pudo oír claramente incluso los susurros. Iba hablando el alto.

—… no sé en qué estabas pensando cuando trepaste allí con ella.

—En ti no. ¿Es que nunca has mirado a una chica?

—A chicas, no. A mujeres, sí…

—Bueno, esa señora era toda una mujer. ¡Ya la viste, debajo del vapor y las burbujas! ¡La viste!

—El asunto es que tú eres un agujero viviente. ¿Qué iba a querer una mujer con un agujero viviente?

—No me preocupa lo que quiera conmigo, sino lo que yo quiera con ella.

—¡Agh! Sientes deseos en órganos que ni siquiera tienes.

—¿Y qué pasa contigo, siempre leyendo libros? Si no tienes ni ojos ni cerebro.

—¡Puedo leer en cierto modo, pero el hecho de que tú intentes, bueno, tener una experiencia carnal cuando ni siquiera tienes carne!

—¿Quién dijo algo de caramelos?

—¡Idiota!

—Sólo pretendía echar un pequeño vistazo.

—¡Puedes echar un vistazo sin trepar por la tubería hasta ella! ¿No se te ocurrió pensar qué pasaría si un agujero viviente trepara por una tubería llena de agua?

—¡No estuvo llena mucho tiempo!

—Llena de agua o de mujer, tu vistazo se acabó rápidamente, ¿eh? Y la verdad es que haces honor a tu nombre, señor Charco.

—Y tú también, señor Palo.

—¿Qué he hecho yo para hacer honor a ese condenado nombre?

—Tienes un palo colocado en…

—¡Me sentí como un palo por la forma en que aquellos nobles perros descargaron sobre mí!

—¡Oh, esos perros no le hicieron daño a nadie!

—Tenemos suerte de que ninguno de ellos saliera disparado a través de nosotros.

—Uno pasó a través de mí.

—¡Oh! ¡Serás patán! ¿Qué pasará cuando encuentren a ese perro en la sala donde estás anclado? No es necesario ser un genio para darse cuenta de que estás allí de pie. Nos pueden encontrar en cualquier momento.

—¿Y por qué no lo dijiste antes? —El señor Charco lanzó un silbido—. ¡Aquí, chico! ¡Ven aquí, muchacho!

—No va a funcionar —gruñó el señor Palo.

Umbra asintió en silencio, ya que el perro estaba ahora en su interior. De repente, la bestia saltó a través de él y, ladrando, corrió calle abajo.

—Ahí lo tienes. ¿Lo ves? Problema resuelto.

—Eres incorregible, señor Charco.

—Muchas gracias, señor Palo.

—No era un cumplido.

—Bueno, en ese caso, vete al cuerno.

—Al cuerno, tú. Eres la razón por la que no hemos encontrado un hechizo de carne.

—Eso lo serás tú. No había un hechizo como ése en la biblioteca. Tendrás que entrar discretamente en la casa de un mago.

—¿Cómo? Todos ellos están protegidos contra la magia de portal, y nosotros somos portales.

—Es fácil. Sólo nos tienen que invitar.

El señor Palo pareció considerarlo.

—Tu idea de la hechicería es bastante estúpida, pero en lo fundamental tienes razón. Si nos invitan a la fiesta de un mago, podremos escabullimos y encontrar algo útil. Empezaremos por atender asuntos menores y labrarnos una reputación.

—Haces que colarte en una fiesta parezca aburrido.

—¡Espera! ¿Qué es eso?

—¿Qué?

Umbra se quedó inmóvil, temeroso de que lo hubieran oído.

—¿Lo ves? Justo allí, sobre tus hombros, la línea en el aire…

Umbra tembló, dando un paso atrás.

—¡Lo veo! ¡Una cuerda de tender la ropa!

—Precisamente, señor Charco. La cuerda de tender la ropa de un noble. Sólo tenemos que trepar por esa pared de ladrillo y hacernos con la ropa, como un fuerte viento.

—¡Ahora hablas mi idioma!

—Nos disfrazamos con unas máscaras, máscaras de sociedad, y nos colamos en una fiesta pretendiendo ser otra persona.

—¡Un día feliz!

—Vamos, amigo Charco, trepemos.

—Sí, vamos.

Umbra se apartó. Cuando se vistieran sería más fácil seguirlos. Además, a él no le importaría colarse en una fiesta o dos…

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Akroma se arrojó al círculo de muerte.

Los dientes de la sierpe se entreabrieron, una trampa de acero llena de profunda oscuridad. Esa criatura fue la muerte de Íxidor, y podría ser también la de Akroma. No importaba. Sin el creador, la vida no tenía sentido.

Plegando las alas, Akroma se sumergió en las mandíbulas abiertas. Pliegues sepulcrales de carne la rodeaban y arrastraban hacia una completa oscuridad. Estiró las manos hacia adelante, abriendo la garganta. Sus dedos se hundieron en ella y se lanzó más hacia el interior.

—¡Maestro! ¡Íxidor! ¡Vengo a por ti!

Agarró más carne correosa, pero ésta se disolvió. Clavó las garras en ella para sujetarse, pero los músculos de la sierpe se rasgaron. Pronto, en lugar de un nervudo tubo, descendió a través de carne hecha jirones y, después, por el hirviente vientre del caos.

La sierpe de la muerte sólo había sido otro fantasma. Nunca había sido real, sólo era una proyección de su mente.

Akroma extendió las alas y se volvió hacia el rugido que se oía sobre ella. Era un lugar de fantasmas. Allí nunca encontraría una verdadera sierpe de la muerte.

Destrozada y fatigada, la mujer subió. Las energías que caían le arrancaron plumas de las alas, descubrieron su lógica y las convirtieron momentáneamente en pájaros. Las arrulladoras criaturas desaparecieron en las fuerzas que las habían formado. El caos es para los creadores, no para las criaturas. Íxidor pudo haber metido la mano en ese asunto y pintado un mundo entero, pero ella sólo era parte de la pintura.

Mirando fijamente el círculo de luz, Akroma batió las alas una vez más y se lanzó hacia fuera. Dibujó un arco por encima del suelo gris, sintió la mano tirante del mundo y cayó de bruces.

Los vientos la atrapaban, tratando de llevarla de nuevo al foso, pero ella se sujetó.

—¡Cerradlo! —gritó Akroma a los hombres de masilla—. ¡Cerrad el agujero succionador!