CAPÍTULO 5
LA CORRUPCIÓN DE LOS INOCENTES
renzas se arrodilló, llorando, en su celda. Al menos podía arrodillarse. Sus piernas, rotas por dos veces, se habían soldado, torcidas durante tres meses y rectas durante un mes más. Todavía llevaba moldes de escayola tanto por encima como por debajo de las rodillas, pero podía arrodillarse y rezar. La muchacha cerró las manos llenas de cicatrices sobre el miserable colchón. Las lágrimas dejaron líneas rojas sobre sus mejillas, tan tensas y pálidas como la piel de un tambor.
—Gracias, querido maestro, por permitirme vivir. Gracias por recrearme.
Los discípulos escuchaban. Ellos se ocupaban de Trenzas, dando vueltas alrededor de su cabeza en un espinoso halo, pero era mejor eso que tenerlos escarbando a través del cerebro. Sólo ahora le dejaban tiempo para la oración y la acción de gracias. Trenzas estaba agradecida a Íxidor por permitirle vivir, tanto como se lo agradecía al jaguar. Ambos eran depredadores, uno comía carne y el otro almas, y la presa siempre adora a lo que la consume. Toda criatura destrozada por un poder superior puede adorar o morir. Trenzas adoraba.
—Fortaléceme, oh, Grande, y te serviré. Búscame y conoce mi corazón.
De todos modos, ¿qué amante se lo da todo a su amado? Deben conservarse algunos pensamientos íntimos, o los dos seres se funden en uno, y esa consumación se transforma en onanismo. Trenzas se había entregado a Íxidor, pero aún guardaba algunos secretos.
Los discípulos zumbaban con irritación, como si pudieran oír sus pensamientos.
Trenzas continuó:
—Maestro, escucho tu llamada y obedezco. —Era demasiado tarde. Un discípulo se lanzó contra ella. Sólo parecía una ligera chispa azul hasta que tocó su carne. Entonces la chispa se convirtió en una estrella fugaz. Le perforó la frente y se dirigió al cerebro.
Trenzas se retiró a su interior para combatir al discípulo. Su mente era un gran laberinto de piedra y hierro. Había construido esa inmensa fortaleza, bloque a bloque, para encerrar las miles de bestias de demencia que había cogido. En esos momentos muchas habían muerto, asesinadas por las aguas turbulentas del miedo o por los discípulos que las exterminaban. Las celdas de su mente estaban llenas de huesos.
La verdad es que a los discípulos no les preocupaban los monstruos, vivos o muertos. Ellos iban tras los recuerdos, oro y recuerdos encerrados en oscuras bóvedas. Ya habían saqueado muchos de dichos bancos, extrayendo hasta la última moneda de pensamientos acerca de la Cábala, el Primero, Phage y la invocación de demencia. ¿Qué cámara saquearía ahora ese discípulo?
Trenzas subió a lo alto de una escalera mental y salió a un parapeto. Encima de ella, la criatura-estrella surcaba el hemisferio craneal. Se dirigía derecha a una cámara de la mente todavía inviolada. Trenzas tendría que llegar allí primero.
Alzó el vuelo. Esto era su mente, y en ella podía volar. Se elevó sobre terraplenes rematados de lanzas, paredes hirientes y tejados. Igualó el curso y la velocidad del discípulo y lo adelantó.
Sabía qué recuerdos eran los que buscaba. Un santuario dominaba el centro de la mente de Trenzas. Había comenzado como una capilla y crecido con claustros y campanarios, cruceros y triforios dentro de una catedral. Era el centro de su devoción hacia el Primero. Hasta ahora, los discípulos lo habían dejado en paz, buscando conocimiento táctico en lugar de adoración. Ya no.
Trenzas se lanzó, plegando las alas a sus costados y zambulléndose en la gloriosa estructura. Se hundió. El sonido de su voz golpeó las paredes de piedra y las transformó en hierro. Las notas hicieron sonar las vidrieras hasta transformarlas en acero. La pizarra del tejado se fusionó con la bóveda, convirtiendo la gran nave en una montaña. El enorme edificio se selló con la solidez de una fortificación.
¿Sería suficiente? ¿Penetraría el discípulo? Trenzas extendió sus alas y se elevó para mirar.
El ser azul entró zumbando, cambiando el rumbo hacia una antecámara abandonada. Si lograba penetrar allí, podría excavar hasta el santuario.
Trenzas se lanzó de cabeza, mudó las alas, se transformó en pensamiento puro y se metió por el techo de la antecámara. Dentro encontró una cámara oscura llena de recuerdos polvorientos: una silla con una pata rota, una lámpara que ya no iluminaba, un arpa desafinada, una armadura perforada en el corazón, la cabeza y el vientre. Cada objeto guardaba un recuerdo. La muchacha aspiró toda la habitación dentro de sí. Se convirtió en la antecámara y se agazapó, esperando el impacto.
El discípulo se estrelló dentro de ella. Su peso estremeció su mente. Su calor hizo hervir su voluntad. Las chispas saltaron de la criatura y escarbaron en su interior como una herramienta perforante.
Trenzas sólo podía esperar, resistir, aguantar. Mientras tanto, los recuerdos caían a través de ella, agonizando como huesos rotos. Eran casi tan letales como el discípulo…
Ser gobernadora madre de Santuario era, la mayor parte del liempo, un trabajo ingrato, pero había momentos de alegría. Ése era uno de ellos.
Zagorka estaba de pie en medio de una multitud feliz. Se había reunido ante un pórtico de piedra delante de uno de los edificios más grandes de la ciudad. Un carpintero humano había creado sus hermosas puertas dobles a partir de la madera suministrada por aserradores enanos. Atravesaba esas grandes puertas una fina cinta roja, producto de los telares élficos que había traído una familia de Krosa. En lugar de podio, el orador usaba una silla de madera construida por un centauro. Éste no era otro que el aguerrido enano Brunk, que tanta vergüenza había pasado por olvidar el lúpulo y la cerveza.
—Y aunque no soy muy bueno con los discursos —dijo, a pesar de llevar hablando un cuarto de hora—, fue ese día en que nuestra gobernadora madre vino perdiendo las asentaderas, en… quiero decir montando a Chester, en mi ayuda, que me vino a la calva la idea de esta cantina. Por eso, gracias, gobernadora, por señalar que una ciudad no es ciudad sin una cantina, y un ciudadano no es un ciudadano sin una cerveza.
Mientras la multitud aplaudía, Zagorka se inclinó con satisfacción.
—Y mientras plantaba, cultivaba, cosechaba y preparaba la cerveza, ha habido otros reparando el tejado y fabricando los barriles y toneles, juntando mesas y esta silla de aquí, haciendo las velas y… ¡Ja…! ¡Mirad allí, a Clive! Casi le revienta el cerebro fabricando las copas y demás. De todos modos, todos los presentes estáis invitados, ya que sois los que habéis hecho este lugar, y debéis ser los que entren primero y lo disfruten.
—¡A por la cerveza! —gritó la gobernadora madre.
El grupo aplaudió mientras Brunk se tocaba el bolsillo de su chaleco de camarero en busca de unas pequeñas tijeras. Al encontrarlas, gritó:
—¡El Mago Dorado está oficialmente abierto!
Cuando la cinta roja cayó al suelo partida por la mitad, la multitud volvió a gritar y empujó hacia dentro.
Zagorka no era tímida. El té había estado bien durante seis meses, pero había llegado el momento de algo mejor. Se dirigió a una puerta, giró el pomo y la abrió. Entró seguida de una multitud impaciente que inundó un hermoso lugar.
El edificio era una gran sala con una mano nueva de cal sobre las antiguas paredes, que se levantaban hasta un techo negro con una estructura de viga vista, encima de un triforio de ventanas cuadradas para la salida de humos. Dos grandes arañas colgaban de las vigas, pero sus velas no iluminaban en la luz del mediodía. Debajo había una planta principal dividida en numerosas filas de asientos que conducían, todas ellas, a una barra larga y lustrosa. Las mesas de la sala eran redondas y robustas, las sillas invitaban a sentarse, y en medio de cada grupo había mazos de cartas y montones de dados. Las estanterías que había cerca de la barra guardaban un brillante surtido de cristalerías, así como cuencos de cuero y jarras de peltre, estas últimas importadas de Eroshia. Los grandes toneles, el verdadero orgullo de Brunk, esperaban en sus refrescantes huecos.
Mientras los demás ciudadanos se movían a su alrededor, Zagorka levantó las manos en señal de bendición.
—¡Éste es un lugar bendito! ¡Todos hemos arrimado el hombro y hecho un Santuario en miniatura!
Los ciudadanos, amigos de todos los rincones de Otaria, corrieron hacia la cantina. Brunk tuvo que darse prisa para alcanzarlos. Rodeó la barra, se agachó bajo la trampilla, agarró algunas jarras y comenzó a servir. El clamor de las risas era como música para los viejos oídos de Zagorka. Santuario ya no era un colectivo. Por fin era una comunidad.
El sonido de la celebración paró de repente, como si una mano gigantesca acabara de agarrar todas las gargantas. Zagorka se volvió para ver la razón.
Phage estaba allí de pie, en medio de la sala. No tocó ninguna de las mesas o cualquier otro mobiliario, y llevaba sus zapatos de suela de acero. Zagorka la miró boquiabierta y preguntó:
—¿Qué estás haciendo aquí, Phage?
La mujer se volvió tranquilamente hacia ella y ladeó la cabeza.
—He venido por la gran inauguración.
—¡Oh, no! ¡Tú, no! —exclamó Brunk saliendo de detrás de la barra—. Esto es una fiesta privada, sólo para la gente que ha contribuido a la construcción de este lugar.
Phage abrió la palma de la mano y se encogió de hombros.
—Cien mazos de cartas y quinientos dados parecen una contribución.
En el atónito silencio que siguió, Zagorka se dirigió a la mesa más cercana.
—Tus manos descompondrían las cartas. —Abrió un mazo y lo extendió. Todas las cartas brillaban con un color plateado.
—Mica —explicó Phage—. Están cubiertas por una lámina de metal —sonrió—. Tenía ganas de poder jugar. Los dados son de piedra. Los he pulido yo misma, trabajado los puntos y pintado. Mucho trabajo. Por supuesto, las cartas de mica son raras: cada mazo vale algunos cientos de oro.
Lo había vuelto a hacer. Phage se había integrado ganándoselos. Esta vez, sin embargo, Zagorka no estaba enfadada, sino más bien impresionada. Mezclando las cartas, dijo:
—Supongo que una cantina no es una cantina si no hay juegos. Ven aquí. Me gustaría ver lo gallita que te pones cuando te sirva tu trasero en bandeja.
Phage se acercó con una sonrisa en la cara y un banco de metal en la mano.
—Mientras no me sirvas el tuyo. Yo no necesito un mulo de casi media tonelada.
La gobernadora madre rió, igual que el resto de la multitud. Por fin eran una comunidad.
Trenzas ya no podía aguantar más. Mientras el discípulo le perforaba la mente, los recuerdos la abrumaban:
—Mi nueva luchadora lo está haciendo bien, ¿no crees? —Trenzas pronunciaba las palabras mientras escupía bilis por la boca. Tanto adoraba al Primero que no podía estar en su presencia sin vomitar. Guardaba una escupidera en sus aposentos privados para tales homenajes.
—Sí —contestó el Primero. Ni siquiera se había vuelto a dar la bienvenida a Trenzas, sólo miraba por la ventana. Vestido con cuero negro, parecía no tanto un hombre como un avatar de la oscuridad. El Primero observó a Phage en los fosos de Afetto. Estaba luchando—. Es maravillosa.
¡Qué cruel era al usar esa palabra para referirse a la rival de Trenzas!
—Recuerda lo inútil que había sido antes de que la encontrara: ¿casi muerta, aterrorizada, supurando? Hice algo de ella.
Trenzas tuvo que apoyarse en una mesa de mármol blanco. Estaba temblando, y por razones equivocadas.
—¿Por qué, maestro? ¿Por qué la elegiste a ella… —se detuvo antes de terminar la frase— …en lugar de a mí?
El Primero estaba enojado, a pesar de todo. No era prerrogativa de Trenzas cuestionarlo. Se volvió hacia ella con ojos llameantes en su pétreo rostro.
—Toma como un signo de mi amor que no te mate por preguntar.
Sólo el Primero podía pronunciar con total indiferencia las palabras «amor» y «matar» en la misma frase. Trenzas volvió a vomitar en la escupidera.
El Primero se volvió hacia los fosos.
—Aunque no necesito responder a tu pregunta, lo haré. Yo no elegí a Phage. Lo hizo otro poder. El mismo que me eligió a mí. Traté de matarla. La cogí entre mis brazos para destruirla, pero otro poder intervino, y todo el odio por matar que vertí dentro de ella la fortaleció.
Respiró profundamente y cruzó los brazos sobre el pecho. Aunque continuaba mirando por la ventana, parecía que estuviera viendo otra escena.
—Mi madre intentó hacerme lo mismo. Cuando todavía estaba en el útero, me odió y deseó deshacerse de mí. Vertió sobre mí todo el veneno mágico que pudo para que naciera muerto. Cada veneno sólo conseguía hacerme más fuerte. Al final nací, con mi alma llena de oscuridad. La mujer que me había odiado en el útero se enamoró de mí al nacer. Había sido elegido, y me convertí en su ojito derecho, en una manzana podrida. Cuando tuve edad, la maté.
El Primero salió de su ensueño y observó a Phage mientras luchaba.
—Ella y yo somos iguales, elegidos por el mismo poder. En todo el mundo, sólo puedo tocarla a ella, y ella sólo puede tocarme a mí. —La multitud de más allá aplaudía con violencia, y el mismísimo Primero sonrió, aplaudiendo—. Tú ni siquiera eres capaz de permanecer en la misma sala sin vomitar.
—Oh, maestro —suplicó Trenzas—, no se trata de repugnancia, sino de deseo.
—Lo sé, hija. —Esta palabra era la más cruel de todas.
Trenzas se marchó, llevándose la escupidera consigo. Ella también sabía cómo ser cruel.
—Si tú mataste a tu madre, y tú y Phage sois iguales, algún día ella te matará a ti… padre. —Mientras salía corriendo, Trenzas miró atrás. Nunca antes había visto la cara del Primero tan pálida.
Una luz azul y terrible hizo añicos la visión, rompiendo la última defensa de Trenzas. Huyó de la antecámara mientras el resplandor azul la registraba, adueñándose de cada recuerdo. No se detendría en esa cámara, sino que robaría la catedral entera. Pronto, Akroma lo sabría todo.
Extendiendo las alas, Trenzas se lanzó al cielo craneal. Tres golpes y lo atravesó, saliendo de su mente hasta su celda de iniciado.
Volvió a arrodillarse junto a la cama, con las manos juntas y los codos hundidos en las sábanas de arpillera. Amargas lágrimas rodaron por sus mejillas, y tartamudeó:
—Gracias, maestro, por destrozarme y rehacerme. ¡Destrózame más!
La chispa azul salió de sus labios, robando todos sus pensamientos.
Trenzas se volvió hacia el cubo que Akroma le había suministrado y vació en él su estómago.
El general Ceño de Piedra estaba de pie en el vado rocoso, con sus cascos humeando en la refrescante agua y sus ojos recorriendo Santuario. La ciudad brillaba con la luz de la mañana, tan dorada como el día que la había dejado. Ahora, sin embargo, la gente recorría las calles, las caras miraban al exterior desde las erosionadas ventanas y las voces reían y hablaban. Debía de haber unos mil refugiados entre esos muros.
—Extraña ciudad —murmuró—, construida por los dioses pero abandonada por los mortales.
Podía sentirse identificado. El dios que lo había creado lo había abandonado. Kamahl y Krosa se deslizaban juntos a la condenación, pero Ceño de Piedra no los acompañaría. Santuario sería su nuevo hogar, y allí se quedaría con otros mortales en contra de Krosa, Topos y la Cábala.
El gran arco que se erguía delante del centauro parecía un enorme cero.
Rechinó los dientes y se dirigió hacia esa cifra gigante. De alguna manera, las runas que la atravesaban parecían incluso más salvajes que la última vez que las vio: más profundas, más angulosas, con una violenta inclinación. Dijeran lo que dijeran, no era «Bienvenido a Santuario». Ceño de Piedra se apresuró a entrar en la sombra del arco y la cruzó, esperando que lo abordaran en cualquier momento. Al otro lado sólo vio a un guardia apoyado en una silla de madera, con la espalda contra el arco, mientras reducía una vara a la nada.
—Soy el general Ceño de Piedra de Krosa, una vez segundo del comandante Kamahl —anunció el centauro—. Ahora soy un agente libre.
—Hola —contestó el guardia con un pequeño gesto conservando el cuchillo en la mano—. Soy Gabo. —Parpadeó bajo un almiar de pelo y siguió cortando volutas de madera.
—Deseo unirme a la colonia.
—Claro —dijo Gabo—. Por supuesto, tendrás que trabajar. Ya ves, igual que yo.
Ceño de Piedra frunció los labios.
—¿Tú estás trabajando…?
—Claro. —Gabo se detuvo para mirar al centauro con los ojos entrecerrados—. Tú también podrías ser guardia, pero sería mejor que trajeras una silla más grande.
Dándole unas palmaditas al hacha que llevaba colgada de la cintura, Ceño de Piedra dijo:
—También traería una hoja más grande.
Gabo miró su vara.
—Es difícil tallar con un hacha, y no nos gustan mucho los generales. Podrías cultivar o tejer canastas o servir de animal de carga, pero creo que ser guardia no es tan malo.
—Creo que, en tu caso, no es tan bueno —murmuró Ceño de Piedra mientras se alejaba.
—Nos veremos, Ceño…
El centauro gruñó y siguió adelante. El camino se elevaba lentamente por los extensos campos de suelo negro con pródigas cosechas. Aquí y allá se veían espaldas agachadas entre los tallos y, en algunos lugares, los granos cosechados yacían en fardos. Más allá, la gente mayor se sentaba en las rocas y separaba las cabezas de los tallos, colocando la comida en canastas tejidas con la misma clase de tallos. Entre las rocas, las viñas se extendían sobre caballetes de madera y alambre. Un elfo trabajaba con un grupo de enanos para construir un pozo de piedra donde pisar la uva. Delante, en el camino, rudimentarias carretas y otros vehículos se arrastraban detrás de bestias mudas y otras no tan mudas, transportando comida hasta la ciudad.
Ceño de Piedra sintió que su expresión se suavizaba. Puede que Santuario fuera tranquilo, pero no era relajado. Allí la gente cooperaba y recogía una recompensa común. Parecía imposible sin un gobernante que los dirigiera o un poder que los inspirara. Era gente dispar que sólo unos meses antes había hecho la guerra. Ahora vivía en paz y trabajaba para reactivar una antigua ciudad. Cuando el general emprendió el camino hacia la calle inclinada, se dio cuenta de que la entrada no era un cero vacío, sino un gran círculo que la abarcaba.
Al entrar en la ciudad propiamente dicha, Ceño de Piedra se encontró a más gente (humanos, avens, trasgos, enanos, elfos), algunos ocupados con el trabajo y otros con el placer. Nadie lo miró embobado, aunque algunos saludaban, ya fuera de palabra o con la cabeza. Los centauros lo conocían, por supuesto, pero sólo inclinaban la cabeza en su dirección, como diciendo:
—Me alegro de que por fin estés de vuelta.
Delante, el ruido creció. Una multitud se había reunido en lo alto de la colina más allá de un pozo público. Sin embargo, no era el agua lo que les había llevado allí, ya que le daban la espalda al cubo y la polea. Las voces se alzaron en una discusión. Resonaban simultáneamente gritos ocasionales de diversión y quejidos de desesperación. ¿Qué estaba pasando?
Ceño de Piedra se acercó por detrás a la multitud y, cuando llegó arriba, pudo ver por encima de los demás.
Un grupo de unas cien almas, la décima parte de los habitantes de la ciudad, estaba de pie formando un ancho círculo. En el centro se agachaba un hombre de apariencia harapienta y un aven temblón que se miraban con cautela. En la multitud, el oro y la plata destellaban de mano en mano y al bolsillo, y esas mismas manos se ahuecaban alrededor de la boca para gritar:
—¡Vamos, Bret! ¡Dale!
—¡No retrocedas, Delda!
—¡Se doblegará como un aven!
—¡Es un aven!
¿Deportes de sangre, allí, en Santuario? Las esperanzas de Ceño de Piedra de una colonia libre empezaban a desmoronarse. Momentos después, la erosión de la esperanza se convertía en derrumbamiento.
En un balcón cercano descubrió, ni más ni menos, que a Phage.
El centauro la miró y murmuró:
—¡Phage!
Sacudió la cabeza con incredulidad. En efecto, los brazos de la Cábala habían crecido mucho.
—¡Ceño de Piedra! —lo llamó Zagorka, levantándose de un asiento justo al lado de Phage—. ¡Me alegro de que hayas vuelto!
Él bufó.
—¿¡Qué haces sentada al lado de esa mujer!? ¡No me puedo creer que permitas este cruel espectáculo!
—¿Cruel? —preguntó Zagorka—. ¿Cruel para qué, para los dados?
—¿Qué?
Phage habló.
—Nuestro amigo está confundido. Vio a una multitud alrededor de dos combatientes sudorosos, vio apuestas que cambiaban de mano, oyó silbidos, me vio a mí… y supuso que esto era un combate.
—¿No lo es?
—No. Esto es un juego de tabas. Se lanzan los dados, no los puños. El juego decidirá a quién pertenece un cobertizo que hay entre sus casas.
Ceño de Piedra parpadeó y miró a Zagorka.
—Oh, vaya, sigo sin poder creer que permitas esto.
La anciana se encogió de hombros.
—Phage sugirió un combate a muerte. Yo sugerí que compartieran el cobertizo. Ésta fue la solución que ellos dieron y, como puedes ver, es popular.
—Y rentable —añadió Phage—. La colonia se queda con la décima parte de todas las apuestas. Por fin Santuario tendrá dinero en sus cofres. Muchas disputas como ésta y tendremos un tesoro.
Ceño de Piedra siempre se había sentido cohibido en presencia de Phage, pero nunca tanto como ahora.
—Bien… es tan… es el olor de todo esto. ¡Huele como la Cábala!
Phage rió; un escalofriante sonido salió de sus fríos labios.
—He jurado dejar la Cábala.
—Oh, tú no la creerás, ¿verdad, Zagorka? ¿Sabes lo que está haciendo? Te está quitando la colonia, no con un ejército, sino con un par de dados.
Zagorka miró a la mujer que tenía junto a sí.
—Hay un juego de seducción en todo esto, sí, y ella puede creer que me está quitando la colonia, pero, al final, veremos quién seduce a quién. —Dejó escapar un gran resoplido—. Ahora, general, si no te importa, he apostado dos de oro por Bret…