CAPÍTULO 4
GANÁNDOSELA
erdóname, hija —dijo Akroma dulcemente mientras caminaba con impaciencia delante de la silla. Trenzas se sentaba allí, en silencio, escuchando y observando. A su alrededor trabajaban tres hombres de masilla que vendaban sus muñecas y rodillas. Su piel gris era suave y fría como la arcilla, pero en el centro de la frente de cada uno centelleaba un discípulo azul.
Había más de esas criaturas dando vueltas en un círculo hipnótico alrededor de Akroma. Sus garras de jaguar chasqueaban en el suelo de mármol de la celda (no una celda de prisión, sino la cámara de un nuevo iniciado).
—Las correas no son símbolo de desconfianza. Cree en Íxidor. Con eso es suficiente. Tu fe aún es joven, no incondicional, y hay esquinas en tu mente a las que no has renunciado…
—Deseo hacerlo, señora —se disculpó Trenzas, que parecía al borde de las lágrimas—. Es demasiado duro renunciar a todo…
—Con eso nos basta, por ahora. Las correas sólo son para ayudarte en tu dolor.
—Lo comprendo.
Akroma se dio la vuelta y se puso de rodillas, sosteniendo cariñosamente la barbilla de Trenzas.
—Lo haces, ¿verdad? Sabes que has estado destrozada. Todos nosotros lo hemos estado, como lo estuvo Íxidor. La muerte de Nivea destruyó su espíritu, el desierto su mente, la tortuga su carne y sólo entonces heredó su verdadero poder. En la ruptura somos partícipes de la fuerza creativa de nuestro maestro.
Trenzas asintió, con los ojos totalmente abiertos por la esperanza o el miedo.
—Perdí mis piernas combatiendo a tu antigua señora, pero Íxidor me dio unas nuevas, las patas de un jaguar. Tú perdiste las tuyas combatiendo a un jaguar, y ahora míralas. —El ángel estudió los agónicos y retorcidos miembros—. Esto es lo que ocurre cuando intentamos curarnos a nosotros mismos. Terminamos lisiados, tullidos. Sólo con el poder creativo de nuestro maestro, Íxidor, podemos ser recreados.
—Yo deseo ser recreada.
Akroma golpeó con cariño un verdugón rojo que la muchacha tenía en el muslo, debajo el hueso se le había soldado en ángulo.
—Habrá que volver a romper esto.
—Lo sé.
—Cree en nuestro maestro y él te ayudará. Volverá a crearte con toda tu belleza. Grita si quieres, pues no hay vergüenza en la pasión. Tal vez el dolor de la primera ruptura sea lo bastante grande como para que estés despierta para el resto. Ruego a Íxidor para que pueda ser así.
Trenzas sólo podía temblar.
—Aunque, antes de eso —dijo Akroma, reuniendo a los discípulos en las yemas de los dedos—, quiero seguir enseñándote. Te he estado hablando acerca de nuestro glorioso maestro, y ahora tú me hablarás más sobre el ignominioso Primero. —Levantó un dedo y la yema centelleó con los discípulos azules.
—Oh, señora, el dolor es tan grande. ¿No puede esperar esto a que mis piernas vuelvan a estar curadas?
Los ojos de Akroma mostraban dulzura cuando dijo:
—No. —Su dedo tocó la frente de Trenzas y los discípulos escarbaron como parásitos hambrientos.
Chester caminó con dificultad hasta las alturas de Santuario. El sendero apenas era más ancho que uno de sus gigantescos cascos, con una pared de roca a su izquierda y una caída en vertical a su derecha. Mucho más abajo, la ciudad relucía con el sol del atardecer. Hizo un ruido, enfadado. Aunque la anciana y el escuálido elfo eran una carga ligera, al animal le molestaba lo absurdo del viaje.
—Las runas que hay abajo no son nada comparadas con las que verás aquí —dijo Elionoway, sujetando una delgada pipa de hueso entre los dientes. Él mismo había dado forma al blanco objeto y cultivado el tabaco que ardía en su estrecho cazo—, pero incluso las runas de abajo bastan para ubicar esta ciudad hace veinte mil años.
Zagorka, que iba sentada delante de él sobre el lomo del mulo, lo miró con gesto dubitativo.
—¿Me estás diciendo que estos edificios estaban aquí hace veinte mil años?
Elionoway se encogió de hombros.
—La lluvia no los ha tocado, ni el viento. La ciudad está oculta de los ojos que no la buscan. El río comienza en un solitario manantial y vuelve a hundirse en la arena, de manera que, ¿quién podría encontrarla?
La anciana asintió.
—¿Qué clase de gente se establecería aquí?
—Gente que quería controlar la Muralla del Mundo, como la llamaban. Quien tenga el control de Santuario tendrá el control de Otaria. —Le guiñó un ojo—. Por otro lado, nosotros nos hemos establecido aquí.
—Quiero decir que qué clase de gente construiría una ciudad como ésta. Las puertas son dos veces más altas de lo normal, y tan estrechas que siempre me raspo los nudillos. Las paredes son de roca de medio metro de grosor. Las entradas te permiten aislar un nivel cada vez… el lugar parece una fortaleza.
—Y aquí está la atalaya. —Elionoway señaló hacia adelante.
Chester había alcanzado lo alto de la escarpadura, y el panorama era asombroso. Sobre ellos se extendía un cielo sin nubes, y debajo una cúpula pelada de roca. A diferencia de la piedra escarpada de los acantilados, esa loma había sido pulida por el tiempo. Estaba completamente lisa en su curvatura gradual, atravesada sólo por un sendero que llevaba al centro del pico, donde se levantaban unos megalitos que formaban un enorme círculo, como una corona en la cabeza de la montaña.
—¿Cómo encontraste este lugar? —preguntó Zagorka boquiabierta.
Elionoway sonrió.
—A los elfos no les gusta quedarse sentados. —Se deslizó por la grupa del mulo y se situó a su lado con agilidad. A pesar del tamaño de Chester, el elfo descendió deprisa, y se apresuró, impaciente—. Encontré un sendero y lo seguí hasta arriba. No hay escaleras ni camino. No era un lugar para las multitudes. Allí sólo subían los sacerdotes. Esto es un lugar sagrado, donde evocaban a sus númena.
Zagorka clavó los talones en los flancos de Chester, metiéndole prisa.
—¿Qué son los númena?
—La tradición dice que un numen es una criatura espiritual: una fuerza de piedra o mar, crecimiento o decadencia. Son maná vivo. En otros tiempos, los mortales les sirvieron y obtuvieron un gran poder. Se dice que los númena expulsaron a los Primigenios de la antigüedad y establecieron el primer gran imperio mortal. Si esa gente servía a los númena, debieron de vivir allí hace veinte mil años.
Zagorka luchó por seguir las palabras de Elionoway mientras Chester cabalgaba a medio galope hacia el anillo de piedras. Cada una de ellas tenía cinco veces la altura de un hombre; las cuñas de granito rojo parecían dientes ensangrentados. Viéndolo en conjunto, el círculo parecía una boca abierta dispuesta a morder el cielo. Largas sombras azules partían de cada piedra y se arrastraban por la escarpadura. Chester atravesó esas sombras y Zagorka sintió un repentino escalofrío. Cuando entraron en el gran anillo, vieron unos trazos bárbaros esculpidos en las caras interiores de la piedra: un millar de petroglifos.
Zagorka se apeó del lomo de Chester y rodeó lentamente las rocas, estudiando las angulosas runas. Los caracteres tenían la altura de una mano y estaban colocados en fila a lo largo de las piedras. En los bordes de los megalitos, los glifos se truncaban.
—Se ha perdido mucho.
Elionoway asintió, con los ojos extasiados con las figuras.
—Pero lo que queda nos llevará un rato analizarlo.
—¿Cómo puedes saber algo de esto? ¿Cómo puedes conocer un idioma que tiene veinte mil años de antigüedad?
—Eso sólo son veinte generaciones de elfos —explicó Elionoway. Se volvió lentamente; con el humo de su pipa envolviendo su rostro—. No es que esto sea un dialecto del élfico. De hecho, estos símbolos rúnicos pertenecen a una familia de lenguas habladas por enemigos de los elfos: los primero imperios humanos. Por razones obvias, mi pueblo aprendió bien esas lenguas.
—¿Qué has llegado a entender?
Elionoway alzó un dedo y, con una mirada de satisfacción, explicó:
—Mira en lo alto de los monolitos, empezando por el este y siguiendo el arco meridional hacia el oeste. ¿Ves la palabra superior de cada piedra? Al principio pensé que eran los nombres de las piedras, pero al leerlas juntas forman una frase: «Volved, númena, volved. Lo que una vez fue, será para siempre…».
—Escalofriante —señaló Zagorka con voz cansina.
La satisfacción desapareció del rostro de Elionoway.
—Crees que estoy perdiendo el tiempo.
La anciana apretó los labios.
—Es tu tiempo.
—Pero ¿no lo sientes?
—¿Sentir el qué?
—El poder de este lugar. Es como un susurro, el roce de unas alas invisibles. ¿No lo sientes tirando de tu sangre, de la misma forma en que una vez tiraba la Luna Trémula?
Zagorka soltó un largo bufido.
—Soy vieja, pero no tanto.
La mirada del elfo se volvió hacia sus adentros. Parecía un espectro, allí de pie, iluminado por la luz mortecina.
—No eres vieja. Toda tu especie es joven. No necesitáis olvidar el pasado porque nunca lo habéis vivido. Nunca habéis visto un pirexiano, ni a un ornitóptero volar. El mundo ha cambiado diez veces, pero, para vosotros, el ahora es lo único que importa. Conmigo no vale eso. Yo siento el poder de este lugar. Los númena estuvieron aquí, y aún queda algo de ellos.
Sus palabras quedaron en el aire, y Zagorka escuchó su eco. Entonces se oyó la llamada de un cuerno de carnero: el aviso de alarma de Santuario.
—Sí, sí —refunfuñó. Cerró los dedos y Chester se arrodilló para que la anciana subiera—. Veamos quién intenta plantar judías en la parcela equivocada.
Cruzando los brazos, el elfo la vio marchar. Había veces en que Elionoway prefería estar solo entre una multitud de glifos.
Pobre muchacha. Todavía gritaba cuando Akroma salió de la celda de iniciados. El pasillo temblaba con su dolor. Era un sonido trágico, difícil de resistir, pero si Trenzas quería caminar de nuevo, había que volver a romperle y colocarle las piernas. Pronto, la agonía terminaría y Trenzas sería rehecha. El grito se interrumpió cuando Akroma se marchaba, y confió en que la muchacha se hubiera desmayado. En el silencio llegó un crujido desgarrador y un nuevo alarido. Los hombres de masilla estaban haciendo su trabajo, un trabajo horrible, pero al menos eran capaces de alisar sus orejas para no tener que escuchar.
Mientras tanto, Akroma reanudó su búsqueda de Íxidor. Saltó por una serie de escaleras, asegurando sus piernas de jaguar sobre las curvadas piedras. Los discípulos azules la seguían. No sabían lo que ella había planeado, pues no los había invitado a su mente. Las escaleras se abrieron a un arbotante y Akroma lo escaló hasta una ancha torre.
A sus oídos llegó el sonido del agua corriendo, y la mujer descendió una última escalera hasta una sala medio inundada, cuyo líquido se derramaba por las ventanas. El agua manaba de una habitación en el centro de la torre. Ella la conocía bien, pues fue allí donde Íxidor había desaparecido. Avanzó hacia allí, dejando las huellas de sus manos húmedas sobre la pared a su paso. Cuando alcanzó la entrada, se puso en pie y miró dentro.
Allí había un hombre; bueno, no un hombre, sino la silueta de uno: un no hombre.
Era un portal viviente, con la forma de la silueta de Íxidor. El maestro había creado seis de esos no hombres para que le sirvieran de guardaespaldas. Si alguna vez estaba en peligro, saltaba a uno de los portales vivientes y volvía a aparecer en otra parte de Locus. Después de que los otros cinco no hombres le siguieran, el que había usado se cerraría para siempre. Sin embargo, ese no hombre en concreto no se había cerrado.
Akroma quería saber por qué, y por fin tenía una forma de averiguarlo.
Atravesó las frías aguas, luchando contra la corriente hasta que alcanzó el portal viviente. Sobre ella revoloteaban los discípulos azules, que parecían temblar de esperanza. La mujer levantó la mano hacia ellos, removiendo el enjambre hasta que un discípulo se posó en la yema de un dedo, que después acercó a su frente, tocándola.
El ser azul centelleó en su mente y ella le ordenó:
Te unirás a este no hombre. Trae la otra mitad del portal a esta habitación, de manera que se detenga la inundación. Otórgale poderes para que piense, desee y quiera. Permanecerás con él y verás un hombre de sombra y te llamarás Umbra.
Separando el dedo de la frente, Akroma empujó lentamente a la criatura dentro de la fría corriente. En el momento en que la yema de su dedo tocó la frente del no hombre, éste y el discípulo se unieron. Las aguas dejaron de fluir y el perfil dorado de la criatura apareció, de pie y ligeramente por detrás.
Cuando las aguas se retiraron, Akroma habló suavemente.
—Bienvenido, Umbra.
La segunda silueta alzó su rostro vacío. Dio un paso adelante, se volvió y vio su otro perfil, de pie e inmóvil. Miró de nuevo a Akroma.
—Sí, ése es tu otro yo, la mitad estacionaria que permanecerá por siempre en esta habitación de Locus. La parte de ti que se mueve es la parte que había estado con nuestro maestro, Íxidor. Ahora esa parte es libre. Dime adónde ha ido él.
Umbra se quedó callado, con las manos temblorosas.
—Puedes hablar. Sé que puedes. Sólo tienes que expulsar aire a través de tu figura y darle forma con el plano del portal. Eres como un junco en un instrumento de viento. Ahora, habla.
Umbra apartó la cabeza, poniendo en orden sus pensamientos. Con una voz que recordaba al cuarzo agrietándose, dijo:
—El maestro Íxidor… fue perseguido… por una gran bestia negra…
—Una sierpe de la muerte. Sí, lo sé.
—Nos encontró en estas cámaras… Huimos a través del primer no hombre… al interior del jardín de Nivea. También nos encontró allí… Fuimos a la galería sin acabar. Eso…
—Os encontró, sí. Lo sé, y fuisteis al refugio que hay bajo el lago, donde os volvió a encontrar —Akroma apuntaba con ansiedad—. ¿Qué ocurrió después?
—El maestro saltó a través de mí hasta esta habitación… Esperé a los otros dos no hombres… pero nunca llegaron.
—¿Los otros dos? —Contó con los dedos los portales que Íxidor había usado, y quedaban dos. La ira arrugó su frente—. Sí, los otros dos. ¿Dónde los viste por última vez?
—Mientras el maestro dormía, ellos dos hablaban… Decían que no querían morir como los otros tres… al cerrarse para siempre… Me dijeron que podía ir con ellos, y los tres huiríamos y aprenderíamos cómo vivir.
Los ojos de Akroma ardían.
—¿Qué les dijiste?
—Les dije: «Es mejor que yo muera a que él muera». —Umbra señaló hacia abajo, como si fuera la cama donde Íxidor había yacido.
El pétreo corazón del ángel se suavizó. Cuando las aguas se retiraron, intentó darle una palmadita en la espalda. Sus dedos lo atravesaron, saliendo por la otra mitad del no hombre, al otro lado de la habitación. Retiró la mano y dijo:
—Fuiste leal hasta el final.
—Sí —contestó tranquilamente—, incluso demasiado leal… La sierpe llegó y los otros se fueron. Desperté a Íxidor para que huyera, pero cuando saltó a través de mí no me cerré detrás de él. Esperé a los otros, como él me había ordenado. La bestia metió su cabeza, una horrible y oscura presencia que tiraba de mí, y se lo tragó.
—¡Se lo tragó! —repitió Akroma con consternación. Luego, en voz baja, repitió—: Se lo tragó… —pestañeó—. ¿Estaba entero? ¿Estaba vivo?
—Sí. Se lo tragó entero y vivo.
Sus labios se curvaron en una leve sonrisa, aunque esto sólo la hizo parecer más grave.
—Entonces todavía vive. Está dentro de la sierpe, siempre lo ha estado.
—Lo encontraré —dijo Umbra.
Akroma sacudió la cabeza. No, yo encontraré a la sierpe que se tragó a nuestro maestro. Tú te encargarás de los dos no hombres. Encuéntralos y tráemelos.
Con la práctica, la voz de Umbra se iba consolidando, ya no era como cuarzo agrietándose. ¿Qué les harás? Pensaré en un destino adecuado para esos teocidas…
Le llevó casi una hora bajar con Chester desde lo alto del lugar sagrado hasta la puerta principal de la ciudad. El idiota del cuerno no dejó de tocar ni un solo momento. En el instante en que Zagorka alcanzó la puerta, el vado se estaba llenando con muchos de los más de mil colonizadores. Granjeros, tenderos, tejedores, músicos callejeros, mineros, herreros, sopladores de vidrio e incluso una pareja de hermanos mercenarios que se habían autoproclamado los «músculos» de la gobernadora madre Zagorka.
Estos dos últimos se dirigieron a ella, con los hombros arqueados de manera absurda hacia adelante y la barbilla sobresaliendo con furia.
—No tienes más que decir la palabra —comenzó Bret, el mayor de los dos.
Su hermano Jaimes terminó el pensamiento.
—… y la eliminaremos.
—Gracias, chicos. Es bueno saberlo. —Zagorka ni siquiera había aflojado el paso de Chester, sino que lo montaba a galope directamente a través de la multitud. Bret y Jaimes se apartaron, empujando a los espectadores que estaban detrás de ellos. La turba se separó. Zagorka se detuvo en medio de ellos y gritó:
—¡A menos que haya un monstruo de diez cabezas llamando a nuestra puerta, la que os espera!
—Lo hay —fue la contestación, y una mujer vestida con seda negra se adelantó desde la multitud.
Zagorka se quedó boquiabierta. Para ocultar su terror, soltó:
—Phage. Imaginé que tarde o temprano te pasarías por aquí. Más tarde que temprano, supuse.
—Bien, pues aquí estoy.
—Supongo que has venido a por tu ejército.
—Así es.
Zagorka lanzó una carcajada.
—Bien, ejército, ¿qué le dijisteis?
—¡Ni hablar! —fue la respuesta unánime del grupo.
—Vuélvete al pantano.
—Olvídalo.
Algunas negativas menos civilizadas acompañaron a las anteriores.
—Ya los has oído. —Zagorka se encogió de hombros.
—Sí —respondió Phage—. Más de una vez.
—Y bien, en ese caso, ¿qué haces todavía aquí? —preguntó Zagorka con intención.
Los ojos de Phage brillaron misteriosamente.
—Tenía la impresión de que esto era una colonia libre.
—Lo es.
—En ese caso, quiero unirme a ella.
Zagorka frunció el entrecejo.
—Bueno, ahora… ninguno de los que estamos aquí somos de un campamento enemigo…
—Yo tampoco —respondió Phage con ecuanimidad—. Si recuerdas, fuimos aliadas en la Guerra de las Pesadillas. —Sus penetrantes ojos vagaron por la multitud, preparados para atravesarla—. ¿Alguno de los presentes me considera una enemiga?
Momentos antes, la multitud había estado hablando entre dientes, pero ahora permanecía en silencio, excepto Bret:
—Sólo di la palabra —repitió, dirigiéndose a Zagorka.
Ésta resopló. Bret y Jaimes no tenían posibilidad de «eliminarla». Se enfureció. Estaba en un aprieto y lo sabía.
—Mira, aquí somos refugiados. Nos compenetramos. Si quieres quedarte, tendrás que unirte a la comuna, ya sabes, jura lealtad a los demás.
—Está bien —dijo Phage—. Lo juro.
La anciana se quedó boquiabierta.
—¿Quieres decir que has roto con la Cábala?
—Sí.
—¿Y con el Primero?
—Por mí puede irse al infierno.
Zagorka se quedó sin habla. ¿Qué podía decir? Todos la miraban, y el viento silbaba como si estuviera igual de asombrado.
—Bien, supongo que formas parte de nosotros —añadió con rapidez—. Pero compórtate, muchacha. Un paso en falso y diré la palabra, y mis músculos te…
—Eliminarán —terminó Jaimes, haciendo chasquear sus nudillos.