CAPÍTULO 30

GUERRA

C

eño de Piedra se sumergió en el río Hondagua, y el agua le llegó a los hombros. En la grupa iba sentado Kamahl, sujetándose a su melena, y los elfos y Nantuko que iban detrás se agarraban a él como si les fuese la vida en ello. Los otros centauros nadaban a su lado, dejando rastros de espuma blanca en el profundo torrente. Habría sido menos peligroso cruzar por el vado, pero las tropas de Topos ya controlaban la puerta principal. Como tenía por costumbre, Ceño de Piedra había encontrado su propio camino.

Él y los otros centauros nadaron hasta el banco de rocas, y por allí se abrieron paso fuera del agua. La mayor parte del escuadrón bajó deslizándose por uno de sus costados, aunque Kamahl continuó sentado.

—¿Puedes llegar a esas estribaciones, general?

—Sí. —Hizo una señal a los otros centauros—. Y ellos también. Dentro de una hora estaremos en la ciudad propiamente dicha.

—O impropiamente dicha —señaló Kamahl misteriosamente, mirando hacia adelante.

Cada edificio había crecido como un tallo, y la ciudad entera parecía una gran alcachofa roja. Las calles inferiores llevaban mucho tiempo abandonadas, aunque a medida que se ascendía, Santuario se convertía en un hervidero. Glifos rojos y sacerdotes con túnicas azules, guerreros vestidos de acero y criaturas peludas… sería un gran combate, una carnicería.

Kamahl no había venido a combatir, sino a detener la lucha. Segadora de Almas se encargaría de ello.

—Llévanos arriba, general.

Ceño de Piedra saltó, subiendo por la ladera llena de rocas. Detrás de él, un contingente de elfos de Krosa sacudía el agua de sus arcos largos y corría para seguir el ritmo.

—¿A quién se supone que hemos de disparar? —preguntó uno de ellos.

—Sólo a aquellos que nos ataquen —respondió Kamahl—. No podemos combatir contra toda esta gente. Debemos dirigirnos a la parte alta de la batalla, por el centro.

—¿Qué hay en el centro?

—No qué, sino quién —contestó Kamahl—. Phage y Akroma están allí. Si ellas mueren, la guerra terminará, y yo me aseguraré de que así sea.

El elfo se limitó a sacudir la cabeza.

Ceño de Piedra gruñó por la insolencia de la criatura.

—¿Qué pasa?

—Sólo que vosotros, como razas jóvenes que sois, nunca habéis combatido en una guerra como ésta.

—¿Una guerra como cuál? Hay poca diferencia entre la guerra de guerrillas que se lleva a cabo en el bosque y la de la ciudad —explicó Ceño de Piedra.

—No se trata de una guerra de guerrillas —puntualizó el elfo manteniendo tensa la cuerda de su arco mientras escalaba hacia las calles de la ciudad—. Nunca habéis luchado en una guerra de dioses.

Kamahl sacudió la cabeza.

—Esperemos que estés equivocado.

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Akroma rugió, esforzándose por deshacerse del parásito pegado a su espalda.

Phage luchaba por sujetarse a las alas del ángel, pero la piel bajo sus manos se deshacía y resbalaba. Salió lanzada por encima de la cabeza de su enemiga y golpeó contra la gran cúpula. Escabullándose como un cangrejo, trató de escapar.

Akroma atacó. Sus puntas de acero arañaron la piedra caliza. Una de sus patas delanteras le abrió la pantorrilla a Phage y la otra le atravesó el muslo. Estaba inmovilizada, y Akroma se abalanzó sobre ella.

Algo sumamente satisfactorio se advertía en esa lucha. Había desaparecido toda ambigüedad. Se trataba del bien contra el mal, y nadie tenía dudas de qué fuerzas representaban la vida y cuáles la muerte.

El impuro monstruo de la muerte yacía debajo de ella, listo para morir.

Akroma golpeó con su pata trasera la otra pantorrilla de su enemiga y le provocó una nueva herida en el costado. Phage se retorció de agonía y Akroma la miró con avidez. Esto podría haber parecido cruel, de no ser porque Phage estaba cruelmente encarnada.

—Puedo hacerte lo que quiera —dijo Akroma—. Yo soy buena y tú eres malvada. ¿Está mal torturar al Tormento? ¿Está mal matar la Muerte?

Siseando, Phage arañó su propio costado, corneado por la pata de acero, y bajo las uñas quedó la piel que ella misma rasgara.

—Tú eres igual que yo, Akroma, pero no te das cuenta de tu maldad.

Akroma abrió los ojos de par en par.

—¡Tú eres una plaga, y yo soy la cura!

Phage levantó la mano a pesar de que no podría alcanzar a la mujer, pero tampoco necesitaba hacerlo. Lanzó la piel que guardaba bajo las uñas a la cara del ángel. Los restos todavía vivientes le alcanzaron los ojos y la boca y se le metieron en la nariz, comenzando la descomposición.

Akroma se echó atrás, estremecida, escupiendo para quitarse la piel de la lengua, luchando por sacársela de los ojos y la nariz. Nunca antes había golpeado el contacto mortal de Phage esa carne tierna. Las lágrimas llenaron sus ojos, y dos puntos negros flotaron en su visión. Escupió la piel, pero sentía la lengua entumecida y con un sabor repugnante. Parte de su tabique nasal estaba destrozado.

Phage huyó, dejando líneas cenicientas a su paso. Ni siquiera sangraba como los demás, pues el líquido se descomponía tan pronto como tocaba su piel. Sus heridas eran profundas y verdaderas: cuatro en las piernas y una en el costado. Caminaba espásticamente y respiraba con gran dificultad. Aun así, con cada paso que daba, se sentía más fuerte. Pronto volvería a estar entera y regresaría para matar al ángel.

Akroma no iba a esperar. Marchó a grandes zancadas por la cúpula de piedra caliza persiguiendo a su presa. Su propia magia, tan poderosa, trabajaba para curar las heridas de sus ojos y la parte muerta de su lengua. Todo esto le proporcionaba un incentivo mayor para la matanza.

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Ceño de Piedra alzó la mirada hacia la calle empinada para ver allí a una masa de glifos de pie, hombro con hombro.

—Aquí está nuestro comité de bienvenida.

—No —explicó Kamahl, todavía cabalgando sobre él—. Están mirando a la colina, dándonos la espalda.

Más allá rugía la verdadera batalla. Humanos, elfos y enanos luchaban junto a hombres cangrejo, hombres de masilla y sacerdotes. Todos llenaban la calle: garrotes y puños volando y cuerpos cayendo. Los glifos estaban de pie, como espectadores que observaban un partido.

—¿Cómo pasaremos? —preguntó Ceño de Piedra.

—Tú vadeaste el Hondagua. Haremos lo mismo con esto —respondió Kamahl. Hizo un gesto a las tropas que rodeaban a Ceño de Piedra—. Arriba.

Ceño de Piedra rodeó con su enorme mano al elfo más cercano y lo levantó hasta su posición.

—Todos vosotros, aquí arriba… los que no puedan abrirse paso entre esas criaturas.

Un hombre mantis subió tranquilamente a su peluda grupa y se agarró a su manto de pelo. Otros dos lo siguieron, y todos los elfos se encogieron de hombros con resignación. Los otros centauros se colocaron al lado del general.

—No será fácil —les previno Kamahl, todavía sentado sobre las anchas espaldas de Ceño de Piedra—. Son fuertes, y una vez echemos abajo a la retaguardia, puede que nos ataquen.

Los centauros tenían una expresión lúgubre, pero todos asintieron.

Cuando el último elfo subió y se sujetó al abrigo del lomo del centauro gigante, Ceño de Piedra dio las instrucciones:

—Cargaremos a la de tres. ¡Una… dos… tres!

Los centauros saltaron a la vez, pero Ceño de Piedra saltó tres veces más lejos que los otros, acercándose antes a la línea carmesí.

Atacados por las bestias con pezuñas, los glifos comenzaron a girarse. Parecían resistirse a apartar los ojos de la lucha, y sólo se dieron la vuelta lentamente para ver su perdición.

Ceño de Piedra saltó. Sus enormes cascos llegaron a la retaguardia de las criaturas, que cayeron y se rompieron en innumerables rubíes. El centauro pasó sobre ellos, golpeando con su pecho a tres criaturas más y lanzándolas a un lado. Sólo tardó un momento en llegar a la parte alta de la colina, mientras los otros centauros saltaban sobre los montones vidriosos.

Los fragmentos empezaban a juntarse de nuevo, y los glifos pronto volverían a estar enteros.

El centauro gigante siguió cargando, seguido por sus parientes más pequeños. Los últimos glifos cayeron destrozados bajo sus cascos, y el general saltó a la batalla. Disminuyó el paso a medio galope, dejando que los guerreros de la plaza que había más allá vieran el grueso de su ejército y les dejaran paso.

—¿Seguimos sin atacar? —preguntó un elfo a Kamahl.

—Esperad hasta que alguien agite una espada contra nosotros. No ataquéis hasta que nos ataquen —respondió el hombre.

—¿Adónde nos dirigimos?

Kamahl señaló hacia la gran cúpula que se levantaba delante, donde luchaban dos mujeres: un ángel y un diablo.

—Allí.

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Phage caminaba con más dificultad de la que tenía y tropezaba como si sus heridas fueran más graves de lo que eran. Se trataba de un viejo truco de los depredadores… parecer presas, y estaba funcionando como un amuleto.

Akroma se aproximó con las alas extendidas. Detrás de ella, decenas de miles de criaturas llenaban la plaza. Sus rostros brillaban un momento mientras luchaban antes de oscurecerse debido a la muerte. Las hojas se levantaban y caían, provocando arroyos de sangre a su paso. Los sacerdotes entonaban cánticos para enviar hermosas visiones azules que se arremolinaban por encima de la batalla.

No había nada hermoso en la guerra. Ni siquiera la Phage del coliseo, que había dispuesto combates en los que morían cientos, podía soportar las muertes de tantos miles. Era sencillamente una manifestación en masa de la batalla entre esas dos mujeres.

Phage se giró sobre un costado, preparando su ataque.

—El bien y el mal no existen, sólo la supervivencia. Al final, eres tan asesina como lo soy yo.

Las patas puntiagudas de Akroma temblaron, y sus músculos se contrajeron para saltar.

—Te mataré —dijo mientras saltaba hacia Phage con las puntas levantadas.

Phage la había invitado a atacar, y ella también se lanzó para encontrarse con Akroma. Pecho contra pecho, ángel contra demonio, las dos mujeres se juntaron. Phage rodeó con sus brazos el cuello de Akroma y con sus piernas la cintura de la mujer. Todo excepto la seda y el acero empezaron a descomponerse, y de los lugares donde la carne tocaba la carne salía un humo blanco.

Akroma aporreó la espalda y la cabeza de su enemiga, pero cada golpe afectaba a sus puños como si estuvieran hechos de cera caliente. Trataba de quitarse a la mujer de encima, pero la corrupción derretía sus dedos. Ni siquiera dejándose caer consiguió despegarse de ella.

Phage se agarraba como un niño a su madre y susurraba con desesperación.

—Somos contrarias, pero también iguales… luz cegadora y oscuridad cegadora…

Humeando, la bestia-ángel se impulsó hacia arriba y se puso en pie. Saltó al aire y extendió las alas, elevando a su agresora hacia el cielo. Se alzó por encima de la cúpula del templo… a dos veces su altura, luego a tres. Después se zambulló con las alas plegadas.

Phage intentó escapar, pero Akroma la sujetaba. Pecho contra pecho, cayeron desde el cielo.

—No somos iguales —masculló Akroma—, porque yo ganaré.

Llegó el golpe. Los ojos de Phage se pusieron rojos y la sangre brotó de su nariz. Sentía todo el cuerpo entumecido, no podía mover los brazos ni las piernas y era incapaz de respirar.

Akroma se alejaba tambaleándose, con el perfil descompuesto de Phage corroyéndola de cintura para arriba. En algunas partes el músculo se veía a simple vista, y en otras incluso los órganos. La bestia-ángel cerró con fuerza los ojos y apretó los dientes, convocando la magia curativa.

Phage estaba tumbada y esperaba que su propia hechicería oscura la curara. La última vez que había estado tan herida fue en la mesa de operaciones, sufriendo para traer al mundo a un dios.

Las Madres de los númena se reúnen para la guerra, y tú debes dirigir mis ejércitos. Comenzarás la batalla por mí, como cada madre comienza cada batalla por su hijo. Yo todavía estoy débil para combatir, pero creceré rápido, un día por cada muerte. Mata a una legión, y seré un hombre. Luego me uniré a ti en la guerra y me haré con el mando de nuestros ejércitos. Toda Otaria caerá ante mí, y yo gobernaré.

—¿Cuántos hemos matado, hijo mío? —se preguntó—. ¿Cuánto has crecido?

La sensibilidad volvió a sus pies y a sus manos. Los movió con cuidado, sin dejar de mirar a su enemiga. Podía respirar de nuevo, y lo que se había roto en su espalda, fuera lo que fuese, se había soldado. Se puso en pie.

Akroma se volvió frunciendo el entrecejo. Donde una vez la había cubierto la descomposición, ahora aparecía una gran cicatriz. No se veían ni órganos ni tendones, aunque su piel estaba correosa y arrugada. La bestia-ángel avanzó.

—¿Cuántas veces debemos morir, hijo mío?

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El pequeño Kuberr estaba llorando.

Trenzas no sabía nada de niños. Podía dormir incluso entre los alaridos de los condenados, pero el llanto de un bebé era una tortura. Había tratado de pasearlo, alimentarlo, entretenerlo… incluso había comprobado si tenía los pañales sucios. A pesar de todo, el llanto continuaba.

—¿Qué te ocurre?

El bebé estaba tumbado, fuertemente envuelto, sobre el trono del Primero.

—¡Mis piernas! ¡Mis piernas! —gritaba. Se suponía que no hablaba. Se suponía que era un niño—. ¡Mis piernas!

—¿Qué pasa con ellas? —le preguntó Trenzas.

—¡Desenvuélvemelas!

Parpadeando, Trenzas se agachó y retiró el pico del pañal del ajustado pliegue donde lo había metido. Se oyó un ruido, como si el tejido se hubiera tensado tanto como la cuerda de un arco. Los bordes de la ropa se desprendieron y salieron unas piernas largas y fuertes, como las de un niño de tres años, y un cuerpo acorde a esa edad. Las marcas de la tela cubrían la piel allí donde los pañales le habían cortado la circulación. El niño estiró los brazos y las piernas y se dejó caer del trono, con las extremidades temblando.

—¡Has crecido!

Kuberr le sonrió con sus ojos dorados.

—No soy un bebé. Soy un niño grande. —Como si intentara demostrarlo, juntó las piernas por delante y se levantó. Ya medía la mitad que Trenzas—. ¡Más y más grande! ¡Más y más grande!

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Zagorka se apoyó en el alféizar y miró hacia abajo, a la terrible batalla. Su torre se curvaba directamente por encima del templo abovedado donde Phage y Akroma luchaban. El ejército de Topos llenaba la mitad de la ciudad y el de la Cábala la otra mitad, pero éstos no eran ejércitos modernos. Esos guerreros habían combatido antes, hacía veinte mil años, y esas mujeres también, y sus hijos.

Ella vio a su hijo.

El rey Averru se sentaba en un trono desde el que alcanzaba a ver más de mil quinientos kilómetros. A un lado, donde las montañas caían en el mar del interior, podía ver el reino de su hermano, el rey Lowallyn. Al otro lado, donde las montañas caían a las inmensas marismas, gobernaba el rey Kuberr. Eran los númena. Habían sido simples hechiceros, pero gracias a una gran magia se convirtieron en reyes, y gracias a una gran realeza, se convirtieron en dioses. Dirigían las tres grandes dinastías que gobernaban Otaria y todo el mundo. En realidad, ellos lo llamaban Dominaria, pues el mundo era su dominio.

El rey Averru levantó la mano y observó el anillo de rubí que llevaba en el dedo. Era una escama del gran primigenio Rhammidarigaaz. El anillo no tenía un verdadero poder, pero le recordaba a Averru los orígenes del suyo.

Cuando era un simple hechicero al servicio del rey Themeus, Averru combatió e hizo prisionero al antiguo dragón Rhammidarigaaz. El rey Themeus obtuvo todas las tierras del primigenio, mientras que Averru conseguía toda la sabiduría de sus hechizos. El rey envió al resto de sus hechiceros a perseguir a los otros cuatro dioses dragones, y así Lowallyn había obtenido el poder de la magia del agua y Kuberr el poder de la magia de la muerte. Averru sentía celos de su poder y no deseaba que los otros hechiceros se convirtieran en númena. Dos hermanos en la magia eran suficientes, y los tres númena hicieron causa común. Cuando los dos últimos primigenios fueron capturados, los númena estaban esperando, y atacaron y mataron a los otros hechiceros. Después, se volvieron contra su rey. Themeus, que esclavizaba a los dragones y liberaba a la humanidad, fue asimismo asesinado.

El anillo de rubí permanecía prístino, pero la mano de Averru estaba envejecida y debilitada. Ni siquiera la hechicería podía avivar los fuegos de la vida eternamente. Había trabajado en un gran hechizo que le permitiría encarnarse en un nuevo cuerpo inmortal, pero, para que funcionase, necesitaba una guerra.

Levantándose de su trono, se dirigió con resolución a los ventanales de cristal y miró hacia abajo. A su alrededor se extendía su gloriosa ciudad. Las torres rojas se alzaban trescientos metros desde las estribaciones hasta las alturas de la montaña. Su magia había dado forma a esta gloriosa metrópolis: era perfecta, un laberinto construido para la guerra.

Recordó un laberinto de roca y barro, recordó los ojos de su madre. Llevaba muerta mil años. Había sido su madre biológica, pero su madre espiritual era la Magia. Ella le había dado a luz una y otra vez.

Averru traería aquí a sus hermanos. Los incitaría a participar en una guerra a la que ninguno de ellos sobreviviría. Con el tiempo, sin embargo, ellos volverían, nacidos de su Madre Magia. Averru se levantaría de las rocas y la guerra, Lowallyn de las aguas y el arte, y Kuberr de los pantanos y la codicia. Se alzarían de nuevo para gobernar el mundo.

Zagorka se recostó en el alféizar, comprendiendo por fin.

Ella le había dado forma física a Averru devolviendo la vida a su ciudad. Phage le había dado forma física a Kuberr concibiendo y dando a luz un hijo. Akroma había dado forma física a Lowallyn poseyendo el cuerpo de Íxidor. Esas tres mujeres eran las madres biológicas de los númena. Su madre espiritual, sin embargo, era la propia Magia. La Magia había lanzado un hechizo, esa guerra, para traer de nuevo a la vida a sus tres hijos.

Los tiranos de la antigüedad se repartirían el mundo.

Zagorka tenía que detenerlos, pero ¿cómo? Había intentado huir de todas las formas posibles, y todas se habían frustrado. Sólo había una escapatoria posible… Se subió al alféizar, se inclinó hacia adelante y saltó al vacío.

La ventana se cerró de golpe detrás de ella, demasiado tarde.

La mujer se zambulló entre las altísimas torres, por encima de la plaza atestada de asesinos, hacia la gran cúpula donde Phage y Akroma luchaban. De todas formas, ya había vivido demasiado, casi un siglo en esa vida y veinte siglos antes. Era el momento de morir, y con la muerte terminaría este terror.

Zagorka caía con los ojos completamente abiertos, caía derecha hacia las madres de los tiranos.

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Ceño de Piedra cruzó con determinación la reyerta, con Kamahl y un contingente de guerreros aglomerándose a su espalda. El centauro gigante parecía un galeón surcando un mar de ejércitos. Nadie le atacó, pues sólo su tamaño los hacía salir disparados. ¿De parte de quién estaría? Si Ceño de Piedra matara a alguien, sabrían de qué lado estaba, pero por ahora sólo se abría paso a través de la guerra.

Kamahl estaba sentado erguido, con los ojos fijos en la cúpula que tenían delante y su hacha preparada en sus poderosas manos.

Ceño de Piedra pasó del trote al medio galope, y los centauros que lo seguían tuvieron que galopar para mantener el ritmo. Una avenida se abrió hasta la cúpula de piedra, en el centro de la plaza. La pendiente era lo bastante empinada para que ninguna criatura pequeña pudiera trepar fácilmente, y ni siquiera Ceño de Piedra pudo alcanzar la cumbre sin saltar a galope tendido.

—Centauros, quedaos abajo —gritó Kamahl desde su lomo—. Los demás, esperad.

Ceño de Piedra galopaba. Los cascos chocaban contra las piedras cubiertas de muertos. La plaza se agitó con su carga, y desde los ejércitos salieron disparadas algunas flechas que pasaron formando un arco sobre su larga melena sin llegar a hacerle daño. Se lanzó al aire.

El centauro gigante volaba, tan enorme e ingrávido como una ballena al saltar. Se elevó por encima de la curva empinada de la cúpula y aterrizó con los cascos sobre la pendiente.

—¡Abajo! —gritó Kamahl.

A los elfos y los mantis no les quedó otra alternativa que obedecer, ya que el mismo impacto les obligó. Cayeron en la cúpula, se levantaron y rodearon corriendo el perímetro del templo.

Kamahl, sin embargo, se sujetó y clavó los talones en los costados de su montura. Ceño de Piedra se adelantó. Justo delante de él, en el pináculo plano de la cúpula, se encontraban Phage y Akroma, que luchaban como fuerzas primordiales, ajenas a su presencia.

—¡Alto! —ordenó Kamahl, y Ceño de Piedra derrapó al detenerse.

Kamahl saltó para bajarse de lomos del centauro y aterrizó justo detrás de la reyerta. Segadora de Almas se alzó y sus gemas brillaron bajo el cielo. El hombre balanceó su hacha sin llegar a levantar el brazo por encima del hombro y gritó.

—¡Perdóname, hermana!

La hoja negra silbó al golpear en la espalda de Phage, cortó músculo y hueso, pulmón y corazón, y surgió a través de su pecho. Su vida se apagó en un instante, como si fuera vapor. El hacha no se había detenido ni un ápice, al contrario: ahora casi parecía ir más rápida, como si estuviera empujada por el alma que acababa de beberse. Después golpeó el pecho de Akroma, le destrozó los órganos vitales, le rompió la columna y salió exactamente entre las alas con más fuerza todavía. En ese momento golpeó un tercer cuerpo y lo partió por la mitad.

¡Un tercer cuerpo!

El hacha se soltó de la mano de Kamahl y empezó a girar alrededor de sí misma. Las tres almas habían formado un vórtice que levantó la hoja por encima de la cúpula.

El hombre cayó a un lado de la cúpula y el centauro trastabilló hacia el lado contrario.

Los cuerpos de las tres mujeres, Akroma, Phage y Zagorka, vertieron sus almas en un brillante ciclón ascendente. Los últimos y débiles coletazos de sus espíritus se arremolinaron en el hacha.

En la hoja se abrió una grieta tan brillante como un relámpago. El hacha tembló con un sonido como el del trueno. De repente, la cabeza explotó y el poder en ella contenido surgió como el nacimiento de una estrella.

Kamahl cerró los ojos y se tapó la cara con las manos. La luz seguía siendo cegadora a través incluso de los párpados, el músculo y el hueso. Un fuerte viento lo golpeó, como el martillo de un dios, y lo lanzó fuera del templo, más allá de Averru. Puede que muriese en el aterrizaje. Eso era todo lo que sabía, pero era suficiente. Había hecho lo que tenía que hacer, y ahora había llegado el momento de morir.

Mientras volaba, Kamahl sólo podía pensar en una cosa.

—Perdóname, Jeska.

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Ceño de Piedra también fue sacudido por la descarga. Un fuerte sonido le rompió los tímpanos. Sintió la explosión en el esternón y en el cráneo, y salió lanzado por encima del campo de batalla.

Abrió los ojos. La onda expansiva lo barrió a él y al resto de los ejércitos. El aire agitó los cuerpos. Todos ellos estaban suspendidos en esa tormenta de luz y sonido: los ejércitos de Topos y la Cábala, los glifos y las criaturas de Krosa. Los sacerdotes de Íxidor cayeron entre sus hermosas visiones. La onda los llevó hasta los bordes de la meseta y los arrojó contra los edificios.

Algunos destrozaron las ventanas. Otros golpearon las torres y cayeron al suelo.

Ceño de Piedra impactó contra una pared y la derrumbó, cayendo con gran estrépito en la sala que había detrás de ella. Chocó contra una pared interior y aterrizó por fin. Se quedó allí. La torre podría caer sobre él, pero no le importaba. Como mínimo tenía una pata rota y había perdido los dos oídos. Era un pequeño precio. Hasta la vida era un precio bajo que pagar para detener una guerra.