CAPÍTULO 3

DISCUSIONES

Z

agorka le sonrió a la mañana. Esto podría haber sido el paraíso. Desde una vieja taza, el vapor del té se elevó, dorado a la luz del sol. Se rizó junto a una pared cubierta de hiedra y escapó por la cara del acantilado. Cada faceta de la escarpadura se levantaba en un tosco relieve, y sobre él, formando un arco, un cielo de profundo color azul. Tanto el amanecer como el anochecer hacían resplandecer la ciudad, pero durante el resto del día el acantilado protegía las paredes y las calles. Esto podría haber sido el paraíso y, seguramente, era un hogar.

Lo llamaban Santuario, pues eso es precisamente lo que todos ellos habían buscado.

Todos ellos. La misma noche en que Zagorka, Chester y Ceño de Piedra llegaron al campamento también lo hicieron otros sesenta. Casi todos eran antiguos esclavos de la Cábala, la mayoría enanos, pero también humanos y trasgos. Después de los saqueos del coliseo y las Tierras de Pesadilla, las distintas especies casi no podían distinguirse. Otros refugiados habían venido desde Krosa: elfos, hombres mantis y centauros, todos modificados por la guerra. Cada grupo había reclamado su parte de la ciudad, como si planearan quedarse. Lo hicieron, y según pasaban los días fueron llegando más, y muchos más las siguientes semanas, hasta que casi hubo quinientos. Ceño de Piedra se había marchado en un intento por regresar a Krosa, pero casi todos los demás se quedaron.

El mismo número de miembros de los pueblos salvajes (serpientes, dríadas, rinocerontes y simios gigantopitecos) marcharon a los bosques de matorrales que había en el interior del valle y las llanuras de más allá.

Podría parecer casi imposible que esa gente tan dispar viviera junta, pero lo cierto es que tenían mucho en común. Todos habían sobrevivido a una horrible guerra, se habían negado a volver a sus supuestos hogares y ocupaban esa antigua ciudad de roca. Al principio no habían necesitado liderazgo, pues compartían el mismo destino. Sin embargo, y de manera inevitable, las peleas estallaron aquí y allá y, como es natural, Zagorka gravitó hacia ellas. Sabía cómo tratar con las mulas, y hacerlo con gente no era muy diferente. Pronto se convirtió en la líder perfecta, la reconocida madre de Santuario, que evitaba que sus numerosos muchachos estuvieran todo el día rompiéndose los huesos. Se habían convertido en una familia, una comunidad viva, diversa pero feliz, en una ciudad abandonada por los ancestros y heredada por ellos. Había habitaciones para todos, suficiente trabajo para mantener a la gente cuerda y bastante tiempo libre para que estuvieran contentos.

Y había té. Zagorka levantó la taza. La última persona que había bebido de ella llevaba muerta miles de años. Dejó que el vaho entrara en sus pulmones e impregnara su cuerpo. Era casi mejor el olor que el sabor, aunque éste estaba bastante bien. El hecho de tener elfos en la ciudad ayudaba mucho, ya que conocían de qué plantas silvestres se sacaba el té. También ayudaba el que hubiera humanos, pues sabían cómo hacer germinar los granos que habían saqueado de los carros de suministros (avena, cebada, centeno, lúpulo, trigo, maíz e incluso tabaco) y cultivar las plantas que los elfos habían encontrado. En tres meses habían recogido su primera cosecha de las tierras del valle junto al río, justo antes de que sus reservas se agotaran. Tenían la tripa llena y los cofres vacíos, un estado perfecto de felicidad verdadera.

Abajo se oyó un grito; en esa ciudad casi todo era arriba o abajo. Zagorka se levantó de la silla con forma de centauro donde estaba sentada, apoyó una mano en la barandilla de piedra de su balcón y miró hacia abajo.

Un elfo estaba de pie sobre un montón de tierra negra, meneando lentamente la cabeza y señalando al suelo. En un jardín subyacente se encontraba un enano, con las manos extendidas mientras gritaba:

¡Por SUPUESTO… comida… abraza ÁRBOLES… estrangula ENREDADERAS! ¡Los DEMÁS… MORÍOS DE HAMBRE… planta algo para COMER!

Zagorka no entendió nada más, pero ya había oído antes esa discusión.

—¡Za-GOR-kaaa! —gritaron a la vez el enano y el elfo.

En la calle, bajo el balcón, Chester la interrumpió con impaciencia.

—Ya voy, ya voy.

La anciana dejó la taza de té y entró en su aposento. Era austero, aunque disponía de una cama de paja, un agradable fuego y algunas capas de recambio rescatadas del tren de suministros del ejército. Si alguien en la colonia quisiera vestir algo que no fuera vestimenta militar, necesitaría empezar a hilar y coser. Zagorka descendió unas estrechas escaleras construidas de ladrillos de barro hasta una calle que serpenteaba por el vientre del acantilado.

Chester esperaba allí, en el exterior de sus propios aposentos, en la puerta de al lado. El mulo gigante había escogido un agradable cuarto con unas buenas vistas y había arrastrado un montón de juncos de río para hacerse una cama. Nunca ensuciaba sus dependencias, sino que salía fuera como si se tratara de un perro de más de trescientos kilos de peso. Siempre que la gente de Santuario oía aquellos cascos repiquetear en la calle, abrían paso, esperando, bien a un mulo desesperado, bien una visita de la gobernadora madre Zagorka.

—Bien, muchachote, allá vamos.

Chester dobló las patas delanteras para permitir que la anciana se subiera a su lomo. Ella le agarró la crin y chasqueó la lengua dos veces. El mulo se levantó y trotó calle abajo. La gente se apartaba a su paso y se quedaba pegada a las paredes. Otros salían de sus habitaciones para sonreír y saludar a sus gobernantes. Era el distrito humano, y Zagorka era especialmente popular entre su gente.

—¡A por ellos, Chester!

—¡Dales una coz de nuestra parte!

—¡Sé valiente!

En realidad, Chester era el único con club de admiradores.

Con furia burlesca, Zagorka exclamó con desdén:

—¡A callar!

Era la señal que habían estado esperando, y aquellos que se encontraban en el camino saludaban y agitaban los sombreros. Estaba claro que no había muchas formas de pasar el rato en Santuario.

Zagorka refunfuñó en voz baja. Golpeó los flancos del mulo, demasiado fuerte para ser una palmadita cariñosa, y éste apresuró su zancada camino abajo. La avenida descendía torciendo en un recodo y se ensanchaba entre estructuras de piedra de dos pisos. Había unos anchos escalones que Chester bajó de dos saltos. Cuando salió precipitadamente a las tierras llanas de fuera de la ciudad, Chester iba a galope tendido y Zagorka se agarraba desesperadamente.

Entre el ridículo clamor de la mula y el desesperado rostro de la gobernadora, no puede decirse que la llegada fuera precisamente grandiosa. Frente a ellos, el enano y el elfo, que tenían la cara roja por la discusión, se volvieron, después se miraron un momento y se echaron a reír. La encantadora llegada de Zagorka consiguió, más que ninguna otra cosa, calmar la difícil situación, pero, aun así, ella tuvo que mantener las apariencias.

—¿¡De qué os reís!? —gritó indignada mientras detenía al animal. Los cascos levantaban el polvo de las calles por los negros campos y sobre el ancho y verde río.

—Mira que sacarme de mi balcón con vuestros bramidos. «¡Oh, ayuda! ¡Oh, ayuda! ¡Tenemos problemas! ¡Oh, somos demasiado estúpidos para resolver las cosas! ¡Oh, ayuda!».

A las risas siguieron unas sonrisitas, pero se terminó con el ceño fruncido. El enano habló por los dos.

—Cuidado a quién llamas estúpidos, gobernadora.

—Bueno, si no sois demasiado estúpidos para resolver vuestros problemas, ¿qué sois entonces? ¿Demasiado testarudos? ¿Demasiado tercos?

—Tenemos una filosofía diferente —argumentó el elfo estirando su delgada mano hacia la barbilla. Era de mediana edad, tal vez medio milenio, y tenía el aire cínico de su generación. Bajo las cejas canosas centelleaban unos ojos traviesos, pero sus delgados labios sonreían. Cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Qué es mejor, gobernadora, vivir felizmente o simplemente vivir? —preguntó para mofarse del enano.

—¿Qué? —espetó Zagorka, bajándose de Chester y andando sin prisa hacia ellos.

—No escuches a esta hoja parlante —gruñó el enano. También era de mediana edad, unos doscientos años, y su barba parecía un bosque gris alrededor de su rostro anguloso. La tierra había hecho que sus manos estuvieran negras hasta las muñecas—. He aquí el problema: está plantando tabaco en un terreno donde deberían plantarse cereales. ¡No puedes comerte el tabaco!

—Y no puedes fumarte los cereales —replicó el elfo—. Si por él fuera, nos tendría en una colonia donde no pudiéramos disfrutar de los placeres más sencillos, como el tabaco… y el té —añadió con elocuencia.

El enano se agitó con furia.

—¡Nos va a matar de hambre!

—Gobernadora, ¿no te gusta disfrutar de una pipa después de una comida?

—¿No te gusta disfrutar de una comida?

Zagorka meneó la cabeza y escupió, dando por zanjada la discusión.

—Vaya dos… vaya dos…

—¡No pronuncies la palabra «estúpidos»! —gruñó el enano.

—No. Iba a decir ciegos. ¡Ciegos! La respuesta está justo delante de vosotros —dijo Zagorka. Se acercó a los dos montones de tierra ya revueltos por las azadas y alargó una mano hacia el jardín del enano—. Tú quieres que esta tierra se utilice para comida.

—Exacto —contestó el enano.

Zagorka alargó la otra mano, señalando a la tierra del elfo.

—Y tú quieres que esta tierra sea para placer.

—Exacto —respondió el elfo.

—Aquí cereales y aquí tabaco; aquí comida y aquí placer.

—¡Exacto! ¿Entonces? —corearon el elfo y el enano.

—¿Alguno de vosotros había pensado en la cerveza?

—¿Qué?

—¡Cerveza! ¡Cerveza! Algo que es tanto comida como placer. ¿Ha pensado alguien en cultivar cereales para hacer cerveza?

Avergonzado, el enano bajó la vista, mirándose los pies mientras removía la tierra, pero la sonrisilla del elfo se había convertido en una sonrisa genuina.

—Bien, vamos a ello. Cada uno de vosotros cederá la tercera parte de su tierra para lúpulo y cebada, y trabajaréis juntos esa parte central. Supongo que ni siquiera conoceréis el nombre del otro. ¿Cómo vais a trabajar juntos si no sabéis cómo os llamáis?

El enano extendió con resentimiento su mano sucia.

—Brunk —dijo.

—Elionoway —respondió el elfo con aire ausente, estrechándole la mano.

—Bien. Me alegro de que hayáis dejado atrás la ceguera. Ahora, a trabajar. Vendré a inspeccionar personalmente vuestra cosecha de cerveza. Hasta entonces, perdonadme. Mi agenda está repleta —se volvió y regresó con Chester, que parecía sonreír para sí.

Elionoway la siguió. La burla había desaparecido de su voz.

—Había sido una buena solución.

—Me gusta complacer.

—A mí también —respondió Elionoway—. Si por casualidad la ilustre gobernadora necesitara el talento de un escriba elfo, estaría feliz de suministrárselo.

Zagorka reveló una leve sonrisa.

—Sí, claro. Aquí tenemos mucho material de lectura.

Elionoway señaló hacia el arco de piedra cercano, en el vado del río.

—En realidad, hay inscripciones en todas esas piedras. Esas runas de allí, por ejemplo, rezan: «campo de batalla de los númena».

—Me gusta más el nombre de Santuario —respondió Zagorka mientras montaba sobre Chester—. Si encuentras algo interesante, házmelo saber. Si no… —echó una mirada furtiva alrededor—, ¿qué quieres a cambio de medio kilo de tabaco?

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A grandes pasos, el general Ceño de Piedra atravesaba Krosa, atravesaba el infierno. Aquellos que no habían conocido el bosque que se levantaba delante no podrían entender lo atormentado que se sentía.

El centauro gigante caminó por una gran maraña de tallos de un kilómetro y medio de ancho en la que se cruzaban ramas que podrían haber sido árboles. Hay quienes considerarían esa enorme madeja como vegetación, pero Ceño de Piedra la veía más bien como una plaga. El núcleo de la maraña estaba en el lecho de un antiguo río. Había obstruido el viejo cauce, de manera que los lagos que había río abajo se convirtieron en pozos de lodo. En lugar de un río cristalino, el torrente era un pantano ancho y miasmático, con sólo unos centímetros de profundidad sobre el suelo agostado. Todo árbol en una legua a la redonda había muerto, así como los animales que vivían en ellos.

—¿Cuánto tiempo pasará hasta que la Cábala intervenga? —murmuró. Marchaba impasiblemente a través del cenagal, mientras sus cascos hacían ruido de succión sobre la porquería a cada paso. Enjambres de mosquitos se cebaban en su rostro y sus manos a pesar de llevarlos resguardados. Se sentía como una momia, y no sólo a causa de esa especie de sudario. Se sentía muerto.

Kamahl no había salido.

Hacía tres meses que el centauro gigante había comenzado una vigilia más allá del matorral esperando a que saliera Kamahl. Pero no lo hizo, sino que se limitó a sentarse. Las vigilias se vuelven interminables para las criaturas vivas, así que, después del primer mes, se marchó en busca de su tribu. Le llevó otro mes encontrar la aldea, enterrada bajo treinta metros de vegetación. No quedaba nadie. Los que no estaban impedidos habían huido, y los débiles y enfermos habían quedado enterrados bajo las ramas. Ceño de Piedra los había llorado, tanto a ellos como a su hogar desaparecido.

Ahora volvía al monte Gorgona. Kamahl había tenido tres meses para salir y ya era hora de despertarlo.

Desde el pantano sin vida, Ceño de Piedra ascendió por una enmarañada ladera de ramas. Se quitó a sacudidas los ceñidos envoltorios de las manos y la cara, dejándolos caer al suelo, donde se descompondrían. Un golpecito en la mejilla con los dedos dejó marcas rojas allí donde habían estado los mosquitos. Acercó la mano a la cintura y sacó su hacha. Hubo un tiempo en que no habría blandido una hoja contra las tierras boscosas, pero éstas ya no eran su hogar. Se abrió paso a hachazos a través de un muro gris de madera y trepó monte arriba. Por fin, sus cascos se encaramaron en lo alto del mismísimo matorral del Gorgona.

El seto, en forma de anillo, tenía un espesor de un kilómetro y medio, con unas espinas lo bastante grandes para atravesar a un gigante. Ceño de Piedra saltó de rama en rama, e incluso estuvo a punto de resbalar hacia un lado y caer sobre los enormes pinchos. Finalmente, llegó a la curva interior del gran seto y ascendió al monte Gorgona.

Ninguna criatura cuerda se quedaría mucho tiempo en ese gran tumor, pues no sólo deformaba la madera sino también la mente. Pero Kamahl había permanecido allí. No cabía ninguna duda de que en esos momentos estaría loco. La única pregunta era si el monte lo había vuelto así…

Delante se alzaba el zigurat. En otro tiempo, cuatro grandes árboles se levantaban entrelazados sobre ese lugar y alcanzaban el cielo, pero ahora los cuatro habían crecido siguiendo una forma grotesca. El zigurat yacía de lado, como un enorme tirabuzón, y Kamahl se sentaba en su base.

Ceño de Piedra se acercó a grandes zancadas hacia la tranquila figura.

¿Cómo se había alimentado el hombre? ¿Qué había bebido? A medida que se acercaba, el gran centauro supo las respuestas.

Kamahl estaba delgado y sus músculos parecían madera granulada. Había hundido los dedos en el suelo, y la magia verde que irradiaba suavemente hacia sus brazos explicaba de dónde había sacado el sustento. Estaba en comunión con el corazón del bosque, y tan corrupto como él. En otro tiempo, Ceño de Piedra había adorado tanto a ese hombre como a ese bosque, pero ahora ambos le ponían enfermo.

Avanzando con fuertes pisadas, el centauro se colocó ante su otrora maestro. Sus piernas llenas de barro seco no se doblaron en una reverencia.

—Bien, Kamahl, ¿cuándo vas a volver a levantarte?

El hombre no respondió. Ni siquiera parpadeó. Sólo el imperturbable movimiento de su pecho demostraba que estaba vivo. Al fin, como si las palabras hubieran brotado a una legua de distancia y hubieran tardado todo ese tiempo en llegar, Kamahl contestó:

—He estado levantado el tiempo suficiente para cualquier hombre, yo…

—¡Levántate! —gritó Ceño de Piedra.

—… he estado levantado todo lo que podía estar. —Kamahl no había dejado de hablar, como si las palabras que se estiraban por ese vasto espacio no pudieran detenerse—. Crucé un continente, una, dos, tres veces en busca de Jeska. La tuve sólo un momento y después se fue.

—En el mundo hay mucho más, aparte de Jeska —la voz de Ceño de Piedra resonó—; más que tú, Kamahl. Akroma está construyendo una nación, enviando a esos condenados bichos azules suyos a convertir a las tribus vecinas. Pronto tendrá un clero y un nuevo ejército.

Kamahl respondió, pero sus palabras volvieron a retrasarse.

—No será en mi mundo.

—Y tu preciosa hermana también está ocupada. Ha enviado carretas a las aldeas para incluirlas en el sistema del coliseo. ¡Todas tendrán arenas! Akroma está convirtiendo a medio continente y Phage a la otra mitad. Esas dos no compartirán Otaria. Se están fortaleciendo para la guerra. Sabes que esto no ha acabado.

No parecía que supiera nada. Miró hacia Ceño de Piedra como si el centauro estuviera en una cima lejana.

—Nos van a coger en medio. Me refiero a Krosa, aunque no es que quede mucho que defender. Kamahl, las especies nativas están muertas, y las perversiones creadas por ti y la espada Mirari están en alza. Perdimos muchos miles en las Tierras de Pesadilla y mil más en la Escarpadura de Coria.

—Es por mí —contestó Kamahl en voz baja.

El rostro de Ceño de Piedra se oscureció.

—Ahora lo entiendo. Solía pensar que había dos imperios malignos en Otaria. Pensaba que Krosa sólo era una víctima. Ahora veo que son tres. Topos y la Cábala luchan por todo el continente, y Krosa se recluye en sí misma. Colaboramos con ellos en la conspiración.

Kamahl parpadeó, como si pensara.

—Cava con tus manos en el suelo, Ceño de Piedra. Siente el corazón de Krosa. Sosténlo y conocerás la verdad.

—Conozco la verdad. Sé que eres culpable de este desorden y que no vas a hacer nada para remediarlo. Ya no eres Kamahl, de manera que algún otro debe serlo. Debo recoger lo que has desordenado. —El centauro gigante se dio la vuelta y empezó a andar, con sus cascos manchados de barro atravesando las entrecruzadas espirales de madera en que se había convertido el suelo. Casi había alcanzado el matorral cuando Kamahl lo llamó.

—¿Adónde vas?

—A mi nuevo hogar: A Santuario. Zagorka tenía razón. Ya no pertenezco a este sitio. En Santuario hay otros como yo: gente que intenta averiguar qué hacer cuando los dioses desaparecen. Nos levantaremos ante los tres imperios malignos. Ceño de Piedra cruzó el matorral.

—Ve, pues. —La voz de Kamahl le llegó lastimera en la distancia—. Ve, hijo de Krosa, con su bendición.