CAPÍTULO 29
EL SAQUEO DE LA CIUDAD
kroma, desde lo alto, miró a sus tropas desplegadas por la ladera del valle. Los hombres cangrejo marchaban en la vanguardia, un muro aterrador de caparazones que avanzaban paralelos al río. Se agruparon más al pasar por el vado y atravesar el gran arco de piedra que había predicho esa guerra. Detrás de ellos, los hombres de masilla formaban filas muy apretadas. Cuando los hombres cangrejo se abrieran paso y entablaran combate, la gente de arcilla irrumpiría entre los defensores de Santuario, tomaría su apariencia y los mataría mientras luchaban. Después, la caballería de jaguares, centauros y jinetes aliados cargaría para tomar la calle central y mantendría la posición. Detrás de ellos esperaría la infantería, compuesta por humanos, enanos y elfos, el poder asesino del ejército de Akroma. Mil sacerdotes de Íxidor se mezclarían entre ellos, cantando alabanzas que llenarían el aire con gloriosas visiones. Dirigirían a los creyentes casa por casa y torre por torre, matando a aquellos que se negaran a ver la Visión.
Se había acabado el tiempo de la tolerancia. La verdad y la belleza ya no podían seguir siendo negadas.
Miles de glifos esperaban en la lejana orilla, con las manos de rubí extendidas hacia adelante como anchas cuchillas. ¿Qué sabían ellos de la guerra? No podían esperar derrotar a esa marea en un espacio abierto, y aun así, allí estaban, dejando al resto de la ciudad escasamente protegida. ¿Cómo podrían conocer la forma de combatir una guerra aérea, ellos, que nunca habían volado?
Akroma extendió las alas, blancas y enormes sobre la ladera… una señal.
Una enorme sombra cruzó delante del sol.
Las criaturas rojas alzaron la mirada y señalaron al cielo con sus mudos rostros levantados.
Desde detrás de la colina se elevó una enorme medusa del tamaño de una nube. Su cuerpo brillaba con un color azul grisáceo en el cielo, y sus tentáculos colgaban por debajo en venenosos racimos. La cosa no descendió hacia el valle, sino que se alzó, volando hacia la ciudad. Apareció un segundo sifonóforo, más grande que el primero, y un tercero y un cuarto. Luego diez, y veinte. Entre los monstruos translúcidos volaban en grupo las barracudas, y sobre todos ellos, llenando el aire, las tropas de avens y glifos. Allí estaba la verdadera vanguardia. Tomarían las alturas sin defender de la ciudad y barrerían a las tropas de tierra.
Los glifos, confundidos, miraban el asalto aéreo, pero ninguno se movió para atacar.
—¡Cargad! —bramó Akroma con el regocijo en sus labios, y desplegó sus alas, lanzándose hacia abajo para estar entre la vanguardia que cargaba.
Los hombres cangrejo corrieron por el vado de piedra, salpicando agua con sus patas desgarbadas. Sus grandes pinzas chasquearon con ansia y cientos de cuerpos con caparazones atravesaron el arco de piedra. Los glifos retrocedieron ante la furia de su avance y abrieron un amplio círculo ante los hombres cangrejo, que éstos se encargaron de llenar.
Planeando sobre el arco, Akroma bajó y se colocó en medio. Esos glifos eran inteligentes, atrayéndoles a través de un cuello de botella y desplegando sus líneas en círculo.
—¡Formad antes de atacar!
Los hombres cangrejo formaron en filas ordenadas, con una columna en la retaguardia para reabastecerse mientras marchaban para atacar.
Akroma levantó el brazo para dar la orden, pero ésta murió en su garganta.
Todos los glifos a una, sin excepción, se habían arrodillado y allí estaban, con las manos y las caras sobre el suelo.
Puede que las tropas de la Cábala no tuvieran inconveniente en atacar a gente arrodillada, pero Akroma no era capaz, de modo que bajó la mano y los miró. Había algo hermoso en ese gesto. ¿Qué podía haberles inspirado para inclinarse de esa manera? ¿Qué, sino la Visión? Como ilusiones blancas y azules, las glorias de Íxidor danzaban sobre el valle.
Aun así, Akroma no tenía ninguna intención de meterse en una trampa.
—¿Os rendís a nosotros?
Un glifo más alto que el resto se levantó. Hablaba con una voz que recordaba el borboteo de la lava.
—Nuestra ciudad es tuya. Te damos la bienvenida. No nos opondremos cuando entréis y subáis a lo alto para proclamarlo.
Akroma caminó entre los hombres cangrejo, golpeando el suelo con sus patas de acero.
—¿Juraríais lealtad con tanta facilidad a Phage?
—Phage no está aquí. Tú sí.
Akroma estaba complacida por lo blandos que habían sido sus enemigos, pero con la misma facilidad con que se habían vuelto contra Phage podrían volverse también contra ella.
—¿Cuántos sois?
—Diez mil —contestó el glifo—. Éramos diez mil palabras y ahora somos diez mil almas.
—Cogeremos a cien de vosotros, uno por cada centena, y los mantendremos como rehenes por si rompéis vuestra promesa. Los cien morirán instantáneamente ante la más mínima señal de traición —dijo Akroma.
El glifo alto avanzó.
—Yo seré el primero de esos cien. Cuando estaba escrito en la pared, yo era la palabra Primus. Reuniré a otros noventa y nueve, palabras tales como Rendición y Capitulación, y seremos vuestros rehenes.
Akroma asintió.
—Hazte cargo de estos cien —le dijo al capitán de los hombres cangrejo—. Yo personalmente dirigiré el avance hacia las alturas.
Miró hacia el pináculo de Santuario y vio que sus tropas aéreas ya estaban bajando para asegurar el lugar sagrado. Todo había resultado demasiado fácil.
Akroma silbó a sus tropas, y la caballería de jaguares, centauros y jinetes aliados cruzó el vado para unirse a su señora alada en medio de su ejército. La mujer los condujo hasta la mismísima ciudad por un camino rural.
Al otro lado de la escarpadura, a medio día de distancia, Phage y sus escabrosos refuerzos estarían durmiendo. Cuando cayera la noche, saldrían de la cama y descubrirían que su ciudad ya estaba conquistada.
Phage corría al frente de su ejército, que galopaba y se arrastraba para seguirla.
No tenía ninguna necesidad de reunir a sus tropas. Disponía de ciento cincuenta mil efectivos, suficientes para aplastar tanto a los glifos como a los ejércitos de Akroma. Sus guerreros no tenían miedo a la muerte, y podían combatir incluso después de ser desmembrados. Incansables y feroces, habían avanzado a la carrera desde el amanecer.
Gran parte de sus tropas habían sido humanos o elfos en sus anteriores vidas, pero muchos más fueron gladiadores de todas las especies. Elefantes fantasmales marchaban entre necrófagos aven y zombies trasgos. El esqueleto de un gigante rechinaba perezoso mientras se abría camino con sus garras hacia las estribaciones de la Escarpadura de Coria. Un grupo de banshees serpenteó entre las tropas dando aullidos. Todos en masa se lanzaron hacia la puerta meridional de la ciudad.
Las puertas estaban completamente abiertas, como si pretendieran atrapar a las tropas de vanguardia, y un pequeño ejército de glifos llenaba el patio de la entrada.
Phage estalló en carcajadas. Sus fuerzas podían convertir a esos defensores en un montón de cuerpos y tomar la ciudad de todas formas. Levantó un puño hacia el cielo y gritó:
—¡Por Kuberr!
Ciento cincuenta mil bocas hicieron suyo el sonido, algunas incluso sin ayuda de labios o garganta o cerebro. Ese rugido inarticulado los condujo dentro de la ciudad.
Phage cargó en primer lugar, con un par de lobos muertos vivientes trotando a cada lado. Después siguió el esqueleto de una serpiente gigante, con las costillas como las patas blancas de un gran ciempiés. Ésas eran las bestias más rápidas, aunque Phage se había asegurado de mantener la masa parda de necrófagos justo detrás de ella, siguiendo las instrucciones de Kuberr.
Los muertos antiguos habían estado sumergidos en aguas tánicas durante veinte mil años, por lo que su piel crujía como el cuero a medida que entraban por la puerta.
Los glifos no tenían ninguna oportunidad, y tampoco lo intentaron. Sencillamente se inclinaron, apoyando las rodillas y las frentes en el suelo.
La mujer se detuvo, asombrada, pero la marea de muertos vivientes que tenía detrás era imparable. Éstos atravesaron corriendo las puertas y pasaron por encima del ejército postrado. La carne podrida golpeó cuerpos de cristal, y dedos huesudos los arañaron. Bocas pútridas roían manos y brazos y cabezas… en vano.
Siempre que la carne gris tocaba la roja, los colores de la muerte desaparecían y regresaban los colores de la vida. Cuando una extremidad gangrenosa entraba en contacto con un glifo, la salud y la entereza volvían a ella. Los ojos comidos por pequeños peces salían otra vez, nuevos. A las mandíbulas les crecían encías alrededor de los dientes, y labios alrededor de las encías. Los necrófagos estaban volviendo a la vida. Hasta sus uniformes se recomponían a partir de las míseras hebras que quedaban, de los eslabones de cota de malla incrustados en viejas heridas. Los tabardos se renovaban, púrpuras y negros con la insignia de una mano codiciosa. Las charreteras se formaban con un negro brazalete debajo. Allí estaba la brigada asesina de Kuberr.
Los cerebros llenaron los cráneos vacíos, y los pensamientos, los cerebros vacíos. Uno a uno, los asesinos pasaron por encima de las espaldas agachadas de los glifos sólo para seguir trepando. Los monstruos se transformaron en oleadas visibles, cien cada segundo, una legión cada minuto.
Phage sólo pudo apartarse y observar. Allí estaba la voluntad de Kuberr innegablemente manifestada. Su hijo era realmente un dios.
A sus espaldas se escuchó una voz estruendosa.
—Te damos la bienvenida, Madre. —Se volvió para ver cómo un glifo se acercaba con las manos afiladas extendidas—. Tú no eres nuestra madre, pero sí la de nuestro hermano Kuberr. Éstos son nuestros sobrinos y sobrinas, y son bienvenidos.
—No hemos venido para que se nos dé la bienvenida, sino para hacer la guerra —fue la respuesta de Phage—. Kuberr crece con cada muerte, así que hemos venido a matar.
—Que así sea pues —dijo sencillamente la criatura—. Tu enemiga ha tomado la puerta septentrional y ahora se dirige hacia el elevado lugar sagrado. ¡Coge a estos asesinos, ve a su encuentro y que estalle la guerra!
La mujer miró hacia las enormes torres rojas que se elevaban sobre ella, dobladas como si aguantaran el peso del cielo. Ni siquiera era capaz de ver lo alto de la escarpadura, pero todo lo que tenía que hacer era trepar.
—¡Formad! —gritó, trazando un gran círculo con su brazo. Se puso en marcha, y doscientos asesinos formaron filas tras ella, siguiendo su paso.
El camino que tenían delante estaba lleno de glifos colocados a los lados. La mayoría estaban arrodillados, pero otros miraban con avidez desde las ventanas de sus torres infinitas. De sus bocas salían gemidos borboteantes de excitación, y algunos hacían ruido con los pies a la vez que pasaba el ejército. Era como si desfilara un pasacalles festivo. Los glifos saludaron la guerra que se avecinaba.
Phage los ignoró. Hacía esto por su hijo, por su señor. Durante veinte mil años, esa batalla había permanecido inacabada. Hoy se reanudaría, y pronto terminaría.
—¡Por Kuberr! —gritó, y su voz retumbó entre los cañones de rubí.
—¡Por Íxidor! —gritó Akroma. Las torres rojas que había alrededor repitieron su llamada. Los glifos la hicieron suya, pero sus voces confusas parecían aclamar a un nombre distinto.
Delante, las criaturas colocaban collares de cristal a las tropas que marchaban. Siempre que un guerrero recibía uno, se enderezaba más y marchaba con mayor determinación. Un glifo ofreció a Akroma una cadena de cristal, y ella la tomó en su mano. La piedra central estaba increíblemente caliente, y la magia se movía en su interior. Delante, otro glifo ofrecía más collares.
Akroma se dirigió a él.
—¿Para qué son?
—Destino y fortuna, fortuna y destino —respondió la criatura carmesí—. Debes tener ambas para estar completa.
Akroma pasó revista. Casi todas sus tropas, elfos, humanos, enanos, avens u otros, llevaban los cristales. Hasta el último de ellos parecía más poderoso, más dispuesto para la guerra. El ángel se colgó cautelosamente la cadena en el cuello y sintió un arrebato de poder. Algo la había poseído, alguien cuyo brazo se había extendido a través de veinte mil años para tocarla. La presencia era como Akroma, un ángel que había yacido con una bestia y dado a luz a un numen: Lowallyn, señor de las aguas.
Había nacido de lo más alto y lo más bajo, de lo peor y de lo mejor. En él estaba la semilla de la belleza, ya que creó arroyos en la espesura, lugares exuberantes fuera de la desolación y un dominio majestuoso de la ignominiosa derrota. En él también estaba la semilla de la verdad, y era lo contrario de la belleza. La verdad era fea y la belleza era una mentira. El mundo como debería ser no era el mundo tal como era. La mayoría de la gente abandonaba la fea verdad para vivir la hermosura de la mentira, o abandonaba ésta para vivir aquélla. Lowallyn no las abandonó, sino que las guardó en su mente. Y allí yace su locura.
Contrarios terribles y formidables, lo habían convertido en lo que era, el ángel y la bestia, la belleza y la verdad. Lo habían desatendido, y, desde el principio, su madre ángel sólo pudo observar su final.
Con un pie en el aire, todavía marchando, Akroma salió de su ensueño. Ahora era mucho más alta. ¿Cuánto tiempo había caminado en ese estado soñoliento? El collar de cristal era el responsable. Estiró la mano para arrancárselo, pero había desaparecido. En todos los que la rodeaban, los abalorios de cristal habían desaparecido, como si se hubieran fundido con la carne de sus portadores.
La furia la invadió. Ahora era más fuerte, poseedora de algún nuevo poder… o poseída por él.
Luchaba por su hijo. Luchaba por Lowallyn, señor de las aguas, que volvería a nacer cuando Íxidor se alzara de la muerte.
—¡Por Lowallyn! —gritó, pensando en él dentro del estómago de la sierpe de la muerte—. ¡Por Lowallyn!
—¡Por Lowallyn! —gritaron los glifos.
Extraño, ¡muy extraño!, ser de repente tan fuerte y sabia como si hubiera vivido durante veinte mil años pero sólo ahora lo recordara. Había vivido todo ese tiempo, y no. ¿Qué pensamiento era verdad y cuál hermoso?
Las patas de acero la llevaron a la cumbre de la ciudad. Las torres rojas se curvaban alrededor, pero en ese calvero de piedra sólo se levantaba la cúpula del templo.
Allí lo había dado a luz y lo llamó Lowallyn, y ese mismo día ellas habían dado a luz a otros dos, nacidos a la vez, unidos en consagración, destinados a gobernar.
Akroma caminaba por la cumbre y sus pies arañaban la arenisca. Su ejército la seguía como un manto gigante y, cuando se desplegó, envolvió la mitad septentrional de la montaña. Ansiosa por alcanzar el templo, la mujer corrió, sacó sus alas y se elevó por el aire. La cúpula se extendía debajo, y ella descendió de los sedosos cielos para posarse en lo alto. Sabía que la belleza y la verdad eran irreconciliables, y por eso esperaba toda la fealdad que encontró.
Phage estaba allí. Tenía las manos en la cintura y una sonrisa torcida en los labios. No llevaba ninguna arma visible excepto su propia carne, dentro de sedas de combate. Un corsé negro rodeaba su estómago y parecía preparada para matar. A sus espaldas, un ejército de asesinos ancestrales y monstruos muertos vivientes se extendía a lo largo de todo el lado meridional de la cima de la montaña.
Las puntas de acero rechinaron en la cúpula cuando el ángel echó a correr. Era un momento de indecisión, pues ya había hecho todo esto antes, pero ¿eso significaba que debía hacerlo de la misma manera o hacer lo contrario?
Vil e innoble, grotesca y horrible, Phage era verdad.
Noble y regia, elegante y magnífica, Akroma era falsa.
La fea verdad se enfrentaba a la hermosa mentira.
Akroma estiró la mano hacia su hombro, agarró la lanza de acero y la arrojó.
La puntiaguda saeta voló por encima de Phage, que se había tirado contra el suelo de piedra, y rebotó sobre la cúpula para empalar a uno de los asesinos.
Phage agarró las patas delanteras de metal de Akroma, tiró hacia arriba y envolvió la cintura de la bestia-ángel con sus brazos. La abrasadora corrupción se extendió bajo su toque, derritiendo el pelaje del jaguar.
Juntando las manos con fuerza, el ángel golpeó a la mujer en la cara y la lanzó patinando por la cúpula del templo.
—¡Por Lowallyn! —rugió Akroma, levantándose y yendo tras su enemiga.
—¡Por Lowallyn! —gritó el ejército de Topos mientras aparecía por una gran curva al oeste de la cúpula.
—¡Por Kuberr! —replicó Phage.
—¡Por Kuberr! —gritaron sus tropas, y se dirigieron hacia el este rodeando la cúpula.
Mientras sus líderes luchaban, los dos ejércitos describieron una curva, uno detrás del otro, como en una lucha de serpientes.
Akroma se alzó sobre sus alas y, con las puntas de acero bajo ella, se lanzó contra Phage.
Ésta, a su vez, se tiró bajo la mujer alada y rodó, pero no fue lo bastante rápida. Una pata de acero le apuñaló el muslo, y el dolor estalló. Phage se dio la vuelta, agarró la cola de jaguar de Akroma y la mordió. El apéndice se partió en su boca como una serpiente retorcida, y se lo lanzó a sus tropas.
Dando alaridos, Akroma se volvió.
Phage eludió la pata empaladora. Se colocó detrás del ángel y trepó a su espalda para agarrar las articulaciones de sus alas, haciendo que la descomposición corriera por ellas.
—Primero la cola, luego las alas, después los ojos, y por fin, la Visión —siseó.
Akroma se estremeció de rabia, pero no podía quitarse de encima a su némesis.
Phage disfrutaba del momento. Había esperado veinte mil años para esto.