CAPÍTULO 28
LA VÍSPERA DE LA GUERRA
a punta de la lanza de Akroma se clavó en la arena y la mujer tiró de ella.
—¡Esos idiotas!
Los hombres de masilla miraron de forma estúpida hacia el lugar donde poco antes habían estado los tres no hombres. Hasta los avens que los habían capturado estaban perplejos por la desaparición.
Sólo Akroma comprendió. Había vislumbrado la silueta de Umbra cuando se lanzó sobre los otros dos. Los había salvado a costa de su propia vida. ¿Por qué? El deber de Umbra era salvar a un dios, no a unos despreciables y gimoteantes hombres de barro. Era absurdo.
Akroma silbó.
—¡Adelante!
Y el ejército, como una gran oruga, se puso en marcha.
Había algo en ese extraño sacrificio que le preocupaba. Por mucho que quisiera olvidarse del tema considerándolo un sin sentido, en realidad era algo muy significativo. Puede que Umbra hubiera trascendido su creación, convirtiéndose en algo más de lo que Íxidor había pretendido. ¿Era algo tan terrible trascender?
La mujer apretó la mandíbula y se puso en marcha. Sí. La trascendencia era rebelión. Íxidor lo había creado todo dentro de la perfección, y cualquier desviación era una maldad. Había creado a Akroma para protegerlo a él y a sus tierras; para luchar, y eso era exactamente lo que estaba haciendo.
—¡Adelante! ¡A la escarpadura!
Una capa de arena cubría el suelo. Las piedras estaban frías, húmedas… y duras.
Chaleco se sentó y se acarició con ternura su golpeada nariz.
—¡Au! ¿Se supone que mi nariz tiene que ser tan blanda?
Fajín se frotó una sien amoratada y un codo erosionado.
—Estos cuerpos son más blandos que los de las cucarachas. No son exoesqueletos. Es desconcertante. En cuanto a tu nariz, no creo que esté rota. Las narices humanas no tienen articulaciones.
—Al menos estamos vivos. —Chaleco miró al lugar donde había estado Umbra—. No está. Se sacrificó por nosotros.
—Es más que eso. Todo el tiempo hemos estado tratando de descubrir qué significaba estar realmente vivo. Pensábamos que el secreto estaba en la carne —dijo Fajín, pellizcándose una pierna—. Umbra no tenía carne pero conocía el secreto. Ser humano es más que tener un cuerpo. Es tener un alma. —Sacudió la cabeza—. Si hay un lugar al que las almas van después de la muerte, Umbra está allí.
—¿Se supone que mis ojos están goteando? —preguntó Chaleco.
—Lágrimas. Sí. Los míos también.
—¿Y ahora qué hacemos?
Fajín se encogió de hombros. Le gustó el movimiento, así que volvió a encogerse de hombros.
—Hemos conseguido cuerpos humanos. Ahora lo que necesitamos es encontrar almas humanas.
Chaleco meneó la cabeza con desaliento.
—Está bien. Nos uniremos a la guerra.
—¡No seas idiota! La guerra es inútil. Umbra se sacrificó para que nosotros pudiéramos vivir. Sería una locura por nuestra parte morir sin más.
—No te imaginas lo que me alegra oírte decir eso —dijo Chaleco, levantándose—. Entonces, ¿adónde?
Fajín se sacudió el polvo con la mano.
—Primero saldremos de aquí. Luego, iremos a Eroshia.
—¡Eroshia! Me encanta esa ciudad —declaró Chaleco—. Pero ¿cómo explicaremos el hecho de que parecemos iguales?
Fajín extendió los brazos presuntuosamente.
—Somos hermanos. Tan simple como eso.
—Gracias, hermano.
—No me des las gracias a mí. Dáselas a Umbra.
Los dos zascandiles se quedaron allí de pie un momento, con las cabezas inclinadas hacia el lugar donde su tercer hermano había desaparecido. Al rato, se dieron la vuelta y fueron hacia la puerta. Chaleco la abrió y Fajín la traspasó. Una vez en el pasillo, atravesaron el palacio vacío de Locus.
Los gemelos recién nacidos estaban listos para salir al mundo y, como todo recién nacido, iban indiferentemente desnudos.
A pesar de sus muchas heridas, que se cerraban lentamente, Phage se arrodilló en la cámara de audiencias real del coliseo. A ambos lados esperaban las ayudantes de Kuberr, todas ellas niñeras. Frente a Phage, de pie, estaba Trenzas, que sonreía burlonamente. Empujó hacia delante una cadera sobre la que balanceaba a un joven dios que, a pesar de ser un bebé de sólo unos días, ya podía mantener erguida la cabeza. Sus labios ya no estaban arrugados y húmedos y su cuerpo ya no era débil. Tenía unos ojos brillantes como el oro, y hablaba con ellos.
Sabía que tenía que morir, Madre, y me alegro de ello. Tú eres más sabia dando consejos, más tierna en tus cuidados, más feroz en la batalla. La tuya es una carga pesada, pero puedes soportarla.
Las Madres de los númena se reúnen para la guerra, y tú debes dirigir mis ejércitos. Comenzarás la batalla por mí, como cada madre comienza cada batalla por su hijo. Yo todavía estoy débil para combatir, pero creceré rápido, un día por cada muerte. Mata a una legión, y seré un hombre. Luego me uniré a ti en la guerra y me haré con el mando de nuestros ejércitos. Toda Otaria caerá ante mí, y yo gobernaré.
Phage bajó la cabeza.
—Será como deseas, hijo mío. Detendré la marea de Topos y mataré a tantos como deba para hacer que crezcas. Luego, el mundo será tuyo.
Déjame, pues. Tengo hambre. Envíame a la primera niñera; su leche es la mejor. Ellas me cuidarán mientras estés fuera. Reúne tu ejército de muertos vivientes, marcha a la ciudad de Averru, y luego haz la guerra.
Phage se inclinó una vez más y se puso en pie, retirándose. Sus heridas habían dejado de sangrar y volvía a sentirse fuerte.
Trenzas frunció el entrecejo y cedió sin ceremonia alguna el bebé a una niñera. Luego fue tras Phage.
—¿Adónde vas?
—¿Es que no lo has oído? —respondió Phage.
—¿Oír qué?
—Me dirijo a Santuario.
—Oh, fantástico. Yo también iré —fue la respuesta de Trenzas.
—No. Se acerca una guerra y no puedo dejar a Kuberr solo. Quédate y cuida de mi hijo. Tus brazos no lo corrompen. Mantenlo a salvo.
—Está bien. Lo que tú digas —obedeció Trenzas, apartándose—. Seguramente habrá algo divertido que hacer con un bebé.
Phage sonrió, con el deseo de poder dar una palmada en la espalda a su amiga.
—Me alegra tenerte de vuelta.
Ceño de Piedra salió a la quietud. Sus cascos aplastaron las últimas hojas de hierba antes de que Krosa diera paso al desierto.
—Allí, Kamahl. Eso es de lo que te hablé.
Kamahl se estiró para mirar más allá de los hombros del centauro.
—¿Eso es Santuario?
En el borde del mundo se había formado un enorme cáncer rojo. Santuario se había hinchado y supurado hasta que todos sus edificios midieron treinta metros de altura. La ciudad se asentaba en la escarpadura y latía febrilmente a causa de las criaturas rojas que brillaban como gotas de sangre.
Kamahl miró hacia atrás, a su pequeño ejército: elfos, hombres mantis y centauros. El brillo carmesí de la lejana ciudad cubrió sus rostros como pintura de guerra.
—Mirad todos. Allí es donde nos dirigimos —dijo Kamahl. Respiró, y su armadura hizo un ruido sordo. Había modificado el metal de manera que se ajustase a su cuerpo marchito, aunque la cota de escamas no desviaría los golpes. Su principal efecto era cosmético, pues daba a Kamahl la apariencia del hombre que fue una vez. Esa única ilusión había permitido al druida y a su general reunir un pequeño ejército.
—Eso no es una ciudad —dijo un elfo arquero que había cerca—. ¡Es un erizo! ¿Estás seguro de que es necesario ir allí?
Kamahl asintió.
—¿Por qué? —preguntó cansinamente el elfo.
—Porque mi hermana estará allí, y los poderes que construyeron ese lugar pretenden adueñarse de todo, ya sea desierto, pantano o bosque —contestó Kamahl—. Si no luchamos contra ellos allí, ellos lucharán contra nosotros en Krosa —explicó Kamahl, apartando la vista de la ciudad. Segadora de Almas lanzó una brillante sombra de luz sobre su rostro, y por un momento volvió a ser su antiguo y belicoso yo—. General, adelante.
Con un gruñido, Ceño de Piedra se puso en marcha. El resto del ejército le siguió, preparado para la caminata por el desierto y la batalla mundial.
Zagorka vivía en un delirio. ¿Cuánto tiempo había estado atrapada en el interior de esa extrañamente retorcida torre? ¿Cuántas veces había recorrido a tientas las paredes, encontrando puertas que no le permitían huir, descubriendo escaleras que bajaban a la misma habitación que había dejado? ¿Cuánto tiempo había pasado sin agua, sed, comida o hambre? Era una prisionera del tiempo y el espacio y, lo más extraño de todo, del amor.
Esas paredes, esa torre, esas criaturas, la amaban.
¿Por qué? Toda pregunta se alzaba en el vacío para golpear la piedra y repetir una respuesta.
Fuera de su hogar, el joven Averru encontró un bloque de arenisca roja y lo atacó con martillo y cincel. Diez golpes y apareció una fisura que se ensanchó. Bloques estrechos de roca se liberaron y cayeron al suelo. Se agachó sobre ellos con el rostro decidido y seleccionó las piezas válidas del montón. Llenándose con ellas la camisa, corrió hacia un terreno de barro. Dispuso las piezas de piedra en el barro, formando paredes. Colocó más piedras, haciendo que las paredes giraran y serpentearan. Averru dejó las piedras y volvió corriendo a su cantera. Cogió el martillo y el cincel y comenzó a golpear.
Zagorka estaba de pie a su lado, observando.
—¿Qué estás haciendo?
Averru se dio la vuelta, sobresaltado, y casi golpeó a su madre con el martillo.
—Un laberinto —dijo sonriendo.
Zagorka le devolvió la sonrisa.
—¿Un laberinto para qué? ¿Para ratones?
—Hormigas —contestó Averru, volviendo a llenarse la camisa. —Tienen que tener un lugar para luchar.
—¿Así que es eso?
—El terreno de barro está a medio camino entre el nido de hormigas rojas y el de hormigas negras. Lucharán para ver quién se queda el laberinto.
Zagorka movió la cabeza ante la inocencia del muchacho.
—No creo que a ningún nido le preocupe eso.
—Oh y desde luego que sí —dijo el muchacho—. He matado un pájaro y lo he puesto en el centro del laberinto. Lucharán para conseguirlo, para comérselo, para llevárselo a sus nidos.
—Sabes mucho sobre las hormigas. Sabes cómo piensan.
Averru se encogió de hombros.
—Es igual que con las personas. Una vez sabes lo que quieren, puedes conseguir que hagan lo que sea.
La visión desapareció, como todas las demás, y dejó a Zagorka en una cámara medio iluminada. Había empezado a comprender.
Santuario no era una ciudad sino un laberinto, un lugar construido para la guerra. Sus altísimas torres y anchas paredes estaban diseñadas para que entre ellas se llevara a cabo una batalla épica. La última vez que los ejércitos se encontraron y lucharon en ese laberinto, la mayor parte de la escarpadura había sido arrasada. Sólo habían quedado unos pocos edificios al abrigo del acantilado. Zagorka y sus amigos los habían encontrado, e ignorando una señal en la que se leía claramente, «Campo de Batalla de los Númena», habían levantado allí su santuario.
Los colonos del asentamiento aumentaban cada día, arrastrados por Averru. Necesitaba un cebo para atraer a los guerreros a su laberinto, y las gentes de Santuario fueron ese cebo. Se habían adentrado en el desierto buscando la seguridad, encontraron un agradable lugar y se quedaron, pero Averru los mató, y ahora sus cadáveres estaban atrayendo a los guerreros.
—¿Por qué me mantienes aquí? ¿Por qué no me matas como mataste a los otros?
El joven Averru se levantó por encima de su laberinto ya terminado. Un pájaro muerto yacía sobre un altar en el centro. El laberinto se llenó de hormigas rojas y negras, con sus cuerpos brillando como si fueran pequeñas joyas. El muchacho sonrió con orgullo y tomó la mano de Zagorka.
—¡Observa lo que he hecho!
La anciana sacudió la cabeza.
—Pero yo no soy tu madre.
El viejo Averru yacía tumbado en una litera junto a las aguas. Estaba moribundo y su ciudad ya había sido destruida. Aun así, una sonrisa orgullosa se dibujó en sus labios. Sus ayudantes agitaban abanicos de plumas sobre él, manteniéndolo fresco. Averru apartó los abanicos y levantó la vista hacia la cima de la escarpadura. Allí, los talladores trabajaban febrilmente transcribiendo las últimas runas de su hechizo.
—Diles que trabajen más deprisa. Deben haber terminado antes de que yo muera —dijo. Un niño mensajero corrió hacia la cima—. La guerra es vida —murmuró el anciano—, y las historias de guerra son la inmortalidad. —Leyó las palabras escritas en letra grande encima de él y dio su aprobación—. Cuando vuelvan a ser leídas, yo viviré de nuevo.
Zagorka comprendió. Los glifos eran las palabras de un gran hechizo. Cuando esas palabras cobraron vida, crearon un nuevo cuerpo para el dios… la ciudad en sí. Ésta era su cuerpo, y la guerra su vida.
Ahora sólo habría guerra tras guerra hasta que todo fuera destruido.
La mañana amaneció brillante y agradable sobre la roja Averru, que era como un enorme rubí. Miles de torres altivas formaban las facetas de sus lados, y el templo abovedado era una cara perfecta. Esa joya metropolitana arrastraba a los ejércitos de un continente entero, que convergían para tomarla.
El ejército de Akroma se alzó desde su campamento de las tierras baldías. Estaba descansado y listo para la furia del día.
Los exploradores comunicaron que las legiones de muertos vivientes de la Cábala estaban paradas, todavía a media noche de marcha. Eran criaturas de la oscuridad, y no podían soportar el sol abrasador. Phage y sus defensores no llegarían a tiempo para hacerse con la monstruosa ciudad.
Akroma y su ejército eran criaturas de luz. Para ellos había tiempo para desayunar, pulir las armaduras, asegurar las líneas de suministros y hablar de gloria.
Akroma subió a lo alto de una roca. Detrás de ella se levantaba la extraña ciudad roja que habían venido a capturar. Delante se extendían las legiones que había traído para tomarla. Los contingentes de medusas aéreas y de avens lanzaban sus sombras hacia ella. Todas las tropas esperaban las palabras de su señora.
—Esta guerra no es nueva, sino que comenzó con la Visión de Íxidor. Él vio la verdad y la belleza, únicamente él en todo el mundo. Íxidor nos mostró la visión, a mí y a sus discípulos, y nosotros os la hemos enseñado a vosotros. La Visión transforma el mundo, destruyendo las mentiras y la fealdad.
»Fuisteis convertidos por una batalla interior, pero hoy comienza otra batalla exterior para convertir al resto de Otaria. Allí donde haya lenguas mentirosas, nosotros las cortaremos. Allí donde haya ojos que miren la fealdad, nosotros los cegaremos. Hoy tomaremos esta ciudad, y desde ella lanzaremos una campaña para hacernos con toda Otaria… con todo el mundo.
Un rugido fervoroso surgió de las legiones. Los hombres cangrejo hicieron chocar sus mandíbulas y los hombres de masilla lanzaron un grito ululante. Los elfos, humanos y enanos empezaron a entonar un cántico.
—Íx-i-dor… Íx-i-dor…
Por encima de los gritos, la mujer habló.
—Al otro lado de la Muralla del Mundo marcha un ejército de maldad, refuerzos de muertos vivientes para ayudar a Phage a hacerse con su ciudad de demonios. Sus tropas llegarán demasiado tarde.
Se oyó otro rugido, y los puños se levantaron hacia el cielo.
Akroma también levantó la mano.
—Dejad atrás vuestras tiendas, vuestras provisiones, vuestras viejas vidas. Hoy todo empieza de nuevo. Este amanecer es el amanecer de la Visión para todo el mundo. Ahora, pueblo mío, adelante. ¡A los palacios de Averru!
Surgió un tercer grito, apoyado por una multitud de puños. Todo el ejército se adelantó hacia su señora.
Ella se volvió y levantó el vuelo hacia el viento temprano. Sus alas blancas suspendieron sus patas de acero sobre el suelo. Así que allá fue, sobre la colina y con sus hordas gritando detrás.
Phage se dirigió a grandes pasos hacia la cabeza de su enorme ejército. No habían descansado, pero tampoco necesitaban hacerlo. Cada mañana, bajo la atenta mirada de los espías de Akroma, había mandado a sus muertos vivientes bajo tierra. Esa mañana no había sido ninguna excepción, pero una vez se habían marchado los espías para llevar sus mensajes a la mujer-bestia, Phage ordenó avanzar a todo su ejército.
Zombis, aparecidos, cadáveres, necrófagos, esqueletos, todos marchaban detrás de su señora hacia las pendientes meridionales de la Escarpadura de Coria. Disponía de ciento cincuenta mil criaturas, que alcanzarían la ciudad a media mañana y destruirían su miserable contingente de glifos. A media tarde, gobernarían sus alturas.
Akroma llegaría por el norte para encontrarse con su enemiga en el terreno elevado, y entonces comenzaría la verdadera batalla.
Phage miró hacia las alturas. Pronto, ella y su nación de muertos estarían allí. Haría la guerra para liberar Otaria de la bruja blanca y su dios muerto, Íxidor.