CAPÍTULO 27
EJECUCIÓN
l Primero sujetaba a su hijo en una trampa de acero. Trenzas había inventado el «lecho paterno», que le permitía al pequeño Kuberr sentarse en el regazo de su padre sin morir. Había soldado una coraza, una escarcela y una cuja y las había recubierto totalmente con seda. Un par de guantes le dejaban tocar a su hijo, y una máscara con los labios de cuero le permitía besarlo.
Pero ahora no deseaba hacerlo.
… y debes dirigir tu ejército al final de la semana. Coloca en primer lugar las filas de los muertos vivientes más viejos, los muchos que yacían en sus tumbas acuosas incluso la última vez que caminé por el mundo. Entre ellos irán mis lugartenientes y oficiales. Cuando entren en la antigua ciudad, recuperarán su gloria, y se reanudará la guerra que los abandonó hace veinte mil años…
Por supuesto, Kuberr no hablaba con labios de infante. Como cualquier bebé, sólo babeaba y escupía y lloraba. Hablaba con los ojos, ojos dorados, como si las monedas colocadas allí en la muerte se hubieran convertido de alguna forma en órganos para ver. Esos ojos estaban llenos de codicia, y con codicia hablaban.
… Averru ya está allí, pues es su ciudad, levantada desde el corazón de la escarpadura. Es el hombre de los juegos y su tablero es la metrópolis que lleva su nombre, y su juego es la guerra. Nos arrastra, a mí y a Lowallyn, para llevar a cabo una guerra sin fin en esa ciudad, pues ése es su deseo, pero la guerra no será infinita. Esta vez yo ganaré, y seré el primero entre los hermanos.
Detrás de su máscara, el Primero escuchaba. Deseaba que el niño no hubiera nacido jamás, deseaba que sus ojos nunca se hubieran abierto. Miró a su retoño real, que actuaba como si esa paternidad bordeada de metal fuera normal y sana.
… este cuerpo mío tiene hambre. Vamos, ve a hacer los preparativos que te he dicho y deja que coma y descanse. Vuelve dentro de una hora para informar de lo que has hecho…
El Primero levantó una mano enguantada, palmeó al bebé y le colocó la ropa de manera que ocultara sus ojos. Alzándolo con sus dedos cubiertos de metal, el hombre se puso en pie y depositó el lecho paterno en el suelo.
Una niñera se acercó, nerviosa, se inclinó y cogió al niño, retirándose para darle de comer.
El hombre lanzó a un lado la máscara de metal, que rebotó dos veces, con los labios de cuero besando el suelo. Salió a grandes pasos de la sala de audiencias con un séquito de siervos precipitándose tras él. La sala de piedra gris que había más allá estaba completamente vacía. Sus botas retumbaron como si fueran mazos golpeando contra el suelo.
Sus pensamientos seguían su propio ritmo. Nada había salido de acuerdo con su plan. De alguna manera, Phage había sobrevivido al virulento veneno. Mientras el Primero le concedía una interminable audiencia a su dios infante, ella se recuperaba en sus aposentos privados. Había cerrado a cal y canto las puertas, apostando sus propios guardias, y permanecía dentro. Pronto volvería a tener toda su fuerza y mataría a su amante.
No. Esto terminaría hoy. Puede que Virot no pudiera matar al dios infante, pero Phage ya no estaba protegida por él. Al menos podría encargarse de ella.
Hizo una señal a sus siervos de la mente, y ellos se inclinaron para escuchar mientras él avanzaba resueltamente.
—Reunid un equipo de derribo, gigantopitecos con implantes de nudillos. Decidles que tiren abajo su puerta y maten a sus guardias.
—¿Cuándo? —preguntó uno de los siervos.
—Ahora. Inmediatamente. Quiero la puerta derribada y los guardias asesinados antes de que yo llegue allí. No la dejéis escapar.
Asintiendo, cuatro guardias se marcharon a cumplir su tarea.
El Primero no aflojaría el paso por ellos. Sería una prueba. Si fracasaban, él mismo echaría la puerta abajo y mataría a los guardias antes de acabar con ella. Descendió, dejando los elevados tramos superiores del coliseo y entrando en pasillos más oscuros. Esbozó una pequeña sonrisa. Aunque huyera de sus aposentos, no podría salir del coliseo, y él la cazaría como si se tratara de caza mayor.
Bajando diez espirales más y entrando en salas más estrechas, escuchó el estrépito de un ariete golpeando. Los gritos del primate aumentaron y siguió otro estrépito. Los gruñidos se intensificaron. Con el tercer golpe, las puertas de obsidiana se rompieron y se desplomaron sobre el suelo. Luego llegaron los alaridos salvajes y estruendosos. Los gritos de aviso se volvieron chillidos de desesperación. Huesos rotos y carne desgarrada.
Cuando torció la última esquina, vio las puertas destrozadas y a los guardias muertos. Había pelos de simio flotando en el aire. Phage todavía estaba dentro.
El hombre sorteó los escombros y sacó una espada corta de su cinturón. Pasó sobre un cuerpo, luego sobre otro, se abrió paso entre los gigantopitecos y entró dando zancadas en las habitaciones privadas de Phage. La puerta estaba cerrada y, sin duda, con el cerrojo echado. Le dio una patada y el metal se partió, hundiendo la puerta hacia dentro con un crujido.
Allí estaba ella, junto a la cama de hierro, con las manos juntas. Oh, niña estúpida, mira que descansar sin un arma.
El Primero descargó su espada en un golpe certero que ella trató de esquivar, pero era demasiado tarde.
La hoja le hizo un corte en el hombro y sólo se detuvo al chocar con la clavícula.
Sin embargo, en vez de retroceder, se echó sobre él. La espada se deslizó por la herida, cortando más profundamente, pero ella siguió atacando. Su hermoso rostro se acercó a él, como si fuera a besarlo, pero en vez de ello le dio un cabezazo en la frente y lo tiró al suelo.
Phage se abalanzó sobre él.
Gruñendo, el hombre trató de clavarle la espada, pero sólo le hizo un pequeño corte. La laceración era poco profunda, de las que se curarían en una hora. Ella saltó para alejarse, pasando a través de una nube de siervos de la mano.
—¡Cogedla! —gritó el Primero.
Ellos obedecieron, y veinte manos agarraron a la mujer. Durante un momento, la retuvieron, pero su carne se convirtió en papilla y sus huesos cayeron como ramitas. Los siervos de la mano gritaron, con la descomposición subiéndoles por los brazos. Retrocedieron, tambaleándose, y Phage pasó a través de ellos corriendo.
—¡Idiotas! —rugió el Primero mientras se ponía en pie. Salió corriendo, cruzando la carnicería de sus siervos moribundos, y casi resbaló con un rastro de sangre gris dejado por Phage. Esa sangre corrompida salpicaba todo el corredor, por lo que sería fácil encontrarla. Sería una cacería, justo como él había esperado.
Un siervo de la mente corrió sin aliento hasta allí y esperó la nueva orden de su amo sin dar muestras de asco o consternación.
—Sellad todas las salidas —dijo simplemente el hombre—. Todo el que vea a Phage debe perseguirla y atraparla, pero dejad que sea yo quien la mate. Llamad a Trenzas. Ella conoce a Phage mejor que nadie. Me ayudará a acabar con esto.
Asintiendo, el siervo de la mente se apresuró a obedecer los deseos de su amo. Mientras tanto, éste siguió el rastro gris, persiguiendo a la madre de su hijo.
No había forma de escapar de esas garras, que sujetaban las cabezas de los no hombres como si fueran torniquetes. Ellos pataleaban y se retorcían, pero eso sólo sirvió para que de su interior cayeran una piedra y un clavicémbalo muy maltratado. La primera golpeó el suelo con un ruido sordo, pero el segundo produjo un extraño y hermoso sonido. Después, sólo hubo cuerdas que chasqueaban y astillas.
Con profunda simpatía, Chaleco observó la muerte del instrumento.
—De repente, me siento vacío.
Esta muerte percusiva también tuvo un profundo efecto sobre el ejército. Todas las criaturas se volvieron a mirar, algunas señalando a los avens, otras quedándose boquiabiertas al ver la piedra medio hundida y el montón de teclas de marfil. Ninguna podía distinguir a las sombras que se retorcían bajo los hombres pájaro, ninguna excepto Akroma.
Con un silbido, la mujer hizo que ese gran leviatán de guerra se detuviera. El trueno producido por cuarenta mil pies se silenció de repente. Las tropas estaban atentas, y la comitiva personal de hombres de masilla parecían estatuas alrededor de ella. En medio, la bestia-ángel se giró y observó cómo los tres no hombres errantes descendían del cielo.
—Dejadme hablar a mí —dijo Umbra.
Los otros dos estaban demasiado aterrorizados para articular palabra.
Con unos últimos aleteos, los avens tomaron tierra delante de Akroma y dejaron caer a sus prisioneros. Los tres trataron de echarse a un lado, pero el ángel era demasiado rápido.
Las manos de la mujer se movieron como un rayo y agarraron a las criaturas que, si antes habían pensado que las garras de los avens eran poderosas, ahora notaban que esas manos eran tan fuertes como piedras. Con Fajín y Chaleco en una mano y Umbra en la otra, Akroma los miró con una cruel sonrisa en su rostro.
—Por fin habéis vuelto. —Parecía triunfante, y los discípulos azules iban y venían sobre su frente y sus labios.
—Los encontré, señora —dijo Umbra con una voz amortiguada por los dedos de ella—. Estaban en la lejana Eroshia. ¿Puedo presentarte a Fajín y a Chaleco?
—¿Presentarme? —soltó ella—. ¿Presentarme? ¿Me traes a dos traidores y deseas presentármelos?
—¡Yo me voy de aquí! —murmuró Chaleco, luchando por escapar.
Akroma sacudió a los dos traidores y ellos se bambolearon como agua ondeante.
—¿Qué tenéis que decir en vuestro favor?
—¡No queremos morir! —dijo Chaleco.
—¡Queremos vivir! —añadió Fajín.
Akroma gruñó.
—¡Por buscar la vida, condenasteis a la muerte a vuestro creador! Por vuestra culpa languidece en el vientre de una sierpe de la muerte, y mientras tanto, aquí estáis vosotros. Libres. Volando…
—Pero no vivos —la interrumpió Fajín—. ¿No ves lo que somos? Somos reflejos del creador. Somos sus sombras, aspectos suyos. Si deseamos vivir, es un deseo que ha nacido primero en Íxidor. Si tenemos la esperanza de obtener cuerpos, es para poder reflejar más perfectamente su imagen.
La rabia en el rostro de Akroma desapareció y parpadeó. Sus ojos recorrieron las figuras, y algo parecido al reconocimiento apareció en su mirada.
—Así es como los encontré —se atrevió a decir Umbra—, buscando vivir de verdad. Son unas criaturas dignas de la imagen de su maestro. Hemos vivido innumerables desventuras desde entonces, en altos salones y profundos fosos, en graneros y en dormitorios, pero ninguna nos ha concedido la vida. Hemos cometido un error. Hemos huido de la Visión de Íxidor, pero ahora regresamos. La vida sólo puede ser considerada como tal a través de él, y eso es lo que nosotros necesitamos: vida.
Akroma escuchaba. Miró una mano y luego la otra, considerando a las criaturas que de ellas colgaban.
—Deseáis cuerpos para llevar una vida verdadera en lugar de esta… falsa apariencia.
—Sí —asintieron a coro.
Umbra juntó las manos.
—Por favor, Akroma, no borres a estas tres imágenes vibrantes de Íxidor. Concédenos cuerpos y os serviremos a los dos hasta el final de nuestros días.
El semblante del ángel se había vuelto frío y severo. Volvió a silbar, haciendo una señal a los dos hombres de masilla más cercanos.
—Venid aquí.
Grises y amorfos, los humanoides se arrastraron hasta llegar a su lado. Eran idénticos, con carne pálida y ojos fríos e impersonales, y no hablaban absolutamente nada.
—Vosotros serviréis —dijo.
De sus labios salieron dos discípulos. Las chispas azules cruzaron el vacío y golpearon a Chaleco y Fajín. Unas diminutas motas de luz se fijaron a ellos y se extendieron lentamente como tinta sobre el agua. Al cabo de un momento, Fajín y Chaleco tenían las cabezas azules. Un instante más tarde, el color azul se había adueñado de sus hombros, brazos y cuerpos, y centelleó a través de ellos hasta que toda su figura brilló.
Akroma asintió.
—Queréis cuerpos. Os los daré. —Sujetó en alto a Chaleco y a Fajín como si fueran un par de trajes azules y los colocó sobre los hombres de masilla.
La energía se solidificó con la materia.
Los dos no hombres habían desaparecido, igual que los hombres de masilla. En su lugar había dos Íxidor. Uno era alto y delgado, de frente amplia y con una mueca sarcástica en el labio. El otro era bajo y grueso, con la frente baja y una sonrisa viva. No obstante, a diferencia de su maestro, estos reflejos tenían dos brazos. Jadeaban y respiraban y estaban inequívocamente vivos.
Los no hombres cayeron de rodillas para dar las gracias, y Fajín soltó una retahíla de alabanzas.
—¡Oh, Akroma! ¡Gracias! ¡Gracias por este regalo, por estos cuerpos, por la vida! Nos has hecho tal servicio que os serviremos, a ti y a Íxidor, todos y cada uno de nuestros días.
—Sí —contestó Akroma—. Sí, lo haréis.
—¿Y qué hay de mí? —habló Umbra—. No te traicioné. A ellos les has concedido unos cuerpos, pero ¿qué pasa conmigo?
—Sí, has sido fiel, mi hombre de sombra —dijo soltándolo—, y no eres mi prisionero. De la misma manera que serviste a nuestro creador me servirás a mí, una ruta de huida viviente a Locus por si alguna vez necesitara una.
—Pero yo también quiero un cuerpo —se quejó Umbra—. ¿Por qué a ellos los recompensas y a mí me castigas?
Akroma movió lentamente la cabeza, mirando a Fajín y a Chaleco.
—Estos cuerpos no son una recompensa. —Estiró una mano hacia su espalda y sacó una lanza de acero, forjada a semejanza de su lanza de rayos. El arma tembló en su mano, impaciente por saciarse en las espaldas de las criaturas recién creadas.
Fajín y Chaleco alzaron la vista para ver cómo esa cosa descendía sobre ellos y caía de manera ineludible.
La lanza destelló contra la figura de un hombre de sombra colgado en el aire. Umbra se había arrojado como una manta sobre sus amigos. Se colocó sobre ellos y los otros dos no hombres lo atravesaron y cayeron sobre una habitación vacía de Locus. En el momento en que sus cuerpos despejaron el portal, Umbra se cerró para siempre.
Dos retratos de Íxidor rodaron uno junto al otro y se detuvieron, mirando atrás y gritando. Era demasiado tarde.
El tercer retrato había desaparecido para siempre.
Trenzas trotaba detrás del Primero mientras él corría como un lobo por el pasillo del coliseo. Phage había tomado ese camino. Estaba perdiendo mucha sangre, y él seguía su rastro con ansiedad. La había acorralado tres veces, apuñalado y dejado que volviera a huir, pero ésta sería la última. La espada teñida de rojo del hombre brillaba mientras corría. Estaba acercándose, adelantándose a Trenzas.
Ella tenía que esforzarse por seguirlo. A su mente vino la imagen de una rubia maníaca saltando como una cabra… corriendo sobre las cabezas de sus enemigos… montando una sierpe de la muerte… En esos momentos no había tenido miedo…
Esa mujer se había ido. De ella no quedaba nada, sólo cicatrices. Su corazón había sido cortado en pedazos y su sangre bombeada por el miedo.
—¡Ja! —ladró el Primero al torcer una esquina.
Phage estaba allí, agachada bajo el hueco de una escalera. El suelo que había bajo ella estaba resbaladizo, y la mujer jadeaba como un animal atrapado.
El hombre le hizo señas con un dedo y sonrió a su presa.
—Sal de ahí. Ésta será la última vez. Será rápido.
Trenzas llegó detrás de él y se detuvo. Miró a Phage, pero se vio a sí misma: «Se agachó en su celda y secó el charco de su devoción».
—No me hagas entrar ahí —advirtió el Primero— o será lento y doloroso.
—¿Por qué, Virot?
—¡No me llames así! ¡Odio cuando me llamas así!
—¿Por qué? ¿Por qué tienes que matarme?
Él escupió las palabras como si se le hubiera metido tierra en la boca.
—Porque soy el Primero, y seré el Ultimo.
«Mi señor es tan grande —pensó Trenzas, y sintió náuseas—. Es el Primero, y será el Ultimo». La habitación tenía pinturas sobre las ventanas y horrores pululando en la oscuridad más allá del cristal.
—Sal y acabemos con esto —le dijo el hombre en tono cansado.
Phage se movió bajo las escaleras.
—Ésa es mi chica. Allá vamos.
Trenzas se arrastró por el suelo resbaladizo, con reminiscencias de su pleitesía.
Phage salió. Se enderezó como si pretendiera enseñar las cuatro heridas que había sufrido y abrió los brazos a los lados, esperando el golpe.
La hoja se alzó, roja y preparada.
—Adiós, amada niña.
Él es tan grande.
Trenzas vomitó, no bilis, sino una criatura, un monstruo repugnante de esa retorcida oscuridad. Había roto las ventanas de su alma y dejado que los monstruos salieran. Uno de ellos, un troll leproso con una enorme boca, salió a través de sus labios. Tomó forma y rugió.
El Primero se volvió hacia él, con el codo levantado para golpear.
La boca del troll se cerró alrededor de la parte superior de su cuerpo. Unos dientes parecidos a los de un cerdo mordieron y cortaron por la mitad al hombre. La criatura tembló, aturdida por el espantoso contacto, y escupió el torso. El Primero cayó al suelo partido por la mitad.
Trenzas respiró profundamente, y el monstruo volvió dentro de su boca y desapareció. Ella sonrió, con un trozo del troll atascado entre los dientes. Trenzas había vuelto. Después de tanto tiempo, su mente volvía a ser suya. Aunque llena de demonios, eran sus demonios.
Phage cayó de rodillas.
—Está muerto. El Primero de la Cábala está muerto.
—Sí —respondió Trenzas, y chasqueó la lengua—. Podría haberme escogido a mí. Yo le habría convenido, pero sobre gustos no hay nada escrito.
Phage se inclinó más.
—Trenzas, me has salvado…
—Nada de eso. Se acabó la adoración. Tenemos un niño que atender y una guerra que ganar. —Pasando entre las dos mitades de Virot Maglan, Trenzas se rió tontamente—. Era el Primero y el Ultimo. Ahora sólo necesita una Mitad.
A pesar de sus heridas y su miedo, Phage rió.