CAPÍTULO 26

LIBERACIÓN

P

hage estaba sujeta por lazos de seda, una suave esclavización, pero esclavización al fin y al cabo. Por la forma en que le habían atado muñecas y piernas a la mesa parecía que hubiera cometido algún crimen terrible, pero el único crimen fue estar embarazada once meses de una criatura que no crecía y que la estaba matando.

Movió la cabeza sobre la seda mientras bebía el vino amargo que Virot le vertía en la garganta. Se suponía que era para aliviarla, para facilitar la agonía del cuchillo, pero llenaba su boca como si fuera sangre. La mayor parte del líquido entró, pero una línea sanguinolenta salió de sus labios y le cayó por el cuello. Phage le agarró la mano. Era la mano de su futuro asesino, y su simple toque le escocía de manera horrible, pero en esos momentos era mejor que estar sola.

Los siervos de la mano y de la mente rodearon la mesa, al igual que las comadronas y niñeras, pero ninguna se atrevió a tocarla. Detrás de ellas, hojas afiladas de cirujano, retractores calibrados, ropa doblada, agua vertida y líquidos preparados y aguja e hilo de seda. Con eso la operarían. Detrás de él sólo había las paredes y el techo negros de las habitaciones privadas de Virot.

—Aquí, en mi propio cuarto —había dicho el hombre—, darás a luz a nuestro hijo. Quiero que todo tenga lugar aquí.

Todo. La liberación de madre e hijo y el asesinato de ambos.

Ahora volvió a hablar, con su voz disipando los ecos.

—¿Cómo te sientes, amor mío? ¿Te hace efecto el vino?

—Sí.

Virot alzó la vista hacia el cirujano e intercambiaron una silenciosa señal. El Primero apretó la mano de Phage.

—¿Qué más podemos hacer por ti?

Phage sólo podía menear la cabeza, con el pelo revuelto sobre la seda.

Los siervos de la mano se separaron, colocándose a un lado para que pasara el cirujano, un hombre delgado y pequeño cuya cabeza tenía la forma, textura y color de una ciruela. Unos ojos ávidos colgaban encima de una nariz torcida y una boca llena de dientes. Se había subido las mangas hasta los hombros y llevaba guantes de cota de malla cubiertos de seda. En una mano sujetaba un largo cuchillo con una afilada curva interior mientras que con la otra levantaba la seda de su vientre. Abrió de par en par los ojos mientras estudiaba su estómago plano, moviéndose visiblemente por el movimiento del niño. La piel de la mujer estaba tersa, y la herida roja, causada y curada y vuelta a abrir y vuelta a curar numerosas veces, se mostraba irregular, como un relámpago sobre el bebé. Cortaría por allí. Los líquidos le salpicaron la piel.

Phage se estremeció mientras el líquido se evaporaba.

—Está a punto de ocurrir, ¿verdad? Está a punto de cortarme.

—Sí —dijo Virot. La agarró con más fuerza—. No te dejaré.

«Sí —pensó Phage—. Sé que no lo harás.»

El cuchillo descendió lentamente hacia su piel, que temblaba de frío. Su punta curvada se detuvo. Con una suave presión, cortó, y la sangre manó de la pequeña herida.

Phage cerró los ojos y apretó los dientes. Su mano apretaba la de Virot, y el dolor de ese contacto la ayudó a distraerse.

Con un lento y seguro movimiento, el cirujano deslizó el cuchillo por el tejido de la cicatriz. El final ganchudo del instrumento se clavó en la piel y el músculo y los levantó con el interior curvo y afilado de la hoja, separándolos. Ahora la sangre manaba libremente, corrompiéndose a la vez que cruzaba su estómago. La carne se abrió, separada por la mole del feto del dios tanto tiempo contenido. Ahora crecía a su verdadero y grotesco tamaño.

Phage lloró. Podía sentir el cuchillo cortando, los retractores empujando para mantenerla abierta, el cálido manantial de su propia sangre derramada bajo ella. Aun así, abrió los ojos y miró intensamente el rostro del Primero.

—Virot. ¿Por… por qué estamos haciendo esto?

Él esbozó una sonrisa depravada.

—Estás embarazada de once meses.

—No… no me refiero a eso. ¿Por qué estamos… tratando de… matarnos el uno al otro?

El rostro del hombre enrojeció alrededor de los ojos. Miró a las matronas y niñeras, como si les prohibiera recordar lo que acababan de oír.

—Estás delirando —replicó.

—No… Has estado planeando… mi muerte. Y temes… que yo haya planeado la tuya… ¿Por qué estamos haciendo esto?

—Tranquilízate ahora —dijo Virot, acariciándole el pelo—. Están cortando el útero. Pronto veremos a nuestro hijo.

—No lo mates… —suplicó Phage, aferrando aún más fuerte su mano—. No me mates…

Virot le soltó la mano y se alejó de ella.

—Casi ha terminado. Basta de charla estúpida. —Aunque le hablaba a Phage, sus ojos estaban fijos en la hoja ganchuda mientras ésta se detenía en lo alto de la roja bolsa de músculos que guardaba al niño.

El filo se hundió y el líquido amniótico salió. La hoja se deslizó por el músculo, produciendo leves sonidos al cortarlo.

Phage se alegraba de estar sujeta con cintas de seda. Si no fuera por ellas, habría empezado a dar sacudidas y a bajarse de la mesa, y habría matado a su hijo, además de a sí misma. De esa forma, se retorcía, apretaba los dientes y los labios guardaban su grito.

El cuchillo se alzó y el cirujano insertó más retractores. El acero hurgó dentro de la acuosa oscuridad e hizo palanca, abriendo la herida.

—En un momento verás a tu hijo —dijo el cirujano mientras trabajaba—, heredero del coliseo y de toda la Cábala. —El hombre deslizó un par de brillantes fórceps dentro del útero separado y, tras probar un momento, agarró la cabeza del niño.

—¡Ahora, rápido! —exclamó Virot—. ¡Sácalo!

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—¡Sácalo, idiota! —gruñó Fajín a Chaleco, que caminaba delante de él mientras bajaban por el sendero.

Chaleco le había arrojado un grueso palo sobre los hombros que había caído accidentalmente a través de la cabeza de Fajín.

—¿Eh? —preguntó, volviéndose.

El palo arrastró a Fajín de lado como si fuera un abrigo en un gancho y lo lanzó sobre un pedrusco que había cerca, que también desapareció dentro de él.

Umbra sólo podía observar esa idiotez y desear tener una frente a la que dar un manotazo.

Fajín se levantó enfadado, con el pedrusco aún dentro.

—¡Dame eso! —gruñó, sacando el palo de su cabeza—. ¿Para qué necesitas un palo?

—¡Bien! ¡Es tu palo, señor Palo! —dijo bruscamente Chaleco.

Fajín lanzó a un lado la rama.

—Cállate o te hago callar. ¡Umbra y yo saltaremos a través de ti y te cerrarás para siempre!

—¡Seguro! Como que iba a saltar a través de mí en lugar de a través de ti —contestó Chaleco—. Tal vez te hagamos callar nosotros a ti.

—Nadie va a hacer callar a nadie —bufó Umbra—. ¡Ahora silencio y escondeos tras esa roca! —El sonido recorría largas distancias de manera extraña allí, en las tierras baldías de Coria.

Sí, un mes después de dejar a los otros refugiados de Santuario, todavía estaban en los baldíos, entreteniéndose. Aunque habían colocado la cara mirando a Topos, decididos a enfrentarse a Akroma, no habían colocado de igual manera sus pies. Esperaban a la mujer, sabiendo que su ejército se acercaría pronto. En parte, tenían la esperanza de encontrar alguna razón para huir, evitando lo que podría ser una sentencia de muerte. La espera sólo los había puesto de mal humor. No habían obtenido respuestas. Aparte de un pedrusco y un viejo clavicémbalo, se sentían más vacíos que nunca.

Fajín sacudió la cabeza y señaló con un dedo hacia Umbra, que se agachó cerca de él.

—Escucha al ingrato. ¿Qué riesgo corre? Devuelve a los dos traidores y Akroma le otorga las llaves del castillo. Nosotros, por otro lado, terminamos muertos.

—Nadie va a acabar muerto —insistió Umbra—. Ahora, por favor, callaos.

—¿Quién iba a oírnos? —replicó Chaleco.

—Ellos —contestó Umbra apuntando al horizonte.

Allí, inundado por el cálido resplandor de los yermos, marchaba el vasto ejército de Akroma. La infantería y la caballería sólo parecían una mancha gris, pero sobre ellos se elevaban las medusas aéreas y los bancos destellantes de barracudas voladoras. Las tropas aven también estaban allí, lanzándose hacia el cielo y dispersándose para realizar un reconocimiento a corta distancia desde el aire. En espirales más anchas daban vueltas los discípulos, diminutas estrellas azules que veían y escuchaban e informaban a Akroma.

—¿Qué pasa? —preguntó Fajín—. Queremos encontrarnos con ella.

—Pero según nuestros propios términos —dijo Umbra asintiendo.

—¿Cuáles son nuestros términos?

—El camino ataja por las tierras baldías a una legua al sur de aquí —contestó Umbra—. Nosotros nos movemos entre las piedras, como simples sombras, y esperamos a que ella pase. Después salimos y nos colocamos a su lado.

Fajín miró por encima de una roca.

—¿Crees que podremos alcanzar el camino antes que ellos? Están a una legua y marchan a paso ligero.

—Entonces tendremos que ir más deprisa que ellos —fue la respuesta de Umbra—. Permaneced en las sombras y tratad de no levantar polvo.

—Ni piedras —dijo Chaleco con sorna. Salió disparado como una liebre delante de un sabueso, y Fajín lo siguió.

Umbra los vio irse. También podían divertirse un poco… la última diversión que tendrían jamás. Miró una última vez a los exploradores que se extendían formando apacibles anillos en el cielo y después él también echó a correr detrás de sus cama radas.

Una ventaja de no tener masa de verdad era que los no hombres podían correr tan rápido como les llevaran sus piernas. Nunca se quedaban sin aliento. Chaleco se escabullía de roca en roca, y resbalando, aunque pisándole los talones, iba Fajín. Con rápidas zancadas, Umbra acortó la distancia con los otros dos. Estiró la mano, cogiendo a Fajín por el hombro.

—Paras tú —le dijo, y siguió corriendo.

—¡Eh, tú! —gritó Fajín, volviéndose para perseguir a Umbra.

—¡Yo también! ¡Yo también! —dijo con excitación Chaleco, correteando detrás de sus amigos.

Sobre dedos que pinchaban como dagas, Fajín persiguió a Umbra. Golpeó al hombre de sombra y lo empujó.

—¡Agh! —gruñó Umbra. Se detuvo para mirar el débil rastro de polvo dejado por Fajín y salió tras él.

Chaleco, con sus piernas achaparradas, era incapaz de mantener el paso. Quería gritarles que lo esperaran, pero no se atrevía, pues los discípulos de Akroma estaban cerca. En vez de ello, empezó a dar zancadas más amplias, con saltos más largos: el doble y el triple. El suelo pasaba tan rápido bajo sus pies que a duras penas podía tocarlo. Un paso más, y saldría volando…

¡Estaba volando! Bueno, ¿por qué no? No tenía peso y sólo estaba la resistencia del aire para frenarlo… una cometa viviente.

El no hombre extendió sus pequeñas y gruesas extremidades y se elevó suavemente. Arrastró los pies por encima de las rocas por donde corrían sus camaradas y los adelantó.

Umbra estaba acercándose a Fajín cuando una débil sombra gris pasó sobre él. Miró hacia arriba.

—¿Qué estás haciendo?

—¡Volando!

—¿Desde cuándo podemos volar?

—Desde ahora.

Umbra corría debajo de la figura sin rumbo. Se impulsó sobre los dedos de los pies más alto, más lejos. Extendió los brazos y dejó que el aire de Topos chocara contra él, elevándolo. Con un pie se dio impulso en una piedra que había delante de él y salió lanzado por los aires. Umbra voló hasta Chaleco, y uno junto al otro remontaron el vuelo.

Debajo de ellos. Fajín corría dando largos saltos, agitando los brazos, y, al cabo de unos momentos, también se alzó. El último de los no hombres se elevó junto a sus amigos, y todos ellos compartieron una carcajada contenida.

—Imaginadlo —dijo Umbra con una voz que era poco más que viento—. Siempre habíamos podido volar.

—Me pregunto qué más habrá —dijo Fajín—. ¿Qué más que nunca se nos ha pasado por la cabeza intentar?

—Yo todavía quiero un cuerpo —añadió Chaleco.

Fajín le lanzó una mirada.

—Chaleco, estamos volando. No puedes hacer eso con un cuerpo.

—Sí, pero todo lo demás…

Fajín señaló de refilón hacia el ejército que había en el horizonte.

—¿Estás dispuesto a morir para conseguir uno?

—Sí.

—Morir es dejar de existir —le explicó Fajín—. Es la nada. Se acabó la historia para ti, y no volverá a haber nada más. Eso es morir.

Chaleco miró a Umbra, que volaba a su lado.

—¿Es eso lo que crees? ¿Crees que las almas no perduran?

—No sé lo que pensar…

—Nosotros no tenemos almas —interrumpió Fajín—. Para nosotros, la muerte es la muerte.

Chaleco gimió en voz baja, con el viento serpenteando en los bordes de su contorno.

—Sigamos volando. No somos mejores que los fantasmas, pero una vez muertos, no seremos nada.

Umbra ladeó la cabeza.

—En fin, la decisión es de vosotros dos. Podríamos seguir flotando por este camino. Es un pensamiento agradable. Está a punto de estallar una guerra terrible, así que no es un buen momento para tener cuerpo. Volar es divertido, pero ¿es eso lo que queremos?

Los otros dos no hombres se quedaron en silencio por una vez.

—Yo quiero un cuerpo —dijo por fin Chaleco.

—Yo también. —El viento silbó a través de Fajín en un largo suspiro.

—¿Tanto como para arriesgaros a morir?

—Sí —contestaron despacio pero al unísono sus dos amigos.

—¿Aunque pudiéramos vivir para siempre como sombras?

—Sí.

—Estoy de acuerdo —dijo Umbra, todavía flotando.

Los tres comenzaron a descender hacia el camino, dejando que el aire pasara a través de ellos. Su primer vuelo, y el último, estaba terminando tan suavemente como había comenzado.

De repente, las sombras de los aven descendieron sobre ellos. Las garras cogieron sus cabezas. Un hombre pájaro agarró a Fajín y Chaleco y el otro cogió a Umbra. Aunque un momento antes habían volado con agradable facilidad, ahora se contorsionaban en el aire.

Los exploradores aven graznaron y regresaron hacia el lugar donde se encontraba el ejército de Akroma.

Los tres no hombres luchaban, pero no podían escapar. Habían estado de acuerdo en aparecer ante Akroma, pero no habían querido que fuese de esta manera.

Sujetos por las garras de sus raptores, descendieron.

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El Primero miró la profunda incisión, el músculo plegado en lo que parecía una enorme boca, y pensó en lo grotesca que era la vida. La sangrienta hendidura que tenía ante sí ocultaba su condenación. Ningún niño natural podría desarrollarse allí sin que se viera. La cosa que ella tenía dentro, incluso si era hijo suyo, sería una especie de monstruo.

Esto no debería haber llegado tan lejos. El vino envenenado debería haber matado ya tanto a la madre como al hijo. El Primero había planeado culpar al cirujano. Incluso tenía una soga esperando en una habitación contigua, algo conveniente para que el abatido hombre la usara para expiar su fallo, pero, no, Phage aún vivía, y la cosa que llevaba dentro todavía pateaba.

No importaba. Él siempre tenía planes de reserva. Cuando la monstruosidad saliera y todos los presentes vieran la bestia deformada que era, él sacaría su daga, renegaría de la criatura por ser una abominación, condenaría a Phage por ser una ramera que yacía con bestias y apuñalaría a madre e hijo en un gesto salvaje.

El hombre apretó los dientes y observó. Su indignación se iba convirtiendo poco a poco en excitación. En cualquier momento golpearía.

El cirujano se inclinó hacia adelante. Con las manos enfundadas en sus guantes de cota de malla recubiertos de seda, colocó los fórceps. La cabeza de la criatura giró en la incisión, pero la succión la mantenía dentro. El hombre hizo uso de una presión firme, y una cabeza calva y púrpura salió a través de la abertura. Con otro tirón, la cabeza del bebé asomó.

El rostro era oscuro, tenía el ceño fruncido, y los fórceps lo habían alargado. Un material pegajoso y blanco colgaba de la piel del bebé, entre la sangre y el líquido de la placenta. La cabeza estaba arrugada y era fea, pero humana.

El Primero tomó aire. ¿Un niño normal? Su mano sudaba sobre la empuñadura de la daga. Tal vez su cuerpo fuera la parte horrible.

Disminuyendo la presión sobre los fórceps, el cirujano agarró la vejiga de cerdo para aspirar los tapones mucosos de la nariz del infante, que empezó a berrear con un grito ronco como el de un cerdo aterrado. El cirujano colocó la rodilla sobre el borde de la mesa y volvió a tirar. El bebé se deslizó hacia arriba, con su cuerpo emergiendo de la bolsa de aguas que lo había protegido durante casi un año. Hombros estrechos, brazos pequeños y carnosos, una tripa púrpura, un pene y un escroto, y piernas encogidas. El ombligo colgaba como un alambre curvado.

—¡Un niño! —exclamó feliz el cirujano.

El Primero era incapaz de articular palabra. Su mente daba vueltas. ¿Cómo podía el niño ser normal? Era una monstruosidad, incluso sin tener ningún signo externo. En su agonía, el hombre murmuró:

—¡Kuberr! ¡Oh, Kuberr!

—Ése será su nombre —dijo Phage—. ¡Kuberr!

El Primero se quedó boquiabierto. Con un terrible y repentino chillido, se dio cuenta de que el bebé era su mismísimo dios, nacido de la carne. Kuberr y Phage habían conspirado contra él, y Virot había estado engañado todo el tiempo. Había temido que Phage pudiera matarlo, pero ahora había dado a luz algo incluso con más poder, más seguro para hacer el trabajo.

—¿Le gustaría cortar el cordón? —preguntó el cirujano.

Sujetándose contra la mesa, cogió su daga. El arma brilló con brutalidad, con una hoja lo suficientemente larga para atravesar al niño y a la madre, al dios y a Phage. Un veneno negro latía en las muescas de sangre del cuchillo. Levantó la hoja para llevar a cabo su terrible tarea. Tendría que matar a todos los testigos, al cirujano y a todo aquel que hubiera en su régimen leal a Phage, y otras mil muertes significarían simplemente otro batallón de muertos vivientes. Con un feroz golpe, todo acabaría.

—Guía mi mano —murmuró, y golpeó.

Era la plegaria equivocada. El recién nacido dios la escuchó y actuó en consecuencia. La mano del Primero siguió un surco en el aire que la llevó inexorablemente hacia abajo, entre madre e hijo, y cortó el cordón umbilical.

Respirando con alivio, el cirujano cogió al niño para entregárselo a su padre.

—¿Le gustaría coger a su hijo?

—Dámelo. —El hombre se adelantó desesperadamente hacia el pequeño.

El rostro del cirujano se oscureció y dio un paso atrás, desafiando al Primero. Le dio el bebé a una matrona y ordenó:

—Limpiadlo y quitadle la sangre.

Los ojos del Primero brillaron con furia, pero Phage le agarró la mano.

—Tonto. No puedes tocarlo. Eso sería asesinato.

—Nada de daños —gruñó él. Luego se dirigió al cirujano—. Cósela. Tiene que sobrevivir. Cuando termines, ven a la habitación de al lado. Te estaré esperando allí para recompensarte por tu duro trabajo —dijo saliendo hacia el otro cuarto.

El pequeño cirujano levantó la botella de la bebida, echó dos tragos y roció la herida abierta. Luego seleccionó una aguja larga y curvada de acero y un grueso hilo de seda, y comenzó a suturar.

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Vestida como una comadrona, Trenzas tomó al niño en sus manos, el hermoso y ruidoso niño, y se lo llevó para lavarlo.

—No te matará esta noche. Te mantendré a salvo, pequeño Kuberr.