CAPÍTULO 24
PARTIDAS
hage se dio la vuelta en su cama de arena y olisqueó. Había un extraño olor en el aire, como el que deja un relámpago, y le acompañaba un sonido. ¿Un trueno? La mujer se incorporó. El apartamento estaba cálido, indolente con la tarde, y las paredes crujían de vez en cuando. Un débil fuego ardía en la chimenea, y Zagorka estaba entretenida en la habitación de al lado. Sin embargo, de fuera llegaba ese rugido que iba aumentando de volumen.
Un repentino viento cálido entró estrepitosamente a través de los postigos. Las sábanas se levantaron de la cama y el papel voló de la mesa y salió por la ventana.
Phage se puso de pie, un duro trabajo para una embarazada de diez meses. El suelo de piedra estaba frío bajo sus pies desnudos, pero todo lo demás se sentía caliente.
—¿Qué está pasando?
Se oyó un movimiento en la habitación de al lado y Zagorka apareció en la puerta. Llevaba un jersey de bebé a medio tejer.
—¿Qué?
El suelo se sacudió bajo ellas, flexionándose como un músculo, y lanzó hacia atrás a las dos mujeres. Phage aterrizó en la cama de arena y el bebé dio una patada, enfadado. Zagorka entró tambaleándose en el otro cuarto. Antes de que ambas mujeres pudieran levantarse, las paredes comenzaron a retorcerse y a crecer. El techo se alzó y las piedras se estiraron como si fueran piel. La cama de Phage cambió, transformando las partículas de arena en pedazos de grava. Salió rodando de la cama y se sujetó al suelo, pero las losas de éste también se agrandaban.
—¡Zagorka! —gritó.
—¡Ya voy! —contestó la anciana.
A través de la puerta deformada, Phage alcanzó a ver a la mujer arrastrándose hacia ella. Los postigos de la puerta se enroscaron como si fueran serpientes y el dintel se encogió. Con un fuerte estruendo, los dos lados se unieron y fusionaron dejando encerrada a Zagorka. La juntura donde antes había estado la puerta ascendió a toda velocidad por la increíblemente alta pared, como si la anciana y la habitación donde estaba se alzaran hacia los cielos. Mientras Phage la veía alejarse, sintió un tremendo vértigo causado por una rápida caída. Una mujer era elevada a los cielos mientras la otra descendía a las profundidades.
Phage sólo pudo pegarse al suelo.
Tres paredes y el techo se desvanecieron, y el mobiliario cayó a la calle que temblaba. De repente estaba al aire libre y, a su alrededor, Santuario crecía. Los edificios salían disparados hacia arriba como hojas de hierba veloces y curvadas que buscaran el sol. El suelo donde estaba tendida se fusionó con la calle y Phage se agarró fuerte.
¿Qué más podía hacer? Ni siquiera comprendía lo que estaba sucediendo.
A su alrededor se reunió una sección de glifos que formaron un círculo vigilante, y uno de ellos habló en la lengua común.
—Es hora de que te marches, madre.
Phage levantó la mirada hacia la enorme torre donde Zagorka estaba atrapada, y que sobresalía por encima del acantilado.
—¿Qué está ocurriendo?
El glifo la miró con ojos extraños, y su voz sonó casi compasiva.
—Nuestra ciudad ha renacido. Nuestra madre la ha creado. Le ha dado un nuevo cuerpo a Averru. Eso es lo que hacen las madres del mundo: dar a luz a los númena.
—¿Vuestra madre? —repitió Phage poniéndose lentamente en pie.
—Sí, Zagorka es nuestra madre. Ella ha dado a luz esta ciudad, que será el cuerpo de Averru. Ha esperado veinte mil años para regresar, y ella le ha dado un cuerpo.
Los ojos de Phage se estrecharon al mirar a la torre que encerraba a su amiga.
—Zagorka —dijo con incredulidad—. ¿Vuestra madre…?
—Sí, y tú también eres una madre del mundo, pero no nuestra madre. Tu hijo será Kuberr, y debes marcharte ahora a sus tierras para darle a luz.
Phage sólo podía mover la cabeza con incredulidad.
—Hay otra madre del mundo que ya ha parido a su hijo numen: Akroma. Se le apareció en un sueño y una visión a Íxidor y lo transformó, lo inspiró para darle sustancia y lo lanzó a una muerte de la que podría regresar como un verdadero numen. Incluso levantó un clero y un ejército para él. Estas cosas eran las últimas que había escritas en el gran hechizo de Averru, escritas en nosotros. Hay más, pero todavía no es el momento de que las conozcas. —La criatura carmesí hizo una pausa con reverencia—. Ahora debes irte. Vuelve al coliseo y da a luz a la criatura que llevas dentro.
Phage se miró a sí misma: descalza y débil con un niño, vestida sólo con un camisón de dormir.
—¿Me vais a enviar así al coliseo?
El rostro del glifo era implacable.
—Sí. El niño y los miedos de llevarlo son tuyos —con esas palabras, las criaturas carmesíes se separaron y señalaron el camino.
Mirando una última vez a la torre donde Zagorka estaba prisionera, Phage partió. Sus pies conocían el camino. La calle conduciría a un sendero y el sendero al pantano, y el pantano al coliseo, y el coliseo a Virot. Si ese largo viaje no la mataba, seguramente lo haría el hombre que esperaba al final.
Un variopinto grupo se dirigía lentamente hacia el este por la Escarpadura de Coria. Esas cien almas eran los únicos testigos que habían sobrevivido a la metamorfosis de Santuario. La mayoría habían tropezado literalmente con la salvación. En un momento dado, estaban huyendo en lo alto de la escarpadura de la sed de sangre de los glifos, y al siguiente habían caído dentro de una u otra sala, extraña y tranquila, apoyados contra una pared y viendo a más gente caer a través del mismo agujero en el aire. Fuera donde fuere que hubieran aterrizado, era mejor que donde habían estado. Todos esperaron dentro de los no hombres mientras éstos corrían fuera de la ciudad.
Así, Umbra, Fajín y Chaleco habían salvado cada uno casi treinta almas.
Otros habían escapado por su cuenta. Ceño de Piedra se había abierto el camino a la salvación luchando. Chester, el mulo, había huido dando coces, destrozando muros y a los hombres rojos que los patrullaban. Elionoway y algunos elfos más lo habían conseguido gracias a sus rápidos pies.
Cuando llegaron a una amplia meseta, el elfo pidió un alto y el cansado grupo se detuvo. La mayoría cayó al suelo y se sentó, jadeando. Durante un rato, el sol del ocaso calentó sus polvorientas espaldas, pero pronto se alzó una gran sombra desde el lejano oeste, una sombra lanzada por la ciudad de Averru.
Era una monstruosidad roja sobre la escarpadura, un cactus rampante con miles de brazos y millones de puntas. Los glifos se aglomeraban en cada grieta como un ejército de hormigas.
Elionoway se estremeció y deseó tener ropas más cálidas, cualquier otra que no fuese lo que llevaba puesto.
Ceño de Piedra estaba a su lado, la única criatura lo bastante alta para ver el sol. En un instante, su rostro también se había oscurecido.
—Acamparemos aquí esta noche, pero no podemos quedarnos mucho tiempo —dijo el elfo—. No tenemos agua, refugio ni comida. Por la mañana tendremos que elegir nuestro camino.
—Yo no puedo ir con vosotros —explicó el centauro—. He elegido un camino distinto —su enorme mano se movió hacia el hacha que llevaba en la cintura—. Allí hice un buen uso de esto, pero hay alguien que puede hacerlo mejor.
Elionoway cogió aire profundamente y lo expulsó con lentitud.
—Sentiremos hacerlo sin ti.
—Deberíais alejaros de la guerra —dijo otra voz, como si el mismísimo aire hablara.
El elfo sonrió.
—¿Estáis los tres aquí, Umbra?
—Sí —respondió el hombre de sombra—, y creemos que deberíais ir a Eroshia. Hemos estado allí: una ciudad muy al este y bien gobernada.
—Sería un refugio temporal —dijo Elionoway asintiendo—. Seguramente la guerra también acabará llegando allí. —Volvió a mirar a Santuario, demoníaca bajo los cielos rojos—. Eso suena como si no fuerais a venir con nosotros.
—Nos pasa lo mismo que a Ceño de Piedra —contestó Umbra tranquilamente—. Tenemos nuestro propio camino. Necesitamos cuerpos, y no los podremos conseguir hasta que aparezcamos ante Akroma. Puede que nos mate, pero no sería tan terrible puesto que nunca hemos vivido realmente. O puede que nos dé vida, vida de verdad.
—Puede hacer cualquiera de las dos cosas —advirtió Elionoway—. Puede daros cuerpos reales de la misma manera que puede mataros.
—Es el momento de descubrirlo.
No parecía que hubiese más que decir. El elfo, el centauro gigante y los tres no hombres miraron a la ciudad que había sido su hogar. Por fin habló Elionoway.
—Sólo deseo que Zagorka haya salido de allí.
—Si murió —siguió Ceño de Piedra—, murió luchando.
—Eh —añadió Chaleco—, apuesto a que sigue allí haciéndoselas pasar canutas.
—Por Zagorka —dijo el elfo levantando una jarra imaginaria—. Haz que las pasen canutas.
Con sus patas de acero, Akroma permaneció de pie en las Tierras de Pesadilla, el terreno preparado para su ejército. De horizonte a horizonte se extendían, como si de una cuadrícula se tratase, diez campamentos, y todos tenían encendidas hogueras bajo el cielo ensombrecido. Eran sus tres legiones.
La primera de ellas había llegado de la mano del creador: hombres cangrejo y hombres de masilla como infantería, jaguares y sus jinetes como caballería y medusas aéreas y barracudas como aerotransportes. Todos ellos se coordinarían mediante una red de inteligencia de discípulos. La segunda legión comprendía los miles de conversos que Akroma había conseguido de cada nación: humanos, elfos, enanos, avens, miembros del pueblo mantis, trasgos, centauros y jinetes. La tercera había venido de los aliados al norte y al sur, naciones con viejas rencillas y nuevos temores que giraban alrededor de la Cábala.
La guerra ya era inevitable. El Primero lo había querido así. Sus intrigas la habían obligado a montar esa máquina de guerra, y ahora que estaba lista, debía usarse.
Aunque en el resto del cielo la noche se intensificaba, al oeste no caían las sombras. En su afiebrado color, una única estrella azul tembló. Crecía más brillante, más grande, y la mujer se dio cuenta de que era un discípulo que se aproximaba a ella, así que alzó la frente para recibirlo. El ser la golpeó entre los ojos, penetrando a través de la carne y el hueso hasta la mente.
Una ciudad demoníaca crecía de las mismas rocas. Hacía que torres infinitas se alzasen hasta el cielo. Diablos rojos retozaban en las calles, persiguiendo a la gente y perforándola con terribles manos.
Ceño de Piedra luchaba contra estos monstruos con el hacha que le había robado a Akroma.
Zagorka estaba furiosa en las alturas de su torre-prisión.
Pero ellos honraban a una persona: Phage. Los diablos rojos la rodeaban, y ella vestía las túnicas de seda de una sacerdotisa. La ciudad crecía hacia todos lados, y la gente huía y moría, pero Phage les hablaba tranquilamente a estas cosas, y ellas la llamaban Madre.
De algún modo, había traído un ejército maligno para tomar Santuario. Había conquistado la ciudad que era la única barrera entre la Cábala y Topos, y sus demonios estaban ansiosos por emprender la marcha.
Horrorizada, Akroma fue testigo de la terrible transformación de Santuario.
¿Qué habría pasado de no haber reunido ese ejército? ¿Qué habría sido de Topos con una nación de demonios en sus fronteras? Sin embargo, estaba preparada. Un mes más para el reconocimiento y la planificación, y marcharía contra esos monstruos.
—Gracias —susurró, dejando que el discípulo saliera flotando entre sus labios. Éste se quedó flotando en el aire, esperando su siguiente deseo—. Vete, reúne a todos los discípulos y envíalos a esta nueva ciudad… ¿Averru, se llama? Que aprendan su trazado, sus defensas, fuerzas y puntos débiles. Que aprendan todo lo que necesitamos para sitiarla.
La chispa se alejó rápidamente.
Akroma lo vio marcharse y una extraña sensación de paz la llenó. Había perseguido la guerra con todas sus fuerzas y ahora era la guerra quien la perseguía a ella. Siempre tuvo razón en eso.
—Tengo que verlo con mis propios ojos.
Akroma batió sus alas, estabilizando su trayectoria cerca de las tiendas. Mientras los mortales luchaban bajo las lonas desplomadas, el inmortal ángel levantaba el vuelo. Un segundo impulso elevó sus patas de acero del suelo. Siguió batiendo las alas mientras ascendía hacia el cielo.
Algo iba mal en el norte.
Los aficionados no lo notaban, pues estaban demasiado ocupados mirando al suelo del coliseo, donde una enemistad de familia se había vuelto mortal.
El Primero, sin embargo, sí se dio cuenta. El brillo rojo lo perturbó tanto que abandonó su lujosa tribuna. Los siervos de la mano y de la mente se levantaron para ayudarle, y guardias de túnicas negras flanquearon al amo del coliseo.
El hombre los ignoró a todos y caminó a grandes pasos por los pasillos hacia el extremo norte. Allí vería por sí mismo lo que iba mal.
Puede que los asesinos hubieran hecho su trabajo y Phage estuviera muerta… o Akroma. No importaba cuál de las dos. Tal vez Phage se había puesto de parto y la monstruosidad se la había comida viva. Una idea divertida pero inverosímil.
Llegó al borde septentrional del coliseo y miró sobre los oscuros pantanos. Aquí y allí aparecieron fuegos fatuos que iluminaban cortinas de musgo o los restos de árboles muertos. Al norte, el cielo brillaba con un color rojo inflamado. ¿Cuál podría ser la causa de la extraña luz?
Había una respuesta obvia: la guerra.
Akroma se había estado preparando para esto. Había convertido a gente de todo el continente y la había reunido en Topos. Los espías hablaban de tres legiones: una formada por conversos, otra de aliados y una tercera de monstruos. Tales informes resultaban alarmantes, por supuesto, pero el Primero había reclutado tres legiones de muertos vivientes y los tenía esperando el momento oportuno bajo las marrones aguas del pantano. No era el tamaño del ejército de Akroma lo que le asustaba, sino sus motivos. Las tropas de la mujer eran fanáticas: determinadas e implacables. Habría guerra porque Akroma quería guerra.
Una oscura figura flotó en el cielo. Era pequeña y delgada como una herida de navaja. La línea latió una vez, y otra, ensanchándose. Era negra y reluciente, cubierta de plumas, con un pico afilado y curvado. El pájaro planeó hacia lo alto del coliseo con los ojos de un naranja brillante.
El Primero sólo esperó.
Provisto de grandes garras, el enorme cuervo aterrizó, brincó por el borde, se acicaló las plumas de las alas y miró al hombre. La voz del pájaro era un grito chirriante, un sonido tan horrible que vació las tres filas superiores del coliseo.
—Santuario germina. Crece como trigo. Se levanta por encima de roca. Crece por debajo. Alrededor. Brilla. Las criaturas allí relucen como sangre.
El Primero asintió gravemente. Ni siquiera un cuervo inventaría una mentira tan descabellada. Con un chillido que igualó al del animal, el hombre preguntó:
—¿Y el responsable?
El enorme cuervo ladeó la cabeza y pestañeó con rapidez. Sus garras arañaron la piedra.
—Una mujer pájaro. Blanca. De espalda moteada. Patas relucientes. Volaba arriba y miraba abajo.
Akroma. El hombre había esperado demasiado. De alguna manera, ella había aprovechado el poder creativo de Íxidor y lo había utilizado para tomar Santuario. Ahora era suyo, una gran ciudad llena de criaturas de color rojo sangre.
—¿Qué pasa con los nuestros? ¿Con los juegos? ¿Quedan presentadores o vendedores?
—No hay círculo de piedras. Hay un templo.
Ese maldito ángel. En la sede del poder de la Cábala había construido un templo en honor a Íxidor. Sin embargo, puede que esas terribles noticias pudieran tener un lado positivo.
—¿Qué hay de Phage? ¿Sobrevivió?
El cuervo meneó la cabeza y graznó.
—Herida. Cansada. ¡Hacia aquí! ¡Hacia aquí!
—¿Aquí? ¿Viene hacia aquí? —preguntó el Primero.
—¡Sí! ¡Sí! —contestó el cuervo. Como si sintiera el mal humor de su amo, el pájaro saltó para alejarse del baluarte. Extendió sus alas y se lanzó al aire. Graznando como un loco, se alejó.
La noticia, sin embargo, no había enojado al Primero. Le había alegrado. Phage, embarazada y herida, regresaba a sus brazos. Él le daría la bienvenida… y la mataría.