CAPÍTULO 23

SACRIFICIOS

C

uidado —dijo Zagorka sujetando la puerta de las escaleras. Detrás de ella pasaron tres sombras vivientes. Llevaban a una mujer embarazada cuyo simple contacto significaba la muerte. Las cosas habían resultado realmente extrañas—. Subid las escaleras. No la pongáis en la cama o en la alfombra. Dejadla en la chimenea.

—Lo sabemos —dijo Fajín—. Somos sus cucarachas.

—Bien. —Zagorka cerró la puerta detrás de ellos y echó el cerrojo. Miró por el agujero de la cerradura y se alegró al ver que ninguno de los glifos los había seguido.

Al llegar arriba, se dirigió tranquilamente a sus aposentos y entró. Los no hombres dejaron a Phage sobre la chimenea de piedra. No se había despertado desde que se desmayó en El Mago Dorado, y temblaba terriblemente. Más allá, el fuego ya se había convertido en ascuas.

Zagorka fue donde guardaba el combustible y cogió astillas y troncos. Se agachó al lado de Phage, colocó la madera y sopló para que se encendiera.

—Creo que todavía me queda agua. Necesitaremos calentarla para lavarla. —La anciana levantó una jarra y vertió el ultimo líquido que quedaba en ella dentro de una tetera. Colgó la olla de un soporte de hierro y lo colocó sobre la llama.

—Sería mejor que nos dejaras lavarla a nosotros —dijo Umbra—, a no ser que quieras descomponerte.

Zagorka los miró con suspicacia.

—No somos nada, Zagorka. No podríamos aprovecharnos de ella ni aunque quisiéramos —dijo Umbra—. ¿Tienes algo de seda?

La anciana apartó la mirada.

—Tengo un pañuelo.

—Eso servirá como trapo para lavarla, pero necesitaremos más para hacerle una cama. No puede dormir sobre la piedra. Si pudieras encontrar una sábana de seda podríamos hacerle una hamaca, o una cama de arena que cubriríamos con la seda… algo suave.

—Está bien —asintió ella. Desató un pañuelo que colgaba de su cama y lo dejó sobre la chimenea, pero no se movió hacia la puerta.

Umbra estiró las manos.

—Confía en nosotros. Te lo prometemos. Estará bien. Consíguenos lo que necesitamos y la limpiaremos y prepararemos.

¿Qué podía hacer Zagorka? Estaba en un territorio surrealista. ¿Confiaba a la madre de la muerte a las cucarachas sin cuerpo o las enviaba entre las palabras vivientes para que saquearan las casas vacías en busca de seda? Ya nada tenía sentido.

—Lavadla. Yo volveré.

Bajó las escaleras. Era una pesadilla tejida por manos invisibles. ¿Qué podía hacer sino dejar su vida entre los hilos?

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La puerta se cerró.

—Chaleco —dijo Umbra—, echa el pestillo. No queremos que nadie nos moleste. —Mientras la rechoncha sombra se dirigía a las escaleras, Umbra y Fajín se colocaron junto a Phage, que estaba profundamente dormida—. Esto va a ser más fácil de lo que pensamos. Sólo necesitaremos a dos de nosotros.

—Sólo dos —repitió Fajín.

Se quedaron mirando el vientre de la mujer, plano a pesar del bebé que se gestaba en su interior. Se movía, y lo que podría haber sido una cabeza o un talón abultó la piel.

—Uno de nosotros se colocará debajo y deslizará dentro sus pies, piernas, las caderas… todo menos el cuello y la cabeza. Luego el otro hará lo mismo con la cabeza. Cuando nos encontremos, sólo tenemos que tirar en direcciones opuestas y se habrá acabado. Estaremos a medio camino de ser reales.

—Sí.

Chaleco subía contento las escaleras.

—¿Qué? ¿Ya lo habéis hecho?

Fajín lo miró.

—¿Que si ya lo hemos hecho?

—Yo atranqué la puerta. Pensé que vosotros terminaríais con ella.

—No te vas a librar de esto tan fácilmente —dijo Fajín—. Tú eres la posibilidad más obvia, dado que eres el más gordo, y será más fácil deslizarla dentro de ti.

—Pero yo atranqué la puerta.

—Lo haréis vosotros dos —sentenció Umbra.

—¿Desde cuándo tú estás fuera de esto? —preguntó Fajín.

—Nuestro amo murió porque vosotros dos lo abandonasteis. Yo me quedé allí. No he hecho nada malo. Vosotros dos sois los traidores, y también podríais ser…

—¡Asesinos! Eso es lo que ibas a decir —gruñó Fajín—. ¿Desde cuando se ha convertido esto en asesinato? Es una maniobra política, no un asesinato.

—Lo que sea —dijo Umbra—. Tenéis que hacerlo vosotros dos.

—Mira, todo este plan resulta ridículo —dijo Fajín—. No vamos a matar a dos personas. Vamos a matar a tres. Este niño todavía no ha nacido. Si decidimos hacerlo, estaremos robando tres vidas. ¿Cómo creéis que el Primero va a concedernos cuerpos? Se los robará a otros. Eso serán seis vidas. ¿Y se detendrá ahí? No. Seremos sus esclavos. ¿Y qué nos obligará a hacer? Seguir matando. Eso es todo. No hay forma de que seamos reales.

—Lo que él dijo —contestó Chaleco.

Umbra estaba temblando. Cayó de rodillas junto a la chimenea y tuvo que apoyar las manos para sujetarse.

—Me alegra que estéis de acuerdo. No podemos hacerlo.

—¿Sabéis lo que yo pienso? —dijo despacio Chaleco—. Creo que cuando éramos sus amigos vivíamos de algún modo a través de ella. Ésa es una forma de tener un cuerpo, vivir a través de tus amigos.

—A eso lo llamo yo empatía —dijo Fajín.

Umbra se acercó al fuego y sacó una olla humeante de agua. Agarró el pañuelo de seda y lo metió en la tetera.

—Ojalá supiera lo caliente que está.

—Demasiado caliente —advirtió Fajín mientras le quitaba la ropa a Phage—. Deja que se enfríe en tu mano antes de usarlo. Eh, mira esta herida, y la arena apisonada. Tenemos que limpiarla bien.

—Yo esperaré en la puerta —dijo Chaleco—. Zagorka debería volver pronto.

—Espero que encuentre una sábana de seda —siguió Umbra—. Nadie debería dormir sobre piedra —levantó la mirada hacia Fajín—. Al menos nadie con un cuerpo.

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Durante un mes entero, Phage descansó, pero todavía no habían comenzado las contracciones. Su vientre seguía sin hincharse, pero la criatura que llevaba en su interior se movía constantemente. La mujer estaba débil y temblorosa. Los no hombres la atendían por la noche y Zagorka durante el día, mientras que Ceño de Piedra se encargaba de aprovisionarles. Tenían una extraña y pequeña familia, refugiándose los unos en los otros mientras fuera de esas paredes crecía el peligro en el mundo. Los glifos patrullaban las calles, creciendo en número mientras la escarpadura se iba abriendo para que salieran. Aparte de los glifos no quedaba nadie excepto los testigos, las dos madres y los tres no hombres. Todos esperaban con nerviosa satisfacción, sabiendo que todo estaba a punto de cambiar, y de manera drástica.

Sonó un golpe en el postigo de las escaleras de la habitación de Zagorka. Sólo podía ser Ceño de Piedra. La anciana estaba cocinando y no lo oyó. Umbra dejó el libro que había estado leyendo, se levantó del balancín de madera curvada y pasó sin hacer ruido junto a Phage, tumbada en su cama de arena. Fajín levantó la mirada desde la esquina y lo siguió. Los dos no hombres entraron en el dormitorio donde estaba la ventana y empujaron los postigos. La madera se hizo a un lado para revelar un rostro simiesco gigante.

Ceño de Piedra miró en la aparentemente vacía habitación.

—¿Quién anda ahí?

—Soy yo, Umbra. Fajín también está aquí. Phage está durmiendo y Zagorka está cocinando. Chaleco ha salido.

—¿Ha salido?

—Hay una grieta en la pared y ha salido. Está detrás, intentando entrar.

—Traedlo —ordenó Ceño de Piedra—. Los glifos están convocando a todos los testigos.

—Nosotros no somos testigos —replicó Fajín.

El centauro asintió.

—Lo sé, pero creo que deberíais venir. Sea lo que sea que han planeado, sería útil contar con algunos agentes invisibles.

—Está bien —dijo Fajín, saliendo de la habitación y bajando las escaleras.

—¿Qué crees que han planeado? —preguntó Umbra.

El centauro movió la cabeza.

—Elionoway dice que ha llegado el gran momento. —Miró hacia la calle—. No se lo digas a Zagorka ni a Phage o intentarían venir. Aquí están más seguras. —Su boca se convirtió en una línea sombría—. Probablemente querréis decir adiós.

—Lo haremos —asintió Umbra pensativamente.

—Todo el mundo se está reuniendo en el lugar sagrado —dijo Ceño de Piedra—. Los glifos y los demás. Después de hoy, nada será igual. —El centauro dio un paso atrás para señalar hacia la cresta de la colina.

Umbra se estiró para mirar. Por primera vez desde que la gente había llegado a Santuario, la pared del acantilado estaba lisa, sin un solo petroglifo.

—Ya están todos aquí. La guerra que predicen está a punto de comenzar.

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La mayoría de los testigos llegaron a través del ascensor, pero los no hombres no podían subir fácilmente a una cinta transportadora a la clara luz del día. En su lugar, marcharon por los senderos serpenteantes que conducían a la cima. De vez en cuando, los glifos se cruzaban en su camino, subiendo sin esfuerzo los acantilados verticales hasta la cima del risco.

—Es un buen día para no tener cuerpo —decidió Fajín—. No sudas.

—No jadeas. No tienes flato —añadió Chaleco.

—Callaos de una vez. Estamos en la cima.

Pasaron sobre la última elevación y se quedaron mirando al gentío.

La cima de la montaña parecía gemir bajo el peso de todas esas criaturas. Fuera del anillo de monolitos se encontraba una multitud de testigos: trescientas personas consideradas puras. En medio estaban reunidos hasta el último glifo, diez mil de ellos. Un sonido borboteante salió de sus gargantas, ocupadas en una canción. En sus extrañas manos sujetaban antiguos instrumentos: escofinas talladas de huesos de piernas, sonajeros creados de calaveras blanqueadas, tambores de piel sobre aros de costillas. Con esos instrumentos creaban un ritmo como el latido de un corazón ansioso. A su estricta cadencia añadían sus voces y un baile lento y rotatorio de piernas y brazos.

—¿Quieren que les veamos bailar? —preguntó Chaleco.

Fajín señaló al borde de la muchedumbre, donde estaban Ceño de Piedra y Elionoway.

—Si alguien sabe lo que está ocurriendo, es él.

En silencioso acuerdo, los tres no hombres cruzaron la chisporroteante pendiente de arenisca roja para llegar hasta el elfo y el centauro. Según se acercaban, el ritmo de los tambores fue acelerándose gradualmente, y el timbre de las voces se volvió más estridente.

Umbra le dio una palmada en el hombro a Elionoway.

—¿Qué es eso?

Hacía tiempo que el elfo aprendió a no sobresaltarse cuando un hombre invisible lo tocaba.

—Una oración. Están pidiendo que todo vuelva a ser como en otro tiempo. El tambor es el latido del mundo. Es un mundo antiguo, y su corazón late despacio. Al aumentar su velocidad, los glifos están regresando a los tiempos en que el mundo era joven.

—Pensábamos que Santuario era una ruina —dijo Ceño de Piedra, que estaba a su lado—. La verdad es que era una semilla.

—Sí —asintió Elionoway—. Y al establecernos aquí no sólo provocamos que la semilla germinara, también alimentamos a la nación que crecía de ella. Tanto si nos gusta como si no, somos la razón de que estas criaturas hayan vuelto.

Los tambores doblaron su ritmo y las voces triplicaron su volumen. Los monolitos se agitaron, no por el sonido, sino porque aumentaban de tamaño. Cada una de las piedras talladas se agrandó. Acumuló tierra a su alrededor y creció hacia dentro, como un tallo. A medida que las columnas se encontraban en el centro, lo que antes era un anillo de roca abierto se convirtió en una jaula. Las columnas se ensancharon hasta que sus partes superiores se fusionaron, convirtiéndose en una cúpula. La canción se intensificó, retumbando desde la bóveda de piedra para volar hacia el cielo y estirarse en avenidas entre los testigos.

—¡Su templo! —gritó Elionoway por encima del rugido—. Ahora es como fue una vez, como su santuario. ¡Están devolviendo a Santuario su antigua gloria!

—El ruido también viene de la ciudad —dijo Fajín.

—¡Voy para allá! —exclamó Umbra. Se lanzó hacia el sendero y miró hacia abajo. Toda su figura se movía con dificultad, y se quedó mirando un momento antes de indicarles que se acercasen.

Chaleco y Fajín corrieron hacia él mientras Ceño de Piedra y Elionoway se alejaban lentamente de los monolitos. Otros testigos siguieron su ejemplo, y todos se reunieron con Umbra al principio del camino.

Sobre la cresta, la ciudad se extendía en un esplendor compacto, un laberinto de piedra. El fuerte latido agitaba los edificios. Las paredes bajas crecían, añadiendo nuevas hileras para aumentar su altura. Los silos descubiertos apuntaban al cielo, los tejados se formaban pizarra a pizarra. Los techos de madera de los edificios se abrían y se apilaban plantas sobre plantas. Crecían estatuas donde había nichos vacíos. Las bases estaban erizadas de linternas. Era como si la música creara adoquines y baldosas, la madera y las vigas salieran de la nada y formaran nuevas configuraciones… o muy antiguas.

No era una ciudad natural, sino una metrópolis de otro mundo. Estaba instalada sobre piedra de verdad, sí, pero sus pisos superiores estaban construidos con la suave sustancia de la que está hecha la divinidad. Cada calle brillaba como el oro. Cada edificio parecía tallado en marfil. La ciudad suspiraba por los cielos.

Mientras los testigos observaban, el primer tejado sobresalió por encima del acantilado. Le siguió otro de baldosas carmesíes y varias chimeneas. Un tercero con un centro de herrajes y un cuarto, rojo con techos a dos aguas… de repente, cientos de edificios se elevaron sobre la escarpadura.

—No es sólo Santuario —dijo Elionoway, con excitación y terror en su voz—. Mirad allí, en el lado sur de la escarpadura.

Más tejados se levantaban como dientes bajo el cielo. Nadie en Santuario había sospechado siquiera que allí se había levantado otra ciudad. Pero no era otra ciudad: era parte de la misma, una parte arrasada en alguna guerra antigua y desgarradora.

Elionoway dio un grito ahogado.

—Ahora lo entiendo. Los edificios del norte sobrevivieron sólo porque estaban protegidos de la descarga que lo arrasó todo. ¡Toda la cumbre había formado la ciudad, delante y detrás, por todos lados! —cayó de rodillas—. Están trayéndola de nuevo.

La canción era ya casi ensordecedora, retumbando desde el templo abovedado y resonando entre los magníficos edificios.

Ceño de Piedra miraba sobrecogido la increíble transformación.

—Me siento privilegiado de ser testigo de estos grandes logros.

El tono de la canción pasó de las notas estruendosas a una melodía flotante que abarcaba todos los registros.

—¿Qué están cantando ahora? —preguntó el centauro.

—Alabanzas —explicó Elionoway—. Es una canción de alabanza por lo que el numen ha creado:

Oh, Averru, observa tu ciudad

que vuelve a ti desde la piedra.

El campo está dispuesto y la batalla se avecina.

Tu pueblo espera para librar tu guerra.

Te ofrecemos estos sacrificios:

mátalos primero y comienza la guerra.

—¿Qué sacrificios? —preguntó Umbra.

Elionoway se había puesto blanco, y sus ojos reflejaban las brillantes torres.

—Es una palabra ambivalente. En este contexto significa sacrificios. En otros, significa… testigos.

La canción volvió a cambiar, transformándose de un himno en un grito de batalla. Los glifos salían a toda prisa de cada arco del templo abovedado. Sus instrumentos musicales habían desaparecido, y sus manos se habían transformado en espadas.

Los testigos estaban helados y no daban crédito a lo que veían.

Una afilada mano roja cayó y cortó a un hombre por la mitad. El glifo lo pisoteó y golpeó a una mujer que había más allá. En los momentos que siguieron murieron docenas. La gente se volvía para correr. Huían presas del pánico, algunos, directos hacia el acantilado. Otros salían corriendo hacia la rueda del cabestrante o hacia el sendero, con la esperanza de escapar a través del laberinto de piedra.

Ceño de Piedra se preparó para defender su huida.

—Elionoway, vete. Aquí no puedes hacer nada.

El elfo no discutió. Saludó gravemente a sus camaradas.

—Espero volver a veros.

—¡Vamos contigo! —gritó Chaleco.

—No, de eso nada —soltó Umbra—. Vamos a convertirnos en otras tres vías más de escape.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Fajín.

—Tú sígueme. —Estirando los brazos, Umbra corrió hacia la batalla. Se lanzó directamente contra los testigos, golpeándolos de frente de manera que cayeran a través de él y se pusieran a salvo.

Riendo, Chaleco y Fajín lo siguieron con los brazos extendidos. Se tragaron a la gente que corría de uno en uno, de dos en dos y de tres en tres. Cuando un glifo salía disparado hacia ellos, los no hombres sólo tenían que encogerse y dejarlo pasar de largo.

Ceño de Piedra sonreía cuando testigo tras testigo desaparecían de la existencia. Su sonrisa sólo se intensificó cuando el primer glifo lo alcanzó. Balanceó su hacha y el hombre de rubí se rompió como una estatua de cristal. Sus hermosos fragmentos revolotearon en el aire, calientes y recortados, y sonaron al chocar contra la piedra.

Por fin estaba luchando como luchan los mortales. Se irguió, enorme sobre el campo, y sus cascos en movimiento destrozaron a otros dos glifos. Ceño de Piedra podía ser un testigo, pero no sería un sacrificio y, gracias a su fuerte brazo, muchos no serían sacrificados ese día.