CAPÍTULO 22
LOS JUEGOS DE LOS CONDENADOS
dio esto! —se quejó Chaleco. Él y sus camaradas caminaban con dificultad por el Paso Meridional. Las paredes de piedra se levantaban a ambos lados hasta un cielo oscuro. Tras ellos, a una distancia de diez leguas, se encontraban los pantanos del coliseo, y justo delante estaba el valle del Hondagua—. ¡Míranos! ¡Sólo míranos!
—¿Que os mire? —soltó Fajín—. ¿Y qué hay que mirar? —En las sombras del crepúsculo, los tres no hombres eran invisibles—. Ni siquiera sois fantasmas. Ni siquiera manchas.
—Eso mismo pienso yo. Estaba mejor siendo una cucaracha.
—Chaleco tiene razón —asintió Umbra—. Era mejor tener cuerpos, aunque fueran de insecto.
—¿Quién quiere ser un insecto? —bufó Fajín—. Además, cuando tienes cuerpo, te pueden matar.
—Ésa es la razón por la que estás vivo —dijo Umbra—. Puedes comer y beber, coger cosas, luchar, tener esperanza…
—Y amar —siguió Chaleco, hablando con añoranza—. Algunas de esas cucarachas del pantano eran monas.
—Ojalá pudiera vomitar —dijo Fajín.
—Yo podría lanzar un clavicémbalo.
—Entonces, estamos de acuerdo —dijo Umbra con solemnidad.
—Sí —contestó Chaleco—. Todos queremos vomitar.
—No… bueno, sí y no. Sí, todos queremos vomitar, y para vomitar necesitamos cuerpos, y para conseguir cuerpos necesitamos matar, y eso es lo que me planteo. ¿Estamos todos de acuerdo en que seguiremos adelante con esto? ¿Que mataremos a Phage y a Akroma?
Fajín rió con aspereza.
—Haces que parezca fácil. Claro, matemos a las dos luchadoras más poderosas de Otaria. Ya que estamos, convirtámonos en los reyes del mundo. —¡Ja, ja!
Umbra echó hacia atrás la cabeza, mirando a los cielos oscuros. Aunque la luz del sol moría en lo alto, las estrellas se negaban a brillar.
—Está bien, pero pongamos que tuviéramos la oportunidad, que nos encontráramos en una situación en la que ambas estuvieran a punto de matarse mutuamente y que pudiéramos terminar con ellas. ¿Lo haríamos?
—A mí me caía bien Phage —dijo Chaleco—. Era como una hermana.
—¿Estás mal de la cabeza? —bramó Fajín—. Nos insultaba, abusaba de nosotros, nos mangoneaba y el toque de su piel hacía que todo se descompusiese.
—Igual que una hermana —continuó Chaleco.
—Oh, se merece morir —gruñó Fajín—, y Akroma también.
—La cuestión no es si merecen morir. Nadie se merece algo así —interrumpió Umbra—. La cuestión es si nosotros merecemos vivir.
El camino se ensanchó delante de ellos, y miraron hacia abajo, al interior de un oscuro valle. El río Hondagua serpenteaba como una bestia negra por la base de la hendidura. Una multitud cruzaba el río por el vado y trepaba por la lejana ladera del valle, dirigiéndose hacia los baldíos rocosos. ¿Adónde iban? ¿A Topos? Estaban abandonando Santuario, que brillaba como una joya en la orilla cercana del río. La luz de las fogatas brillaba desde las ancestrales paredes, y figuras carmesíes se movían por las calles. Encima de todo, el círculo de piedras brillaba como una diadema.
—La verdad es que quiero vivir —murmuró Fajín.
—Yo también —añadió Chaleco.
Umbra asintió.
—Quiero vivir, pero eso significa que Phage y Akroma tienen que morir.
Los otros dos se quedaron un rato en silencio, y luego Fajín dijo:
—Son tres vidas en la balanza contra dos. Las matemáticas dicen que deberíamos hacerlo.
—No sólo eso —añadió Chaleco—. Son nuestras vidas contra las suyas.
Fajín siguió un sendero que llevaba a las calles de Santuario.
—Es suficiente. Nunca tendremos la oportunidad de matarlas a ambas, y aunque la tuviéramos, ¿cómo lo haríamos?
Umbra continuó.
—Se me ha ocurrido una idea.
Una suave brisa agitó sus figuras.
—Si crees que vas a llenarme de ácido, olvídalo —dijo Chaleco.
—No, es mucho más simple —contestó Umbra—. Actuamos de manera amistosa con nuestra víctima, haciéndole creer que trabajamos para ella, da igual con cuál de las dos nos encontremos. Mientras uno de nosotros habla con ella, distrayéndola, otro se coloca a su lado y el tercero se tumba debajo. El primero la empuja hacia atrás, y así empieza a caer a través del tercero. Luego, el segundo «engancha» su cabeza a la de ella y se lanza hacia atrás. Los bordes de nuestros portales son afilados como cuchillas, y si el cuello de nuestra víctima está cogido entre dos de nosotros cuando tiremos, será decapitada.
Los no hombres se estremecieron.
—¿Convertirnos en guillotinas vivientes? —dijo Fajín.
—Sí.
—Será condenadamente difícil cogerla exactamente por el cuello —siguió Fajín.
—No importa. Mientras el corte se realice por debajo de los ojos pero por encima de la pelvis, la herida será letal.
Chaleco parecía abatido.
—¿Esto es lo que tenemos que hacer para vivir?
—Sí —contestó Umbra—. Dos veces.
Phage llegó a pensar que estaba muerta diez veces. Su noveno mes había sido un mes infernal, cuando toda mujer desea liberarse dando a luz. Para Phage no había liberación.
Sangrando por los dos cortes del vientre, había atravesado a nado el lago gris que había debajo de Locus y ocultado en el Bosque de los Claros Verdes. En un momento dado, un grupo de seguidores de Íxidor que iban en peregrinación encontraron el rastro de sangre que iba dejando y la persiguieron. Tuvo que matar a uno para escapar y robó su cuchillo, que utilizaba para conseguir comida. Cruzó las Tierras de Pesadilla. Con el tiempo, alcanzó el borde de Topos, el desierto de más allá y finalmente las tierras baldías de Coria.
Pasó la siguiente semana sola entre las piedras. Escarbaba debajo de ellas para hacerse con los nidos de urraca, y despedazaba a las criaturas con el cuchillo. Abriendo completamente la boca y extendiendo la lengua tanto como le era posible, podía comer la mayoría de la carne que había dentro sin que se pusiera rancia. Durante días, sólo la sangre sació su sed, pues el agua era difícil de encontrar. Una vez atacó a un viajero sólo para quedarse con su pellejo de agua. El cuero se pudrió al cogerlo, pero ella pudo beber casi todo el líquido. Durante el día se limpiaba las heridas del vientre, y por la noche cubría los cortes con arena y caminaba hasta caerse.
En todo ese tiempo sólo pensaba en el niño que llevaba dentro. El feto del dios había crecido. Sentía su peso en el abdomen, presionando contra la pelvis, pero todavía no se mostraba. Su estómago no se había hinchado. ¿Qué clase de monstruosidad sería? No podía dar a luz a un niño normal allí, en plena naturaleza, y menos a un dios. Tenía que llegar a Santuario.
—Santuario. —Respiraba con irregularidad, de pie en lo alto del último riachuelo de las tierras baldías.
Ante ella, la ciudad brillaba como un lecho de brasas bajo la noche sin estrellas. Era hermosa. Ansiaba estar allí, durmiendo sobre una cama de piedra en los aposentos de Zagorka. Si alguien sabía cómo salvar tanto a la madre como al hijo, ésa era Zagorka. La mano de Phage descendió hacia la herida cubierta de arena y le dio una palmadita.
—No queda mucho.
Pero ¿qué estaba haciendo esa gente, marchándose de la gloriosa ciudad? ¿Adónde podían estar yendo? ¿Por qué razón dejarían el santuario?
—Más habitaciones para mí —murmuró Phage. Empezó a andar. Sentía de manera diferente los huesos de las caderas, sueltos, como si el bebé los hubiera roto. Quería tumbarse en un cuarto en cualquier lugar, con agua puesta al fuego y conversación. El niño llegaría y alguien estaría allí para cogerlo. Phage ya había hecho planes para encontrar unos guantes y un peto que cubriría con seda. Idearía un embudo con el que poder amamantarlo. Todo esto estaría resuelto en los próximos días.
Caminó entre las últimas piedras, hacia el negro río que la llevaría al santuario.
Umbra, Fajín y Chaleco siguieron un estrecho sendero a lo largo de la escarpadura que bajaba hasta Santuario. Llegaron tras el muro de la plaza de la fuente.
—¿Qué es esa luz roja? —preguntó Fajín, estirándose para mirar por la pared.
—¿Qué es ese extraño olor? —preguntó Chaleco.
—Azufre —contestó Umbra.
La fuente de granito rojo ya no ofrecía juegos de tabas. Ahora había un estanque burbujeante de lava, vapor siseante que se alzaba desde allí y círculos de piedra que colgaban como dedos negros desde la barandilla. Más extrañas aún eran las criaturas que rodeaban la fuente: hombres translúcidos cuyos cuerpos tenían el mismo color rojo que la lava.
—Vecinos nuevos —dijo Chaleco.
—Parecen serios —comentó Fajín, olisqueando.
—Lo son —observó Umbra—. Mirad allí. —Más hombres rojos iban casa por casa, rompiendo puertas y sacando a sus habitantes. Algunos luchaban y morían, pero muchos se alejaban a trompicones, con las manos vacías o agarrando lo poco que podían coger—. Ley marcial. Estas cosas han asumido el control. Tal vez deberíamos encontrar algún otro sitio donde quedarnos…
—Charco, idiota —le interrumpió Fajín mientras la pierna de Chaleco desaparecía en lo alto del muro. Fajín se volvió a su otro compañero—. Bueno, podríamos abandonarlo…
—Vamos. —Umbra ya casi había llegado arriba y buscaba un apoyo en la piedra.
—Estoy rodeado de idiotas insustanciales —gruñó Fajín mientras trepaba.
Los tres no hombres cayeron frente al muro y maldijeron al unísono: estaban rodeados.
Las criaturas rojas estaban allí, de pie, formando un semicírculo delante de ellos, gritando con una voz como el líquido de un manantial caliente. Aunque las palabras no tenían sentido, la entonación no dejaba lugar a dudas.
—¡Nos rendimos! —gritó Chaleco con las manos levantadas.
Agitando la cabeza, Fajín y Umbra siguieron su ejemplo.
La gente roja se volvió, buscando a las sombras pero mirando a través de los no hombres.
—¡Ni siquiera pueden ver que tengo las manos levantadas! —gruñó Chaleco.
—No pueden vernos —dijo Umbra.
—¡Callaos y corred!
Atraídos por las voces, las criaturas avanzaron, cerrando filas.
Umbra salió disparado hacia la derecha y se giró de lado, deslizándose como una hoja de papel entre dos de las criaturas encendidas. Fajín hizo otro tanto hacia la izquierda. Ambos sintieron el calor que emanaba de los extraños hombres. Mientras tanto, Chaleco corrió hacia el medio, directamente contra un invasor rojo. Los tres no hombres llegaron al otro lado de la plaza y salieron lanzados por la siguiente calle, esquivando a la gente encendida.
—Bonita maniobra, Umbra —reconoció Fajín mientras corrían—. No puedo creerme que pasáramos tan justos.
—Yo tampoco. ¿Cómo pasaste tú, Chaleco? Pensé que uno de ellos te había cogido.
—En realidad, yo lo cogí a él —explicó Chaleco. Mantenía una carrera desesperada mientras un desorientado hombre rojo salía de él dando traspiés.
La criatura trató de recuperar el equilibrio, pero se dio de bruces contra el suelo y se rompió por la mitad a la altura de la cadera. Las dos partes luchaban por encontrarse la una a la otra. Una luz centelleante recorrió los bordes de la rotura, fundiendo de nuevo las dos mitades en una sola. En cuanto estuvo completo, el hombre carmesí se puso en pie y escudriñó el camino.
—Creo que se guían por el calor —dijo Umbra—, y nosotros no desprendemos en absoluto.
—Aun así, haríamos bien en quitarnos de su vista. —Fajín miró alrededor buscando un lugar donde esconderse. Delante de todas las puertas había apostados centinelas rojos. Todos los edificios estaban a oscuras excepto uno grande de piedra—. ¿Dejaron El Mago Dorado?
—No pueden ser todos malos —dijo Chaleco.
—Deslicémonos dentro y ocultémonos en las sombras para oír todo lo que podamos.
—Y bebamos lo que podamos beber —añadió Chaleco.
—Idiota —observó Fajín—. ¡Silencio!
Las sombras vivientes aminoraron la marcha y, sobre pies delgadísimos, se acercaron cautelosamente al edificio de dos pisos.
El Mago Dorado era la primera de muchas cantinas en la colonia de refugiados y la más popular, especializada tanto en productos comestibles como fumables. Sus paredes de piedra de más de medio metro de grosor se habían hecho famosas por enfriar los toneles de cerveza de Brunk. Con amplios espacios interiores, techos altos, un triforio para expulsar el humo y las amplias vistas del valle, era la taberna favorita de los artistas, aproximadamente el cincuenta por ciento de la colonia. Incluso después de que Phage hubiera establecido el círculo de piedras como el centro para los juegos de dados, el salón había continuado siendo la casa de las cartas.
En un ancho pórtico ante las puertas dobles, dos hombres carmesíes permanecían de pie, en guardia. Parecían estatuas talladas de rubí, inmóviles mientras los bufones planos trepaban al porche.
Chaleco andaba de puntillas, el equivalente a caminar sobre una cuchilla, y pagó por ello poco después, cuando ambos pies se le deslizaron dentro de una ranura que había entre las piedras y se hundió hasta la cintura.
—¡Psst!
Fajín maldijo en voz baja.
Umbra fue hasta Chaleco, lo agarró por el perfil de la cabeza y tiró. La sombra se deslizó fuera con tanta fuerza que se agitó como un muñeco de muelles.
Los guardias llegaron con los brazos en alto.
Pensando con rapidez, Umbra levantó a Chaleco para coger a uno de los guardias, que salió de la existencia a trompicones. Con un giro de muñeca, lanzó a la sombra tras el guardia que quedaba. El primer hombre de cristal tropezó y cayó encima del segundo. Chocaron, cayeron al suelo y se hicieron añicos, sus fragmentos se agitaron, tratando de unirse de nuevo.
Umbra soltó a Chaleco y le señaló hacia el interior. Éste se deslizó feliz entre las puertas dobles, seguido por sus camaradas.
Dentro, descubrieron que la gran sala seguía como ellos la recordaban: un techo negro de vigas vistas, dos enormes lámparas encendidas fabricadas con ruedas de carro, música de pífano y violín, y conversación de un centenar de bocas. Mientras fuera la gente huía de los horrores que estaban por venir, dentro saludaba a esos terrores con jarras de cerveza, pipas de tabaco, jugando a las cartas y dándole a la lengua. En las mesas redondas se apiñaba lo mejor y más brillante de Santuario.
En un hueco cercano se encontraban nada más y nada menos que la gobernadora de la ciudad, la gobernadora madre Zagorka, su historiador jefe, Elionoway y su defensor, el general Ceño de Piedra, que en otro tiempo hacía funcionar el cabestrante.
Los tres no hombres se acercaron todo lo que pudieron, escuchando.
—… no una seguridad —estaba diciendo el elfo con la pipa de hueso moviéndose en sus labios—. En nuestra lengua no existe una palabra equivalente, pero creo que «testigo» es lo que más se acerca. Somos libres, o tal vez nos mantienen cautivos para ser testigos de algo.
—Yo ya he presenciado cosas —dijo Zagorka con una carcajada, y apuró los posos de su cerveza—. Palabras que se convierten en carne, criaturas que viven en la lava, soldados a través de los cuales puedes ver… Demasiado para estos viejos ojos.
Elionoway sonrió con astucia.
—De hecho, no utilizan la misma palabra para ti que para el resto de nosotros. Te llaman «madre» en lugar de «testigo».
—Ya me han llamado así antes.
El centauro gigante, que estaba de pie en un comedor más bajo para poder estar al mismo nivel de los otros, sacudió su enorme cabeza.
—Han expulsado a los ciudadanos pero dejan que extranjeros como yo se queden. Gente de Krosa, Topos, Afetto… ¿Por qué?
—Porque lo que está ocurriendo afectará a todas esas naciones. Supongo que su intención es que seamos testigos de algún gran acontecimiento y los responsables de contarle al mundo las noticias —explicó Elionoway expulsando el humo, que ascendió en espiral como una serpiente.
Zagorka bufó, y cogió su jarra para volver a beber.
—Vamos con ello. Quiero ver qué gloria nos tienen reservada y dormir un poco.
El elfo arqueó una ceja.
—Todavía no. Están esperando a que la compañía de testigos esté completa. Falta alguien.
—Oh, no, nosotros no —replicó Chaleco.
—¡Cállate! —le ordenó Fajín.
Una enorme mano cayó sobre ellos, agarrándolos a los tres a la vez y estrujándolos como si fueran papel. El general Ceño de Piedra alzó a las tres figuras para ponerlas a su altura y las miró. No eran más que sombras grises en el aire.
—¿Qué tenemos aquí?
—¡Nada! —exclamó Chaleco con la voz amortiguada por el puño—. Nada.
Zagorka se levantó con los ojos fuera de las órbitas.
—Sois alguien. Reconozco vuestra voz.
—Probablemente nos recuerdes como cucarachas —dijo Umbra—. Desde entonces nos han desmembrado y ahora sólo somos sombras.
—¿Sois fantasmas de cucarachas? —dijo la vieja con los ojos como platos.
—Por supuesto —contestó Chaleco.
Ceño de Piedra parecía enfermo, pero no aflojó la presa.
—Elionoway… ¿hablaban las profecías de… fantasmas de cucarachas?
El elfo mostró una sonrisa de alegría.
—No. No aparecen en nada que haya leído o escuchado. Ni fantasmas, ni cucarachas ni sin cuerpos vivientes. Se supone que no deberíais estar aquí. —Su sonrisa se intensificó—. Algo me dice que eso es bueno.
Las grandes puertas dobles de El Mago Dorado se abrieron de par en par y entraron los dos guardias carmesíes. Las líneas de fractura relucían donde sus cuerpos se habían vuelto a fundir.
Las risas murieron, igual que la conversación. En la sala todo quedó quieto, excepto los lánguidos jirones grises del humo de las pipas.
Uno de los guardias habló. Su voz chisporroteó y explotó, pero sólo uno de los presentes sabía lo que decía.
—Madre, ven a atender a madre —tradujo en voz baja Elionoway, aunque su voz llegó hasta la abarrotada sala—. Sé que no parece tener sentido, Zagorka, pero es literalmente lo que están diciendo: «Madre, ven a atender a madre».
—No, se entiende perfectamente. Mira detrás de ellos. —Zagorka señaló hacia los guardias—. Ahí está.
Allí, de pie, vestida de seda negra, se encontraba una cansadísima Phage.