CAPÍTULO 21
POSESIÓN
einte manos arrastraban a Trenzas por el coliseo, sujetándola de manera implacable. Eran sus manos: veinte manos en diez cuerpos, en una mente.
El Primero la sostenía, como ya lo había hecho una vez, como lo haría siempre.
Trenzas había sido su niña. Ni siquiera las glorias de Íxidor pudieron hacer desaparecer esa verdad. Ese hombre la había transformado de una rata callejera a una gobernante del coliseo. Le había enseñado su invocación de demencia, la había hecho poderosa y vil, y la volvería a hacer así.
Ella no quería eso. Atacó, hundiendo las uñas en los brazos de los siervos, y la sangre manchó sus cutículas.
No la dejaron marcharse, y se limitaron a mirarla con resignado amor. El Primero hablaba a través de sus ojos, diciendo que nunca la abandonaría, otra vez no.
—¡Trenzas! ¡Trenzas! ¡Trenzas! —gritaba la multitud, saludando el regreso de la luchadora más retorcida y sangrienta del coliseo.
Se sentía enferma. Se había convertido en una persona nueva. Había mirado el rostro de la gloria y dejado que su brillo purgara su maldad y su sed de sangre. Una vez había estado llena de monstruosidad, pero Íxidor la había vaciado y limpiado. Una vez había gobernado el infierno, pero ahora era una sierva del cielo.
—¡Trenzas! ¡Trenzas! ¡Trenzas!
Si no escapaba, el Primero haría lo que quisiera con ella, y su mente se convertiría de nuevo en un zoo para monstruos.
Se arrodilló, apoyando la cara en el suelo. Las lágrimas lavaban la piedra, y el vómito acechaba cerca. Más allá, de pie, se encontraba el Primero. Oh, cómo sufría por él, y él amaba a otra. Amaba a Phage.
¿Dónde estaba Phage? ¿La había consumido ya? ¿Le había dado ella el hijo que estaban destinados a tener? ¿La había matado? La sangre de Trenzas se volvió hielo cuando recordó las historias de Kuberr, el dios oscuro que gobernaba la Cábala.
Apretó aún más los puños, y sus dedos se volvieron rojos.
—Íxidor, mi Visión, protégeme. Que mis ojos no se aparten de tu brillo.
Una fría oscuridad la envolvió. Habían pasado del suelo del coliseo iluminado por el sol, a unos pasillos de piedra en el interior. La bóveda de lo alto canalizaba el sonido de la multitud, amplificándolo y sacudiendo a Trenzas. Ese voraz sonido la empujaba cada vez más a las entrañas del coliseo. Allí, la Cábala la digeriría y la convertiría en un despojo.
Con el hacha en su cintura, Ceño de Piedra marchó contra una marea de refugiados. Recorrían su miserable camino entre las rocas de las tierras baldías de Coria y llevaban todas sus posesiones sobre las espaldas curvadas. Un año antes habían huido de la Guerra de las Pesadillas y buscado un santuario. Ahora su Santuario los expulsaba.
—¿Adónde vais? —preguntó el centauro gigante a ninguno en concreto pero a todos en general.
Un enano levantó la mirada hacia él, una criatura que apenas le llegaba a las rodillas a Ceño de Piedra.
—Eroshia —contestó el anciano de cara colorada.
¿Eroshia? Ceño de Piedra volvió la cabeza mientras el harapiento enano seguía andando.
—¿Qué hay en Eroshia?
—La libertad —fue la sencilla respuesta. Y el enano siguió su camino hacia el este.
Libertad. Mientras Ceño de Piedra continuaba en dirección suroeste hacia Santuario, la palabra retumbaba en su mente. ¿Dónde estaba la libertad en Otaria?
Toda ciudad y aldea tenía una arena, ventosas en los tentáculos que todo lo agarran de la Cábala. Día a día, la gente de esas ciudades renunciaba a la libertad en favor de la diversión y la justicia violenta. El Primero dirigía sus impulsos más básicos, mientras que Akroma dirigía los más altos. En cada aldea y ciudad también había creyentes de Íxidor, apasionados del proselitismo. Los templos y colegios enseñaban su Visión, la misma tiranía. Entre Akroma y el Primero habían esclavizado Otaria, ¿y dónde estaba la libertad?
—En estos cascos —murmuró Ceño de Piedra para sí. Allí estaba la libertad, para elegir un camino sin más razón que la de uno mismo.
En su largo viaje desde Locus, el centauro había tenido mucho tiempo para pensar. Había subido al trono de Topos con la esperanza de enmendar los graves errores del mundo, pero toda ganancia de poder era una pérdida de virtud. En el tiempo que había permanecido en ese lugar elevado, gobernando Topos y dirigiendo una legión de discípulos, se había vuelto cobarde. Había tratado de matar a una mujer embarazada y a un ángel lisiado.
A pesar de todo su poder, los dioses eran esclavos del destino. Sólo los mortales eran libres.
En libertad, se alejó del trono de Topos dejando el camino libre a Akroma. La única manera de enmendar los errores del mundo era dando un paso cauteloso tras otro.
El día tocaba a su fin cuando Ceño de Piedra llegó a lo alto de la colina, sobre el río Hondagua. Se quedó mirando la maravillosa ciudad de Santuario, acurrucada contra el acantilado.
El sol se ponía lentamente, y su luz acariciaba los edificios. En las calles y balcones brillaban lo que parecían ser rubíes gigantes. Oh, era un lugar hermoso, incluso con los refugiados que se marchaban esa noche. Oscuros arroyos de criaturas fluían hacia la parte superior de la colina, pasando a su lado.
—¿Por qué os marcháis? —preguntó.
Una mujer elfa de piel blanca lo miró un instante, parpadeó tranquilamente una vez y respondió:
—El ejército de los glifos.
Él la miró mientras desaparecía sobre la colina. Volviéndose, descendió hacia el vado, el elevado arco de piedra y sus perversas runas.
Sus cascos salpicaron en la fría corriente, y Ceño de Piedra se arrodilló para beber y lavarse deprisa. Estaba cubierto de polvo y cansado, pero su corazón latía con fuerza. Un ejército de glifos. Observando las paredes de roca podía ver figuras rojas que brillaban por todas partes, listas para emerger. Si salían todas ellas, superarían en número a los habitantes de la ciudad.
¿Qué nueva tiranía había llegado a ese continente de tiranos?
Goteando, Ceño de Piedra se puso en pie y comenzó a andar bajo la fría entrada de piedra. El camino estaba lleno de gente, carros y animales, y las granjas que había a ambos lados estaban en barbecho. No crecía ni grano ni tabaco, y puede que fuera mejor así. ¿Qué otra cosa comerían esos hombres de rubí sino rocas? ¿Qué fumarían sino azufre?
Siguió el camino desde los verdes campos hasta las estribaciones de la ciudad inferior. La senda conducía a una plaza empedrada donde convergían cuatro avenidas. Allí había aún más refugiados apiñados, que se movían como ganado en sus corrales.
En medio había un glifo casi de la altura de Ceño de Piedra, pero tan delgado como un elfo. Todos sus rasgos eran angulosos y su piel transparente y roja. La figura no se movió con los refugiados, sino que permaneció erguida sobre ellos, gritando. Hablaba con una voz extraña, como de agua hirviendo, pero sus palabras eran en la lengua común.
—… huir de los terrores venideros. Escuchad, pues, oh, pueblo de Santuario, ya que la fatalidad está sobre vosotros. Moráis en el lugar por donde los númena marcharán. Sus talones os triturarán hasta convertiros en roca. Vivís en sepulcros y moriréis en ellos. Los númena harán la guerra en este lugar y lo reducirán a la nada. Huid, pues, para escapar de la guerra que se avecina, pero sabed que, vayáis donde vayáis, os seguirá. Cuando hayan escalado toda esta pared y se hayan arrojado unos a otros, los númena se unirán y vendrán para gobernaros. Gobernarán todo lo que existe desde un mar a otro.
El centauro cruzó solemnemente las olas de refugiados hasta que llegó al círculo vacío que rodeaba al glifo.
—¿Cómo te llamas?
La gente que había a su alrededor se volvió, asombrada por la pregunta, pero la rojiza figura se dio la vuelta, mirándolo a la cara. Unos ojos como cuentas de cristal se quedaron fijos en él, y el hombre habló en un borboteo.
—Sentencia.
—Sentencia no es un nombre —dijo Ceño de Piedra frunciendo el entrecejo.
El hombre rojo estiró el cuello.
—Es una palabra. Yo soy la palabra Sentencia.
—¿Eres una palabra?
—Cada uno de nosotros es una palabra. Yo soy Sentencia y dicto una sentencia.
Una rápida mirada hacia el camino mostró a otros glifos moviéndose entre la multitud, y a la gente luchando por mantenerse fuera de su alcance.
—¿Y ellos? ¿Cómo se llaman? ¿Acoso, Intrusión y Moralidad?
—No. Son Purga, Purificación y Cumplimiento.
—Están matando a los ciudadanos —dijo enfadado Ceño de Piedra, con la mano en el hacha.
—Sólo a aquellos que son impuros y se niegan a marcharse. El campo de batalla debe estar listo para los númena.
—¿Y qué hay de aquellos que se niegan a marcharse pero son puros? —preguntó el centauro.
—Ésos son invitados, por supuesto, testigos de la llegada de los númena.
Cruzando los brazos sobre el pecho, Ceño de Piedra estiró la barbilla hacia el glifo.
—Bien, Sentencia, decide. ¿Qué soy yo? ¿Refugiado impuro o invitado de los númena?
El ser alzó su cabeza con forma de gota como si se sorprendiera.
—Por supuesto, tú eres un invitado, general Ceño de Piedra.
Un escalofrío recorrió la columna del centauro gigante, haciendo que se le erizaran los pelos del lomo. Sacó el hacha de su cinturón.
—¿Cómo es que sabes mi nombre?
—Soy una palabra de las profecías de la batalla final. Como tú.
—Yo no me arrastré fuera de una roca —bufó Ceño de Piedra—. No soy un glifo.
—No, pero hay una runa para ti. Las antiguas profecías dicen: «Y vendrá el mortal llamado Rostro de Piedra para combatir en este día». La runa que te pertenece se alegrará al saber que has llegado.
Ceño de Piedra se sintió mareado. Esto era demasiado. Había venido libremente, siguiendo su propio camino, pero cada paso de sus cascos había sido pronosticado. ¿Tenía la intención de quedarse, de combatir con los númena?
—¿Quién más ha sido… pronosticado? —fue todo lo que se le ocurrió decir.
—Oh, muchos. Están en el Libro de la Muerte, y vendrán como testigos.
—¿Zagorka? ¿Elionoway?
—Sí. Su nombre significa Profeta de las Edades según la profecía, y «el Profeta de las Edades les advertirá, pero ninguno escuchará las palabras de muerte, sólo las de vida». Y el nombre de Zagorka significa Ella Discute y dice la profecía: «ante los tronos del aire y la roca y el agua, Ella Discute».
El rostro de Ceño de Piedra se contrajo en una sonrisa y se echó a reír.
—Por un momento me pillaste. Casi me lo creí. ¿Antiguas profecías que hablan de Zagorka? —Una carcajada salió de sus labios—. No. Tienta a otros con tus advertencias, porque yo no me las creo. Sois invasores, simple y llanamente, y por muchas entrañas de cabra que se utilicen no será de otra manera. —El hacha tembló, y los ojos del centauro brillaron, buscando una invitación para golpear.
El hombre de rubí no le proporcionó tal invitación.
—También esto fue dicho: «Como la Muralla del Mundo, no puede ver las runas escritas en su propio Rostro de Piedra».
Ceño de Piedra hizo un sonido flatulento y rechazó el comentario del hombre.
—Perdona. Necesito ver al Profeta de las Edades y a Ella Discute —concluyó marchando a través de la oscura marea de refugiados. A pesar de la risa, su corazón estaba oprimido.
¿Quién estaba en mayor peligro? ¿Las masas que huían de Santuario o los invitados destinados a quedarse?
En las profundidades del coliseo, Trenzas yacía en una oscura celda. Correas de cuero la mantenían tumbada y grilletes de hierro le sujetaban muñecas y tobillos a la mesa. En la cabeza llevaba un halo de metal para evitar que se golpeara. Y mantenían su boca abierta con la ayuda de una especie de horquilla retractora que ella misma había inventado para alimentar a Phage. El instrumento había sido diseñado para evitar que la comida tocara los labios corruptores de Phage, pero resultaba igualmente efectivo para evitar las oraciones de labios de Trenzas.
Hasta sus plegarias eran reprimidas; hasta sus pensamientos.
El invocador de demencia que estaba sentado junto a ella metió los dedos en aceite. Eso facilitaría la transferencia galvánica de piel contra piel. La miró con un rostro afilado, arrasado por los horrores que había visto. En sus ojos extremadamente negros bullían las pesadillas, como si las órbitas de sus ojos fueran cuencos de pescado llenos de gusanos ahogados. Una gotitas amarillas cayeron de las yemas de sus dedos e impregnó con ellas la frente de Trenzas.
—Recuerda al verdadero Íxidor. Recuerda al verdadero hombre.
Era joven y delgado, atractivo de un modo austero. De una túnica azul celeste sobresalían unos brazos fuertes —Trenzas nunca lo había imaginado con ambos brazos, y en ese momento habría roto la visión de no ser por el insistente siseo—, que portaban barras de acero. Las dejó junto a la estufa de hierro. Mientras bombeaba el fuelle con un pie, abrió la pequeña puerta y miró dentro para ver un aguamanil de cerámica lleno de metal fundido. Insertó dos varillas finas en los anillos de los bordes del aguamanil y lo sacó de entre las llamas. Girándose, lo colocó despacio sobre una plataforma de ladrillo y añadió un pigmento dorado que se expandió rápidamente a través del gris metal, transformándolo. Después lo vertió en un molde que tenía preparado.
—Entonces también era un creador, pues hacía que el acero pareciese oro. Creador, o falsificador.
Trenzas trató de cerrar la boca en un gemido involuntario, pero la horquilla se lo impedía. Íxidor no era un impostor. El mundo que construyó era real, no una ilusión.
Clavó los pies en las arenas del foso y sacó el poder del agua. Las gotitas de sudor que salpicaban su piel se elevaron y evaporaron, transformándose en motas azules de energía. Su mente les dio forma, proyectando una realidad sobre el mundo. Las chispas giraron y abandonaron su mano, atravesando las arenas, y golpearon a los guerreros aven que allí combatían. Apoderándose de esas figuras, los puntos azules de luz se unieron en una nueva matriz e impusieron su fachada sobre la realidad.
—Era un ilusionista. Sus ilusiones sólo crecían exponencialmente. No importa lo convincentes que parecieran, seguían siendo mentiras.
No, quiso decir Trenzas, pero era incapaz de articular una palabra. Íxidor le había enseñado que la belleza nunca era una ilusión, que el estado primario de todas las cosas en el multiverso era la belleza, que al perseguir la belleza un artista no creaba una ilusión, sino que despojaba a la ilusión de la fealdad. Los demonios de su pasado eran mentiras, y la belleza de su presente era verdad. Ella sabía todo esto, o quería saberlo.
Los avens se transformaron: los marcados Ángulos de sus cuerpos se suavizaron, las plumas cortas se alargaron, los rostros de halcón tomaron el aspecto de ángeles. Donde una vez se había levantado una harapienta falange de avens, ahora crecía un coro de arcángeles.
Frente a Íxidor, el gigantopiteco que había venido a luchar contra él cayó de rodillas. La multitud rugió y y la campana de la muerte repicó por la pobre y estúpida bestia. Los ángeles disolvieron a los avens.
—No siempre lo más hermoso es lo más verdadero. Íxidor te ha conducido a un laberinto de velos por un sendero perfumado, pero desde el principio caminaste entre horrores sin saberlo. La suya es una visión hacia dentro, vista con los ojos cerrados. Abre los ojos, Trenzas, y ve la verdad.
Ella odiaba a ese invocador. Rugía a través de su mente, estropeando todo lo hermoso que había en ella. ¿Por qué la Cábala siempre destruía, siempre envilecía y degradaba?
—Quiero que sepas lo que estoy haciendo. Quiero que comprendas lo que te está ocurriendo. —Trasladó sus dedos desde su frente a un lado de su cabeza, sobre el lóbulo temporal, y deslizó la otra mano hacia el lóbulo occipital.
Decidida a detenerlo, Trenzas se retiró dentro de su propia mente. Ya no era un laberinto de hierro y piedra, fealdad y paranoia. Íxidor había rehecho su mente en la belleza y la verdad. Las paredes eran del yeso más blanco, las habitaciones eran abiertas y generosas. En lugar de calabozos tenía galerías de arte, y a una de ellas huyó. Era el lugar más profundo de su psique, una galería de pinturas que su maestro le había concedido.
Todas eran bellas: la luz del sol atravesaba un paisaje oscuramente romántico para iluminar unos rebaños; una mujer vestida de blanco flotaba con gran entusiasmo sobre un mar agitado; una columnata de Locus perfectamente proporcionada curvada sobre sí misma; un icono del creador manco que lo representaba con ojos como mundos… Ésas eran sus pinturas favoritas.
Entre esas imágenes, llegó él… no Íxidor, sino su odiado invocador. En la mano llevaba una púa de metal. La levantó y acuchilló el retrato de Íxidor, cortando óleo y lienzo. Un golpe dividió el rostro del maestro en dos. Otro rasgó la garganta del creador. El lienzo cayó para revelar la oscuridad del otro lado.
Trenzas arremetió contra el hombre, pero él se le adelantó, acuchillando cada pintura en su marco. La tela se separó, mostrando más oscuridad.
Trenzas se detuvo, mirando. No eran marcos de pinturas, sino marcos de ventana, y las pinturas sólo eran persianas que ocultaban lo que había detrás. Íxidor no había derribado el laberinto de piedra y hierro; sólo había cubierto sus bordes ásperos y lo había blanqueado todo. Temblando, la muchacha alcanzó uno de los lienzos desgarrados y retiró los bordes, rompiéndolo aún más, y escudriñó a través de la ventana, al vacío.
Mientras sus ojos se acostumbraban vio que más allá del cristal el vacío se retorcía. Era un hervidero de monstruos: criaturas de demencia. En su mente los había guardado allí, los había enjaulado, listos para usar. La luz de Íxidor no había eliminado los horrores de Trenzas, sólo los había ocultado a la vista.
—¿Lo ves? La verdad es fea. La belleza es la ilusión.
La muchacha tembló y un sudor frío la empapó. Las lágrimas fluyeron de sus ojos y trató de parpadear para expulsarlas antes de que la ahogaran.
—Hola, Zagorka —saludó Ceño de Piedra. Estaba de pie en una calle llena de gente que se marchaba y hablaba a través de la ventana del segundo piso de la anciana.
—Me alegro de verte, Ceño de Piedra —dijo con gravedad—. Supongo que estás entre nosotros «los puros».
—Supongo que sí —asintió pensativamente.
Elionoway apareció en la ventana detrás de ella y saludó al centauro.
—Vayamos a un lugar más amplio —dijo Zagorka—. A uno lo bastante grande para un centauro gigante. ¿Qué me decís de El Mago Dorado? Tiene puertas dobles y un suelo de piedra con una bóveda de arista debajo. Cabremos todos.
—Me sorprende que esas cosas rojas no lo cerraran.
—Oh, esos bastardos querían hacerlo, pero les dijimos que teníamos que comer o nos moriríamos. Ya que estamos, pasemos un buen rato mientras contemplamos el fin del mundo.