CAPÍTULO 20

MUDAR LA PIEL

P

ara ser una cosita escuálida y sin pelo, Trenzas pesa lo suyo —refunfuñó Chaleco, doblándose bajo el saco de seda. El puente suspendido de madera crujió a cada paso suyo—. ¿Cómo es que un bicho con una pata de menos tiene que cargar con ella?

Fajín hizo un sonido de siseo con sus espiráculos.

—Necesitas ejercicio, escarabajo pelotero gordinflón. Además, sólo has perdido media pata. —Del costado de Chaleco brotaba un nuevo nudo que llevaba creciendo desde que dejaron a Phage. Dentro de un mes, estaría entero.

—Además —continuó Fajín—, tengo que mantener el hechizo de dormir o saldrá corriendo.

Eso era exactamente lo que Trenzas había hecho la mañana después del secuestro: dirigirse a Topos. Las tres cucarachas habían empezado a comportarse como locas, buscándola entre las rocas, y la habrían perdido de no haber sido por su excelente sentido del olfato. Desde entonces, Trenzas había permanecido dormida en el saco, exceptuando las tres paradas diarias para darle de comer y que hiciera sus necesidades. Había sido un mes insoportable, pero ya estaba a punto de terminar. Las tres cucarachas se acercaban a la Isla del Coliseo.

—¿Y qué hay de ti, Umbra? ¿No podrías echar una pata?

—Estoy ocupado, Chaleco.

—¿Ocupado? ¿Ocupado con qué? ¿Caminando?

—Ocupado pensando en cómo vamos a sobrevivir —respondió Umbra. Miraba al frente, al lugar donde terminaba el puente suspendido sobre la Isla del Coliseo: la guarida del Primero—. Esperemos que se alegre de ver a Trenzas. Se volverá loco por lo de Phage.

—Siempre está loco —se quejó Chaleco.

—Tenemos que convencerlo de que nos necesita —continuó Umbra, pensando en voz alta—. Fajín, ¿todavía tienes tu hechizo de fuego?

—¿Quieres que prenda fuego al Primero?

—No, pero prepárate para quemar algo, para demostrar lo mortíferos que somos —contestó Umbra—. Espero que podamos arreglárnoslas para conseguir mejores cuerpos, algo menos obvio para Phage.

—¿Qué clase de cuerpos crees que nos dará esta vez? —dijo Fajín con desdén—. ¿Gusanos? ¿Sanguijuelas?

—¿Mojones? —añadió Chaleco.

—Los mojones no tienen cuerpo, idiota —bufó Fajín.

—¡Callaos los dos! Estamos cerca del control.

En la base del puente había un guardia de la Cábala, un gigantopiteco cuya frente inclinada mostraba las cicatrices de la cirugía mágica. Sus ojos eran simiescos pero inteligentes. Una camisa negra cubría el enorme pecho de la criatura, y vestía los pantalones con los colores distintivos de la Cábala.

—Alto —ordenó levantando una mano de largos dedos.

Los bichos se detuvieron un poco demasiado cerca para esos codiciosos pies.

—¿Lleváis algo afanado en esa bolsa?

Las cucarachas se zumbaron unas a otras, y fue Umbra quien contestó.

—Si por afanado quieres decir robado o de contrabando, la respuesta es no.

—Ábrela.

Umbra puso los ojos en blanco.

—Estamos en misión para el Primero. Le hemos traído algo.

—Mejor es que sean cabezas o no podréis pasar. Órdenes estrictas.

Los tres insectos intercambiaron las feromonas del miedo.

—Claro, cabezas —dijo Umbra—. Te dejaremos echar un vistazo, pero después tenemos que continuar. Chaleco, desata la bolsa y muestra a esta amable criatura una de las cabezas.

—¿Una de las cabezas? —se quejó el simio—. Tengo órdenes…

—Igual que nosotros. Nuestras órdenes son mostrar estas cabezas sólo al Primero. Estamos tratando de cooperar contigo dejándote echar un vistazo a una de ellas, pero si causas problemas, no habrá nada que hacer. ¿Crees que un guardia del puente está por encima de unos espías de alto nivel?

Chaleco dejó que la bolsa de seda cayera de su espalda. Toqueteó para encontrar la cabeza de Trenzas y la colocó en la boca del saco. Después desató el nudo y abrió la bolsa. Al ver el rostro pálido y aparentemente muerto de Trenzas en la abertura, Chaleco dirigió la atención del guardia hacia allí.

—¿Lo ves?

El simio frunció el entrecejo y miró a través del círculo de tela.

—Bueno, parece que está bastante bien. ¿Quién es ésta? ¿Phage o Akroma?

—Phage.

—Akroma.

—Phage —gruñó Umbra, dando una palmada a Fajín en el ala—. Ni siquiera puedes verle la cara.

—Parece una bolsa demasiado grande para sólo dos cabezas —dijo el simio.

—Oh, Akroma tiene una cabeza grande y gorda. Realmente grande. Como una roca —explicó Chaleco.

Los engranajes de la mente del simio giraron.

—Voy a tener que ver la otra cabeza.

Umbra miró fijamente a sus camaradas.

—Está bien. Quiere que abramos la bolsa o no nos dejará pasar. Por lo tanto, tendremos que abrirla. Completamente. Eliminar toda limitación. ¿Entendido? Fajín debería ir primero y después Chaleco. Tened cuidado y hacedlo exactamente igual que la última vez, la primera mañana. ¿Entendido?

—Por supuesto —dijo Fajín maliciosamente.

—¿Eh? —se extrañó Chaleco. La bolsa se sacudía tan furiosamente que se le fue de las manos. Cayó abierta, y de ella salió Trenzas, que se lanzó corriendo hacia el coliseo pasando a través de las tres cucarachas y el aturdido simio.

—¡Rápido, sujetadla! —gritó Umbra mientras se asía a la pata del simio.

Fajín saltó a la vez sobre la espalda de la criatura, haciendo que se inclinara.

Chaleco echó a correr, pero el primate estaba pisando dos de sus patas, que se desprendieron a la altura del caparazón. En uno de sus costados, Chaleco sólo tenía la pata a medio crecer, por lo que, en lugar de moverse hacia adelante, sólo giraba en círculos, dando patadas a la arena y diciéndose a sí mismo:

—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!

Las otras dos cucarachas le hicieron caso, echando a correr detrás de Trenzas. Ella iba lanzada, esquivando a los vendedores de baratijas.

—¡Si escapa, estaremos realmente muertos! —exclamó Umbra mientras corría—. Vuelve a intentar tu hechizo de dormir.

—¡Bien! —dijo Fajín. En una carrera a toda máquina, curvó sus antenas hacia la mujer que huía y pronunció el conjuro—. ¡Kuel baebee nelsin onda belchen baebee onda sib, stobcol inme sib!

El carro de un frutero ardió entre llamas espectaculares.

—¡Hechizo equivocado!

—¡Lo sé, lo sé!

El gigantopiteco los seguía, ajeno al hecho de que había recogido a un pasajero. Con tres patas y media, Chaleco se aferraba a él con toda su alma. Había girado por accidente sobre la espalda del simio postrado y se agarró con fuerza mientras la criatura se levantaba. Ahora, el suelo estaba a tres metros por debajo de él y pasaba a una velocidad de vértigo. La cucaracha deseaba poder saltar, pero no quería morir como un bicho… literalmente.

Delante, la mujer sin pelo y los otros dos bichos habían conmocionado a la multitud, que también corría. Los que iban a la cabeza gritaban:

—¡Trenzas! ¡Trenzas! ¡Espera!

La mujer corría oblicuamente hacia el coliseo, a través de las callejuelas.

—¡Cuidado, chaval! —gritó Fajín cuando un joven tropezó con su espalda.

El aficionado se agarró a él y empezó a gritar.

—¡Yujuuu! ¡Carreras de cucarachas gratis!

Umbra no esperó a su compañero. Sus corazones latían de terror. Esto era el fin, y lo sabía. Nunca alcanzaría a Trenzas, pero el Primero sí los alcanzaría a ellos.

La muchedumbre se convirtió en una marea viviente que barrió a Trenzas, Umbra, Fajín, al aficionado, al simio y a un Chaleco que iba de pasajero a través de uno de los grandes arcos del coliseo. El rugido de la multitud se triplicó dentro de ese tubo de piedra.

—¡Por fin la tenemos! —gritó Umbra por encima de su hombro.

—¡Yi-jaaa!

—¡No soy un caballo! —exclamó Fajín.

—¡Volved aquí, sucias cucarachas!

—Ugh… ugh… ugh… ugh…

A la cabeza del gentío, Trenzas gritaba a los guardias.

—¡Abrid las puertas, en nombre de Trenzas!

Los guardias entrecerraron los ojos como para distinguir quién era, y rápidamente quitaron las barras de las puertas.

—Cerrad las puertas, en nombre de… —dijo Umbra.

—… una cucaracha gigante —terminó Chaleco.

Las enormes puertas se abrieron hacia dentro, hacia la arena. Trenzas las atravesó sin aminorar el paso. Detrás de ella entraron Umbra, un espumeante Fajín y su jinete, y el simio con su propio pasajero.

La arena ya estaba atestada con una representación de la guerra civil aven. Unos altos guerreros pájaro embutidos en blancas armaduras se dieron la vuelta para ver la avalancha de espectadores. Sus manos apenas eran capaces de sujetar las armas de asta mientras miraban boquiabiertos el espectáculo.

—¡Cogedlos! —gritó el gigantopiteco. Para dar ejemplo, arrastró sus enormes manos como si fueran ganchos por la multitud, pero sólo consiguió darle al abdomen de Fajín. El simio atacó y, por lo menos, consiguió agarrar carne. Tiró, pero sólo encontró a un aficionado retorciéndose. Lanzándolo por encima de la estampida, el simio gritó—. ¡Coged a la mujer y a las cucarachas!

Los avens se volvieron. Eran guerreros experimentados de delgadas figuras, rostros de pájaro y cubiertos de plumas. En un momento, formaron una precisa falange y cargaron contra la turba.

Las tribunas estallaron. Los corredores de apuestas gritaban números entre el gentío, y las monedas y boletos corrían de unas manos a otras como bancos de peces depredadores.

Los guerreros enterraron sus armas de asta con filo de cuerno en el estómago de los primeros civiles, dejaron caer las armas atascadas y empuñaron sus espadas. Los civiles armados se volvieron para luchar, pero los demás se dispersaron. Después de recibir un corte poco profundo en la tripa, el gigantopiteco se volvió rabioso. Levantaba a los avens y los rompía contra su rodilla como un niño rompería un palo.

Chaleco cayó de su espalda y, con tres patas y media, salió disparado hacia sus camaradas. Las cucarachas gritaban y esquivaban en medio de la pelea.

—¡Bien, aquí hemos cumplido! —dijo Fajín.

—¡Larguémonos! —estuvo de acuerdo Chaleco.

—¿Y ser cucarachas para siempre? —preguntó Umbra.

—¡Deteneos! —La voz era imperiosa, ampliada mágicamente para llenar el gran coliseo.

Fue como si la lucha titubeara, luego se detuvo y la arena volvió a asentarse alrededor de los alborotadores.

—¿Qué significa esto? —gritó el Primero. Estaba de pie en las tribunas superiores, con los brazos extendidos y mirando fijamente. Bajo él, como llamas vivientes, siervos de la mano con sus túnicas amarillas bajaron a la arena. Se deslizaron rápidamente hacia los alborotadores, alargando literalmente las manos para agarrarlos.

Ninguno se movió excepto Fajín, que se agachó al lado de Trenzas y la cogió por el talón. Ella luchó por liberarse, pero Umbra y Chaleco se acercaron despacio para sujetarla de la otra pierna.

—¿Qué significa esto? —repitió el Primero. Su voz retumbante hizo que la multitud cayera de rodillas. Las cucarachas desearon tener rodillas sobre las que caer—. ¡Vosotras, cucarachas, respondedme!

Fue Umbra el primero en hablar.

—A instancia de tu amada Phage, te traemos esta ofrenda. Esta mujer. —Los siervos de la mano se colocaron alrededor, con las túnicas amarillas llameando, y cogieron a las tres cucarachas y a la muchacha—. Phage pensó que te alegraría ver a tu hija Trenzas.

El Primero se derritió. Bajó los brazos y se quedó allí un momento. Daba la impresión de que le costaba respirar. Luego bajó los escalones hacia la arena.

—¡El Primero viene! —murmuró alguien con temor, postrándose.

Otros siguieron el mismo ejemplo. Los gladiadores vivos se agachaban entre los muertos, todos excepto las cucarachas y Trenzas, pues las mismísimas manos del Primero los mantenían erguidos.

Se acercó, con las botas salpicando arena delante de él.

—Bueno, bichos o no —dijo Chaleco—, fue agradable conoceros, chicos.

—Lo mismo digo, pero cállate …contestó Fajín.

—Todavía no estamos muertos —murmuró Umbra—. Y sí, cállate.

El Primero caminó entre los cuerpos postrados hasta que llegó a la altura de las cucarachas y su cautiva. El hombre miró detenidamente a Trenzas. Su rostro, normalmente tan desapasionado como un bloque de granito, mostraba alivio, arrepentimiento y reproche hacia sí mismo. Phage había acertado. Estaba totalmente agradecido.

—Oh, Trenzas, hija mía, ¿dónde has estado? —preguntó suavemente.

—No soy tu hija —soltó ella con amargura—. Sólo sirvo a Íxidor.

Sus palabras cortaban como cuchillas.

—¿Qué te ha hecho Akroma?

—¡Salvarme!

—No —dijo moviendo la cabeza—. Eso es lo que yo haré por ti. Te salvaré, hija. Volverás a ser como eras.

—¡Preferiría morir! —gritó Trenzas, tratando de liberarse de los siervos de la mano.

—Cogedla —ordenó él con firmeza. Sus ojos se volvieron hacia las tres cucarachas—. En cuanto a vosotros, me habéis fallado. De igual forma que os di cuerpos, puedo quitároslos.

Los insectos se retorcieron para escapar, pero las manos que los sujetaban apretaron aún más.

El Primero caminó hacia ellos, y su rostro volvía a ser de piedra. Se acercó a Chaleco. Los dedos de ambas manos se sumergieron entre las placas de su espalda, y el contacto de carne con carne debilitó al bicho, pero el hombre no había terminado. Cogió el caparazón, levantó a la cucaracha gigante del suelo y la partió por la mitad. De los dos pedazos de cascarón cayeron tripas blancas.

El hombre se volvió hacia Fajín y le clavó el pie. Talón y suela atravesaron la espalda y el vientre de la criatura y golpearon el suelo de debajo. Con Fajín haciendo las veces de grotesca zapatilla, el hombre agarró la cabeza de Umbra y la retorció hasta que se le quedó en las manos.

Después de darles una patada a los cadáveres de las tres cucarachas, se alisó la túnica. La furia de la matanza desapareció de su cara y entonces miró con ternura a Trenzas.

—Llevadla a unos aposentos seguros en el corral de esclavos y encerradla allí hasta que pueda comenzar su curación —dijo dirigiéndose a sus siervos.

Éstos se llevaron a la mujer, que no dejaba de forcejear.

El Primero miró al suelo, cubierto de formas postradas.

—Levantaos. Largo de aquí. No volváis a interrumpir mis juegos nunca más.

La gente levantó la mirada, intentando evaluar si los atacaría. Uno a uno, se levantaron y se alejaron corriendo, cruzando la arena.

Entre ellos se movían tres sombras, líneas grises en el aire. Se escabulleron, esperando que el Primero no lo notara. Había destrozado sus cuerpos, pero les había dejado sus vacías almas.

Sin embargo, el hombre caminó hacia ellos, y murmuró:

—Traedme sus cabezas o estaréis muertos de verdad.

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Entonces, así era como sería.

Lo había sacrificado todo. Había descendido a la muerte para rescatar a su maestro, lo había encontrado y podía haberlo liberado, pero él había elegido quedarse. Había rechazado su visión viva y se aferraba en su lugar a la muerta.

Íxidor había abandonado el mundo, su Visión, y también a Akroma. Se había negado a librarse de la muerte, pero le había concedido sus alas para que ella sí lo hiciera. Ahora tendría que ser su propia maestra, su propia visión.

—Con cuidado —ordenó.

Sus siervos, tímidos humanos seguidores de Íxidor, temblaban mientras atornillaban con cuidado la pata de metal a su talón. Un cirujano había colocado dentro del hueso las cuatro juntas mecánicas que sujetarían los miembros que se habían forjado de nuevo. Las patas eran largos conos de acero aguzados como puntas de lanza. Una vez colocadas, la mujer sería capaz de ponerse en pie, andar y luchar. Después volaría a los confines de Otaria para que todos pudieran verla, la visión viviente, y creyeran.

Se había convertido en la Visión de Íxidor.

No volvería a guiar a los fieles para que adorasen a un dios muerto en el vientre de la bestia, sino que adorarían su propia y gloriosa figura. No volvería a enviar discípulos para atraer a las naciones a Topos. Era el momento de que sus enormes ejércitos se pusieran en marcha y conquistaran un continente y, más tarde, el mundo.

La pata con forma de lanza sonó dentro del lugar. Tres más, y estaría completa. Entonces, Otaria sería testigo de la Visión de Íxidor, y temería.