CAPÍTULO 2
ESA MIRADA PENETRANTE
kroma se sentó sobre el balcón más alto del palacio de Locus. No era su palacio, sino el de su maestro, que llevaba dos meses ausente. Aun así, Akroma y Locus estaban hechos el uno para el otro. Ambos habían sido forjados en la belleza, tan blancos como el alabastro. Ambos habían sido desfigurados por el mal y vueltos a forjar como combinaciones. La parte superior de su cuerpo era la de un ángel, mientras que por debajo de la cintura era un jaguar. Del mismo modo que el mármol blanco de Locus estaba reforzado con secciones de piedra de calidad inferior.
El maestro Íxidor no lo habría hecho de esta forma, pero él se había ido. Así era la belleza perfecta que había creado. Akroma sólo podía «remendar» lo que él había dejado, preservándolo.
Su mirada se alzó más allá del lago gris que rodeaba Locus, más allá de la oscura franja de la ribera hasta los altos troncos del Bosque de los Claros Verdes. Era un refugio para los fugitivos. Cada día se producían levantamientos entre los discípulos de Íxidor y Akroma impartía justicia. Los cadáveres eran arrastrados a las Tierras de Pesadilla, donde los hombres de masilla los lanzaban dentro de fosos succionadores. Pronto, todo Topos, desde las Montañas Sombrías hasta el oasis, sería limpiado de seres malignos. La mujer suspiraba porque llegara ese día. Para prepararse, los hombres cangrejo extraían piedras y las llevaban rodando hasta las Tierras de Pesadilla para taponar los fosos. Cuando esto sucediera, la tierra dejaría de aullar noche y día.
De todas formas, no sería suficiente. Ella podía remendar un mundo destruido, podía limpiarlo de enemigos, pero no podía curarlo de verdad. Sólo él era capaz de algo así, pero se había marchado.
Juntando las manos, Akroma cerró los ojos y rezó.
—Vuelve, oh Creador. Vuelve. Yo no soy digna de gobernar tu mundo…
Las palabras flotaron en el viento. Abrió los ojos hacia un cielo de un azul olvidado, hacia un mundo que no suspiraba por Íxidor como lo hacía ella.
Algo se movió bajo el cielo, una chispa azul celeste entre los troncos del bosque. Era un discípulo de Íxidor, un punto sensible de luz. Zumbó como una avispa mientras ascendía a través de las hojas para luego salir disparado como una flecha hacia el balcón donde esperaba su señora. Debía de haber encontrado otro rezagado de los ejércitos invasores.
Los orificios nasales de Akroma se ensancharon, y una amarga sonrisa cruzó su rostro. Allí había algo que ella podía hacer. Con aire ausente, dejó caer la mano sobre el mango del hacha que llevaba a la cintura y sacó el oscuro y pesado objeto. Siempre estaba frío, ya que su cabeza era más densa que la piedra y más suave que el cristal, y su empuñadura de metal tenía incrustadas gemas que eliminaban el calor. Esa hacha, Segadora de Almas, había sido forjada con el propósito de matarla. La había encontrado un día después de la batalla en las Tierras de Pesadilla y, desde entonces, la había llevado siempre consigo como recuerdo de su propia muerte.
Igual que un fuego fatuo, el discípulo se dirigió zumbando hasta el balcón, saltó por encima de la barandilla e impactó en la frente de Akroma.
De repente, su mente se inundó de visiones. Una caravana de carromatos pintados con colores brillantes esperaba junto a las Tierras de Pesadilla, con los sirvientes portando bandejas de suculentos manjares; una sierpe de la muerte se zambulló entre nobles que gritaban, y comió y comió acompañada del sonido de unas carcajadas enloquecidas; quien se reía se sentó a horcajadas sobre la bestia, que trató de resistirse. Las carcajadas sólo finalizaron cuando un jaguar saltó sobre ella (sí, era una mujer) y la inmovilizó; un terrible dolor, luego miedo y rabia, el sabor de los gusanos y las cucarachas, piernas ensangrentadas y raíces para entablillarlas, atadas con trenzas doradas…
—Trenzas —le dijo Akroma al discípulo—. La conozco. Una invocadora de demencia.
El discípulo le mostró más visiones: un rápido vistazo de Akroma a través de la enramada, el olor del miedo como la orina en la ropa…
«Trenzas también me conoce —pensó Akroma—. Se ha ocultado estos dos meses, pero se acabó.»
El discípulo le ofreció escenas de hombres-cangrejo que rodeaban y mataban a otros rezagados…
—No, lo haré yo misma. Hay cosas que puedo aprender de esta situación, cosas sobre nuestros enemigos.
Esto era una autorización para retirarse, y el discípulo lo sabía. Chispeando una última vez en el cerebro de Akroma, la criatura cayó por su garganta y huyó a través de sus labios. Se alejó rápidamente por encima de la barandilla del balcón y regresó donde se ocultaban los refugiados.
El torso de jaguar de Akroma se contrajo para saltar, y sus garras se aferraron con fuerza a la suave piedra. Se abalanzó hacia adelante salvando la barandilla con facilidad, y sus alas blancas se extendieron en el aire. Más abajo, el palacio pasó de largo, enorme y silencioso. Akroma descendió siguiendo la estela del discípulo, sintiendo cómo el aire se volvía más caliente y denso a su paso. El hacha con cabeza de piedra destelló en sus manos, y una furia justificada brilló en sus ojos.
Trenzas era el enemigo quintaesencial. Sus dementes labios habían escupido miles de horrores de demencia, tropas que posteriormente invadieron Topos. Incluso había vendido entradas para el acontecimiento, cambiando injusticia por entretenimiento. Encontrar a Trenzas viva y escondida en los Claros Verdes era un milagro. ¿Por qué no había huido? ¿Por qué no había convocado monstruos para que la protegieran?
La respuesta estaba clara. Porque no podía. Sus heridas le habían impedido que hiciera otra cosa que no fuera sobrevivir. Era el momento ideal.
—Me gustaría saber dónde está Trenzas —se preguntó el Primero en silencio mientras miraba detenidamente desde su tribuna de lujo dentro del gran coliseo. En ese sanctasanctórum estaba totalmente a salvo y no vestía armadura, sólo sedas.
—Ella habría venido con algo más interesante que desatinos animales.
Sus comentarios cesaron cuando un centenar de almas gritaron con gran deleite. Las jaulas de los tigres se habían abierto, y las enormes bestias corrieron afuera para devorar a los prisioneros. Todos eran asesinos convictos, de modo que la ejecución pública era una lección: esto es lo que les ocurre a aquellos que matan fuera del coliseo. Los aficionados celebraban la muerte de los que quebrantaban la ley y el propio desorden.
—Parece que a los aficionados les gusta —respondió Phage. Ella no observaba los juegos, sino que estaba sentada en una silla de hierro en la esquina, con los ojos contemplando, o eso parecía, las paredes pintadas de negro.
—Crees que está muerta —aventuró el Primero, dándose la vuelta para estudiarla. En la oscura esquina, con su traje de seda negra, parecía que no tuviera más que una cabeza y un par de manos—. Por eso estás de tan mal humor…
Phage seguía mirando atentamente a la nada.
—Si está muerta, no tiene nada de qué preocuparse, y nosotros tampoco. Si está viva, volverá.
—Entonces, ¿de qué te preocupas? —El Primero cruzó la habitación y pasó junto a una silla de cuero donde Phage no se había atrevido a sentarse. Su toque podía corromper cualquier cosa que alguna vez hubiera estado viva, cualquier cosa excepto al Primero. Éste se sentó junto a ella y cogió sus manos entre las suyas. Las de él mataban y las de ella corrompían, pero cuando ambos se tocaban, experimentaban un éxtasis agonizante.
Phage se soltó, poniéndose en pie, y comenzó a andar de un lado a otro.
—Hay mucho de qué preocuparse. Tú mismo lo dijiste: «Sin Trenzas, el espectáculo decae».
—Las tribunas se llenan y las arenas locales también funcionan. Alimentan el talento de esta región y enseñan a Otaria a venir a la arena para buscar entretenimiento. Pronto, la gente resolverá los conflictos, entonces iremos a por el gobierno. Nuestros espectáculos se van haciendo con el control del continente. —El Primero se deslizó tras ella y extendió los brazos para rodearla.
Como una sombra, Phage se escabulló del abrazo.
—Akroma no descansará. Está acabando con la oposición en sus tierras y levantando un ejército. Quiere la guerra.
El Primero le cortó el paso sin timidez. La cogió por los brazos y la atrajo hacia sí. Sus manos, tan mortales con todas las demás, fueron diestras mientras recorría el contorno de su rostro.
—Se acabaron las escapaditas. No puedes esconderte detrás de Akroma. Yo te convertí en lo que eres. Somos uno. —Levantó la mano libre tras la cabeza de la mujer y la sujetó, para besarla después.
Sintió el dolor como si fuera placer. Sobrecargado. Irresistible. Era el feroz chisporroteo del hierro al rojo vivo cuando se sumerge en agua helada. El Primero mantuvo sus labios sobre los de ella tanto tiempo como pudo aguantar, hasta que una ola de agotamiento entumecido lo recorrió. Después la soltó, retrocedió un paso y se apoyó contra una mesa baja.
Jadeó. ¿Cuántos siglos habían pasado desde que podía tocar a una mujer sin matarla? Desde entonces, su corazón no había sido tan débil como ahora. Comprendió que podría amar de hecho a esa mujer y, a no ser que ella sintiera lo mismo, sería horriblemente vulnerable.
—Somos uno, tú y yo —dijo discretamente—. Nunca ha habido dos como nosotros. Estamos destinados a unirnos…
—Sí —continuó ella, aunque en un tono que parecía más bien una negativa. Se retiró hacia la ventana y observó a los tigres mientras se atiborraban—. Pero no arriesgaré lo que hemos construido. No puedo permitir que Akroma reúna un ejército mientras nos quedamos sentados sin hacer nada.
—El coliseo es nuestro ejército —dijo el Primero—. Contamos con cien mil almas.
—No, nuestro ejército nunca regresó de Topos. —Phage lo miró, y el fuego que desprendían sus ojos era hermoso—. Han montado su campamento en la Escarpadura de Coria, ¿o es que no lo has oído? Zagorka y cientos más.
El Primero se encogió de hombros.
—¿Qué representan para nosotros esos cientos?
—La grieta en la presa. Si nos desafían, lo harán otros miles, de modo que tendré que encargarme de ellos. Me las veré con Zagorka y traeré de vuelta a nuestro ejército —vociferó.
El Primero pudo haberla detenido, pero resultaba tan erótico verla marchar.
Akroma descendió entre enormes árboles: habrían parecido gigantes de no ser porque rodeaban un palacio tan grande. La primera enramada se levantaba sobre ella, y se lanzó por un hueco de la segunda. El aire de debajo era caliente y oscuro. Se sumergió a través de la última capa de hojas, rebotó dos veces y acabó chocando con el mullido suelo.
Delante, el discípulo esperaba. Volaba en círculos alrededor de un árbol enorme cuyo amasijo de raíces había erosionado uno de sus lados. Debajo, una raíz en forma de arco escondía un oscuro hueco. Un rastro de bosque removido y sangre seca conducía hacia aquel lugar, y la mujer se preguntó por qué le había llevado tanto tiempo encontrar a Trenzas. Cuando miró al final del rastro, vio el esqueleto diseminado de un jaguar. Habría parecido que el felino se había arrastrado y dejado ese sendero sangriento… de no ser porque la maleza estaba aplastada en la dirección contraria.
Caminando con suavidad, Akroma se acercó al agujero y, una vez en la entrada, olfateó, olió el hedor a preocupación del lugar. Trenzas había caído hacía tiempo, ella, que no conocía el miedo. ¿Qué le había ocurrido para acabar viviendo como un tejón herido?
—Adelante —ordenó Akroma en voz baja, no a Trenzas, sino al discípulo. Éste zigzagueó entre los árboles y corrió a tocar la frente de Akroma.
—Averigua qué está haciendo aquí, por qué no puede marcharse, qué la ha reducido a este estado. —Volvió a hablar, esta vez dirigiéndose a Trenzas—. No puedes escapar. —Con esas palabras, el discípulo se marchó. Salió volando de sus labios, se metió bajo la raíz levantada y atacó. Se oyó un grito ahogado y el sonido de pelea. Momentos después, la chispa azul emergió. El discípulo salió y desapareció dentro de la cabeza de Akroma, transfiriéndole la mente de Trenzas.
Eran unas ruinas en un estado lastimoso, una ciudad hundida en un pantano. Cada cámara de pensamiento estaba inundada de oscuridad y suciedad. Cada idea no hilvanada flotaba entrecortada entre los árboles. El cerebro de Trenzas era un caos. Había sido así durante mucho tiempo, y había vivido felizmente dentro de los restos del naufragio, pero cuando llegaron las aguas del diluvio, trepó al tejado de su mente y esperó a que la rescataran.
¿Qué eran esas aguas? Si Akroma fuera capaz de comprenderlo, lo entendería todo acerca de Trenzas.
—Dile que le perdonaré la vida si sale a la luz. Dile que, si permanece en la oscuridad, la mataré.
El discípulo salió rápidamente de los labios del ángel, cruzó el agujero bajo el árbol y entró. Hubo un destello en azul y la mujer vio el inquietante rostro de Trenzas antes de que la cueva se oscureciera. Esta vez no hubo lucha, nada de gritos, sólo un suave sollozo.
—Sal, Trenzas —dijo Akroma, pretendiendo reconfortarla incluso mientras le daba órdenes—. Sal y hablaremos.
Del interior del agujero llegó un sonido estremecedor y un discreto ruido sordo. Acto seguido, otro ruido, esta vez de pisadas. Una lastimera criatura se arrastró hacia fuera, y Akroma la estudió con ojos despiadados.
La cabeza de Trenzas se inclinó ante la luz, y no pudo volver a ser llamada por su nombre. Algunos cabellos habían sido arrancados de raíz, otros por culpa de la fricción, otros cortados por rocas afiladas. Se veía el cuero cabelludo por muchos lugares. Las cicatrices entrecruzaban su piel y mostraban un montón de deformidades grises, donde su cráneo debía de haberse partido y curado mal. Subió la cuesta tambaleándose y sus escuálidos hombros quedaron a la vista. Se notaba la respiración en su pecho y andar le costaba un gran trabajo.
Akroma vio por qué.
Las piernas de Trenzas estaban purulentas y torcidas dentro de las tablillas hechas con raíces. El cabello que unía la madera se había vuelto marrón. Había colocado los huesos incorrectamente, pero al menos había evitado la gangrena. Trenzas acabó de salir del agujero y se colocó delante de Akroma.
El ángel la miró.
—Si estabas tan herida, ¿por qué no te suicidaste?
Con una voz tranquila y extrañamente clara, Trenzas contestó.
—No quería morir. Quería vivir.
Ahora Akroma sabía qué eran las aguas del diluvio: miedo. Miedo a la muerte, miedo al descubrimiento, miedo a todo. En otro tiempo, Trenzas había tenido un gran poder, y el poder destruye al miedo. Sin embargo, cuando se acabó ese poder, todo el destartalado laberinto de su mente se hundió. Lo abandonó todo a las aguas y se subió al tejado. El miedo evitó que se retirase al espacio de demencia, pues se había convertido en un animal. Sólo deseaba sobrevivir.
Los animales eran bastante fáciles de entrenar.
Akroma caminó la distancia que la separaba de Trenzas y, sin vacilar, envolvió a la mujer en sus brazos de ángel.
—Yo estaba destrozada, como tú. El amo Íxidor me curó. Te hablaré de él y también te curará.
—Sí —dijo suavemente Trenzas—, cúrame.
—Y tú me hablarás de aquel que una vez llamaste «maestro».
—Sí. —Los usos del miedo eran obvios y fáciles.
Abrazando a Trenzas, levantándola, Akroma echó a volar.
—Íxidor tiene una Visión para tomar este mundo destrozado y rehacer su belleza. Él te llevará del estado de fealdad al estado de trascendencia, y lo amarás como hago yo.
—Lo amaré como haces tú…