CAPÍTULO 19

EL EMERGER

H

acía un mes que Ceño de Piedra se había ido llevando las tropas de Topos con él. Desde entonces, muchos otros residentes incondicionales de Santuario también habían huido. ¿Quién podía culparlos? La ciudad estaba angustiada.

El lugar sagrado se llenaba cada vez más de glifos, cincuenta o sesenta de los hombres angulares que parecían estar hechos de cristal fundido. Cada día emergían más de los propios megalitos, tallas que se convertían en estatuas que se convertían en criaturas. Se movían con mucha lentitud cuando surgían por primera vez, pero con el tiempo crecía su velocidad y fluidez. La mayoría de ellos se congregaban arriba, donde no vivía nadie.

Pero hoy, un glifo había descendido.

Zagorka y Elionoway marchaban uno al lado del otro, con aspecto preocupado. De vez en cuando miraban a la cima del acantilado, donde la luz de la mañana brillaba y se reflejaba en cientos de figuras rojas. Las runas que había en las profundas cuevas ya se habían convertido en glifos, y ahora estaban emergiendo todos los de la cima de la colina. La roca estaba atestada con un ejército rojo que pronto superaría en número a los ciudadanos. Zagorka había dado órdenes estrictas a todo el mundo para evitar a esos hombres de cristal, pero hoy ella misma rompería esa norma.

—Pero, gobernadora, te lo estoy diciendo. ¡No seré capaz de comprenderlo! —insistía Elionoway. Sus largas piernas luchaban por mantener el paso de la enojada mujer, y su pipa escupía humo como una pequeña máquina de vapor—. Entiendo su idioma cuando está escrito, pero la pronunciación…

—Eres nuestra única esperanza —le interrumpió Zagorka.

Elionoway asintió con frialdad. Con dedos temblorosos, sacó un estropeado pergamino del bolsillo y empezó a ojearlo, tratando de pronunciar las palabras en su lengua.

Al principio del camino se paseaba el glifo que había matado a veintitrés ciudadanos en aquel fatídico día. Se movía con paso poco fluido, pero, aun así, muchos colonos corrían por el vado llevándose todas sus posesiones y sin mirar atrás. Otros se quedaban, pero encerrándose detrás de las puertas. Sólo Zagorka y Elionoway caminaban por las calles y se dirigían al encuentro del hombre de piedra roja.

El dedo tembloroso del elfo localizó las palabras.

—La… ah… curva indica inflexión: cuanto más profunda es la curva, mayor es el… ah… énfasis…

—¿Y si lo escribierais todo? —preguntó Zagorka.

Los ojos del elfo se abrieron con temor.

—¿Y cómo se supone que escribiría él? ¡Quemaría el papel, derretiría la pluma y haría hervir la tinta!

—Ya podría quemar las palabras escritas en la piedra —soltó la anciana en tono alarmante.

—¿Se supone que eso es divertido?

—No.

El pergamino tembló en la mano de Elionoway, que miró hacia el vado y a la gente que huía.

—Nosotros también podríamos marcharnos, Zagorka. Sería lo más sensato.

—¿Marcharnos? ¿A Topos? ¿A Krosa? ¿A Afetto? No hay lugar adonde ir para gente como nosotros.

—¿Qué me dices de Eroshia?

La anciana resopló y señaló el papel.

—Preocúpate de tus letras. Santuario es nuestro hogar. Si lo perdemos… no volveremos a tener casa.

Uno al lado del otro, llegaron a lo alto del camino y entraron en una explanada donde el glifo se paseaba. Con pasos deliberados, éste se aproximó a la fuente que había en el centro.

Era una escultura preciosa, con los bordes de granito rojo y la base cubierta de una suave lámina de obsidiana. En una ocasión, la magia la había hecho fluir; ahora, sin embargo, sólo era un montón de polvo. Había presenciado los juegos de tabas de los vecinos, pero por lo demás no recibía uso alguno. Por cada paso que la criatura daba hacia ella, Zagorka y Elionoway daban diez. Llegaron junto al glifo y avanzaron resueltamente. El extraño ser estudió la fuente con ojos como globos de cristal. Aunque su rostro era inescrutable, Zagorka podría haber jurado que parecía triste.

De pie junto a la fuente, la anciana respiró profundamente y se calmó.

—Dile que… le damos la bienvenida… a Santuario.

Elionoway pasó páginas del pergamino hasta que encontró una hoja en blanco, y después sufrió lo suyo para transcribir los caracteres.

Mientras él escribía, el glifo vino a colocarse delante de la fuente y miró hacia abajo, con los brazos a los lados.

Con cuidado de no tocar a la roja figura, Elionoway le puso la página delante y se quitó la pipa de la boca para poder pronunciar las palabras con lenta claridad.

El glifo sólo miró un momento el pergamino, y después cambió su atención a la mano del elfo, a la larga pipa de hueso que sujetaba. Lentamente, los dedos de color rojo sujetaron la boquilla y la levantaron. La humeante cazoleta se alzó frente a la cara del glifo, y un humo azul se elevó en un fragante círculo a su alrededor. El objeto no estalló en llamas, como había sucedido con el hombre el primer día. El glifo bajó la pipa, devolviéndola, y habló con una voz parecida a la lava burbujeante.

Elionoway escuchó, pálido.

—Quiere saber… si soy uno de ellos.

—Dile que sí.

Garabateando otra vez, Elionoway trazó las runas y se las enseñó. El glifo volvió su cabeza translúcida hacia Zagorka y habló.

—Quiere saber quiénes somos —dijo el elfo con voz temblorosa—, y qué es Santuario.

—Dile que somos la gente que vive aquí, que Santuario es nuestro hogar.

El elfo tradujo, y el glifo le dirigió una quejumbrosa mirada. Su respuesta fue un enojado borboteo.

—Dice que estamos equivocados. Que es su gente la que vive aquí. —Tragó saliva—. Éste es su hogar.

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Akroma había pasado una eternidad en esa etérea oscuridad. Tres veces había adelantado a la eterna sierpe en su ascenso hacia la caja de zapatos y cada vez pensó que la había dejado debajo, pero al final volvía a encontrársela arriba.

Por fin, apareció el diminuto rectángulo de luz. Su fuerza casi se había agotado, pero las alas de su dios la impulsaron, y ascendió. Con cada batida de sus plumas la luz crecía, dando la sensación de ser un corazón que latía y se agrandaba. El rectángulo se ensanchó para recibirla. Batió una vez más las alas, las plegó y saltó dentro del espacio.

La cabeza, los hombros y los brazos salieron disparados por la antecámara de su palacio. Habían soldado un robusto bastón de hierro que mantenía abierta la puerta de la caja, y Akroma lo agarró con desesperación. Se repuso. Sus alas se extendieron como si saliera de una crisálida y, gimiendo a través de los dientes apretados, cayó de espaldas, con las alas abiertas. Debía parecer una mariposa recién formada, con las patas tan blandas que tenía ganas de llorar y el cuerpo jadeante. Aun así, había sobrevivido.

Ese pensamiento la atravesó como una flecha. ¿Desde cuándo era importante que ella sobreviviera? ¿Su creador estaba eternamente muerto, y ella aún vivía?

Se puso de lado, con los talones de las patas doliéndole al apoyarlos en el suelo de piedra. Tenía que encontrar a alguien, a quien fuese. ¿Había estado fuera mucho tiempo? ¿Quién gobernaba Topos ahora?

—He vuelto —gritó con la garganta llena de flemas. Al no recibir respuesta, gritó más fuerte—: ¡He vuelto!

Alguien saltó sobre su espalda. Trató de darse la vuelta para sacarse de encima a su atacante, pero unas manos la agarraron rápidamente y con firmeza por el cuello. El toque corruptor era inconfundible. Akroma había escapado de una muerte sólo para caer en otra.

—Yo también he vuelto —dijo Phage.

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Zagorka trató de no estremecerse, aunque la sola e imponente presencia del glifo resultaba aterradora.

—Pregúntale si fue su gente la que construyó esta ciudad.

Elionoway se representó mentalmente la pregunta y luego la pronunció imagen por imagen, traduciendo después la respuesta.

—Dice que sí, y no sólo la ciudad, también toda la escarpadura. Era un muro de defensa para separar al numen del norte del numen del sur.

Pregúntale que por qué se marcharon, y dónde han estado durante veinte mil años.

El elfo tradujo.

—Dice que cuando los númena fueron asesinados, estos siervos, los que nosotros llamamos glifos, perduraron en los elementos que los generaron. Durmieron en las rocas durante veinte milenios, para emerger ahora.

—¿Por qué ahora? —preguntó Zagorka. Miró el rostro del elfo con admiración mientras éste lo traducía todo.

—Porque los númena necesitarán a sus siervos —contestó sencillamente—. ¿Recuerdas la profecía de la cueva? Cada numen trae consigo una nueva nación y un nuevo ejército para combatir en una guerra muy antigua. Este hombre que tienes aquí es un oficial del ejército de los glifos.

Zagorka se mordió el labio sin darse cuenta.

—Dile nuestros nombres y pregúntale el suyo. Pregúntale a quién sirve.

Elionoway levantó una mano, deteniéndose mientras vaciaba la pipa y volvía a llenar el cazo. La encendió e inmediatamente empezó a preguntar.

Las respuestas bulleron de la criatura carmesí, que poco a poco se fue arrodillando junto a la fuente.

—Éste es el comandante Gattac, una palabra que significa guerra, y sirve al numen Averru.

—¿Por qué se está inclinando? —preguntó Zagorka con urgencia—. ¿Qué quiere de nosotros? ¿Irán los suyos a algún otro lugar cuando emerjan? ¿Prometen no hacernos daño a ninguno? ¡Dile que queremos respuestas!

—Un momento —dijo bruscamente el elfo—. Puedo responder por él a algunas de esas preguntas. Son cosas que he leído, cosas que tú sabrías si me hubieras escuchado. Está claro que no se irán; ésta es la ciudad que construyeron, la ciudad a la que han esperado volver durante veinte mil años. ¿Que qué quieren de nosotros? Nada. No somos nada para ellos, ni tan sólo un impedimento. Ni siquiera nos van a expulsar de sus casas. Podrían pasar a través de nosotros con sus llamas. Para ellos sólo somos fantasmas. En cuanto a por qué se está inclinando…

Sin esperar la traducción, el oficial Gattac empezó a hablar.

—Está convocando el poder de Averru. Quiere que el numen haga que el Estanque de la Adoración renazca, sea lo que sea eso, de manera que sus siervos puedan servirle mejor —añadió Elionoway—. El Estanque de la Adoración aparece en otras runas, un pozo profundo de piedra fundida que es una especie de santuario para los glifos. Existen profecías que hablan de que cuando los siervos de Averru hagan que el estanque despierte y ellos regresen a sus templos, el propio numen volverá. No sé dónde está, pero…

—Justo enfrente de nosotros —le cortó Zagorka, señalando hacia la fuente.

Las oraciones del oficial Gattac habían liberado una fuerza. El fondo de obsidiana de la fuente había empezado a hervir y la piedra se convirtió en líquido que fluía por toda una red de grietas. Burbujas de aire salían hacia arriba, entre los fragmentos, y reventaban haciendo ruido. Pronto, los únicos fragmentos sólidos cayeron en chorros líquidos, y mientras bullía, la piedra se volvió translúcida. Zagorka podía ver las profundidades del estanque, aunque no era capaz de ver el fondo.

El oficial Gattac parecía satisfecho.

—Entonces, ¿qué va a ocurrir? —preguntó Zagorka sintiéndose sobrecogida de terror—. ¿Qué ocurrirá cuando Averru vuelva a su ciudad, a su templo?

La voz de Elionoway tembló mientras traducía la pregunta y la respuesta.

—Antes hice una traducción equivocada. Dije que la Escarpadura de Coria había sido construida por los glifos para separar al numen del norte del numen del sur. Su palabra para separar es como nuestra «hender», que se usa comúnmente como «separar» pero que también significa «mantener unido». La Muralla del Mundo no separa a los númena y sus ejércitos, sino que los invoca.

—¿Los invoca? —preguntó Zagorka.

—Sí. Averru es un numen de la guerra. Construyó este lugar para que fuese el campo de batalla definitivo. Incluso lo llamó el Campo de Batalla de los Númena —explicó Elionoway. Su rostro estaba tan blanco como su pipa de hueso—. Se están preparando para una guerra mundial.

Zagorka se tambaleó, sujetándose en el borde de granito de la fuente.

El comandante Gattac había terminado con la entrevista. Saltó sobre la barandilla de granito y cayó con facilidad dentro del cristal hirviente. Su figura se hundió dentro del pozo hasta que fue casi imperceptible y después desapareció por completo.

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Ceño de Piedra estaba sentado, solo e inquieto, en su trono. Se sentía perdido. Había pensado que su regreso a Topos sería una vuelta a la fe, pero no había sido así.

La Visión de Íxidor, tan hermosa, era una mentira… tantos sueños mortales flotando en el aire. Tal vez Íxidor pudiera crear un paraíso real a partir de la arena, pero sus seguidores habían creado una falsedad, una hermosa y poderosa falsedad que barría el continente. Nadie, ni Aioue, ni Akroma y mucho menos él mismo, podían hacerlo realidad. ¿Cuánta gente había matado la Visión de Íxidor? ¿Cuántas vidas más reclamaría cuando llevara a la guerra?

El centauro estaba furioso. Había fracasado estrepitosamente. No podía erradicar los males dejados por Kamahl o por Íxidor. Sólo podía acabar con los suyos propios.

Cogió el hacha de su cinturón, Segadora de Almas, y la levantó. Su hoja brilló, afilada como una cuchilla. La cabeza de piedra estaba fría y negra. Ni siquiera tendría que balancearla, sólo arrastrarla lentamente, y su piel se separaría, las venas de debajo se cortarían y todo habría acabado.

—¡He vuelto! —gritó una mujer en la antecámara que había más allá. Su grito rebotó en las paredes de piedra y resonó alrededor de Ceño de Piedra.

Conocía esa voz.

—Akroma —gruñó. No podía ser otra que la personificación del fracaso de Íxidor. Un solo golpe podría apartarla del mundo. El corazón de Ceño de Piedra latía con un repentino regocijo, y asió con fuerza el hacha. Tal vez pudiera deshacer el mal que Íxidor había creado.

—¡He vuelto!

El centauro sonrió con ferocidad. Dio un paso silencioso hacia adelante, luego otro, y abandonó su trono. Descendió por la alfombra de seda que cubría las escaleras y cruzaba la sala de audiencias hacia la antecámara. El hacha temblaba en su mano. Había sido forjada para ese día, para matar a Akroma, y ansiaba segar su alma.

Ceño de Piedra cruzó la última bóveda de su salón del trono y salió por las puertas dobles, pero se detuvo sobre el suelo de mármol blanco.

Akroma yacía allí. Debía de haberse arrastrado fuera de la caja de zapatos y luego por el suelo, pues había dejado un rastro de sangre. Sus alas se agitaban, pero no podían elevarla.

El centauro vio por qué. Una pequeña y oscura figura estaba sentada sobre el ángel. Unas pequeñas y feroces manos agarraban a Akroma por el cuello, y la piel de porcelana se estaba agrietando y ennegreciendo bajo su contacto. Era Phage. Estaba haciendo lo que Ceño de Piedra tenía intención de hacer.

Casi se rió. Allí estaba la maldad de Kamahl estrangulando a la maldad de Íxidor. Podía matarlas a las dos, y su búsqueda habría concluido. Dos golpes, y habría limpiado a Otaria de la mancha de los dioses.

Se adelantó. Las desesperadas sacudidas de las alas de Akroma ahogaban el sonido de sus pisadas. Ninguna de las dos mujeres le oiría.

Se alzó imponente sobre ellas y levantó el hacha, que zumbaba en sus dedos impaciente por morder carne. Salió disparada hacia abajo con la fuerza de su brazo gigante detrás de ella.

Phage vio la sombra y miró hacia arriba.

Hasta ese momento, él iba a golpear a Akroma, pero el instinto de los centauros es atacar frontalmente, así que cambió el rumbo del golpe y lo dirigió hacia el pecho de Phage.

Ella levantó los brazos y la hoja rebotó hacia abajo, desviándose del corazón hacia el vientre. El hacha entró dentro de ella, cortando piel y músculo antes de detenerse como si hubiera chocado con una roca. La mujer salió volando, alejándose de Akroma, empujada por la hoja que debería haberla partido por la mitad. Cruzó la sala a toda velocidad y se estrelló contra una pared. La sangre formaba una cortina gris al brotar del corte que le cruzaba el vientre, mientras ella luchaba por respirar.

Ceño de Piedra siguió adelante, con la hoja manchada de sangre apoyada sobre el hombro. La miró, abriendo los ojos y la boca con furia.

—¡Estás viva! ¿Cómo? —Cargó hacia ella y volvió a balancearse.

Ella se echó a un lado, pero era demasiado tarde. El hacha golpeó su abdomen, y sonó aunque sin penetrar. Rechinando los dientes, Ceño de Piedra se inclinó sobre la hoja, pero ésta no había mordido muy profundamente. Rugió, rabioso.

Phage le sonrió en su cara furiosa.

—No puedes matarme, Ceño de Piedra, pues llevo dentro de mí a un dios. Estoy embarazada.

La miró boquiabierto. ¿En qué se había convertido? Se había propuesto terminar con la maldad y ahora estaba dispuesto a asesinar a una mujer embarazada y a un ángel herido.

—No… no puedes estar…

—No se nota, pero es verdad. Estoy embarazada.

Ceño de Piedra vomitó.

Como una mariposa herida, Akroma revoloteó de lado por el suelo, alejándose tanto de la mujer como del centauro. Yacía allí, jadeando. Las marcas negras todavía eran visibles en su garganta.

—Acaba con ella, Ceño de Piedra… Acaba con ella.

Él se limpió la boca y miró el suelo mancillado. Siempre había pensado que la muerte era sucia, pero comparada con la vida, era de lo más limpia.

Los guardias de Topos llegaron haciendo ruido por el pasillo y se detuvieron al entrar, mirando el extraño retablo. Vieron a Ceño de Piedra de pie entre dos mujeres heridas.

—¿Qué ordena, general?

—¡Bajad las armas! —bramó.

—¡Matadla! —gritó Akroma.

Los guardias no se movieron.

Con un rugido inarticulado, Ceño de Piedra cruzó la habitación hacia Akroma, sosteniendo en alto a Segadora de Almas. La levantó por encima de ella, con la hoja temblando en el aire.

—¡Cállate! ¡Cállate o te mato! A las dos, a la embarazada y al ángel lisiado. ¡Sí, esto es en lo que me he convertido!

—Olvida esta tontería. Mata a Phage…

Ceño de Piedra respondió sólo con un grito animal.

Akroma enseñó los dientes, y había podredumbre entre ellos.

—Entonces dame el hacha, mi hacha, y yo misma lo haré.

Ceño de Piedra bajó la hoja mientras el sudor caía por su rostro simiesco.

—Adelante, Akroma. Termina esto. Tú y Phage podéis mataros la una a la otra, pero lo haréis con las manos desnudas. Ésta no es tu hacha. Es de Kamahl. —Empujó la empuñadura del arma en su cinturón de cuero y se dirigió hacia la puerta—. Estoy agotado.

Antes de que pudiera alcanzar la puerta, Phage se puso en pie y corrió delante de él.

—¡Guardias! —gritó Akroma—. ¡Guardias! ¡Detrás de ella!

—¡Bajad las armas u os mataré yo mismo! —les gruñó Ceño de Piedra a los guardias—. ¡Todavía gobierno Topos! —gritó el centauro.

El rostro del ángel estaba desgarrado por el tormento.

—¿Qué vas a hacer con ese gobierno, Ceño de Piedra? ¿Tienes el hacha, pero no la vas a usar?

—No se hizo para mí —dijo Ceño de Piedra—, sino para Kamahl. Se la daré a él.

—¡Os mataré a los dos!

—Lo estoy deseando —gruñó el centauro mientras se marchaba.