CAPÍTULO 18

LIBERAR A LOS CAUTIVOS

C

eño de Piedra, Aioue y la guardia real caminaban enojados entre las tropas de asedio. El campamento que había a las afueras de Santuario estaba sumido en el caos. Era más de lo que Ceño de Piedra podía soportar.

Había tenido unos días muy duros. Dos noches antes, había luchado contra cucarachas gigantes mientras alguien profanaba la capilla de Íxidor y secuestraba a Trenzas. Siguió un largo día de marcha mientras le daba vueltas a esas pérdidas. ¡Y ahora, amanecía otro día para revelar esto!

—Imbéciles licenciosos sin fuerza de voluntad —gruñó Ceño de Piedra rechinando los dientes.

No había nadie haciendo guardia en el campamento. Los únicos soldados que se veían estaban agachados en el sendero jugando a los dados, mientras todos los demás seguían durmiendo en sus tiendas, levantándose sólo para salir corriendo a la cresta y orinar. Habían tenido medio año para excavar letrinas, pero seguían orinando en la ladera.

Íxidor había elevado a esa gente con su visión divina, pero Zagorka los había envilecido con actividades pueriles. La verdad era impotente contra el placer.

Ceño de Piedra había soñado que marchaba hasta el centro de su ejército y pronunciaba un discurso que devolvería la devoción a sus corazones. En el resplandor del sol de la mañana, sin embargo, ese sueño se había apagado hasta convertirse en nada. El ejército había sido capturado gradualmente, y ya no tenía ningún sentido recriminárselo a los soldados, sino que tendría que ir a Santuario y negociar su liberación.

El centauro se sentía enfermo, ya que, desde que atacaron las cucarachas gigantes, nada había salido bien, y él mismo estaba empezando a dudar de Íxidor. Era fácil creer en él, en Topos, donde sus creaciones estaban por todas partes y nada existía fuera de su alcance, pero allí, en las tierras baldías de Coria, bajo la escarpadura, eran otros los creadores que tenían mayor poder. A la sombra del ancestral acantilado, la verdad de Íxidor parecía pequeña e ilimitada, hermosa pero innecesaria.

La Visión se estaba haciendo borrosa, y Ceño de Piedra tenía miedo de que pudiera caer totalmente en la oscuridad.

Tenía miedo o esperanza…

Pasando deliberadamente por medio de un juego de tabas, Ceño de Piedra enterró los dados en el suelo con sus cascos.

—Vayamos a esa ciudad que supuestamente hemos capturado —gruñó a su contingente.

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—Calma, hermosa criatura —dijo tranquilamente el Primero al joven antílope que había capturado. Se inclinó hacia adelante en la pequeña embarcación, hundió los remos en el agua y empujó una vez más—. Tu tiempo ha acabado. La muerte será rápida.

El antílope colgaba sobre la popa, encima de las negras aguas. Ya no luchaba, sólo colgaba en su red. Las pezuñas delanteras se metían de vez en cuando en el líquido, dejando un rastro de gotitas. Aunque el pantano estaba completamente tranquilo alrededor del bote, la muerte acechaba bajo las aguas y esperaba su oportunidad.

La embarcación avanzó entre raíces de cipreses y se deslizó bajo cortinas de plantas trepadoras. A pesar del sigilo con que avanzaba la nave, la mera aproximación del Primero silenció a las criaturas de los árboles. Sentían su presencia, letal e irritada, y se mantenían alejados. El hombre sólo esperaba que las criaturas que moraban bajo el agua no lo sintieran. ¿Sería el joven animal suficiente señuelo?

El antílope se quejó lastimeramente.

—Vamos, vamos —le tranquilizó el Primero—. No mueres sólo por placer, aunque ésa sería razón suficiente. Mueres para servir a la Cábala. Para servirme a mí.

Necesitaba esa excursión. Tenía que pensar en algunas cosas. El asesinato había crecido en él como un furúnculo infectado, hinchándose día a día. Había salido para sajarlo y hacer que expulsara parte de su furia, pero, aunque matar algunos animales ayudaría, no acabaría con la infección. Sólo una cosa podía conseguirlo: la muerte de Phage.

Durante mucho tiempo, el Primero había vivido sin un corazón. Luego llegó Phage y ella se convirtió en ese corazón, un órgano que lo debilitaba, que acabaría matándolo. No volvería a estar bien hasta que la arrancara de su pecho y la lanzara al fuego. Tal vez las cucarachas ya lo habían hecho, y ese pensamiento hacía que se sintiera feliz.

Algo se removió bajo la superficie, y el Primero observó con ansiedad.

—No durará mucho, criaturilla —susurró, guardando los remos y esperando. La estela de la embarcación desapareció, difuminándose al pasar por debajo de las retorcidas raíces—. Si pudieras hablar, sólo una palabra. Una única palabra y tendríamos a nuestra presa.

El antílope obedeció y soltó un balido.

La superficie cristalina se rompió, y de las negras profundidades surgió una gran criatura verde. Una enorme boca la atravesó y se abrió, provocando que las aguas del pantano cayeran entre los dientes triangulares dentro de la cavernosa garganta. Las fauces del monstruo rodearon al antílope que se debatía. Luego, los dientes se cerraron, sin tocar a la criatura pero rompiendo el poste que sujetaba la red y anegando casi la popa de la nave.

El Primero se sujetó, observando encantado.

El behemot salpicó con sus mandíbulas en el agua negra, descendió y desapareció.

—Sorprendente.

El Primero se zambulló. Su figura vestida de cuero era elegante y pequeña comparada con la del escamoso monstruo, y cortó el agua con una salpicadura menor. Negras corrientes lo arrastraron tras la bestia.

La luz desapareció en el agua arenosa. Con una potente brazada, llegó a la espalda de la criatura y se agarró a ella, metiendo las manos bajo sus escamas de manera que la carne tocara la carne.

El behemot gritó con el espeluznante contacto, y enormes burbujas salieron disparadas de su boca. Entre los dientes de la bestia pateaba el antílope, que se dirigió a la superficie impulsado por la corriente. El monstruo se sacudió, tratando de librarse de su atacante, pero el Primero se agarraba con fuerza.

Supo que esto sería una carrera. Su toque mortal tardaría más en matar a una criatura de ese tamaño, pero cuanto más tardase, más le satisfaría su muerte.

El monstruo se impulsó hacia la superficie, con las garras palmeadas empujando el agua hacia abajo. Se abrió paso al exterior y tomó aliento, y el Primero siguió su ejemplo. Volvió a sumergirse, se retorció y se golpeó la espalda contra una maraña de raíces, pero todo en vano. Su columna ya estaba muerta. Cuando perdió el uso de sus patas traseras y su cola, el Primero pudo trepar más alto para destruir los brazos y los pulmones, y finalmente, el cerebro de la cosa. Sería un largo día lleno de muerte, y él se sentiría mucho mejor después de todo esto.

Volvería a recuperar a la bestia, un behemot muerto viviente para su creciente ejército.

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La rabia de Ceño de Piedra se encendía cada vez más mientras caminaba a grandes pasos por las calles abandonadas de Santuario. Los pocos residentes que había eran viejos o lerdos o ambas cosas, pero al menos podían señalar, y todos señalaban a lo alto de la escarpadura.

—¿Todo el mundo está allí? —preguntó Ceño de Piedra a un anciano desdentado que estaba sentado en un banco.

—Menos yo —fue la lacónica respuesta.

—¿Y eso por qué?

—Un presentimiento.

Ceño de Piedra sacudió la cabeza, protegiéndose los ojos con una mano. La forma más rápida de subir a lo alto era el ascensor que él solía hacer funcionar. Algo bullía en su cabeza: cómo había sido atraído por Phage y luego por Akroma.

—No puedo montar en ese ascensor.

El anciano ladeó la cabeza hacia Aioue.

—Tu amigo blanco sí que puede. Supongo que tú tendrás que trepar como las cabras.

—Trepar como las cabras —repitió Ceño de Piedra rechinando los dientes—. Trepar como las cabras.

Enojado, siguió el consejo del hombre y empezó a galopar por el camino de piedra. Aioue y la guardia real gritaron, pero sus palabras quedaron ahogadas por el ruido atronador de sus cascos. Curva tras curva, iba ascendiendo por la empinada cara del acantilado, hasta las ancestrales calles y a través de los nuevos asentamientos.

Pronto alcanzó los tejados más altos y corrió por los caminos de la cima del acantilado. Unas runas grabadas muy profundamente cubrían la pared rocosa. La última vez que el centauro había estado allí, esa pared de roca estaba limpia. Ahora, sin embargo, no quedaba ningún fragmento al descubierto.

¿Es que el mundo entero se había vuelto loco?

Por fin alcanzó la planicie. Se sacudió la espuma que brotaba de sus hombros lanzándola rocas abajo, y siguió trepando sin cesar, casi sin resuello, hacia el círculo de piedras.

Alrededor y entre los megalitos se encontraba una multitud, tal vez dos mil almas entre hombres, mujeres y niños. Estaban en silencio, y éste sólo era roto por un murmullo ocasional. Todos miraban al centro del anillo. A un lado se sentaba Zagorka, a cuestas de Chester, con su viejo cuello estirado para ver mejor.

Ceño de Piedra se dirigió rápidamente hacia ella, pero intentando no hacer mucho ruido. La piedra roja que había bajo él crujió, y pronto desaparecieron los horizontes, como si la cima de la montaña flotara sola en el cielo. Se acercó sigilosamente a Zagorka.

—¿Algún juego nuevo? —le preguntó en un susurro que parecía venir de muy lejos.

—Sí —contestó ella sin mirarle—. Sólo que no es nuestro juego.

Volviéndose hacia el centro del círculo, el centauro vio por fin lo que todo el mundo estaba mirando.

Allí de pie había un hombre, no una criatura de carne y hueso, sino algo parecido a un cristal caliente, sólido pero amorfo, translúcido y raro. Era más alto que cualquier humano o elfo que Ceño de Piedra hubiera visto jamás, y delgado, con unos miembros como bastones. Cada una de sus extremidades terminaba en un punto redondeado, y el calor se elevaba en oleadas desde sus hombros.

—Todavía está caliente —murmuró Ceño de Piedra—. ¿La pusieron en pie mientras todavía estaba caliente?

Por fin, Zagorka lo miró.

—¿De qué estás hablando? Ah, hola, Ceño de Piedra.

Él no le devolvió el saludo, concentrado como estaba en la figura roja.

—Estoy hablando de la estatua.

—No es una estatua —dijo Zagorka, mirándolo otra vez—. Mira. Se mueve.

Un escalofrío hizo que el pelaje del lomo de Ceño de Piedra se erizara. Ahora lo veía. La cabeza de la figura, con la forma de una cuenta de cristal, giró lentamente sobre su cuello rígido. Los ojos, que no eran más que bultos ovales en ese rostro liso, miraron con una extraña intensidad. No había nadie en un radio de seis metros de la criatura, y el espacio que la rodeaba se ensanchaba mientras su mirada barría a la multitud.

—¿De dónde viene? —preguntó el centauro en voz baja.

—De los glifos —contestó la anciana señalando hacia el monolito más cercano—. Han estado cambiando, formando figuras.

En un pilar situado a menos de veinte yardas había tallado un hombre-palo similar, colocado como si fuera a salirse de la piedra.

—¿Crees que vino de la piedra?

La anciana se encogió de hombros.

—No sé qué pensar. Ninguno de nosotros ha visto de dónde vino.

—¡Atrás! —gritó alguien.

—¡No sabéis lo que va a hacer!

—¡Clive, idiota! —Este último comentario vino de una mujer que había cerca de un hombre-glifo. Acababa de salir perdiendo en la discusión con un hombre, presumiblemente el idiota.

Clive entró en la tierra del no-ser que rodeaba a la amorfa figura. Con desenvoltura, metió los pulgares en los bolsillos de su harapiento vestido y dirigió una sonrisa desdentada a la multitud. Hubo más gente que le gritó, advirtiéndole, pero parecía que sólo lo alentaban. Estudió a la figura que se movía lentamente, se frotó la escasa barba de su mentón y dio unos pasos hacia adelante con la mano extendida.

La muchedumbre dio un grito ahogado.

—Bienvenido a Santuario —dijo Clive.

En el momento en que su mano tocó al hombre-glifo, la piel se quemó y se quedó adherida al ser. Clive gritó, tratando de liberarse. Una línea abrasadora avanzaba por su brazo, volviéndolo negro. La línea cruzó su hombro y le subió hasta el cuello.

El hombre se desplomó, quedando en alto sólo la carne llameante de su mano. El resto del cuerpo estaba quemado hasta el hueso. Por fin, la mano se desprendió, y Clive se derrumbó en un montón de carne que después se derritió, convirtiéndose en aceite, que también acabó desapareciendo tras un destello.

—¡Clive! —gritó la mujer. Entró tambaleándose dentro del claro y se arrodilló junto a la mancha grasienta. Gimiendo lastimeramente, cogió trozos de hueso carbonizado—. ¡Clive! ¡Oh, Clive! —Del hombre quedaba más bien poco. Unas manos ennegrecidas de hollín buscaron a tientas con la esperanza de encontrar una piedra. La mujer cogió una y la lanzó, gritando—: ¡Maldito seas! ¡Llévame a mí también!

La piedra cruzó el aire con facilidad y golpeó un costado del hombre-glifo. La roca se rompió, lanzando esquirlas irregulares contra todos los que había alrededor.

La mujer vio cumplido su deseo. Se dobló sobre la mancha negra y yació allí, inerte. Puede que cayeran también veinte más, mientras que otros que se encontraban cerca salieron corriendo, pasando por encima de los caídos.

Mientras los últimos fragmentos caían y rodaban, Ceño de Piedra gritó:

—¡Mantened vuestros puestos! ¡Que no os domine el pánico! —Las palabras surtieron efecto y la multitud se quedó quieta.

El hombre-glifo no avanzó ni realizó movimiento hostil alguno.

—Gracias —dijo Zagorka entrecortadamente—. Salvaste docenas de vidas.

—Y salvaré más —aseguró Ceño de Piedra, observando cómo algunos valientes que había al borde de la multitud se acercaban lo suficiente para arrastrar a los heridos y alejarlos—. Mi ejército puede ser tu ejército…

—¿Tu ejército? ¿Desde cuándo es tu ejército?

—Akroma lleva casi tres meses desaparecida. He estado gobernando Topos en su lugar.

Zagorka sonrió ladinamente.

—Así que es cierto que lo hiciste. Mataste a Akroma.

Ceño de Piedra parpadeó.

—A todos los efectos…

—Y ahora estás al cargo —sonrió—. Felicidades.

—Gracias. Mi oferta es genuina: mi ejército será tu ejército.

—Ya lo es.

Ceño de Piedra no se tragó el cuento.

—Lucharemos por vosotros… si os aliáis con Topos y rompéis todo vínculo con la Cábala.

—¿Aliarnos con Topos? —Zagorka se rió—. Verás, sé que eres el líder ahora, pero estás empezando a parecerte a otro dictador de esos con espada.

El centauro gigante entrecerró los ojos.

—Creo en Íxidor, si es eso lo que quieres decir.

—Íxidor. Vaya. —Zagorka lo miró compungida—. Mira, Ceño de Piedra, han ocurrido muchas cosas desde que te marchaste. Todas ellas me han enseñado que Santuario está sola. No nos aliamos con nadie, ni con la Cábala ni con Topos.

—Necesitáis el poder militar ahora más que nunca.

—No quiero ofenderte, pero ¿has echado un vistazo a tu ejército últimamente?

Ceño de Piedra resopló a la defensiva.

—Me encargaré de eso. Volveré a poner en forma a mis soldados y los dejaré aquí para que sean la fuerza de seguridad de Santuario. Es eso, o llevármelos de vuelta y dejaros solos en la lucha, una de dos. La elección es tuya, Zagorka.

La anciana suspiró.

—Ya nos han abandonado antes. Lo único que hemos conseguido de los aliados es que nos perjudiquen. Santuario está sola.

Ceño de Piedra sacudió la cabeza mientras miraba al hombre-glifo, que en ese momento le devolvía la mirada.

—No por mucho tiempo, me temo. —Se volvió y empezó a andar.

—¿No vas a quedarte para ver qué pasa?

Él sacudió la cabeza y trotó hacia la senda del acantilado.

—Tengo mi propia nación que gobernar. —Parecía que estuviera pensando su propio discurso, después de todo. Seguramente, cuando sus tropas oyeran hablar del horror que se estaba gestando sobre Santuario, volverían a la verdad, a la Visión de Íxidor.

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Delante, en el túnel de ácido negro, brilló una luz reluciente.

Akroma apresuró el paso, corriendo ahora sobre los muñones de sus disueltas patas. No sabía cuánto tiempo había sobrevivido en el vientre de esa bestia, ese lugar de interminable agonía, pero había visto cientos de abscesos. Sólo ése brillaba como una estrella atrapada.

Tenía que ser Íxidor.

Se lanzó, usando sus alas medio comidas para llegar al techo de ese pasillo. Con cada impulso, la luz se intensificaba. Metiéndose a través de un horrible esfínter, se sumergió en un lugar amplio de la interminable tripa de la sierpe de la muerte.

Los músculos que había allí se habían dilatado, como si fueran incapaces de moverse a causa de una criatura demasiado larga para tragar. En el otro extremo del espacio, enterrada en una pared goteante de carne gris, colgaba una brillante visión.

No era Íxidor, sino Nivea. El rostro de la mujer era la perfección en la que se había basado Akroma. Piel suave, ojos grandes, labios carnosos, una larga melena, un cuerpo delgado y joven, brazos y piernas fuertes. Estaba entera e inmaculada, recubierta de una bolsa de fluidos transparentes. Brillaba.

¿Dónde estaba Íxidor?

Permaneciendo sobre los extremos de sus muñones, Akroma registró la oscuridad. No había señal alguna de su maestro. Aun así, podía salvar a Nivea, volar a Topos y allí recuperarse antes de lanzarse a otra misión para rescatar a Íxidor. Como una araña, la mujer caminó sobre sus muñones hacia el brillante bolo. Sus manos rasgaron la membrana que sujetaba a la mujer. Ese rostro… era como si se estuviera liberando a sí misma del cautiverio…

Algo la agarró por la cintura y la apartó. Fuera lo que fuese, gritó, pero su abrazo era débil. Akroma dio un paso atrás para golpear a la repugnante criatura, pero detuvo el golpe en seco.

Era Íxidor.

Estaba consumido, en carne viva por culpa de los jugos gástricos, pero, por lo demás, entero y vivo. No tenía brazo derecho, por supuesto, pues lo había sacrificado hacía mucho para crearla a ella. Su boca y sus ojos se abrieron y gritó:

—¡No! ¡Akroma! ¡No!

—¡Maestro! He venido a liberarte —explicó ella llena de alegría y temor, derrumbándose a los pies de su maestro.

—¡No la toques! —gritó Íxidor. Los jugos caían de su barba prominente—. ¡No la toques nunca!

Akroma no sabía qué decir.

—No podemos dejarla aquí. Tenemos que llevarla con nosotros.

—¡No! —gritó—. Nunca. Ella no puede marcharse, y yo no me iré.

¿Qué podía decir a eso?

—¿Eres real, maestro? ¿Estás cuerdo? —preguntó, ansiosa, Akroma.

Una luz febril brilló en los ojos del creador.

—Sí, lo soy —señaló la bolsa de aguas—, pero ella es sólo un fantasma. ¿No lo entiendes? Ésta es la sierpe de la muerte de Nivea. Este bolo está sujeto a la pared intestinal junto a su corazón. Guarda el alma de ella. Nivea nunca volverá a vivir, pero su espíritu sobrevive aquí. Si rompes esta bolsa, se irá para siempre y la sierpe morirá. No debes hacerlo, hija mía. No podría soportarlo.

Akroma sacudió la cabeza.

—¡No puedes quedarte aquí! Esto te comerá vivo.

—No —contestó Íxidor—. La sierpe me quiere aquí para sentirse completa, y yo quiero quedarme. Sólo enemigos, como tú… —Dejó que las palabras se fueran apagando mientras miraba su figura consumida: las alas y las patas, la piel quemada por el ácido, toda hecha jirones—. Ya has hecho mucho, dulce Akroma, pero no puedes liberarla. Ni a mí tampoco.

Nunca antes había llorado, pero ahora lloró, y sus lágrimas se mezclaron con los ácidos que corroían sus piernas.

El tono enloquecido de Íxidor se había suavizado, y le cogió la barbilla con la mano.

—No te dejaré desconsolada, querida. No te enviaré en ese estado.

Y he aquí la grandeza del hombre: incluso en el corazón de un monstruo, de pie junto al fantasma de su amada, consumido y sin esperanza de volver a ver el sol, Íxidor era un creador. Extendió la mano hacia la pared intestinal del monstruo y escarbó con dedos poderosos, extrayendo un largo jirón de carne negra que se retorció espasmódicamente en su mano, muriendo mientras la sujetaba. Con un simple giro de su muñeca, dobló el trozo de músculo y envió su voluntad dentro de él. Chispas azules centellearon desde sus dedos, estirando los tendones. La carne negra se aplanó y transformó. Después la acercó a Akroma, que seguía arrodillada junto al brillante bolo. Con la solemnidad de un rey cubriendo con un manto a un campeón, Íxidor colocó sobre su espalda la carne metamorfoseada, que se fusionó con sus destrozadas alas, renovándolas. De repente volvían a ser blancas y brillantes, enormes.

Íxidor se tambaleó, mareado. Ese único acto de gracia lo había desgastado.

—No puedo hacer más… Vete… Ahora…

—¡No te dejaré!

—¡No me desobedezcas! —gritó el hombre—. Vete… Cruza por aquí, antes de que la sierpe se cure.

Levantándose sobre las puntas de sus huesos, Akroma lloraba.

—¡Volveré a por ti!

—¡Vete!

Levantó el vuelo con las alas extendidas. Sólo podía batirlas una vez, pero sería suficiente, pues ahora, rehechas, guardaban la fuerza de un dios. La arrojaron por la pared cortada y su cabeza separó las membranas. Metió las alas para volar al otro lado y la parte superior de su cuerpo sobresalió por la carne exterior de la bestia, pero los músculos de la sierpe la ahogaban, apretando como si fueran a partirla por la mitad. Rechinó los dientes y volvió a extender las alas para ensanchar la herida. La abertura se dilató y ella salió por fin, libre.

Akroma alzó el vuelo en el vacío etéreo y se alejó a toda velocidad de la sierpe. Otro batir de alas, y la bestia sólo fue un círculo negro bajo ella. Volaba. Gracias al creador, volaba. ¿Cuánto tiempo había pasado en el estómago de la bestia? No lo sabía. Ni sabía cuánto tiempo volaría en esos oscuros vientos, pero mientras sus alas la elevaban más y más alto, hacia esa minúscula caja de zapatos que había allí arriba, en algún lugar, su corazón permanecía abajo, con Íxidor.