CAPÍTULO 16

EMISARIOS

C

eño de Piedra ocupaba un trono inestable. Topos no había tenido nunca trono, pues el gobierno de Íxidor había sido absoluto y no necesitaba de ceremonia, y el de Akroma había sido incuestionable. Ceño de Piedra, sin embargo, necesitaba uno, y el ministro Lindolth y el sacerdote Aioue, los arquitectos de su reino, se aseguraron de que lo tuviera.

Topos se había convertido en un lugar lleno de políticos.

No había pasado ni media hora desde que Akroma se marchara cuando Lindolth y Aioue comprendieron que necesitaban una gran figura decorativa, y la encontraron en Ceño de Piedra, al que hicieron mayor aún tanto en vestiduras como en trono.

Era un trono de centauro, fabricado no para sentarse, sino para mantenerse de pie. A él le parecía una especie de establo, aunque sus promotores insistieron en que era un majestuoso nicho. Se encontraba en lo alto de doce generosos escalones cubiertos de seda roja que hacía que sus cascos resbalaran cada vez que subía. Sobre tres de los lados del trono se elevaban elaboradas tallas de roble recubiertas de oro, y en la parte delantera había colocada una bandera blasonada con la divisa de la nueva administración: TOPOS PARA TODOS. Puede que el aspecto más importante del trono fueran las cabinas que tenía a ambos lados, una para el ministro Lindolth, jefe de relaciones políticas, y otra para el sacerdote Aioue, jefe de relaciones espirituales. Estaban de pie, ligeramente por debajo de su «figura decorativa» y, mediante el uso de unos tubos para hablar camuflados, podían dar órdenes a su nuevo gobernante sin que nadie los oyera.

Ceño de Piedra, sin embargo, tenía sus propias ideas. Aceptó toda esa majestuosa estupidez sólo para poder rescatar a Topos de la herejía de Akroma y hacer que la Visión de Íxidor se hiciera realidad.

La multitud se reunió. Una vez llegaron las noticias de que Akroma había desaparecido y de que un nuevo y benévolo centauro se había instalado en el poder, el pueblo de Topos y todas las tierras vecinas se acercaron para ver a Ceño de Piedra. Habían encontrado a un gobernante que era paciente y sabio y escuchaba peticiones a diario. Los peregrinos se habían convertido en suplicantes. Hoy, doscientos de ellos esperaban para exponer sus casos ante él.

En esos momentos, los ancianos de un pequeño grupo de refugiados elfos permanecían de pie delante de Ceño de Piedra. Habían venido desde Krosa, donde sus ancestrales tierras habían sido desoladas y la mitad de su población destruida. Venían a Topos en busca de un nuevo hogar en los Claros Verdes. Su líder era una mujer arrugada que había vivido dos mil años pero que conservaba los ojos de una niña. La mujer imploró en la lengua de los centauros de Krosa.

—… tú mejor que nadie conoces la ruina de Krosa y la ruina de su gente. También sabes que un bosque se pierde si no hay elfos que lo atiendan. Lo que proponemos ayudaría a los Claros Verdes tanto como nos ayudaría a nosotros.

Ceño de Piedra la miró, pensativo. Era una decisión difícil. Comprendía los terrores a los que ese pueblo se enfrentaba, pero invitar al corazón de Topos a gente que no formaba parte de la visión original de Íxidor podría arruinarlo todo.

Los susurros llegaron desesperados de ambos lados.

—No los acojas. Destruirás la esperanza de una alianza con Krosa —decía Lindolth.

—Diluirían la Visión de Íxidor —seguía Aioue.

Los hombres continuaban, intentando tirar de los hilos de su marioneta política. Pero Ceño de Piedra no era ninguna marioneta.

—Sabia mujer —le dijo a la elfa, dirigiéndose a ella en su propio idioma—, tú y tu pueblo deseáis encargaros de los Claros Verdes, pero ¿sabéis lo que eso significa? No sería sólo la ecología lo que supervisaríais, sino también la teología. Debo saber que no sólo cuidaréis de cada planta y cada bestia, sino que también mantendréis fielmente la visión del que lo creó. —Se inclinó hacia adelante, bajando la voz, pero que aún resultaba audible para los que se encontraban en la sala de audiencias—. ¿Creéis en Íxidor?

La anciana bajó la cabeza.

—No.

—¿Estáis dispuestos a aprender de él? ¿Estáis dispuestos a abrazarlo?

—No —respondió sin levantar la mirada.

—En ese caso, marchaos de este lugar y buscad un hogar en otro sitio. O volved aquí cuando vuestros corazones estén abiertos, no sólo a la belleza de la creación, sino también a la gloria del creador.

Aunque la mujer y su contingente de elfos se volvieron desanimados, la multitud parecía impresionada por la sabiduría del centauro. En sus cabinas separadas, el ministro y el sacerdote decían:

—Bien hecho. La has puesto en su lugar.

—Permaneciste fiel a Íxidor.

El hecho era que Ceño de Piedra había esperado que la sabia mujer abrazara su creencia, que ella y su pueblo habitaran el bosque y se convirtieran en emisarios para los elfos de otros lugares. No había ido en absoluto como él se había propuesto.

Los pajes se dirigieron al siguiente suplicante, un hombre vestido con pieles de obrero que llevaba un ancho estuche de pergaminos colgado de su cintura. Sonrió, mostrando los dientes entre los bigotes picudos, sacó uno de los pergaminos y lo desenrolló.

—Majestad —dijo con una inclinación de cabeza.

—Llámame sólo general —le cortó el centauro.

—General —se corrigió el hombre con otra reverencia—. Soy Borsoom, ingeniero de estructuras de piedra. Todo el que haya visitado el gran coliseo ha visto mi obra. Traigo una propuesta para realizar algo igual de grande aquí, en Topos, y para mejorar enormemente la belleza de la tierra, y eso es lo que Íxidor quería: belleza. —Señaló el pergamino, un mapa de la región con un lago que en ese momento no existía. Su dedo apuntó a una ancha cuña que cruzaba el río Pureza—. Una presa en este lugar crearía un segundo lago en lo alto de los Campos de los Rastrojos, donde ahora sólo existe un espacio baldío. Sería idílico, en armonía con tu importantísima visión. —Musculoso e inteligente, el ingeniero sonreía a su plan—. Podría traer a Topos la misma gloria que llevé a la Cábala —tuvo la audacia de decir.

Los susurros fluían como enjambres de mosquitos de las bocas del ministro y el sacerdote, pero Ceño de Piedra no les hizo caso. No necesitaba que nadie le advirtiera para saber cómo tratar con ese personaje.

—Si Íxidor hubiera querido una presa en este río, la habría construido él mismo. Las Tierras de Pesadilla, y abandonemos oficialmente el término «Campos de los Rastrojos», son el lugar sagrado de la batalla que salvó Topos, la batalla en la que murió Íxidor. No es un erial, sino suelo sagrado. Por favor, márchate de aquí, coge tus herramientas y tus ideas y no vuelvas más.

Esta sentencia provocó una ovación y aplausos de la audiencia, e incrementó el prestigio de Ceño de Piedra entre sus consejeros. El hombre se retiró con la rabia escrita en la cara.

Se acercó una pequeña mujer con el atuendo de los iniciados y la cabeza totalmente afeitada y cubierta de viejas cicatrices. Caminó hasta la base de las escaleras y, en lugar de quedarse de pie para dirigirse al centauro, se tumbó boca abajo.

La demostración provocó el silencio en la multitud, y todos se esforzaron por escuchar.

—Hija —dijo Ceño de Piedra con dulzura—, ¿cuál es tu petición? ¿Qué puedo hacer por ti?

—Se trata de lo que yo puedo hacer por ti, soberano —contestó la mujer, sin atreverse a alzar la cabeza—. Yo era pupila de nuestra dama perdida, y ella me utilizaba mucho, pero desde que desapareció hace dos meses, no he sido de ninguna utilidad excepto para rezar por su regreso.

—¿Y tú has rezado?

—Cada vez que despierto. Rezo incluso ahora, con cada aliento, pero podría hacer más. Te serviría en nombre de Íxidor. —Ceño de Piedra se levantó del trono, con su enorme corazón palpitando con fuerza. Majestuoso, descendió los escalones cubiertos de seda hasta que llegó frente a la mujer y se quedó de pie delante de ella. Agachándose, extendió la mano hacia su cabeza y la alzó con delicadeza—. Me gustaría verte la cara, hija.

Ella levantó la cabeza y su rostro abandonó las sombras. Ceño de Piedra miró dentro de una máscara llena de cicatrices, con unos profundos ojos tristes y una devoción más profunda.

—¡Trenzas! —susurró el centauro.

—Permíteme servir —dijo ella—. Sólo deseo servir.

Levantándola, Ceño de Piedra la abrazó acercándola a su pecho, como si fuera una niña en los brazos de su padre.

—Todos vosotros, miradla. Ella complace a Íxidor. No viene a recibir, sino a dar, pero recibirá multiplicado por diez.

Trenzas se acurrucó contra él y tembló como una niña.

—Te quedarás conmigo —le dijo en voz baja—. Yo te mostraré la verdadera Visión de Íxidor.

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Ambos gallos sangraban, pero la sangre sólo alimentaba su rabia. Se pavoneaban, inflando las plumas del pecho y extendiendo las alas cortadas. Sus ojos brillaban como cuentas de cristal y sus garras se levantaban para seguir clavándose en la carne.

El gallo de la cresta púrpura atacó, pellizcando el pescuezo de su rival y tirando de las plumas de su pata. La otra ave chilló y batió las alas para alejarse.

No podía ir muy lejos. Las piernas humanas lo encerraban, y los gritos sedientos de sangre agitaron el aire. Para los gallos esto era una pelea a muerte, pero para los humanos sólo suponía un entretenimiento para pasar la tarde.

El ave de la cresta púrpura comenzó a correr, con las garras lanzando pequeñas nubes de polvo marrón detrás de él. Con las alas extendidas y el pico abierto, era un monstruo que casi parecía sacudir el suelo. El otro gallo se agachó y empleó las alas como escudo para cubrir su artimaña. El de la cresta púrpura sólo daba más y más vueltas, sabiendo que su enemigo no podía escapar.

Pero sí que escapó. Se había abierto un pasillo a través de aquellas piernas humanas que conducía desde el círculo de polvo hacia el centro de la calle principal. El atemorizado animal corrió a toda velocidad, adelantando las ruedas giratorias de una carreta pintada de colores brillantes hasta un tranquilo callejón.

La liberación del gallo había llegado en forma de feria ambulante. Había hecho temblar el suelo, haciendo que los humanos se volvieran y había cubierto su huida.

La caravana se detuvo. El tiro de caballos piafó y resopló. Tras ellos se detuvo también una carreta cargada con cachivaches. Un velo denso de polvo salía de las ruedas, oscureciendo momentáneamente la figura que saltaba de la calesa y que emergió de la cortina de polvo como un hombre en un escenario.

—¡Hola, Amoburgo! ¡Ha sido un camino polvoriento hasta vuestra bonita metrópoli y mi rabadilla ha pagado por ello, pero aquí estoy!

La gente de Amoburgo, que difícilmente podía llamarse aldea y menos aún metrópoli, se limitaba a mirar fijamente al extraño.

Menudo, de pelo rubio y atractivo a la manera de los depredadores, vestía un frac amarillo brillante con forro azul real. Llevaba un bastón de plata, pero no se apoyaba en él, sino que lo hacía girar despreocupadamente entre sus dedos.

—¿Es que nadie me va a preguntar quién soy?

—¿Quién eres? —espetó uno de los palurdos.

—Soy vuestro sueño convertido en realidad. Me llamo Campanero.

—¿Campanero qué?

—Sólo Campanero, como sólo Yawgmoth. ¡Ja, ja! Era un pequeño chiste.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Le dio unos toquecitos con el bastón de plata al que hablaba.

—Me alegra que me lo preguntes, amigo. Vengo a ofreceros una mejora. Veo por qué habéis tenido que estableceros, por lo que respecta al entretenimiento. Peleas de gallos. Vergonzoso. Os merecéis algo mejor.

Un delgado granjero, cuya nuez de Adán parecía una segunda barbilla, dijo:

—Resulta que a nosotros nos gustan las peleas de gallos.

—Sí. ¡Excitante! ¡Interesante! Pero ¿cuándo fue la última vez que visteis una pelea de gallos en el coliseo? Vosotros sois parte del circuito del coliseo. Deberíais disfrutar de un verdadero espectáculo en él. Fíjate, sólo con mirar a esta multitud puedo ver cinco, tal vez diez grandes gladiadores entre vosotros.

El grupo se rió con los halagos, pero se apretaron más en torno a Campanero. Otros que paseaban por las polvorientas galerías de las tiendas se acercaron a escuchar.

Campanero comenzó a abrir los paneles de su caravana. Cada sección se plegaba para mostrar un telón de fondo pintado con colores brillantes, de manera que, pieza a pieza, el vehículo se transformaba en un amplio escenario al aire libre. Del interior de la caravana emergieron dos enanos de apariencia robusta, con sus musculosos brazos cruzados sobre el pecho. Mientras se preparaba, Campanero explicó:

—No necesitamos violencia sin sentido, como aves destrozándose mutuamente. No es ésa la ética del coliseo. Necesitamos peleas de verdad que resuelvan conflictos importantes, de verdad. De esa forma, no sólo conseguimos que el espectáculo tenga lugar, sino que hacemos que nuestras comunidades sean mejores.

—¿Eh? ¿Cómo?

Campanero levantó una ceja de forma elocuente.

—Oh, estoy seguro de que Amoburgo tiene algunos conflictos, esas pequeñas cosas que provocan peleas. Por ejemplo: me he dado cuenta de que tenéis muchas cabras. ¿Ha sido alguien testigo de algo inapropiado en lo que respecta a las cabras?

—¿Ina-pr-pr…?

—¿Alguno de los aldeanos prefiere la compañía de las cabras a la compañía de las mujeres? —aclaró el charlatán.

La única respuesta fue un silencio sepulcral.

—Sí, lo sé. Es un terrible cáncer y nadie quiere hablar de ello. —De manera dramática, metió la mano en el bolsillo de su traje y sacó una pieza de oro—. Esta moneda dice que uno de vosotros ha sido testigo de uno de tales encuentros.

Diez manos se levantaron en la multitud.

Campanero sonrió gentilmente y se inclinó hacia adelante, seleccionando a un joven, delgado como un látigo, con labio leporino y unos enormes orificios nasales.

—Tu mano fue la primera que vi, y aquí tienes tu pieza de oro. ¿Cómo te llamas?

—Clem.

—Un nombre rotundo, Clem —dijo Campanero, haciendo subir al hombre desgarbado desde la multitud y poniéndolo de frente a los otros aldeanos. Le pasó un brazo por detrás de manera amistosa, y continuó—: Si no es demasiado traumático, nos gustaría oír lo que viste.

—La verdad es que no fue dramático, sólo divertido, la verdad. Verás, volvía del arroyo y me dirigía a clavar mi poste en el cobertizo, y, cuando lo vi, tuve una especie de estremecimiento.

—Estremecimiento —repitió Campanero con un temblor en la voz.

—Vi que mi cabra Maisy no estaba atada donde yo la había dejado, así que me acerqué con cuidado a las puertas para mirar dentro, y no te vas a creer lo que vi.

—¿El qué, Clem?

—A Maisy y a Delbut Tule.

La muchedumbre soltó un sonido mezcla de desaprobación y regocijo. Por encima de ese sonido se oyó el grito de un hombre corpulento.

—¡Eso es mentira! —No podía ser otro que Delbut Tule acercándose—. Está mintiendo porque todavía me debe la cabra y nunca la ha pagado. ¡Estaba en la leñera buscando un cuchillo para cortar la cuerda y dejar que la cabra se escapara!

—¡Sube aquí, Delbut! —llamó Campanero haciéndole una seña—. Y vosotros, gente, pensabais que no existían conflictos en Amoburgo. Aquí tenemos a un hombre acusado de «utilización» animal inapropiada, y a otro acusado de no pagar sus deudas.

—Te digo que yo no lo hice —se defendió Delbut, rojo de rabia—. Sólo quiero que se me devuelva lo que es mío.

—Quiere decir que quiere que vuelva su mujer…

Delbut se lanzó contra su escuálido acusador y la multitud estalló en gritos por la pelea. El hombretón habría cogido a Clem del cuello si los dos enanos no se hubieran entrometido, agarrándole la pierna y tirándolo al suelo. Los rugidos de la muchedumbre se convirtieron en gritos de «¡Campane-ro! ¡Campane-ro! ¡Campane-ro!».

Aunque el hombre vestido de amarillo pretendía dar sensación de seguridad, su sonrisa mostraba cuánto disfrutaba de la atención.

—Después de todo, esto es una especie de pelea de gallos, ¿verdad? Todo este tiempo habéis vivido con estos dos hombres lanzándose uno al cuello del otro, y sólo ahora se hace público en el tribunal del entretenimiento para llegar a una solución. Todos vosotros deberíais arrodillaros y dar gracias al Primero de la Cábala por enviaros presentadores de la arena como yo. Os traeremos los frutos de una cultura basada en los duelos. Hablando de duelos: ¿a cuántos de vosotros os gustaría ver a estos dos hombres peleando para resolver este asunto de una vez por todas?

Los aldeanos gritaron llenos de júbilo.

—¡Un juicio por conflicto! Excelente. Uno de estos hombres será exonerado y el otro condenado. Podéis libraros de esto si uno de los dos admite que está mintiendo. Clem, ¿estás mintiendo?

—No, señor.

—¿Delbut?

—¡Por supuesto que no! Eso es absurdo.

—Quieren pelear, muchachos.

Se alzó una gran ovación, y la multitud empezó a hacer apuestas.

—Sí, por supuesto. Hagámoslo a la manera de la Cábala. Mis ayudantes son corredores de apuestas entrenados y garantizarán todas las apuestas… por un diez por ciento de comisión, claro está. El ganador recibirá la mitad de los ingresos de la Cábala y podrá enfrentarse a otros rivales. —Observaba con entusiasmo mientras los dos enanos avanzaban a través del gentío. Sólo Delbut y Clem no parecían tan excitados—. Esta cruda y pequeña pelea callejera no es sino un anticipo de las glorias que esperan a Amoburgo. Tengo aquí, en este panel deslizante, una representación de la arena que construiré a las afueras de vuestra ciudad —señaló con cuidado hacia la pintura, que mostraba un círculo de bancos bajos alrededor de un foso de arena, con una torre para el presentador a un lado—. Un centro de la comunidad que os entretendrá, os unirá y os proporcionará un medio seguro de resolver los problemas. Amoburgo formará parte del circuito del coliseo. Aquéllos de vosotros que demostréis ser los mejores y más brillantes bien podríais un día luchar ante el mismísimo Primero.

Los enanos volvieron con las manos llenas del dinero que habían recogido y lo depositaron en una caja con cerradura en la caravana.

—¡Muy bien! —exclamó Campanero—. Ahora, que todos se coloquen donde puedan ver. Combatientes, debéis permanecer dentro del círculo que Stumps está dibujando con el talón. Aparte de eso, esto es una competición descalzos y a puño limpio hasta que brote la sangre de uno de los dos.

—¡Hasta que pierda el conocimiento! —gritó alguien.

Campanero miró a los dos combatientes, que temblaban, pálidos.

—¿Qué pensáis vosotros?

—¿Por qué no peleamos hasta que Delbut moje los pantalones? —soltó Clem—. Eso será en medio segundo.

—¡Hasta perder el conocimiento! —gritó Delbut, lanzando un gancho de derecha que golpeó la mandíbula de Clem e hizo que el delgaducho girara sobre sí mismo y saliera despedido.

Clem cayó en la arena, con el labio sangrando y un diente partido. Escupió sangre y se levantó, clavándole el hombro en el estómago a Delbut y haciéndole caer de espaldas.

La multitud rugía.

Los hombres luchaban y la sangre alimentaba su rabia.

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Cuando el anochecer se filtró desde las esquinas del salón del trono, los demandantes habían disminuido. Ceño de Piedra escuchó una súplica más y el resto de la multitud fue despedida por el ministro Lindolth y el sacerdote Aioue. Ellos también se despidieron, marchándose a dar cuenta de la cena humeante que esperaba en sus habitaciones. Sólo se quedaron el general y sus guardias.

—¡Salid! —les ordenó.

Los guardias se retiraron tras las puertas y las cerraron.

Ceño de Piedra suspiró. Rara vez tenía tiempo para estar solo y, precisamente ahora, lo único que deseaba hacer era respirar. El aire era cálido y tenía el olor de la multitud, el olor de un rebaño. Él era su pastor, y un pastor siempre debe vigilar a los lobos.

Lindolth y Aioue eran lobos en el redil, y Ceño de Piedra los vigilaba atentamente. Incluso ahora, sus ojos escrutaban las puertas y las ventanas, pues no estaba totalmente seguro de que sus «consejeros» se hubieran marchado realmente. Día a día, luchaba para dominarlos, y con el tiempo serían más perros pastores que lobos.

Los verdaderos peligros eran los depredadores, pero Ceño de Piedra no podía verlos. Se ocultaban justo al otro lado de las colinas y respiraban por debajo del umbral auditivo. Ahora los encontraría.

—Discípulos —susurró—, venid. Informad.

Una voluta cercana de roble dorado brilló como si de una mota de luz de luna se tratara. Esa mota, sin embargo, se alzó de la greca y salió disparada hacia una ventana cercana. Atravesó el cristal y se lanzó a la noche estrellada para llamar a los otros discípulos. La mota brilló en los cielos tachonados de estrellas, transmitiendo las órdenes.

A los discípulos les llevaría tiempo reunirse, pues muchos trabajaban en los lugares más remotos de Otaria. Volaban tan rápido como estrellas fugaces, pero incluso así les llevaría algunos minutos juntarse. Mientras transcurría el tiempo, Ceño de Piedra reflexionaba.

Por fin había alcanzado una posición donde sería capaz de hacer un gran bien. Podría arreglar el desorden dejado por Kamahl, incluso subsanar las maldades de Akroma e impedir una guerra con Phage. Había ascendido al trono de Íxidor, el trono de un dios, y limpiaría la tierra y a la gente de maldad.

Los discípulos llegaron en una furiosa tormenta de fuego azul. Como arena llevada por el viento, golpearon el cristal una y otra vez hasta que encontraron grietas. Pasaron a través de ellas y se dirigieron hacia Ceño de Piedra, impactando en su mente en un torrente despiadado.

Vio cosas. Vio la fe de Íxidor en las manos levantadas de los avens. Vio a creyentes humanos secuestrando prostitutas de las oscuras celdas de Afetto. Vio desfiles de peregrinos elfos aventurándose desde la ruinosa Krosa hacia las glorias de Topos. Todo esto le alegraba.

Otras cosas, sin embargo, le entristecían. En Santuario, los antaño fieles soldados de Íxidor le volvían la espalda y se ocupaban de los dados. En la Ciudad de la Cábala, un duelista se había engalanado con la apariencia de Íxidor y se había burlado de él mientras luchaba. Aunque lo peor era que, en las Montañas Párdicas, la fe de Íxidor se había vuelto belicosa, y aquellos que se negaban a convertirse morían asesinados.

Ceño de Piedra deseó solucionar esos errores, pero no tenía un momento para pensar. Más imágenes le inundaron: naciones preparándose para la guerra, voces roncas de tanto alabar, hombres colgados por sus pecados… Los terrores de un amplio continente anegaban su limitada mente. Era enloquecedor. El centauro gritó, pero los discípulos no se detuvieron. Corrieron a través de él, llevando las peticiones de una multitud. Era como si cada voz de Otaria suplicara o alabara, maldijera o riera, se convirtiera o abjurara, y todas ellas lo hacían gritando dentro de su mente.

Esto era lo que implicaba sentarse en el asiento de un dios.