CAPÍTULO 15

MATAR A LA ASESINA

E

n los muelles de la Isla del Coliseo esperaban las caravanas pintadas de colores brillantes. La pintura roja y dorada se reflejaba en el agua negra y marrón. Las barcazas que había a los lados se hundían sólo perceptiblemente, como sacos de grano, cuando eran cargadas de materiales de construcción, armas y otros suministros. Pronto, las propias caravanas se colocarían con el resto del cargamento. Cada barcaza estaba amarrada en un muelle diferente, donde las caravanas, llenas de materiales, serían desembarcadas y apiladas. Allí comenzaría la ruta por tierra, con hileras de carromatos rodando hasta los lejanos rincones de Otaria. Esos sencillos suministros harían crecer las palestras que habían empezado en las ciudades y aldeas de todo el continente. Aunque pudiera parecer modesta, esa flota era ni más ni menos que un ejército de invasión.

El Primero observaba con resentimiento mientras los obreros de los muelles comprobaban las condiciones de las barcazas. Cada nave necesitaba solamente un pie de borda por encima de la línea de flotación para navegar por los canales dragados. La corriente del pantano era escasa y había pocas olas. Los ingenieros de maná del Primero habían hecho un buen trabajo, transformando un amplio pantano en una vasta ciénaga. Ésta crecía año tras año, extendiéndose por Otaria. El pantano en expansión se había convertido en imagen de la propia Cábala, creciendo a causa de la erosión.

Una mano le asió el hombro y él se sobresaltó, dando un paso hacia adelante y volviéndose, con el codo levantado para destrozarle la cara a su atacante. Todavía tenía los reflejos de un gladiador.

Phage retrocedió y se quedó allí, de pie, con las manos en las caderas. Aunque estaba de cuatro meses, todavía conservaba la hermosa figura de una mujer joven.

—Un poco nervioso, ¿no? —preguntó—. ¿Quién más podría tocarte y seguir vivo?

Sí, ¿quién más? Ella era tanto amante como asesina.

—Lo siento. Tengo la cabeza en otra parte.

Phage se acercó de nuevo con una sonrisa torcida en su hermoso rostro.

—¿De qué te preocupas? Hoy envías los botes y caravanas y dentro de un mes alcanzarán su destino. En seis meses, tus arenas locales serán judicaturas establecidas de la isla. Sólo te falta un año para que controles toda Otaria.

—Pero no Topos. Ni sus estados aliados —contestó el Primero en tono grave, volviéndose para observar las aguas. Arboles grises retorcían sus raíces para explorar la porquería—. Mientras Akroma viva…

—Entonces la mataré —concluyó Phage, aunque la intención era algo menor.

Sería una dulce sensación que Phage y Akroma lucharan hasta la muerte. Ganara quien ganase, el Primero estaría feliz.

—No seas idiota. ¿En tu estado?

—¿Cuál es mi estado? —preguntó Phage, rodeándolo por la cintura con sus brazos y levantándolo del suelo con facilidad.

El poder corrupto de su contacto provocó el éxtasis en la carne del Primero.

—¡Bájame!

—Incluso embarazada de cuatro meses puedo vencer a cualquier gladiador que envíes contra mí. —Lo bajó, pero mantuvo su abrasador abrazo—. Puedo vencerte incluso a ti.

«Eso es lo que crees, pero soy el Primero y el Ultimo. Tu tumba estará cubierta por robles milenarios antes de que yo muera.»

—Supongo que podrías, pero ¿eres rival para Akroma? Te habría matado en el coliseo si no hubiera sido por tu hermano.

Esas palabras encendieron un fuego en su interior.

—Mi hermano —escupió—. ¿En qué se ha convertido? En un hongo. ¿En qué me he convertido yo? En una sierva de Kuberr, amante del Primero, terror del coliseo… Por supuesto que soy rival para Akroma —susurró en su oído, un sonido que era casi un ronroneo—. Vuelve a mencionar a mi hermano, y morirás en mis brazos.

Ella debería estar muerta por tal traición, pero ¿quién bastaría para la tarea? Tal vez Akroma.

—Muero en tus brazos cada vez que estamos juntos.

—Entonces volvamos a estarlo antes de que me marche —dijo, rodeándolo.

Era como si el Primero fuera enterrado en carbones calientes. Quería consumirse en ese abrazo. Sería una dulce liberación para poner fin a la lucha contra ella, para darle a Phage la victoria. Su carne suspiraba por la de ella, eso era lo peor, y, por el bien de la carne, podría renunciar a todo de buen grado.

—Sí —dijo, estremeciéndose de debilidad—. Una vez más antes de que te marches.

«Una vez más antes de que tú y el bebé muráis», pensó.

—No sé si podré esperar —siguió ella, y señaló hacia los siervos de la mano, vestidos con sus túnicas amarillas—. Podrían formar un círculo a nuestro alrededor…

—No —respondió el Primero, dirigiéndose al embarcadero y volviendo al coliseo—. No somos perros.

Phage le cogió la mano y anduvo a su lado hacia el coliseo, un templo para combatir. Pronto, bajo las piedras de ese templo, se libraría una gran batalla…

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Sus aposentos estaban en completa oscuridad, pero el contacto de la carne contra la carne parecía generar chispas y llamas que iluminaban las sombras. Virot se colocó encima de ella y la inmovilizó. Phage se liberó y lo lanzó contra el suelo. Ninguno se rendiría mucho tiempo, y por todo su jadeante deseo, esto se parecía más a la guerra que al amor.

Phage sabía lo que él quería: colocarse arriba y hacer lo que deseaba. Y lo que deseaba era matarla. Durante cuatro meses, su amante no le había traído flores, sino armas; no le había enviado trovadores, sino gladiadores. Todo había fallado, así que la enviaría a morir a manos de Akroma.

Lástima que Virot no fuera a conseguir lo que quería, ni allí, en la combativa oscuridad, ni en Topos, en el lejano norte.

Sí, Phage viajaría allí en secreto, entraría en el palacio y asesinaría a su gobernante, pero no lo haría por el Primero. Lo haría por ella misma y por su hijo. Una vez muerta Akroma, Topos pertenecería a Phage.

Virot no podía vencerla. Se retiró, permaneciendo cerca, en la oscuridad. Insatisfecho. Continuaría así mientras se opusiera a ella.

—¿Qué quieres que haga? ¿Suplicar?

—Sería un comienzo —contestó Phage con una sonrisa.

Ella sabía que él la odiaba. La línea entre el amor y el odio era muy delgada, y su amor era tan peligroso como su odio. Phage sobreviviría a ambos.

—Debería haberte matado —dijo Virot mientras caía de rodillas.

—Ya has elegido —contestó ella, de pie junto a él.

El Primero de la Cábala se arrodilló ante ella y empezó a suplicar.

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A Chaleco se le había ocurrido un juego: carreras de cucarachas. Las criaturas eran nativas de la celda, y emergían de tres nidales separados en las grietas de la pared. Chaleco había elegido a una campeona de cada nido: la más rápida. Cuando las atrapó, las frotó con moho de varios colores arrancado de las paredes, haciendo que una fuera roja, otra amarilla y la tercera verde. Guardaba a sus campeonas en la taza tapada de la letrina, y sólo las dejaba salir para correr.

Fajín consideraba ese juego repugnante. Umbra decía que era mejor que sentarse y mirar a las paredes. Incluso había arreglado con un guardia que le trajera un trozo de pan cada día para que las cucarachas pudieran competir por él.

La carrera de hoy se acercaba. Chaleco esperaba al cambio de turno, de manera que el griterío no atrajera a un ogro. Se arrodilló junto a la letrina y miró a las tres corredoras en sus secciones separadas. Las rozó delicadamente con el dedo.

—Levantaos. Es casi la hora de competir por el pan.

—Competir por el pan —repitió con amargura Fajín—. ¡Ja! Patético. No sólo hacemos que corran las cucarachas, sino que, además, las alimentamos con comida que nosotros no podemos comer. Estos bichos son mejores hombres que nosotros.

—Sí —estuvo de acuerdo Chaleco—. ¡Sobre todo Azulina! ¡La vieja Azulina sí que corre!

Umbra se sentó al otro lado de la sala con la mano haraganeando en el trozo de pan de hoy.

—¡Corredoras, a sus marcas!

Pellizcándolas con los bordes de su delgadísimo cuerpo, Chaleco alzó con excitación a las criaturas, que oscilaron en el aire y movieron sus pequeñas patas negras.

—¡Adelante!

Las dejó caer justo delante de sus pies, y ellas aterrizaron, se recuperaron y salieron disparadas por la celda. Aunque podrían haber corrido fácilmente hacia sus nidos, las tres criaturas siempre elegían el pan antes que la libertad. Cruzaban el suelo de piedra, directas al mendrugo colocado en la pared del fondo.

—Mejores hombres que nosotros —murmuró Umbra. Le dio vueltas a esa afirmación en su cabeza—. No. Corren por el pan en lugar de por la libertad. No son mejores, son iguales: cautivas del deseo.

Fajín sacudió la cabeza.

—¿Qué deseo? Nosotros no necesitamos comer, beber, dormir, mujeres…

—La sombra de Phage estaba caliente —interrumpió Chaleco, concentrándose en la carrera—. ¡Vamos, Azulina! ¡Vamos!

—Ningún tipo de deseo carnal —continuó Fajín.

—Eso no es cierto. Queremos todas esas cosas, pero no tenemos cuerpos para disfrutarlas. Ése es nuestro mayor deseo: cuerpos. Para ser reales. Ése es el trozo de pan que nos hace correr en una celda u otra.

—¡Azulina gana por una antena! —gritó Chaleco mientras las tres corredoras daban cuenta de su comida. Cruzó la habitación, cogió con cuidado el pan y a las tres corredoras y lo depositó todo en la letrina—. Buena carrera, chicas.

—Os lo estoy diciendo a los dos —dijo Umbra—. El Primero sabe lo que queremos, y nos mantiene cautivos con eso.

Una voz habló al otro lado de la puerta.

—Estoy de acuerdo con la mitad de lo que has dicho. Es cierto, sé lo que queréis.

Umbra se apartó de la pared y se retiró a la parte más lejana de la celda. Fajín se colocó a su lado, con los brazos cruzados. Chaleco se sentó en la letrina, como si su cuerpo transparente pudiera evitar que se vieran las cucarachas.

La voz del Primero volvió a sonar.

—Romped el sello. Voy a entrar.

Un guardia ogro golpeó contra la puerta y ésta resonó como si fuera un gran tímpano. El segundo golpe rompió el sello de plomo, y el tercero empujó la hoja hacia dentro con un chirrido. La enorme mole del ogro eclipsó toda posibilidad de escapatoria, y detrás de él entró el Primero.

Vestido de negro de la cabeza a los pies, con el rostro del color y la forma de un bloque de piedra caliza, el hombre fijó sus ojos vidriosos en los no hombres.

—Sé lo que queréis, sí, y sabiéndolo no os tendré esclavizados, sino que os liberaré. —El Primero los miró de uno en uno.

Chaleco se removió nervioso en la letrina, esperando ocultar a sus mascotas, pero se cayó dentro por accidente.

El Primero continuó.

—Queréis cuerpos… puedo dároslos.

Umbra inclinó la cabeza.

—¿Puedes hacerlo? ¿Un cambio de alma?

—Sí. Empezaré por daros unos cuerpos provisionales, que utilizaréis para llevar a cabo una pequeña tarea.

—Ya empezamos —dijo agriamente Fajín.

—¿Recordáis a la mujer con la que luchasteis hace un mes? ¿Phage?

—Tiene una gran sombra —señaló Chaleco.

—Se marcha a Topos para matar a Akroma.

Fajín y Chaleco se estremecieron.

—¡Matar a Akroma! —Umbra trató de calmar su voz—. ¿Crees que podrá?

—Si Phage no mata a esa bruja, lo haréis vosotros —sentenció el Primero.

—Pero ¿cómo? —preguntó Umbra—. ¿Cómo podemos hacer tal cosa?

—Seréis más poderosos en vuestros cuerpos, y podréis comprobarlo por el camino —respondió el Primero.

—A ver si lo entiendo. Quieres que viajemos al norte con Phage para matar a Akroma, ¿es eso? —preguntó Umbra.

—Sí.

—Entonces —continuó Chaleco—, si Phage la mata sin ayuda de nadie, nosotros no tendremos que hacer nada.

—En realidad, no es tan sencillo —continuó el hombre—. Si Phage tiene éxito matando a Akroma, vosotros debéis matarla a ella.

Los tres no hombres se quedaron boquiabiertos. Umbra habló por todos.

—¿Quieres que viajemos a Topos y matemos a una bestia-ángel o a una mujer-demonio?

—O a ambas. Y no le faltéis al respeto a Phage. Lleva dentro a mi hijo.

—Oh —bufó Fajín—, seremos completamente respetuosos cuando llegue el momento de matarla.

Umbra estaba intentando comprender la lógica de todo esto.

—¿Cómo sabrás si están muertas?

—Porque vosotros me traeréis sus cabezas. Las de las dos, y entonces yo cambiaré vuestros cuerpos provisionales por los permanentes. Si no volvéis, o lo hacéis con una sola cabeza, o ninguna, no tendréis nunca vuestros cuerpos permanentes.

—¿Veis lo que está haciendo? —susurró Umbra—. Corred a por el pan, chicos…

—Si estáis de acuerdo con este plan, tendréis cuerpos y saldréis libremente de aquí. Podéis pretender incluso acompañar a Phage y luego huir en la oscuridad. Por supuesto, tendríais que evitar a los guardias de la Cábala, pero contaríais con vuestras formas físicas mientras durasen. Considerad estos cuerpos provisionales como mi regalo, sólo por seguirme la corriente, pero creo que querréis continuar la misión y recibir las formas apuestas, elegantes y jóvenes que os he preparado.

Fajín asintió lentamente.

—Oh, ya lo cojo. Esos primeros cuerpos envejecerán y enfermarán…

—No, tendréis una fuerza, velocidad, sigilo, resistencia y capacidad de combate sobrehumanas. ¿Para qué os iba a enviar con unas formas débiles? Puede que no seáis apuestos, puede que seáis feos con ganas, pero seréis fuertes y capaces.

—Intuyo que esto es una trampa —dijo Umbra—, pero no llego a verla.

El comportamiento gélido del Primero se volvió un poco cálido.

—Esta celda es una trampa. Estas formas vacías son trampas. Os estoy ofreciendo la única cosa que queréis, ¿y no sois lo bastaste hombres para aprovecharla?

—Danos un momento —dijo Umbra, caminando hacia la letrina donde Chaleco se sentaba con torpeza. Fajín también se aproximó, y los tres no hombres se arrimaron, hablando en susurros.

—¿Por qué no? —preguntó Chaleco—. Es todo lo que queremos. Conseguimos cuerpos, salimos de este pozo, no tenemos que volver a llenarnos más de ogros y pesadillas. ¡Oh, poder comer algo de verdad!

—¡Estamos a punto de conseguir unos cuerpos y sólo sabes pensar en la comida! —siseó Fajín.

—Vale, ¿y qué harás tú con tu cuerpo? —preguntó Chaleco.

—Saldré corriendo y estudiaré pintura —contestó Fajín acercándose más a los otros—, o trabajaré en una biblioteca, o aprenderé más magia. ¿Y qué hay de ti, Umbra? ¿Qué harás tú?

Umbra suspiró, y deseó tener pulmones para hacer que valiera la pena.

—Me bastará con tener un cuerpo, cualquier cuerpo sano. Durante un tiempo, sólo me sentaré y seré real.

—¡Oooh! ¡Me gusta! —exclamó Chaleco—. Quitando el tiempo que esté sentado, yo estaré comiendo y bebiendo y fumando y haciendo cualquier otra cosa que la gente haga con su cuerpo.

—Parece que estamos de acuerdo —dijo Umbra.

—Es mejor que sentarse en un agujero.

Chaleco se rió.

—Tres agujeros sentados en un agujero.

Rompieron el corrillo y se volvieron hacia su amo.

—Hemos decidido aceptar la oferta —dijo Umbra—. Tomaremos esos cuerpos provisionales… si son sanos y fuertes…

—Lo serán.

—… e iremos con Phage fuera del coliseo. Si te traemos su cabeza y la de Akroma cambiaremos nuestros cuerpos iniciales por unos mejores, pináculos de belleza, salud, fuerza y gracia.

—Bien dicho —dijo el hombre, caminando hacia ellos—. Comencemos.

El Primero cogió en una terrible presa a los tres no hombres, que se pusieron nerviosos y lucharon, tratando de liberarse, pero el abrazo era implacable. Su lengua se retorció con palabras que eran más antiguas que los continentes, sílabas que hurgaban hasta el nacimiento de la primera criatura. Nombró el aliento de la vida, y éste emergió de su boca en un rápido viento que golpeó a los no hombres. Sus perfiles vibraron y después se doblaron completamente. El Primero los arrugó con su puño y los estrujó.

Con su otra mano alcanzó la letrina, y con tres dedos cogió a las cucarachas que comían allí. El poder salía de las yemas de sus dedos, danzaba por cada escama de la espalda de los bichos y se clavaba dentro de ellos.

Las cucarachas crecieron. Al principio hasta el tamaño de un pulgar, luego el de un puño, después el de una cabeza, los bichos negros se hincharon hasta que tuvieron la mitad de la estatura del hombre. Ya no se instalarían en la letrina y corretearían por el suelo.

Apretando la otra mano, el Primero hizo salir las almas de los no hombres de sus cuerpos enredados. En tres pulsaciones de luz, corrieron a lo largo de sus hombros hasta el otro brazo. La luz saltó desde su dedo índice hasta el primer bicho, desde su dedo corazón hasta el segundo y desde su dedo anular hasta el tercero. Resonaron tres pequeños estallidos, el humo se onduló hasta el techo y el Primero retrocedió para admirar su trabajo.

—¿Qué has hecho? —gimió Umbra con una voz que era más bien un siseo y un pitido.

—Exactamente lo que habíamos acordado —contestó el hombre con toda tranquilidad—. Os he dado cuerpos provisionales.

—¡Nos has convertido en cucarachas! ¡Cucarachas gigantes! —gritó Fajín.

—Cierto.

—Esto no es lo que queríamos —dijo Chaleco—. ¿Quién querría tirarse a una cucaracha gigante?

—Otra cucaracha gigante —contestó el Primero, y los tres bichos temblaron—. Tenéis fuerza, velocidad, resistencia y aptitudes de combate sobrehumanas, además de protecciones. Éstos son unos buenos cuerpos para empezar, y si queréis unos cuerpos humanos, completaréis vuestra misión.

Dos de los no hombres se habían quedado sin habla.

Chaleco chilló.

—¡Oh, cállate! —siseó Fajín—. ¡Al menos tú eres Azulina!