CAPÍTULO 14
COMBATE CONTRA LA OSCURIDAD
hage se encontraba de pie en el borde del coliseo. Estaba iluminada por una enorme antorcha, y con su atuendo de gladiador de seda negra parecía un fragmento de la misma noche. La multitud rugía para ver a la infame Phage, invicta en combate, constructora del coliseo, amante del Primero. Habían pasado casi dos años desde la última vez que la vieran en combate. Esa noche lo harían cien mil almas.
Sólo una de esas almas importaba. Phage se pasó la punta roja y afilada por el vientre. En él yacía su hijo de tres meses. La criatura era la razón por la que había decidido luchar, una táctica dilatoria para evitar que el Primero golpeara al niño directamente. Esperaba que sus monstruos pudieran encargarse de la mujer y de su retoño, que él pudiera llorarlos públicamente mientras se regocijaba en privado. Ella conocía su intención de asesinarla, y bailaría hasta el fin al son de esos hilos pero no moriría. Kuberr sería testigo.
—Protégenos, Kuberr —pidió Phage, levantando la mano para provocar a la rabiosa muchedumbre. Descendió por las escaleras y se dirigió a la arena. «Cuando el niño nazca, todo será distinto». No estaba segura de si la voz que sonaba en su cabeza era la suya o la de Kuberr, pero la reconfortaba. Sus pies bajaron los escalones con rapidez. Saltó sobre la última barandilla y cayó como un gato en la arena. Levantándose, extrajo la terrible daga de su cinturón.
La multitud estalló.
Phage soportó la ruidosa tormenta y miró al coliseo. ¿Qué horrores había dispuesto el Primero? No importaba. Kuberr la protegería. Con su fuerza y la inspiración de su hijo, lucharía como nunca antes lo había hecho.
La ovación murió de repente, cuando las puertas del fondo se abrieron de par en par, revelando un rectángulo de espacio negro, una visión de los corrales de esclavos. Como si todo el aire de ese loco lugar se coagulara, tres sombras salieron de la oscuridad, sombras que nadie proyectaba. Se dirigieron juntas, a grandes pasos y con determinación hacia Phage.
Ella las estudió un momento y comenzó a desplazarse por la arena. Su contacto no podía corroer las simples sombras, pero si se movían, seguramente tendrían almas. Seguro que su daga podría robárselas.
Rechinando los dientes, Phage echó a correr. Era bueno volver a luchar y, por primera vez, lo haría por algo en vez de por nada.
Los reyes y reinas discutían detrás de Akroma sobre los zapatos robados. ¡Zapatos robados! Estaban de pie junto al féretro de un dios, una infinita caja de zapatos que guardaba una voraz sierpe de la muerte, y todos esos cretinos se preocupaban de sus zapatos.
—¡Silencio! —gritó Akroma sin siquiera volverse hacia ellos.
Los regios invitados cesaron su discusión cuando miraron a su anfitriona.
Ignorándolos, Akroma agarró el corpiño de su blanco vestido y tiró de él. El encaje se rasgó y el satén se separó. Las dos mitades cayeron, igual que las tiras de sus poderosos hombros. Una guerrera salió de ese vestido desgarrado.
Sus aliados observaron su transformación: de una elegante mujer a una bestia-ángel. Miraron a la criatura que no sólo iba desnuda de cuerpo, sino también de alma. Pensaran lo que pensaran de ella anteriormente, ahora veían su verdadero yo.
—Mi hacha —pidió Akroma, manteniendo en alto su mano derecha. Después alzó la izquierda—. ¡Mi lanza de rayos! ¡Mi coraza! —Mientras los ayudantes salían disparados escaleras arriba para buscar las armas, la mujer se volvió para despedir a sus huéspedes.
La visión de su carne desnuda provocó exclamaciones de desagrado en las reinas y un ávido impacto en los reyes.
—Disculpen mi partida, pero la batalla me llama. Sus zapatos se los ha tragado la misma bestia que se tragó a mi maestro, una bestia que me dispongo a matar.
La sorpresa se convirtió en admiración. Una duquesa preguntó:
—¿Qué bestia vive en una caja de zapatos?
—En ésta concretamente, una sierpe de la muerte.
La multitud retrocedió. En ese momento llegaban los ayudantes con el equipo.
—¿Estamos a salvo? —preguntó el rey Nagrom.
—Sólo como aliados estamos a salvo —respondió Akroma, dejando que sus ayudantes le colocaran la coraza. Un hombre joven le pasó la lanza de rayos, un bastón largo y recortado que brillaba con un poder latente—. No estaré fuera mucho tiempo. El ministro Lindolth y el sacerdote Aioue cuidarán de todo en mi ausencia. —Los miró, pensativa—. Incluso por encima de ellos confío en mi leal servidor, Ceño de Piedra. Obedecedle en todo.
Un siervo se adelantó e hizo una reverencia delante de ella, tocando el suelo con la frente.
—Perdón, señora, pero el hacha ha desaparecido de vuestra habitación. La puerta había sido forzada, la cerradura rota y el hacha no estaba.
Los ojos de Akroma se estrecharon. Segadora de Almas había sido forjada para matarla, y ahora estaba en manos hostiles. ¿Quién la había cogido? ¿Uno de los invitados? ¿Un espía? No importaba. Quienquiera que la tuviera no podría alcanzarla mientras estuviera dentro de la caja de zapatos. Si lograba salir de allí, tendría a Íxidor a su lado y él la protegería.
—Estás perdonado —contestó con benevolencia. Después se dirigió a sus invitados—. No teman. Lindolth, Aioue y Ceño de Piedra encontrarán al ladrón. Pronto, el hacha estará en sus manos y, hasta entonces, doblarán la guardia. Todos ustedes están a salvo. No puedo perder más tiempo dando instrucciones. Adiós, aliados, debo marcharme. —Akroma se volvió para mirar a la ancha caja de piedra y la maloliente oscuridad.
Plegó las alas, cerró las manos como si estuviera rezando y se lanzó de cabeza al interior de la caja. Hubo un momento en que sus plumas rozaron las paredes de la abertura, luego se sumergió en el oscuro infinito.
Esto no era el caos como el que se extendía en los Campos de los Rastrojos, sino un espacio infinito y lleno de aire. No sabía por qué el maestro había creado un lugar así, pero lo cierto es que la sierpe estaba allí.
El ser subió girando a su encuentro a través de la oscuridad, con la carne correosa exhalando hediondez. Unos ojos de cerdo se fijaron en ella y unos dientes translúcidos se abrieron en una sonrisa hambrienta. El monstruo remontó el vuelo a increíble velocidad y con boca abierta para tragársela entera.
—Ya voy, Íxidor, ya voy.
—¡Ya viene! —aulló Chaleco. Los tres no hombres estaban de pie en medio del coliseo, esperando a que se acercara su terrible enemigo—. ¡Phage viene directa hacia mí! —Intentó colocarse detrás de Fajín, que empezó a echarle arena con el pie.
—¡Aléjate de mí, idiota! —Los granos chisporrotearon cuando golpearon las membranas mágicas que ataban a los no hombres—. Tú eras el que quería ponerse en medio.
—¡Vosotros, dejad de pelear y empezad a luchar! —Umbra se dio cuenta inmediatamente de la estupidez del comentario. Pero no había tiempo de reír.
Phage llegó. La infame gladiadora no había perdido ni su velocidad ni su astucia. Dando una vuelta completa, la mujer se lanzó hacia Chaleco. Agarraba la sinuosa daga con los dientes, lista para cogerla y apuñalar.
—¡Aaaah! —gritó Chaleco mientras saltaba a un lado, pero era demasiado lento.
La mujer clavó la ondulada daga en la cabeza de Chaleco. El arma de hoja negra se hundió y arrastró a Phage tras ella. Mano, brazo, hombro, cabeza, cuerpo… desapareció dentro de Chaleco como una niña en un pozo. De repente, Phage se había ido, y los gritos de la multitud se acallaron. La magia de amplificación permitió a todo el mundo escuchar las palabras que siguieron.
—¡Agh! ¡Sacádmela! ¡Tengo a una mujer dentro de mí! ¡Una mujer que corrompe! —aullaba Chaleco. Corría por la arena como si lo persiguiera un enjambre de avispas—. ¡Está haciendo algo! ¡Está haciendo algo malo! ¡Sacádmela! ¡Au, au, au, au!
Umbra miró a su camarada desde abajo y gruñó.
—Claro, te la sacaré —rió Fajín—. ¡Sólo deja que salte a través de ti!
—¡No! ¡No! ¡Aléjate! Ah, está dentro de mí. No me siento demasiado bien.
El sonido de la multitud, ahora convertido en carcajadas, volvió a oírse. La gente comenzó a lanzar la comida a la arena, gritando obscenidades e imitando las payasadas de Chaleco mientras se sacudía.
—¿Crees que le hará daño? —preguntó en un murmullo Fajín a Umbra.
—No —contestó éste encogiéndose de hombros—. Tal vez si esto es lo bastante absurdo el Primero nos deje marchar.
—O nos mate.
—Eso.
—¡Oh! ¿Qué está saliéndome por los pies? ¡Oh, está haciendo algo! ¡Agh, sacádmela!
Un segundo demasiado tarde, Phage se dio cuenta de que su enemigo era un agujero viviente. Saltó a través de él, hendiendo el cuchillo en la cabeza de la sombra. ¿Qué habría esperándola en el otro lado? El hombre portal se la tragó entera, desde el puño hasta los pies, y el rugido del coliseo fue desvaneciéndose. Cayó dentro de una cámara larga y baja llena de ogros.
Las criaturas no la esperaban. Estaban encorvadas alrededor de un clavicémbalo, tocando melodías con sus sucias garras.
Phage, todavía volando, llegó de repente y aterrizó con la daga por delante, clavándola en la garganta del ogro más cercano.
—¿Eh? —dijo, éste.
La hoja rasgó su voz, y el pomo destrozó su alma. Aterrizó sobre el pecho del ser, formando dos profundos pozos al descomponerlo. Como una mujer hundida en el fango, Phage corrió. Sus pies se hundían a cada paso sobre el monstruo que se desmoronaba. Saltó por encima de su cara, con los ojos gigantes mirando moribundos, y se arrojó contra el siguiente ogro.
Era más rápido que su compañero. Una enorme garra atrapó a Phage y la estrujó. El monstruo sonrió mientras la carne de su presa se convertía en pulpa. La carne, sin embargo, era la suya… tejidos verdigrises y rancios. El ogro aulló, con la mano reducida a astillas blancas.
Phage cayó, libre por fin, y aterrizó en el suelo de piedra.
Llegaron al menos veinte ogros más.
Se volvió, encontró la sombra del no hombre y se lanzó hacia ella.
Con un rugido sordo, los ogros atacaron y cayeron sobre la mujer. Soportaba un peso inmenso mientras su piel devoraba un punto blando. Phage trató de quitarse a los monstruos de encima o de salir a rastras de debajo de ellos, pero sólo consiguió descomponer más profundamente el montón. Siguieron aterrizando más bestias. Estaba enterrada viva debajo de una pila de ogros y sólo había una forma de salir: excavando a través del aplastante montón y esperar que el aire de sus pulmones bastara.
Apartando trozos de carne viscosa con los dedos, nadó a través de los cuerpos moribundos.
Akroma se lanzó hacia los dientes de la sierpe de la muerte. Un horrible aliento salió de su garganta y la alcanzó de lleno. Levantó su lanza de rayos, enseñó los dientes en un grito de furia y lanzó el arma.
Ésta rugió mientras volaba hacia el hocico correoso de la bestia, golpeaba contra uno de los orificios nasales y se introducía en su interior. La lanza desapareció, y los pequeños ojos de la sierpe brillaron. Las cargas formaron un arco a través del cerebro de la criatura, que rugió, con la boca cerrándose compulsivamente.
Akroma trató de echarse a un lado, pero las mandíbulas eran demasiado rápidas. Unos colmillos translúcidos se clavaron un corte en una de sus patas delanteras. La otra pata se lanzó contra las negras encías de la bestia, clavó en ellas sus garras y se soltó. Estaba libre. Las alas de ángel se extendieron, aferraron la oscuridad y alejaron a Akroma de la bestia. Con otra batida se elevó por encima de la espiral de carne que se retorcía.
El leviatán se estremeció, flotando en el espacio. La lanza envió olas de agonía a través de él, pero ni siquiera esa luz incomparable podía sobrevivir mucho tiempo en un cerebro tan oscuro. Sus cargas finales brillaron en los ojos y la boca de la bestia, y desaparecieron.
Akroma se inclinó despacio sobre la cola del monstruo. No tenía armas, pero durante la Guerra de las Pesadillas había matado sierpes de la muerte volviendo sus dientes contra ellas mismas. Lanzándose en picado, la mujer agarró la cola de la criatura y se aferró a ella. Sus garras se hundieron a través de pliegues de carne, hiriendo a la bestia.
Una legua más lejos, la enorme cabeza se alzó y arqueó, con el cuello ensanchado como si se tratara de una cobra. La vio, una mosca con aguijón en su cola, y se retorció sobre sí misma.
Akroma clavó más aún sus garras. Quería que la sierpe se enfureciera; quería esperar hasta el momento final. Debajo de ella, los oscuros músculos se movieron y se tensaron.
El monstruo tembló y se curvó en un enorme rizo, con la cabeza cruzando kilómetros en segundos. Las mandíbulas se abrieron y la garganta aspiró un ciclón de aire.
Akroma siguió esperando. Si saltaba demasiado pronto, la sierpe no mordería su propia cola. Si saltaba demasiado tarde, se la tragaría a ella entera. Las patas de jaguar estaban listas para saltar, y las alas de águila se plegaron, preparadas para volar.
La cabeza de la sierpe de la muerte eclipsó todo lo demás. Sus dientes eran un mortífero horizonte.
Akroma saltó… demasiado tarde.
Chaleco no había dejado de gritar, pero ahora todo el mundo en el coliseo veía que existía una buena razón. De su silueta, que no dejaba de correr, salía un río de porquería gris. Phage estaba moliendo sus tripas, transformándolas en una marea de descomposición. El pobre no hombre había echado a correr hacia atrás, de manera que el magma putrefacto podía salir libremente, pero todavía corría en círculos. El encantamiento de membrana lo mantenía en el centro de la arena.
—Vaya birria de ogros —dijo Umbra a Fajín lacónicamente—. La lección es soltar a tus monstruos antes de que ella llegue.
—Lección aprendida —contestó Fajín.
Umbra dio unas zancadas en la arena y se agachó, preparado y dispuesto.
—Aquí llega.
Phage luchó abriéndose camino para salir del lodo gris, y emergió cubierta de esa cosa. Momentos después se había evaporado dejándola limpia. Había perdido la daga de apariencia perversa, pero sus manos eran letales por sí mismas. Sacudiendo la cabeza, se volvió hacia Umbra y Fajín y echó a correr.
—¿Listo? —preguntó Umbra.
—¡Listo! —exclamó Fajín abriendo los brazos.
—¡Libera a las bestias! —gritó Umbra.
Su hechizo de membrana parpadeó. De él salió una única y extraña criatura: un argoshiano. La carne del hombre estaba salpicada con mil ojos. Incluso en la suela de sus zapatos, donde los ojos se cerraban para que no les entrara arena. Dio dos pasos y se lanzó al aire. Un hechizo de levitación lo levantó por encima de la pelea que se aproximaba. Allí se quedaría, viéndolo todo y dirigiendo el asalto.
Éste vendría de las bestias de Fajín. Su membrana chispeó y emergió un tufillo acre a humo. A través de ellos cargaron las criaturas de demencia, pesadillas vivientes. En primer lugar vino un enorme milpiés, con dagas en lugar de patas y una cola de escorpión, que produjo un chirrido de insecto mientras el argoshiano lo enviaba a un lado del campo de batalla. A continuación salieron cinco criaturas que parecían avispas sin alas. Sus abdómenes palpitaban con ansia, derramando veneno por la arena. Luego llegaron enormes gusanos, blancos y purulentos, y fila tras fila de hombres perro, segadores y cocodrilianos. Salieron a raudales, como personificaciones de todos los miedos neuróticos, y un ejército entero de ellos se reunió bajo el omnisciente argoshiano.
Umbra sintió una repentina simpatía hacia Phage. ¿Por qué la odiaba tanto el Primero?
Dentro de unos momentos no importaría. Estaría muerta.
Ese batallón de miedos mortales era absurdo. Hacía mucho que Phage había dejado tras de sí los miedos, y su dios, Kuberr, le había dicho qué debía hacer. Corrió directamente hacia ellos y se agachó, escarbando en la arena con las manos.
El milpiés gigante pivotó y se retorció hacia ella. Apretó la boca con rabia y embistió.
Phage saltó justo encima de la boca cuando se cerraba, consiguió un punto de apoyo entre las antenas escamosas y se puso en pie sobre la espalda blindada del milpiés. Llevaba puñados de arena en las manos. Su primer paso había descompuesto el cerebro, lo que provocó que el milpiés comenzase a zigzaguear. Ella cronometró los pasos con la agonía de la bestia y la voluntad de su señor. Justo enfrente, la cola de escorpión se levantó y cayó. Phage saltó sobre ella y fue lanzada al aire en su siguiente espasmo. Voló sobre la batalla y sus manos arrojaron la arena.
Los ojos que todo lo veían del argoshiano no verían nada durante los siguientes instantes.
Phage agarró la pierna del hombre flotante y trepó por él, descomponiéndolo, vaciándole los ojos con horribles borbotones. Bajo su presa, la bestia omnisciente se moría. Luchaba por liberarse, sin conseguirlo. Cegado, el argoshiano cayó desde el cielo, pero Phage lo alcanzó, y los dos golpearon la arena entre las desorganizadas bestias. La satisfacción de la muchedumbre los acompañó en todo momento.
Los monstruos se volvieron unos contra otros o huyeron en el acto.
Phage luchó con todos los que pudo: un hombre perro aquí, un segador allí, pero sus enemigos estaban en desbandada. Cada muerte redoblaba el rugido de la multitud hasta que el clamor fue ensordecedor. Al final, cuando se lanzó sobre una criatura avispa muerta y saltó para continuar con el siguiente enemigo, sólo encontró arena vacía. O casi vacía. Tres siluetas sombrías yacían tumbadas boca abajo en señal de rendición.
Con una sonrisa, Phage levantó triunfalmente los brazos. La gente que había en las tribunas estalló en una ovación y, en su interior, el infante Kuberr dio una patada.
Akroma se arrojó a un lado, pero las mandíbulas de la sierpe de la muerte se cerraron. Sus dientes se hundieron en su propia carne, cortando piel, músculo, hueso y nervios, pero atrapando al mismo tiempo a la mujer.
Luchó contra la oleada de sangre de la bestia. Su intención era permanecer cerca de los dientes, de manera que cuando la sierpe abriera otra vez sus fauces pudiera liberarse. La cola cortada del monstruo la aplastaba, y la mujer escarbó hacia adelante, pero no podía ver los dientes en la oscuridad. Afianzó las garras y se dirigió hacia arriba. ¿Dónde estaba la lengua? ¿La había engullido ya? Tal vez se había abierto camino hacia dentro del final amputado del monstruo y necesitaba dar la vuelta. ¿Qué camino debía seguir?
La sierpe se había tragado su cola. Se había convertido en un gran círculo sin principio ni fin. La muerte lo era todo, y no había escapatoria.
Ceño de Piedra recorría un pasillo de Locus a grandes zancadas, agarrando a Segadora de Almas. Esa misma noche, en nombre de Íxidor, encontraría a la falsa profeta y la mataría. Se dirigió al salón de banquetes. Mataría a Akroma delante de todos los delegados, para que tuvieran la seguridad de que ella no representaba la verdad de Íxidor.
Entró en la antecámara y la encontró desbordada de gente que preguntaba a gritos qué estaba ocurriendo.
—¿Qué es esto? —preguntó Ceño de Piedra colocándose en medio—. ¿Dónde está Akroma? —Ni siquiera había ocultado el hacha que había cogido de la habitación de la mujer y su intención parecía inequívoca… hasta que el ministro Lindolth intervino.
—¡Llegas tarde, Ceño de Piedra! —exclamó—. Podrías haberla detenido, pues confiaba en ti, su mano derecha. Te habría escuchado, pero en vez de eso se sumergió dentro de ese pozo oscuro.
Con el ceño fruncido, el centauro pasó a través de la multitud para mirar detenidamente en la caja de tapa de piedra.
—¿Un pozo oscuro?
—La sierpe de la muerte de Íxidor está ahí abajo —explicó el sacerdote Aioue con total certeza. Sus ojos rosa parecieron nublarse—. No existe esperanza alguna para la hermana Akroma. Cayó por orgullo, creyendo que sería mejor que la sierpe que venció a nuestro creador. —El albino miró hacia arriba—. Sólo tú, Ceño de Piedra, podrías haberla detenido. Es horrible que llegaras tan tarde.
—Sí —contestó rápidamente el centauro con los dedos rodeando la empuñadura del hacha—, horrible.
—¡Al menos has recuperado su hacha! —dijo con tristeza el ministro Lindolth—. Ella dijo que lo harías. Te nombró su sucesor.
—¿Su sucesor? —repitió Ceño de Piedra.
—Sí —contestó Lindolth—. Todos los aquí presentes lo oyeron. Te apreciaba incluso más que a nosotros.
—Más que a nosotros —repitió el sacerdote con una extraña satisfacción.
—No puedo tomar su lugar —dijo Ceño de Piedra sacudiendo la cabeza.
—No —siguió Lindolth—, nadie puede, pero puedes dirigirnos en su ausencia. No te preocupes. Seré tu mano derecha…
—Y yo la izquierda —se apresuró Aioue.
—Seremos tus alas para elevarte como se elevó una vez tu señora. —Lindolth se volvió hacia los nobles—. Ceño de Piedra, convéncelos de que toda alianza forjada en esta noche sólo se verá fortalecida por la partida de nuestra hermana. Que Topos se encuentra en manos capaces hasta que ella regrese, si lo hace. Diles que tú nos gobernarás. —Como si se impacientara con su reacio candidato, el ministro dio una palmada en el flanco de Ceño de Piedra—. Reyes y reinas, duques y duquesas, todos los grandes, les presentaré al nuevo dirigente de Topos: el soberano Ceño de Piedra.
Hubo aplausos entre la multitud. La gente que poco antes había bebido de sus costados y comido de su pecho ahora se inclinaba educadamente ante el centauro. Sus brillantes rostros y miradas cómplices lo rodeaban. Había aparecido una nueva pieza en el tablero de juego de la política, y todos los jugadores la miraban con ansiedad, esperando hacerla suya.