CAPÍTULO 13

FUERA DE SU ELEMENTO

E

se vestido era absurdo, de encaje y blanco como una blonda. Akroma tembló mientras se lo ponía. Unas delgadas tiras cruzaban sus hombros, hombros que habían matado sierpes de la muerte. La profunda línea de la espalda no revelaba una columna sensual, sino unos músculos enormes y el nacimiento de sus enormes alas. Las enaguas y volantes que llevaba debajo eran un incordio para sus inquietas garras. Estaba completamente fuera de su elemento, pero el nuevo ministro de la diplomacia dijo que ese vestido era necesario, igual que la fiesta.

—Bienvenidos a Topos, rey Ruhtra y reina Nagrom de Ulbion —dijo Akroma con una delicada inclinación de cintura. Los pequeños monarcas, de pelo blanco y piel negra, sólo tenían la mitad de su estatura, y ni siquiera inclinándose llegaba Akroma a su nivel. Más bien parecía que se cernía sobre ellos. Un suave codazo del ministro Lindolth le recordó que debía sonreír. Ella lo intentó, pero en realidad sólo enseñó los dientes—. Por favor, disfruten de todo lo que Topos tiene que ofrecer.

El ministro Lindolth asintió, más para animar a Akroma que para darle la razón. Lindolth era un hombre bajo y rechoncho, un leal convertido a la fe de Íxidor y un experto en relaciones internacionales. La fiesta de esta noche para los gobernantes no aliados de Otaria había sido idea suya, y lo había planeado todo hasta el último detalle.

De pie junto al rubicundo hombre se encontraba el sacerdote Aioue, tan alto, delgado y blanco como un abedul. Sus ojos rosa se posaron en el rey y la reina.

—Por favor, quítense los zapatos. Este palacio es suelo sagrado, sagrado para Íxidor.

El rey Ruhtra rió una vez, comprendió que no era una broma, y farfulló. Se quitó los zapatos, y lo mismo hizo la reina. Aioue se agachó para cogerlos y colocarlos en una caja de piedra blanca que había junto a la puerta principal. Levantó la tapa y metió los zapatos dentro.

Mientras Ruhtra y Nagrom se dirigían descalzos hacia el atestado salón de banquetes, Akroma susurró con una voz como el bufido de un jaguar:

—¿De qué modo mi comida con estos… imbéciles engreídos va a salvar Topos?

El ministro Lindolth sonrió con adulación.

—Señora, perdóname. No sólo estás comiendo con ellos. Estás haciéndote amiga de ellos. Topos se salvará gracias a los aliados y ejércitos que consiga.

—Nuestros ejércitos deberían bastar. Deberíamos haber tomado Santuario, marcado con la impronta a sus ciudadanos y marchado sobre el coliseo.

—La situación es compleja —continuó Lindolth, sin dejar de sonreír—. Antes incluso de que pudiéramos levantar una espada, Santuario estaba llevando a cabo una guerra de palabras…

—La corrupción se ha adueñado de ese valle —dijo Aioue. Sus extraños ojos rosa parecían ver el distante campo de batalla—. Destruye la moral de nuestras tropas. Han perdido la voluntad de luchar, de hacer cualquier cosa que no sea jugar. Sólo dos meses de sitio, y nuestra gente ya está demasiado dividida para seguir órdenes, y no hablemos de organizar una ofensiva. Cada día se debilitan más.

Akroma frunció el entrecejo con furia.

—Eso es culpa tuya, Aioue. Si hubieras mantenido fuerte su fe, estarían listos para la guerra.

El sacerdote no se inmutó.

—En realidad, su fe es más fuerte que nunca. Incluso han convertido a muchos de los ciudadanos de Santuario. Es una colonia de artistas y librepensadores, y ven a nuestro maestro como la personificación de todo lo que ellos creen. Las leyes de Íxidor se han convertido en las leyes de la colonia, y algunos de nuestros guerreros y sacerdotes han desertado para unirse a la gente de Santuario con la intención de convertirlos y dirigirlos. De hecho, se podría decir que el sitio de Santuario ha ganado para ti sus almas, pero no sus cuerpos.

—Los cuerpos también son importantes —agregó Lindolth mientras la tomaba del brazo, guiándola hacia el salón de banquetes. Sólo ahora se endureció su sonrisa apaciguadora—. Sería terrible que la fe de Íxidor perdurase pero que sus tierras fueran conquistadas y repartidas entre las naciones.

—Chacales —gruñó Akroma, apretando y aflojando los puños.

Lindolth cambió de táctica.

—Todavía no. Podrían ser perros guardianes. Dales las sobras de la mesa, enséñales a quedarse quietecitos con una golosina en equilibrio sobre la nariz y trabajarán para ti en lugar de en tu contra. Así es como se salvará Topos.

Akroma tembló visiblemente dentro del vestido.

—Si Íxidor estuviera aquí…

—Pero no está —concluyó Lindolth apasionadamente, mirando a los ojos a Akroma—, y eso nos deja a nosotros, mortales, para proteger y preservar lo que él hizo. Volverá, pero hasta entonces, necesitas aprender las formas de los mortales y trabajar de acuerdo a ellas, o todo lo que hizo el maestro será destruido.

Suspirando, la bestia-ángel digirió esas palabras.

—Hazlo por Íxidor —la instó Lindolth.

Ella asintió.

—Por él haré lo que sea. —Akroma irguió la espalda y se armó de valor. Sus labios se extendieron en una mueca que se fue convirtiendo poco a poco en una sonrisa. Sacudiéndose la rigidez de los brazos, agarró la falda de su vestido y se dirigió al salón de banquetes. Cuando cruzó las puertas dobles de alto arco se había transformado totalmente.

Algunos de sus invitados se volvieron cuando entró. Estaban de pie, nerviosos entre las largas mesas cubiertas con manteles de lino blanco.

—En nombre de Íxidor, señor de este palacio y creador de esta tierra, les doy la bienvenida. Es una noche para el disfrute y la música, una noche largamente esperada. Hemos sido vecinos estos tres largos años, y sólo ahora tenemos la oportunidad de comportarnos como tales. ¡Dadle al arpa, tocad la lengüeta, golpead el tambor! ¡Músicos, tengamos música! ¡Camarero, las bebidas!

Los invitados empezaban a sentirse como en casa. Cuando una alegre gavota comenzó a sonar en la tarima de los músicos, algunos incluso comenzaron a hablar entre ellos y sonreír. Había más placeres reservados.

Las altas puertas que llevaban a la cocina se abrieron de par en par, y apareció una enorme cara. Un centauro se agachó para no darse con el elevado techo. Su pelaje brillaba como si estuviera hilado con oro bruñido. Entró despacio en la habitación, llevando en la espalda un aparato que lo convertía en un carrito de bebidas gigante. Barriles de cerveza colgaban a un lado, con cuencos disponibles para que los bebedores pudieran servirse ellos mismos. Del otro lado, enormes botellas de vino sujetas a una correa de cuero, con vasos que colgaban a su lado. Las bandejas se abrían delante de su pecho, ofreciendo un amplio surtido de elegantes refrigerios.

Los invitados rieron al ver a tan poderosa criatura convertida en tan ingenioso sirviente. Akroma se unió a sus risas.

Se reunieron en torno al centauro gigante y comenzaron a comer. Al cabo de unos momentos, sus labios estaban rojos por el vino y sus gargantas llenas de comida.

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Ceño de Piedra estaba allí, de pie, mientras bebían de sus chorreantes lados y comían de su palpitante corazón. ¿Qué otra cosa podía hacer? Era la voluntad de Akroma y, por ahora, la voluntad de Akroma era la voluntad de Íxidor.

Él creía, pero ya no se trataba de una creencia ciega, no como al principio. Cuando ella lo capturó en el Bosque de los Claros Verdes dos meses antes, había sido la creencia irrazonable y totalmente envolvente de la nueva conversión, de una conversión hostil. No había querido nada de eso, pero los discípulos habían manipulado su mente y la habían llenado de creencias. En ese momento, no había dudas, ni resistencia, sólo postrada obediencia y adoración.

Ahora, sin embargo, los discípulos habían abandonado su mente y Akroma había cesado en sus depravadas pruebas. Había aprendido todo lo que deseaba saber de Krosa y su indefenso líder, y también había visto que la semilla de la fe tan violentamente implantada en la mente de Ceño de Piedra había dado verdaderos frutos.

El centauro creía en la Visión de Íxidor: que el mundo, con toda su fealdad y sufrimiento, podía ser transformado en belleza gracias al arte y la ley. La fealdad y el sufrimiento eran malos, y eliminándolos, los que de verdad creían en Íxidor podían recrear el mundo. Podían entrar en el paraíso.

Ceño de Piedra era un verdadero creyente y Akroma confiaba en él. Pensaba que esa devoción hacia el maestro era devoción hacia ella, pero se equivocaba. Su apasionado deseo de preservar la Visión no hacía otra cosa que destruirla. Tal vez ésa era la razón por la que Ceño de Piedra creía, porque Íxidor y él eran aliados contra Akroma y su régimen corrupto.

Una bola de queso cremoso se cayó de la bandeja y rodó hasta uno de los cascos delanteros del centauro. Cambió de postura, sintiendo el rastro blanco del pegote en su pelo, pero no se movió para limpiárselo. Su trabajo era quedarse de pie. Otros se encargarían de recuperar el queso y limpiar.

—Íxidor —susurró—, dame fuerzas para soportar la espera.

Sus ojos se quedaron fijos en Akroma. No se parecía a ella misma, ahora mostraba una sonrisa que sólo convencería a aquellos que no la conocían. Antes, una pequeña charla era demasiado intrascendente para ella. Ahora no. Sus ministros la habían convencido de que Íxidor estaba en los detalles, y ella se mezclaba con los demás con el mismo empeño que una vez se reservó para la guerra. Su peto era un corpiño, y su escudo, un pequeño abanico. La única hoja que portaba era su lengua, aunque era bastante certera, la verdad. A Ceño de Piedra casi le entristecía mirarla, pues trabajar tan duro para estar a la altura de la llamada de su maestro la estaba haciendo caer muy bajo.

—Muéstrale tu verdad, maestro —rogó Ceño de Piedra por su enemiga—. Muéstrasela, de manera que, cuando muera por el hacha, pueda regresar a ti.

La única hoja que portaba era su lengua…

Una vez terminada la hora de las bebidas y los aperitivos, el centauro dejaría ese artilugio, iría a los aposentos de la mujer y cogería el hacha. Era mejor que muriera a que continuara contaminando las mentes del mundo contra Íxidor. Era mejor que muriera, y su falsedad con ella, a que la verdad de Íxidor desapareciera.

Era irónico: la intención de Ceño de Piedra había sido arreglar los errores de Kamahl, pero ahora estaba solucionando los de Akroma. De cualquier forma, estaba cumpliendo con la Visión de Íxidor.

—Ya falta poco, gran maestro. Ella volverá a ti.

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Elionoway caminaba ágilmente por el estrecho sendero. Sus pies desnudos encontraban un fácil agarre entre la piedra que se erguía a su izquierda y el precipicio de su derecha. Llevaba una linterna, pues el sol dormía bajo el mundo. Debajo, Santuario brillaba como un lecho de carbones, con la ciudad y el ejército que la asediaba separados tan sólo por un estrecho Hondagua. De arriba llegaba el clamor de los jugadores entre las piedras erguidas. Elionoway y Zagorka caminaban entre los acantilados.

La mano libre del elfo recorría la pared profundamente esculpida.

—Estos petroglifos son relativamente nuevos —dijo—, y sólo tienen la profundidad de mis dedos. Los de delante, sin embargo, son los más viejos que he encontrado.

—Bien —contestó Zagorka entrecortadamente. Aunque tenía cuatrocientos cuarenta años menos que su subalterno, era vieja para una humana. Tenía dos veces su circunferencia y la mitad de su equilibrio, así que el paso era una verdadera prueba—. ¿Qué… dicen los glifos?

Saltando ágilmente por una estrecha grieta, el elfo contestó:

—Lo mismo que los otros: advertencias de la guerra de los númena. Aquí dice: «Los hermanos siempre rivalizan con los hermanos, y cuando uno se alza, los otros también, hasta que se reúnen, capaces de volar en formación, para surcar el cielo y asaltar la Muralla del Mundo». El nombre que los antiguos le dieron a la Escarpadura de Coria es «Muralla del Mundo».

Zagorka cruzó la grieta, aferrándose desesperadamente.

—¿Crees que esto… habla de una guerra?

—Los númena fueron hermanos rivales, y cada uno se esforzaba por ser mejor que los otros en el poder de la hechicería. Se alzaron juntos. El éxito de uno estimuló los logros de los demás. Con el tiempo, se adueñaron de toda la tierra, incluso del cielo y el agua, de manera que ya no podían obtener nada más a no ser que se lo robaran a los otros. —Elionoway rodeó una pequeña curva, y su voz comenzó a repetirse con el eco. Estaba de pie en la gran boca de una cueva, con la linterna alumbrando débilmente dentro de la enorme garganta—. Esa historia viene de otros textos. También mencionan la guerra. De ahí todo eso de surcar el cielo y asaltar la Muralla del Mundo. Guerra —asintió ya dentro de la cueva—. Aquí estamos.

Limpiándose el sudor de la frente, Zagorka escrutó la oscuridad.

—¿Cómo… encontraste este lugar?

Elionoway señaló las runas que rodeaban la esquina y penetraban en la cueva, volviéndose más grandes y profundas que cuando llegaron.

—Seguí los glifos.

—Está muy oscuro —dijo con mala cara.

—Seré capaz de ver si hay animales —la tranquilizó Elionoway—. Quédate cerca de mí.

—¿Te importa si te cojo la mano?

—Me sentiría halagado.

—Adulador.

Entraron uno junto al otro en la cueva, como dos niños perdidos en el bosque. Elionoway mantenía a Zagorka entre él y la pared, y la linterna hacía extrañas sombras a causa de los caracteres.

—Éste dice: «¿Y cómo gobernarán los númena si no tienen mortales que les sirvan? De este modo, cuando se levanten, también nos traerán con ellos, ya sea de la porquería o la arena o la roca, nos levantaremos para servir».

—No es muy reconfortante, aquí, en la oscuridad —refunfuñó Zagorka.

—Creo que este fragmento significa que, cuando vengan los númena, cada uno de ellos creará una nueva nación, una nación de siervos.

—¿Cuando vengan? —preguntó la mujer—. ¿No estamos hablando de gobernantes muertos hace veinte mil años?

El elfo hizo una pausa mientras sus ojos seguían las líneas de la pared.

—Sí y no. Sí, los númena cayeron hace veinte mil años, pero las profecías cuentan que regresarán cuando los adoremos en el «alto y sagrado lugar», y traerán a su gente, y volverán a hacer la guerra en la Muralla del Mundo.

—Tonterías —contestó Zagorka, aclarándose la garganta.

Elionoway levantó las cejas y continuó su camino. El corredor se abrió de repente a una gran cámara redonda. Hasta donde alcanzaba la luz, paredes, techo y suelo estaban cubiertos de enormes glifos. Éstos eran los más grandes de Santuario, lo bastante profundos y altos para ocultar a alguien entre sus pliegues. Más extraño todavía era el hecho de que tuvieran forma de personas, como pictogramas rudimentarios. Las imágenes eran de guerreros con espadas o lanzas, arcos, clavas, escudos… bastones que escupían fuego y globos que lanzaban rayos. La cámara estaba llena de ellos.

—¿Qué dicen éstos? —preguntó Zagorka con silenciosa veneración.

—Ya no dicen nada. Aunque solían hacerlo.

—¿Qué quieres decir?

—Solían ser palabras escritas en glifos del tamaño de mi mano. Descifré unos pocos que hablaban de la «Nación de los Siervos», pero no les hice mucho caso. Ahora, las runas han crecido y se han unido, reconfigurándose en este ejército pictográfico.

—Un ejército. —El vaho de su aliento persistió en el aire.

—Están regresando, Zagorka.

—¿Los númena o la gente representada aquí?

—Ambos —contestó él—. Éstos no son sólo representaciones. Son la propia gente. Mira este guerrero de aquí. —Hizo una señal hacia el petroglifo más cercano, un hombre con un cuerpo rectangular y cabeza triangular. Sus ojos eran un par de óvalos unidos. Los iris eran agujeros perforados profundamente en la piedra—. Mira sus ojos. Míralos detenidamente un momento y dime si no tienes la sensación de que te devuelven la mirada.

—No seas tonto…

—No, Zagorka. La tonta eres tú si no lo ves —dijo Elionoway con una repentina vehemencia—. Mira.

Así lo hizo, y miró fijamente a esos dos profundos agujeros negros. Sólo pudo aguantar un momento.

—Sácame de aquí.

—Sí —dijo Elionoway—. Sí, vamos.

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Akroma miró desapasionadamente al rey Ruhtra con ojos penetrantes pero con una sonrisa cordial.

—Entonces ¿puedo contar con su apoyo en la guerra que está por venir?

El anciano levantó un dedo. Su aliento olía a vino.

—Si llega la guerra, puede contar conmigo. Nuestra armada mantendrá abiertos todos los puertos orientales para que pueda conseguir suministros y transporte.

La bestia-ángel estaba contenta pero no satisfecha. Caminó a su lado, lentamente, cruzando la gruesa alfombra roja del salón de banquetes.

—Gracias, señor, pero necesito más que puertos abiertos. Necesito un aliado en el mar. Uno dispuesto a luchar.

—Ya veo —contestó el anciano, sacudiendo su cabeza cana. El candelabro reflejó pequeñas luces amarillas en su calva—. Por supuesto, si nos atacaran, nos defenderíamos.

—No me basta —dijo Akroma. Todo rastro de simpatía había desaparecido—. Busco aliados honestos, no gente cuyas lealtades cambien con la marea.

Ruhtra parecía herido. Cogió las blancas manos de Akroma entre las suyas, negras, y dijo:

—Le prometo mi apoyo, mi ayuda, mi alianza. Sus enemigos serán nuestros enemigos y sus amigos los nuestros.

Esta vez, Akroma no sólo se inclinó hacia el hombrecillo, sino que se arrodilló sobre su vientre de jaguar.

—Le estoy profundamente agradecida por la amistad de nuestras naciones.

El hombre sonrió con una expresión beatífica y le dio una palmadita en la mano.

—Bien, debo reunirme con la reina.

Como si le hubieran dado entrada, una queja pronunciada en voz alta llegó del recibidor.

—¡Mis zapatos! ¿Qué habéis hecho?

—Por favor, perdóneme —dijeron el ángel y el rey al unísono. Juntos, corrieron al recibidor.

Los dignatarios se encontraban allí, murmurando con consternación. Un Lindolth rojo de vergüenza y un pálido Aioue estaban con ellos. Todos miraban boquiabiertos a la caja de piedra que había junto a la puerta.

—¿Qué sucede? —preguntó Akroma.

Muchos hablaron a la vez para explicarse.

—No nos darán nuestros zapatos.

—No saben dónde están.

—Vi cómo los metían en la caja, pero ahora no hay nada.

—Me pregunto por qué Íxidor querría nuestros zapatos.

Un día antes, el ángel habría matado a golpes al hombre por tal ligereza, pero las carcajadas que hubo como respuesta ayudaron a calmar una fea situación. Akroma se situó a grandes zancadas en medio de ellos y se dirigió directamente a Lindolth y Aioue.

—Bien. ¿Qué ocurre aquí?

—Tienen razón —contestó el ministro Lindolth con voz temblorosa—. Han desaparecido.

—El trabajo de una noche arruinado por un ladrón de zapatos —dijo entre dientes.

—Nadie los ha cogido, señora —dijo él—. Sólo han… desaparecido.

—¿Qué quieres decir? ¡Quítate de en medio! —Se adelantó para mirar dentro de la caja de zapatos. Allí no había nada: ni los zapatos, ni los lados, ni el fondo de la caja. El espacio era completamente negro y parecía infinito—. ¿Arrojasteis sus zapatos a un pozo sin fondo?

—Es peor que eso —explicó el sacerdote Aioue lánguidamente—. ¡Inspira profundamente y dime qué es lo que hueles!

Le lanzó una mirada asesina pero aspiró de todos modos. Reconoció el olor inmediatamente, el olor acre de la carne de una sierpe de la muerte. No era un olor pútrido, sino el que provenía de las bestias vivas.

—Está ahí —continuó Aioue—. Ocultándose en ese espacio.

Akroma asintió.

—La sierpe de la muerte está ahí abajo, igual que nuestro señor, Íxidor.