CAPÍTULO 12
ASESINOS
abía llegado el momento. Virot había conseguido lo que quería de su viuda negra y ahora la mataría antes de que ella lo matara a él. Hoy, Phage moriría.
El Primero se dirigió con determinación desde sus aposentos hasta las salas públicas del coliseo. Aunque los aficionados atestaban el camino, no aminoró el paso ni se detuvo. La gente se apartó de él instintivamente, echándose contra las paredes. La fila más interna retrocedía y empujaba a la siguiente, y ésta a la siguiente, de manera que parecía que todo el mundo que había en el pasillo se marchitaba, derrumbados por su mera presencia.
Hoy no los mataría a ellos. Sólo a Phage.
Durante dos meses habían estado juntos, él y ella. Su pasión se volvía más cálida cada día. Pronto el fuego alcanzaría el corazón de Phage, y ella se volvería contra él. Era inevitable, a no ser que él golpeara primero.
—Mi amor, mi cielo —dijo el Primero rechinando los dientes.
A su espalda, dentro de los largos pliegues negros de su capa, sujetaba una daga. El pomo estaba envuelto en piel de su propia madre. El guardamano llevaba incrustaciones de hueso de sus hermanos. El Primero en persona había forjado la hoja serpentina, tan negra como la noche, templando acero y magia. Nunca perdió el brillo y nunca se oxidó mientras se alimentó de almas.
Cuando golpeara a Phage, ella moriría y su alma se quedaría dentro del arma para siempre. Nunca permitiría que se fuera. Se uniría al resto de su familia.
El hombre descendió por una ancha escalera, y sólo entonces alcanzó a ver las capas amarillas de los siervos de la mano que lo seguían. Habían llegado diligentemente, con sus propios brazos doblados tras la espalda y ocultando sus hojas en las mangas. Sus dagas no podían capturar el alma de Phage, de manera que sólo la golpearían si el Primero llegara a peligrar.
El ritmo constante de las botas del Primero se confundía con el latido apenas perceptible de su corazón. Había matado a decenas de miles anteriormente. La única baja de una joven no debería haber sido diferente, pero lo era. La amaba, y el amor y el poder eran irreconciliables. El que amaba mucho tenía menos poder, y el que amaba menos tenía más. Hasta ahora, el Primero había tenido todo el poder, pero Phage lo dejaba sin él.
Ésa era la razón por la que ella debía morir, y por la que él apenas podía imaginarse matándola.
El hombre no tenía que imaginar. Simplemente tenía que clavar la daga en su corazón. Sólo era una cuestión de músculos: sus tríceps contrayéndose y su pericardio rasgándose. Luego su amor desaparecería y el Primero volvería a gobernar.
El ensueño se rompió y se encontró a sí mismo, de pie, ante los aposentos de Phage. A diferencia de los suyos, situados en lo alto, los de Phage se encontraban en las entrañas del coliseo. Profundas y sin ventanas, las habitaciones estaban adornadas con seda y hierro, que no se podían corromper. Las citas estaban bien, sí, pero el lugar todavía se sentía y olía como un corral de esclavos: oscuro, mohoso y frío.
—¿Por qué espero? —se preguntó el Primero. En voz baja, rezó a su señor—. Lord Kuberr, protege a tu siervo.
Levantó la mano, y la puerta de obsidiana se abrió hacia dentro sin ningún ruido. Estaba cerrada mágicamente para todos menos para Phage, pero ninguna puerta del coliseo lo estaba para el Primero. Traspasó el umbral y los siervos de la mano lo siguieron en una manada dorada. A pesar de la sepulcral oscuridad de la antecámara, el Primero se movía con confianza, pues había cruzado ese espacio en innumerables ocasiones.
Hoy se respiraba un aire distinto, cálido y con olor a jazmín. Estaba en el baño.
Mucho mejor.
El Primero caminó sigilosamente por la siguiente cámara, hasta el salón y el arco donde se elevaba el fragante vapor. Apretó con más fuerza la daga y miró a través de la niebla.
Phage estaba tumbada en la bañera, una profunda y ancha pila esculpida en mármol negro. Estaba sumergida hasta el cuello, y la superficie del agua parecía espesa a causa del vapor. Podría haber estado despierta, totalmente relajada, o tal vez muerta.
El Primero fantaseó con esa idea, y su corazón saltó tanto de alivio como de miedo. Traspasó el arco y se aproximó a la bañera. Ella no se movió. Sería muy sencillo. Hazlo rápidamente. La mano que sujetaba la daga se movió desde su espalda hacia un lado. Inhaló profundamente ese precioso aire y preparó la simple contracción muscular que le devolvería el poder.
Ella se movió, levantando la barbilla y abriendo los ojos. Aunque su mirada cayó inmediatamente sobre él, allí de pie, no se sobresaltó. Ni siquiera una ráfaga de miedo cruzó su plácido rostro.
—Hola, Virot.
—Hola, Phage —contestó él.
Ella sacó los brazos del agua y los estiró con torpeza y lentitud. Cuando volvieran a bajar, su corazón estaría indefenso. Entonces golpearía. Bostezó y dijo:
—No te oí entrar.
—Yo… —comenzó, sin estar seguro de qué decir y esperando simplemente el momento de golpear. Dobló las manos tras su cabeza, demasiado pronto para agarrar la daga—. Tengo algo para ti.
Ella parpadeó, concentrándose en las figuras de la capa amarilla que había detrás de él.
—Yo también tengo algo para ti.
—¿Ah, sí? —preguntó extrañado el Primero, guardando la daga más profundamente en su manga—. ¿Y qué es?
Phage se levantó del agua, que corrió por su cuerpo como una túnica de seda cayendo al suelo. Su piel brilló como blanca porcelana. Estaba magnífica, allí, de pie en la bañera. Las aguas la lamieron a la altura del muslo y el vapor se arremolinó a su alrededor. El Primero no podía dejar de recorrer su figura con la mirada, pero cuando alzó los ojos, vio que ella miraba fijamente a su espalda. Con un gracioso gesto, pasó un dedo por su vientre y dijo:
—Esto.
El Primero casi dejó caer el cuchillo. ¿Por qué se ofrecería ella así, con los siervos de la mano esperando justo allí detrás? Seguramente conocía sus intenciones. Querría seducirlo en el baño, coger el cuchillo y matarlo. Ahora era más vulnerable.
—Tengo obligaciones urgentes…
—No es eso —dijo con una mirada desapasionada mientras volvía a gesticular—. Es esto.
Miró hacia abajo, a su mano, y sólo vio la profunda cicatriz que su hermano le había hecho, pero no era eso lo que ella quería decir.
—Estoy embarazada. Llevo dentro a tu hijo —dijo simplemente—. O a tu hija… aquel que te continuará.
El Primero tembló, poniendo freno a un maremágnum de emociones. Qué lamentable criatura, ese hijo, esa bestia aterradora. Ningún hijo puede suceder a su padre a no ser que éste sea destruido, pero el Primero también sentía ternura y esperanza. Aquel que había asesinado a su propia familia podría volver a tener otra con éste, y, aunque no fuera así, ¿tan horrible sería morir, ser liberado de siglos de lucha y tormento? ¿Sería ese hijo un destructor o un libertador? La última emoción que sintió Virot fue de terrible curiosidad: ¿con qué ángulo debería lanzar la daga para atravesar ambos corazones a la vez?
Phage todavía estaba allí de pie, empapada y hermosa. Había estado estudiando su rostro. Para la mayoría de la gente, el semblante del hombre era una máscara impenetrable, pero ella se había aprendido sus líneas y pliegues. A menudo podía sentir sus emociones como si fueran las suyas propias.
—¿Qué es lo que tenías tú para mí?
Al Primero se le heló la sangre. Las pasiones se congelaron. Phage debía de conocer sus intenciones, pero pretendía ignorarlas para salvarse a ella misma y al niño.
—Dijiste que tenías algo para mí, ¿no?
—Sí —objetó el Primero—, pero ya no parece apropiado.
—Me gustaría verlo.
—Agáchate —le dijo fríamente, mirando por encima del hombro—. Son siervos de la mano, pero también tienen ojos.
Ella se sentó. El agua se cerró a su alrededor, cubriéndola hasta las clavículas. El líquido no detendría el cuchillo, y allí tumbada no podría esquivarlo. Phage lo observó, con los dedos cruzados sobre el estómago.
—Te traje esto —dijo, sacando la daga de la manga y colocándola desapasionadamente sobre ella. La hoja negra casi parecía una víbora preparada sobre su garganta.
Phage parecía pálida bajo esa daga.
—Parece poderosa.
El Primero asintió.
—Lo es. Contiene la carne y la sangre de mi familia y las almas de cientos más.
La luz púrpura brillaba en sus ojos.
—¿Y es mía?
—No —contestó, y luego añadió—. Ahora no, mientras estés mojada. La hoja está envenenada.
Ella se levantó de repente y salió de la bañera. El Primero retrocedió tambaleándose, mientras Phage se envolvía con una túnica de seda.
—Entonces dámela ahora.
Él volvió a apartarse, sujetando el cuchillo.
—No. Era para luchar en el coliseo, y en tu estado ya no puedes luchar.
—Claro que puedo —dijo tranquilamente, acercándose a él con la mano abierta—, y lo haré. Dame el cuchillo.
Podía golpear ahora. La seda no detendría una hoja como ésta, pero ella se comportaba con precaución, incluso mientras avanzaba. Si hacía un solo movimiento para atacar, ella saltaría, la hoja no sería certera, tendría que apuñalarla dos o tres veces y los siervos saltarían con furia sobre ella. No era eso lo que él quería. Clavarle el arma una sola vez y en el corazón era una muerte poética. Volvió a retroceder.
—La quiero. ¿Vas a dármela o no? —preguntó Phage.
Acercó la daga a su vientre, girándola de manera que ella pudiera cogerla por la empuñadura.
La tomó. Su mano era rápida y segura, y le arrebató el arma. La hoja se elevó sobre su hombro, y su maligna lengua apuntó hacia el corazón del Primero.
—Me gusta cómo se siente. Nunca he luchado con un arma, pero ésta me gusta.
El hombre la observó, preparado para saltar hacia adelante si ella lo atacaba con la hoja. Nunca antes había necesitado un arma, pues su toque mataría a cualquiera que no fuera el Primero. Ahora sí que la necesitaba, ya que deseaba matarlo.
Su mano atacó como un halcón, y el Primero se lanzó hacia atrás. La hoja llegó de ninguna parte, una estocada de prueba, pero de todos lados a la vez; los siervos se aproximaron portando sus propias dagas. Aun así, ninguno se enfrentó con la dama mortal.
Phage los ignoró, sonriendo mientras miraba el arma.
—Me encanta, Virot. Gracias por dármela. Siempre la llevaré conmigo. Nuestro hijo estará a salvo gracias a ella.
El Primero sólo podía asentir, atontado, mientras trastabillaba.
—Convoca algunos duelos para mí, así podré probar mi nuevo juguete.
Los ojos del hombre se estrecharon.
—Sí, lo haré. Convocaré algunos duelos.
—¡Míranos! —gritó Fajín, dando paseos por la celda—. ¡Patético! Comenzamos la vida como si fuéramos la mismísima imagen de un dios, viviendo en un palacio infinito en el paraíso. ¡Las cosas iban bien hasta que te escuché! —Señaló con el dedo a Chaleco, que yacía sobre la cama de listones de hierro.
—Sí, vale —respondió el no hombre sin moverse, no fuera que su figura se plegara y él cayera—. Las cosas iban bien. Estábamos muriendo como moscas. Sólo continuamos vivos porque pensé en un plan.
—¡Sí! ¡Tu plan! Una pequeña rebelión…
—Una rebelión muy importante. —Umbra se sentó con abatimiento junto a una puerta que había sido sellada con plomo. Aunque todos ellos lo habían intentado, ninguno pudo pasar bajo ella.
—Sí. Una rebelión monumental. Por vuestra culpa, nuestro amo está muerto, esa bruja loca de Akroma está al mando y nosotros hemos seguido un largo y horrible descenso. De los palacios a las casas nobles, de las casas nobles a los graneros, de los graneros a las zanjas, de las zanjas a los pozos —concluyó Fajín enfadado. Sus palabras quedaban desmentidas por el ronroneo de satisfacción de su interior.
Umbra sacudió la cabeza.
—Ya lo he dicho antes. Podríamos acabar con esto. Si cada uno de nosotros pasara a través de los otros, nadie moriría, y estaríamos todos de vuelta en Topos.
—¿Nadie morirá? —soltó Chaleco—. Nadie que no sea uno de nosotros dos. ¡Nada de juegos! ¡Tomamos nuestra decisión, y aguantaremos!
Un silencio incómodo cayó sobre los tres. Fajín había dejado de andar y se sentó en un banco, deslizándose hasta el final para acabar en un charco en el suelo.
—¿Quién es ahora el charco?
—¡Cállate! —gruñó Fajín—. ¡O te haré callar con un hechizo de sueño!
—Si fueras un mago de verdad ya habrías aprendido algo más que un hechizo de sueño.
—¡Eso es! Boogala boogala…
—Para. Déjate de hechizos. Necesitamos a todo el mundo despierto si vamos a salir de ésta —dijo Umbra pensativamente—. Sólo me pregunto qué nos tienen reservado. Seremos luchadores, eso seguro, pero ¿cómo? No tenemos cuerpo.
—Tal vez lo entiendan y nos suelten —contestó Chaleco.
—No —contestó Umbra—. La Cábala es astuta. Harán algo con nosotros. Tal vez nos llenen de tigres y nos empujen entre dos hojas de metal de manera que los felinos no puedan salir. Luego bajarían las hojas de metal al coliseo, las abrirían y los tigres saldrían.
—¡Ingenioso! —exclamó Fajín, avivando la discusión.
Umbra lo miró.
—Por supuesto, tendríamos suerte si fuesen tigres. Seguramente nos llenarán con ogros y trasgos.
—Ogros —bufó Fajín.
—Los trasgos no son malos —dijo Chaleco desde su cama. Se agachó para rascarse y cayó entre los listones.
—Mientras no sean infecciosos o estén llenos de piojos, pero estoy seguro que la Cábala evita ese tipo de cosas —continuó Umbra con brusquedad—. A no ser, por supuesto, que los trasgos sean muertos vivientes. En ese caso habrá gusanos retorciéndose dentro de nosotros día y noche, enjambres de moscas, y ese pútrido olor. Aun así, es mejor eso a que te llenen de banshees gritando a todas horas. Hay cosas peores, pero supongo que no debería hablar así. Vosotros, muchachos, parecéis descompuestos.
—¿Descompuestos? ¡Descompuestos! —repitió Fajín, agitándose hasta hacer un sonido como de lámina de metal—. ¡Por supuesto que estamos descompuestos! ¡Ya es hora de que te calles!
—¿Qué cosas peores? —preguntó Chaleco.
—Bueno, todos esos cuartos de esclavos tienen bocas de letrina, y todas ellas conducen a una profunda cisterna, y cuando tengáis a todos esos monstruos comiéndose unos a otros día y noche, algún efluvio nocivo tendrán que producir, si sabéis a qué me refiero.
—¡Sabemos a qué te refieres! —gritó Fajín—. ¡Ve al grano!
—Bueno, alguien tiene que vaciar ese pozo negro, ¿y qué forma más fácil que mandar allí abajo a uno de nosotros y dejar que todo eso le inunde? Luego sólo tienen que sacarnos, en horizontal, tirarnos en algún lugar, darnos la vuelta y dejar que la cosa se vierta. Eso es probablemente lo que harán con nosotros… incluirnos en el personal de pozos sépticos de Otaria, trabajando día y noche como portales vivientes para excrementos.
Chaleco saltó delante de su compañero, gritando.
—¡Oh, Fajín! ¡Saltemos ahora mismo a través de él, los dos! Tendremos una oportunidad con Akroma. ¡No quiero ser un excusado viviente!
Dando una bofetada a su cara vacía, Fajín gritó:
—¡Compórtate!
—¡Atrás! —bramó una voz a través de la puerta. La orden iba puntuada por el tremendo sonido del metal bajo su enorme peso. El sello de plomo que rodeaba la entrada se rompió, y la fuerza que hizo eso empujó la puerta dentro de la celda. Las puntas de metal tabletearon y rechinaron mientras rozaban el suelo de piedra. El enorme ogro que los había capturado les bloqueaba la salida.
Los no hombres retrocedieron. Todo pensamiento de huida se disipó.
—Quedaos atrás o haré un nudo con vosotros —gruñó el ogro.
Umbra y Fajín se retiraron, pero Chaleco gritó:
—¡No soy un excusado! ¡Soy un ser humano!
—¡Silencio! —respondió el ogro. Inclinó la cabeza, movió la mano en una pequeña floritura y anunció—: Nuestro amo.
En la celda entró una criatura que vivía en las más profundas pesadillas de los no hombres: el Primero de la Cábala. Conocían a ese hombre gracias a la mente de su creador. Aunque Íxidor nunca había visto personalmente al Primero, lo conocía por haber sido el titiritero que había tirado de los hilos de Phage. En la mente de Íxidor, y por lo tanto en la de los no hombres, no podía existir mayor maldad, ni un avatar de la muerte más terrible que el Primero.
—¡Nuestro… nuestro… amo! —dijo Chaleco jadeando.
El hombre con ropa negra no respondió. Su rostro parecía cincelado en piedra, algo incomprensible. Una llama negra brillaba en sus ojos. Se dirigió resueltamente hacia los tres no hombres, alargó las manos con la rapidez de un aguijón de escorpión y los agarró.
Los no hombres gritaron. Se estremecieron y convulsionaron como corazones al descubierto bajo el cuchillo, pero no murieron. Aun así, el Primero no los dejó escapar. Sus dientes rechinaron tras unos labios tensos que pronto parecieron sonreír. Por fin, arrojó a las tres patéticas criaturas contra el suelo y se volvió.
—Son cobardes, por supuesto, y débiles que no hacen más que lloriquear —habló dirigiéndose al ogro, no a los no hombres—, pero si yo no puedo matarlos, ella tampoco podrá. Crearé membranas mágicas para sujetarlos, es todo lo que necesitarás para entrenar a estos nuevos asesinos. Les enseñarás a luchar… y a odiar.
El ogro sólo respondió con una profunda inclinación hacia su amo.
—Ah —continuó el Primero—, y sácales lo que lleven dentro, sea lo que sea. Huelen como si estuvieran llenos de gatos.
«¡Qué idiota soy! En lugar de matarla, le doy la única arma con la que podría destruirme… y le doy un hijo. Cree que no la mataré por estar embarazada. Pues está muy equivocada. No necesito un hijo que crecerá para derrocarme. Los mataré a ambos, madre e hijo, y pronto.
»Gran Kuberr, tú me concediste la fuerza para asesinar a mi familia una vez. Concédeme la fuerza para volver a matarla.
»Soy el Primero, y seré el Ultimo».
«Con una simple acción, le di a Virot y a Kuberr lo que querían. Virot quería una conquista sexual, y Kuberr quería un cuerpo. Ahora llevo un dios dentro de mí, y Virot ni siquiera vislumbra la naturaleza de nuestro hijo.
»Me teme. Sabe que puedo destruirlo. ¿Importa que Virot planee mi muerte? Kuberr no lo permitiría, no hasta que nazca. De momento soy invencible. Nadie puede matarme, ni Virot… ni siquiera Akroma…
»Tendré que hacerle una visita…
»Alabado seas, Gran Kuberr, mi dios… mi hijo».