CAPÍTULO 11
EL GATO EN LA BOLSA
l truco de los gatos de Umbra funcionó, y consiguieron quitarse de encima a los sabuesos esa primera noche. Durante el siguiente mes, sin embargo, el problema fue librarse de los felinos.
Al final resultó que los gatos se encariñaron con los no hombres: sombras vivientes en el viento, ahora estoy ahora no estoy, ¡tentador! Un minino que brincaba hacia esas líneas, que se curvaba y saltaba por el aire, de repente se encontraba a sí mismo en una habitación secreta de un palacio secreto. ¡Qué delicia! Del mismo modo que ocurría con las pulgas y los perros, los gatos habían convergido en los no hombres.
Umbra era el anfitrión de dos familias de gatos atigrados. Fajín estaba lleno de media docena de mininos de pelo corto y negro. Chaleco, en virtud del hecho de que su pan mojado había atraído a los ratones de Topos, se había convertido en un albergue para gatos, con cerca de treinta de ellos de todo color y configuración.
Los animales jugaban sin cesar alrededor de sus pies de sombra, apareciendo y desapareciendo en los caminos polvorientos por donde andaban. De vez en cuando se marchaban a cazar cerca de los campos y volvían con liebres, armiños, ratones, ratas y alguna mofeta ocasional, algunos de ellos aún con vida. Los no hombres intentaron evitar desesperadamente que los cazadores persiguieran a sus presas en su interior, pero era inevitable que los gatos se salieran con la suya. Toda la carnada que había dentro jugaba con la pobre criatura hasta que moría y luego se peleaba por el cadáver. El anfitrión no hombre pasaba así horas emitiendo alaridos, berridos, bufidos y ronroneos.
De todas formas, esos ruidos eran preferibles a los conciertos nocturnos que maullaban desde cada no hombre hacia los otros dos, acompañadas por los saltos de formas inquietas. Para colmo, la mayoría de las hembras estaban preñadas, y en un mes más, la plaga de gatos bien podría acabar siendo pandémica.
—Así son los traumas de la vida… para los no hombres —dijo Fajín con elocuencia.
Los tres caminaron cansinamente hasta un puente de piedra que conducía a un pequeño pueblo en la llanura. No había otro camino para rodear el burgo que no fuera vadeando el río, una práctica que habían rechazado después de haber ahogado a tres gatos. El olor de su descomposición había durado dos semanas. No, los no hombres tenían que cruzar directamente el pueblo, pero, con suerte, llegarían al otro lado sin que los oyesen antes de que el sol se pusiera y comenzara el concierto.
Fajín extrapoló:
—¿No es bastante insulto pasar la vida como una simple alteración del aire, un extraño sonido, un raro olor…?
—Ni que fueras un pedo viviente —le cortó Chaleco.
—Eso es lo que somos —continuó Umbra con amargura—. Aire viciado. Espíritus sin cuerpos.
—Oh, venga, tenemos cuerpos, y muchos: cuerpos de gato. Sólo tienes que sacudir una pierna y salen un montón —se quejó Fajín. Como demostración, dio una patada. Un gato negro salió por el aire, dio una vuelta, intentó caer con los pies por delante y aterrizó sobre la espalda, con las patas para arriba.
Los tres no hombres caminaron con tranquila frustración.
A ambos lados del camino surgían pequeñas tiendas. El sol del ocaso estiró sus dedos dorados sobre ellas, atrayendo a los viajeros hacia el oeste, aunque luego los dejaría sumidos en la oscuridad fuera de la aldea. Sería otra acampada oscura, otra noche de canciones gatunas y fornicación felina.
Umbra gruñó.
—He reconsiderado mi plan.
—¿Te refieres a los gatos? —soltó Chaleco—. ¡Es un poco tarde!
—No, me refiero a cómo conseguir nuestros cuerpos. Nunca aprenderemos suficiente magia de este libro para hacernos unos cuerpos por nosotros mismos. Para cambiar el alma se necesita un hechizo poderoso, así que necesitamos un abogado poderoso.
Fajín y Chaleco sacudieron la cabeza, y el primero dijo:
—¿Y exactamente a quién propones?
—Bueno, he estado pensando: si os entregarais a Akroma…
—¡Ajá! ¡Justo lo que pensaba! —exclamó Fajín.
—¡Todo este tiempo nos has estado diciendo que íbamos a Sotario…!
—Santuario.
—¡… pero en realidad nos llevabas a Topos! Todavía trabajas para esa vieja bruja.
—¡Cállate! —Umbra miró alrededor con irritabilidad. Cualquiera habría podido oír su discusión—. ¡Nos van a descubrir!
—¿Es cierto? ¿Estás trabajando para Akroma?
—¡Por supuesto que no! Soy uno de vosotros. ¡No me puedo creer que sospechéis de mí, después de todo lo que hemos pasado!
—¡Todo lo que…! ¡Todo lo que…! —rugió Chaleco.
—¡Silencio!
—¿Qué has hecho tú, excepto meternos en problemas? —preguntó Fajín.
—Mirad, creo que si vamos a Akroma y le pedimos disculpas, y le decimos que hemos aprendido la lección, ella nos perdonará. Después nos puede proporcionar los cuerpos.
Fajín rió con descaro.
—Sí. Te dará la bienvenida a casa, buen y fiel sirviente, y te dará las gracias por hacer regresar a estos traidores. Tu conseguirás un cuerpo y nosotros seremos destruidos.
—¡No es eso lo que quiero!
—Y qué hay de ir directos a Topos, ¿eh? —preguntó Fajín con sarcasmo.
—¡Sí! —dijo Chaleco con sorna, y añadió—: ¿Qué?
—¡Conozco un atajo, por aquí, a través de este tipo! —Fajín saltó hacia la silueta de Umbra.
El hombre de sombra se echó a un lado, y dos gatitos atigrados escaparon de los dedos de sus pies.
—¡Eh! ¡Cuidado! ¡Eso es asesinato! ¡Sabéis que me cerraría para siempre!
—¡Sí, sí! —dijo Chaleco, dándose cuenta—. ¡Un atajo! —También se abalanzó hacia su compañero. Dejó caer un montón de gatos dormidos que aterrizaron sobre los otros volcados por Umbra. Los felinos supusieron que estaban siendo atacados y arremetieron a zarpazos y bufidos.
—¡Asesinato, dice! —se rió Fajín—. ¿Y qué sería el llevarnos de regreso a Akroma? ¿Justicia? —Soltó un puñetazo, tratando de lanzar el puño a través de su camarada.
Umbra saltó para evitar el golpe, pero uno de sus pies tropezó con una bola de gatos mordedores. Las bestias se enrollaron a él, encontraron a los gatos atigrados que ya habían marcado cada esquina del no hombre y comenzaron una guerra total.
El destino intervino en la persona del abogado de la villa, que dio la casualidad de que era un ogro.
—¡Qué demonios! —exclamó la bestia, saliendo de repente de detrás de un par de puertas dobles llenas de marcas causadas por tales apariciones repentinas. Salió a la polvorienta calle, con su clava llena de pinchos sobre un hombro y el ojo que le quedaba sobresaliendo con suspicacia. Aspiró profundamente, llenando de aire su pecho descamisado, y salió al camino.
—¿Lil? ¿Eres tú? —Al no recibir respuesta, murmuró—: Primero oigo un sonido como el de una casa de putas ardiendo, luego huelo algo parecido a un león en celo. —Volvió a olfatear—. ¿Lil?
Los no hombres habían ideado una estrategia para momentos como ése: mantenerse agachados y mezclarse con las sombras. Por suerte, había muchas en el camino a la caída del sol. Por desgracia, había muchos gatos para arrastrarse fuera y descubrirlos.
—Miau —maulló el primero, un gatito con manchas que se estiró lujuriosamente antes de añadir—: miau.
El ogro bizqueó hacia esa criatura aparecida en el polvo, lleno de sombras con formas de hombre donde no había hombre alguno. Había algo extraño en ese gato. El ogro se rascó los pantalones, que parecían un gran saco grueso sujeto por un cinturón con pinchos. Parpadeó dos veces, miró alrededor y murmuró:
—¿Lil?
—¡Miau, miau, hiss, miau, hiss! —replicó el gatito. No al ogro, sino al montón de gatos que de repente aparecieron debajo de él.
—Pobre gatita —susurró el ogro—. Mira que parir aquí, en la tierra, y con todos esos gatos grandotes. Me recuerdas a mi mamá. —Alargó la mano para coger a la joven cosita.
Sólo un ogro o un amante de los perros se metería en una lucha de gatos. Esa criatura era ambas cosas.
—¡Miau, hiss, hiss, MlAAAUUU! —explicaron los gatitos y, para demostrarlo, arañaron todas las venas del brazo del ogro. Los otros gatos ayudaron.
El ogro intentó maldecir, pero sólo atinó a decir:
—¡Au, au, au! —Y arrojó lejos a las furias peludas.
Los animalitos salieron volando por la calle, con las colas dando vueltas mientras aterrizaban sobre las patas. Más gatos salieron de las sombras.
Temeroso de que pudiera perder una pierna, el ogro bajó la clava y los gatos se dispersaron. El arma golpeó el vacío, no encontró resistencia, se escapó de la mano del ogro y desapareció como si hubiera caído por un agujero. Miró asombrado hacia donde había desaparecido el arma y dijo:
—Vaya, vaya.
El defensor de la ley estiró la mano hacia su cinturón de pinchos, quitándoselo con un rápido movimiento. El cinturón sujetaba los pantalones del monstruo, que también se soltaron. El extraño tejido se desplegó, mostrándose como un voluminoso saco que podía enganchar fácilmente a todos los no hombres.
—¡Cuidado con los pantalones! —gimió Fajín.
Él, Umbra y Chaleco podrían haber pensado en huir, pero un ogro sin pantalones es una visión fascinante. Lo siguiente que supieron fue que aquellos pantalones realizaron un barrido por encima y cayeron sobre ellos. Los pinchos de madera se clavaron en el suelo formando un amplio círculo alrededor de los no hombres, y la prenda se cerró con la seguridad de un puño. Estaba claro que se trataba de pantalones mágicos.
—¡Una trampa de demencia! —exclamó Fajín.
—Un poco tarde, profesor —bufó Umbra.
—¡No podemos escapar de una trampa de demencia! —añadió Chaleco. Tenía razón. Los no hombres podían haber escapado de cualquier otro recinto, deslizándose a través de una grieta o bajo una puerta, pero no de una trampa de demencia—. ¿Cómo vamos a salir de ésta, señor Listillo?
—Silencio —aconsejó Fajín.
—Miau —añadió algo debajo de él.
—Chaleco, saca el libro de hechizos y dáselo a Fajín —susurró Umbra—. Tiene que haber un hechizo que podamos usar.
Mientras Chaleco hurgaba en su interior, la voz de un ogro incorpóreo llegaba a través de la bolsa, preguntando:
—¿Lil?
—¿Cómo vamos a salir de ésta, señor Listillo? —preguntó Zagorka, de pie en su balcón de Santuario.
Elionoway estaba detrás de ella, con su cuerpo de elfo tan delgado y rígido como un viejo tocón. Un humo azulado salía de la pipa que tenía sujeta entre los dientes.
—No lo sé.
Miraron por encima de los tejados rojos de la ciudad, al otro lado del río Hondagua, hasta las colinas rocosas de más allá. Allí estaba acampado el ejército de Akroma: tres mil hombres. Esos autómatas con el cerebro lavado superaban a los de la ciudad por dos a uno. Akroma había cogido a sus seguidores más fanáticos y los había convertido en guerreros y sacerdotes. Habían venido para sitiar Santuario.
Zagorka soltó un largo silbido de irritación.
—«Fortificad», les dije. «Un muro, una zanja», les dije. «Fabricad armas: flechas, lanzas…». Hasta un montón de rocas habrían servido en ese momento. Nada. En su lugar leímos antiguos garabatos en la piedra, jugamos como si no hubiera un mañana. Pues bien, supongo que nos tocó el premio gordo. ¡No hay mañana!
Elionoway pareció considerarlo mientras el humo salía de su nariz como un bigote de plata.
—Creo que acaba de tocarte ese premio.
—¿De qué estás hablando? —preguntó la anciana, volviéndose hacia él—. ¿La muerte es el premio gordo?
El elfo sonrió inexplicablemente.
—Mejor dejar esa poesía para otro día. No. Quiero decir que no puedes mandar a una multitud como ésta a construir un muro, una zanja, armas y a luchar. Si os meten en una guerra convencional, ya habéis perdido.
—¿Qué elección tenemos? —preguntó Zagorka con un fuerte suspiro.
—¿No has aprendido nada de Phage? Ella conquistó este lugar con un par de dados.
—El paraíso conquistado con un par de dados.
Elionoway golpeó suavemente la pipa contra la barandilla.
—Hoy estás llena de poesía. No la gastes toda en mí. Tienes otro admirador. —Señaló al sendero más arriba del vado, donde un sacerdote de túnica azul caminaba a la cabeza de un contingente fuertemente armado—. ¿Quieres apoyo?
—¡Ah! —gritó Zagorka—. En tiempos de paz es: «sí, sí, Zagorka, lo que sea». Cuando hay una lanza apuntándote para que hables, todo el mundo me respalda. Por supuesto que quiero apoyo. Mi sabio, un par de docenas de centauros gigantes y mi valiente trasero.
—¿Ahora soy un sabio?
—No, el sabio es Chester.
El elfo sólo sonrió mientras Zagorka cruzaba sus dependencias, bajaba las escaleras y salía a la calle. Allí esperaban Chester y una multitud temerosa. El mulo se arrodilló, permitiéndole a su ama subir. Elionoway por su parte decidió andar. La procesión reunió fuerzas por el camino: Bret, Jaimes, simios gigantopitecos, ogros y centauros gigantes; todos ellos andaban buscando una pelea de verdad.
Hoy podrían tener una.
Zagorka bajó con Chester por la amplia curva de la calle principal de Santuario, salió a los abundantes campos de las tierras bajas del río y hacia la puerta arqueada junto al vado. Le habría gustado adoptar un aire marcial, pero no con ese variopinto desfile a su alrededor. Se reían (¡cantaban!) como si ella fuera su libertadora, aunque se sentía más bien como un sacrificio.
Chester se detuvo en la sombra del arco, resopló y piafó contra el suelo. El resto del contingente de Santuario se detuvo a su alrededor. Sus joviales canciones callaron y murieron totalmente ante el contingente que se aproximaba.
A la cabeza cabalgaba un delgado albino vestido con túnicas blancas y montando un pálido caballo. Tenía totalmente afeitada la cabeza, y entre sus ojos rojos descansaba una chispa azul, como un tercer ojo. Un sacerdote. Sus debilitadas manos portaban una delgada espada que brillaba con magia. Unos guerreros rodeaban totalmente al sacerdote de Íxidor. Algunos eran hombres cangrejos de grueso caparazón. Otros, humanos o elfos, armados y con armadura. Todos parecían mortalmente serios. El contingente descendió el inclinado sendero y entró en el vado sin vacilar. Penachos de espuma surgían con gracia delante de los cascos del caballo.
Zagorka se sintió desfallecer.
—Arrástralo a tu batalla —le aconsejó Elionoway, que estaba a su lado.
El albino se detuvo ante ella. Su piel era tan diáfana que se le notaba cada vena azul, dándole a su cara la apariencia de un árbol tatuado. Sus iris de color rosa parecían mellas arrugadas. Sentado a lomos de su gélido corcel, y sin mostrar desdén ni compasión, estudió a Zagorka.
—Yo, Aioue, he sido enviado para darte un ultimátum: rinde Santuario al gobierno de Topos o sufre el sitio.
Parpadeando, Zagorka sacudió la cabeza.
—No acepto.
Al principio, al sacerdote no se le ocurrió una respuesta. Los discípulos azules brillaron en su pálida frente.
—Yo, Aioue, he sido enviado para darte…
—No aceptamos. Ultimátums, quiero decir. No puedes darnos un ultimátum si no aceptamos ultimátums. Lo mismo te daría predicar a las hormigas.
A su lado, Elionoway reprimió una sonrisa dando unas caladas a una pipa recién encendida.
—¿Y qué… aceptáis?
—Apuestas.
—¿Apuestas?
Zagorka asintió.
—Juegos de azar. Cartas. Dados. Eso es lo que aceptamos.
La rabia se encendió en aquellos ojos rosa, que se tensaron en su cara como si fueran músculos.
—Un ultimátum no puede tomar la forma de una apuesta.
—Todo puede —explicó Zagorka con mucha labia—. ¿Qué te parece esto? Tú y yo tiramos unos dados. Si consigues la puntuación más alta, tomas la ciudad. Si la más alta es la mía, te marchas. Si sacamos lo mismo, te quedas y nos sitias… con una condición.
—¿Qué condición?
—Que envíes a tu ejército, una sección cada vez, para descansar y recuperarse en la ciudad. Por supuesto, deben jurar que no van a pelear. —Sacó un par de dados de su bolsillo y los agitó tentadoramente en una mano. El soldado humano que había detrás del sacerdote los miró con ansiedad.
—Esos términos son inaceptables —espetó Aioue—. Nada de porcentajes para que nos vayamos.
Zagorka frunció los labios.
—Pues claro. Igualemos las apuestas. Consigues una puntuación alta, y tomas la ciudad sin luchar. Sacamos el mismo resultado, y nos sitias, como tenías planeado. Yo saco más, y tú continúas con el sitio pero dejas que tus tropas descansen y se recuperen. —Miró hacia los ojos enfadados de los soldados—. ¿Qué tienes que perder?
—Tus principios, tu voluntad, tu cordura —respondió Elionoway en voz baja.
Después de consultar con los discípulos de su frente, Aioue dio una respuesta.
—Éste es mi ultimátum hecho en forma de apuesta. Lo haré.
—Toma —dijo Zagorka, lanzándole uno de los dados al pálido sacerdote—. Veinte caras, y no están trucados. Compruébalo.
Lo hizo.
—Lánzalo —le dijo Zagorka.
Aioue levantó el dado hasta el punto azul de su frente. Juntó las manos, lo agitó y lo tiró contra el suelo rocoso. Saltó entre las piedras, brillando con un azul apagado, y se detuvo con un diecinueve en lo alto. La multitud se empujaba para ver el número, pero, aparentemente, no se fijaron en la chispa azul que salió lanzada de vuelta a la frente de Aioue.
—Saca más de un diecinueve —la retó plácidamente.
—Has hecho trampas —murmuró serenamente Elionoway.
—Lo sé —susurró ella con una sonrisa—. Eso tranquiliza mi conciencia.
Le tocó el turno de tirar. Su dado saltó entre las piedras y rodó hasta que se paró, con el veinte en lo alto.
Una gran ovación surgió de la gente de Santuario, y los soldados que acompañaban a Aioue parecían cuando menos divertidos.
Aioue miró a Zagorka.
—Esto no cambia nada. Acabarás cayendo ante nosotros. Las secciones empezarán mañana sus salidas de día, haciendo un juramento de no agresión, pero mientras estén fuera de la ciudad, continuarán el sitio. De un modo u otro, nuestra gente pronto invadirá tu colonia.
—No lo dudo. —Zagorka se inclinó ante Aioue—. En mi nombre y en el de mi gente, bienvenidos a Santuario.
Aioue no contestó, pero su caballo blanco resopló mientras se volvía. Atravesaron el fuerte oleaje, de vuelta por el vado del río, con el contingente de guerreros a su alrededor.
Zagorka y Elionoway seguían allí de pie, saludando con la mano como un par de amistosos granjeros. El elfo murmuró:
—No tenía ni idea de que supieras magia.
—No es magia.
—Pero el discípulo tiró por él y sólo consiguió un diecinueve.
—Eso es porque su dado sólo llegaba a ese número.
—Tú dijiste que tenía veinte caras.
—Veinte caras, pero diecinueve números. Tiene dos seises. Mientras que mi dado tiene veinte caras pero sólo un número.
—El veinte.
—Exactamente.
Elionoway dio una calada de manera filosófica a su pipa.
—Eres una líder inteligente, Zagorka. Con un par de dados has impedido una invasión, pero hay otra.
—¿Otra? —preguntó la anciana visiblemente decaída—. ¿Y ahora qué?
En respuesta, Elionoway simplemente se dio la vuelta, señalando con el brazo la cara del acantilado.
Estaba cubierta con nuevos y profundos glifos. Las palabras parecían cambiar y multiplicarse visiblemente. Gruñendo, Zagorka agachó la cabeza y caminó hacia Chester.
—Parece que estuviéramos en una guerra de palabras.
Siguiéndola, Elionoway no pudo más que sonreír.