CAPÍTULO 10
FASCINACIÓN
hage se había marchado sola a Santuario, y sola volvía, aunque su mente estaba saturada. Los discípulos de Íxidor le habían llenado la cabeza de cosas terribles. Sus propios pensamientos combatían con los de Akroma, Trenzas y el Primero. Sus colores chocaban, se combinaban y alineaban en nuevas conjunciones. Miraba el collage que formaban y la verdad se volvía ineludible.
Ella y el Primero eran iguales, elegidos por Kuberr para ser sus avatares. Phage no sería nunca su esclava, ni su hija, ni su creación. Ya no le pertenecía. Al menos eso le quitaba un peso de encima.
Después llegó la esclavización. Phage estaba destinada a concebir un cuerpo para que Kuberr lo habitara. El Primero nunca llegó a comprenderlo, aunque él iba a ser el padre. Trenzas sólo pudo hacer conjeturas, pero a Phage le parecía algo seguro. Estaba dispuesta, ya que Kuberr la había salvado. Permitiría que fuese concebido en su interior y le daría a luz. Sí, lo criaría y mientras tanto llevaría puestos guantes de acero. Puede que alguien idease un mecanismo de metal por el cual ella podría incluso amamantar a su dios lactante.
La tercera revelación fue la peor: un pacto de muerte. Kuberr le había pedido a Virot Maglan que sacrificara a su familia. ¿Qué pasaría si le pidiera a ella que sacrificara a su amante? ¿Era ella una viuda negra y Virot su consorte, deseando la unión pero temiendo ser devorado? Tanto si Phage lo mataba como si no, él la mataría a ella.
De la liberación a la esclavitud a la destrucción…
Cuando era una niña, en las Montañas Párdicas, Jeska vio una vez una flor silvestre y pensó que era como la verdad, elevándose desde el suelo rocoso y abriéndose en toda su belleza. Ahora sabía que esa belleza era como una jauría de perros salvajes, voraces e implacables. La verdad acosó a Phage cuando bajaba la escarpadura, por los puentes de los pantanos hasta la Isla del Coliseo.
El Primero sabía que ella venía. Guardias ansiosos le hicieron una reverencia y lanzaron pétalos de rosa a su paso. Las flores que la tocaban se volvían negras y se disolvían en ceniza, pero no dejaba de ser un bonito gesto. El Primero pensaba que la estaba seduciendo. La verdad era que Kuberr estaba reuniendo a sus dos almas oscuras.
Phage cruzó la Isla del Coliseo con su desorden de tiendas y puestos, vendedores ambulantes y personajes extraños, gladiadores y aficionados. Todos formaban una amalgama dentro de un suave envoltorio en el presente que, se suponía, ella debía inaugurar. Caminó entre la multitud sin que nadie la tocara, pasó por encima de pizarras de apuestas blanqueadas por el uso reiterado de las tizas donde las vidas se marcaban y borraban, caminó entre estandartes que proclamaban qué casas nobles eran testigos «como tribunal» de los deportes de sangre, y llegó a la entrada trasera del lujoso palco del Primero.
Allí esperaba un chico joven al que Phage nunca había visto. Estaba pálido, con unos huesos tan frágiles como los penachos de pelo negro de un pájaro. Su vestido, sin embargo, estaba impecablemente confeccionado, y la recibió con una sonrisa que no mostró diente alguno.
—Hola, mi señora —dijo el chico, y extendió hacia ella una rosa.
—¿Quién eres tú? —preguntó Phage.
—Soy Virot Maglan, de niño —respondió. Las líneas parecían ensayadas—. Quería observar a mi amada con ojos de niño. —Alargó hacia ella una única rosa roja, de pétalos intensos y espinas relucientes.
Phage miró la rosa.
—No puedo cogerla. La destruiría.
—Mi amor por ti perdurará —respondió el chico, alargándole la flor con tal confianza que ella la cogió.
La flor no se marchitó. Era de acero, pintada con pigmentos no orgánicos para que pareciese una rosa viva.
«Sí —pensó Phage—, su amor perdura, pero sus espinas son clavos y sus pétalos son cuchillas». En voz alta, dijo:
—Gracias, Virot.
Él inclinó ligeramente la cabeza e hizo un gesto hacia las puertas de obsidiana.
—Mi yo mayor espera en el interior. Ha rehecho su aposento a tu imagen. —Su mano ni siquiera tocó las puertas, pero éstas se abrieron.
—Gracias, mi joven amor. Como niño, eres muy apuesto. —Pero pensaba que el veneno también corría por sus venas. Phage caminó entre las puertas de cristal negro hacia la oscura puerta que esperaba más allá.
Virot había estado ocupado. La sala siempre había tenido un aspecto tenebroso, con suelos y paredes de mármol negro pulido y el techo pintado de un color tan oscuro que parecía el cielo nocturno. Sólo unas bombillas flotantes, como planetas en su vagar, daban luz al espacio, pero ahora la habitación parecía aún más sobria. Ya no había tapices ni alfombras, ni mobiliario o espejos. En todo ese espacio sombrío sólo quedaba un objeto: una estatuilla de piedra blanca colocada en medio del suelo.
Phage se acercó, mirando la figura: una gladiadora exultante sobre un enemigo caído. Se agachó para levantar la estatuilla. La gladiadora era ella. El escultor había capturado todos sus músculos y contornos, ocultos apenas bajo el traje de seda que vestía, y había rendido a su enemigo en las garras de una putrefacción instantánea. Phage estudió el objeto un momento más antes de colocarlo de nuevo en el suelo.
Siguió su camino con las suelas de acero resonando en el mármol. Molesta, se quedó con los pies desnudos. Así era más letal y silenciosa.
Una cortina colgaba de la siguiente puerta, y cuando tocó la tela para apartarla, ésta se disolvió. La podredumbre se extendió como el fuego por el tejido hasta que se detuvo. La mujer entró en la siguiente cámara.
También había sido preparada para ella. El suelo y las paredes estaban construidos de gneis de un índigo profundo. Esa cámara era la mitad de tamaño que la anterior, y en el centro se levantaba una estatua de mármol blanco que le llegaba a la cadera. Phage se agachó para examinar cada detalle. De nuevo, la figura la representaba a ella, de pie en actitud de victoria sobre otro enemigo. Esta vez su ropa caía hecha jirones revelando su musculosa forma. Con las manos en las caderas, posaba su mirada severamente sobre el derrotado. Un hombre yacía postrado ante ella en actitud de adoración, y Phage reconoció inmediatamente de quién se trataba.
—Hermano.
Estaba de pie, mirando más allá de la figura, hacia la siguiente puerta. También caía de ella una cortina. Se acercó y la retiró, sin siquiera esperar a que se deshiciera.
La siguiente cámara, la más pequeña de todas, tenía suelo, paredes y techo de granito rojo. Las vetas gruesas cruzaban la piedra y daban la sensación de ser venas rodeando un gran corazón. La habitación estaba totalmente dominada por una estatua a tamaño natural, también de mármol blanco, y representando de nuevo a Phage. Esta vez, sin embargo, estaba resplandecientemente desnuda. Cómo pudo el escultor conocer la forma de la costilla sobre su cintura, cómo pudo descubrir la hermosa marca justo debajo de la cadera, o saber de los músculos de los muslos plegados en su pelvis… La había reflejado perfectamente, con la atención de un ojo venerable. Permanecía en actitud de dominación, victoriosa sobre un enemigo caído. Sin embargo, ella nunca había luchado desnuda.
Miró hacia una pierna esculpida para ver al hombre que yacía allí, postrado ante ella. También estaba desnudo, con la piel aparentemente de marfil. Delgado de cintura pero de hombros fuertes, con cada músculo en relieve, el hombre yacía en completa subyugación. Aunque su carne estaba llena de cicatrices, ni una sola era de putrefacción.
En voz baja, para sí, Phage preguntó:
—¿Cómo cayó entonces ante mí?
—Una herida en el corazón —contestó el hombre.
Phage se sobresaltó. No era una escultura, sino un hombre vivo.
—¿Quién eres tú?
—Vuelves a herirme —respondió el hombre, alzando la cabeza—. Soy tu amante. Soy Virot.
—¿Qué estás haciendo?
—Te he querido desde el momento en que te vi por primera vez. Lo he intentado todo para ganarte. Ahora, intentaré incluso esto, yacer desnudo y afeitado, una criatura recién nacida en actitud de adoración.
Ése era el Primero, el hombre más poderoso de Otaria, en otro tiempo amo, padre y dueño de Phage. Ahora yacía sumiso ante ella. Todos los razonamientos que la habían asediado por el camino habían caído en el silencio.
—Haré lo que me pidas —dijo Virot.
—Levántate —contestó Phage levemente.
Virot se levantó, no el gobernante de la Cábala, sino un simple hombre.
Phage ya no era la asesina de miles, era sólo una mujer.
Había dos cuerpos compartiendo un mismo espíritu, y pronto lo compartirían todo.
Phage se quitó su ropa de seda y la dejó caer sobre el suelo rojo. Se acercó a él y lo envolvió en sus brazos, y el contacto de la carne con la carne fue un éxtasis insoportable.
El general Ceño de Piedra se agachó en la última cubierta de maleza en el límite de las Tierras de Pesadilla. El lugar le traía horribles recuerdos.
Allí había luchado entre decenas de miles, había observado la masacre que siguió, había huido de los muertos y moribundos mientras las sierpes de la muerte los devoraban a todos. Era un lugar del que avergonzarse. Ceño de Piedra nunca antes había huido de la batalla, y menos de los camaradas caídos, pero ese día hizo las dos cosas. En la desbandada, incluso había dejado atrás la única arma que podía matar a su mayor enemigo: el hacha de Kamahl.
Todos esos errores pronto serían enmendados. Recuperaría a Segadora de Almas y mataría a Akroma. Ese único golpe vengaría a los ejércitos de la coalición y destruiría el imperio bélico que ella había construido.
Ceño de Piedra miró hacia las Tierras de Pesadilla y deseó la batalla.
Por desgracia, esto no era cuestión de batallas, sino de sigilo, y el centauro gigante no estaba preparado para el sigilo. Había pasado un prudente mes avanzando en secreto por Topos. Día y noche, discípulos blanquiazules cruzaban por arriba, y nuevos conversos en grupos de peregrinos regresaban por debajo. Por la cantidad de huellas, el centauro suponía que Akroma había conseguido una legión entera. Por la manera en que esas huellas ignoraban los rastros y continuaban directos hacia Topos, suponía que eran una legión de fanáticos.
Akroma no había mentido acerca de su ejército. Era grande y devoto.
Con la esperanza de infiltrarse en esa fuerza y acercarse lo suficiente para agarrar el hacha, Ceño de Piedra incluso había intentado unirse a un grupo de peregrinos. Se sentaron alrededor de una hoguera y llegó él por casualidad, como si estuviera llevando a cabo la misma misión. Sin embargo, lo descubrieron enseguida. No sabía nada de la Visión de Íxidor, de preservar la Ciudad Gloriosa, de combatir a la muchedumbre corrupta. Ceño de Piedra no era sólo un infiel, sino un espía infiel. Lo atacaron y, en defensa propia, mató a uno de ellos. No deseando matar a nadie más, se alejó de esos fanáticos y galopó durante un día antes de dar la vuelta y volver sobre sus pasos.
Lo más seguro es que hubieran informado a Akroma. Puede que no supiera dónde se encontraba Ceño de Piedra, pero sí sabía que vendría. En cuanto se aventurara por el borde del bosque de matorrales hacia las Tierras de Pesadilla, lo verían. Allí no había cobertura, sólo miles de círculos de piedra que tapaban los fosos succionadores.
No necesitaba sobrevivir a su búsqueda, siempre y cuando Akroma tampoco le sobreviviera a él.
Salió del matorral donde se había escondido y marchó a través de una zona de transición llena de maleza. Justo enfrente, el suelo de verdad se convertía en uno falso. Allí, las arenas del desierto se habían transformado bajo el toque de locura de Íxidor. El suelo parecía de cuero gris. Ceño de Piedra apoyó un casco en él, y los recuerdos de ese fatídico día fluyeron dentro de él. No había sido su intención salir a medio galope, y menos aún a galope tendido, pero lo hizo. Había hecho bien, ya que aguantaría bastante más antes de que lo detuvieran, despertaría una mayor alarma y, por lo tanto, atraería a Akroma más rápidamente aún.
Lanzado al ataque, el centauro viró bruscamente para evitar los grandes tapones de piedra. Pronto serían demasiados a su alrededor. Saltó sobre uno, sintiendo cómo la piedra temblaba bajo su peso. Dio un nuevo salto y salió hacia una estrecha pista de tierra.
Delante se erguían hombres de masilla, que formaban una larga línea con las manos unidas, como si esperaran cogerlo.
Gruñendo, Ceño de Piedra salió disparado hacia ellos. Le salpicarían como si de barro se tratara cuando los golpease. Sus cascos dejaron sobre la superficie unas huellas en forma de medialuna, y el centauro arrojó al suelo a la multitud gris.
Pálidos y mudos, los guerreros de arcilla cayeron hechos pedazos. No detuvieron a Ceño de Piedra lo más mínimo, y éste los pisoteó. Saltó sobre ellos con los dientes apretados. El ruido de cascos resonó entre las piedras, volviéndose más fuerte a cada segundo. No era eco, sino el sonido de una persecución. El centauro miró atrás y vio a una docena más de centauros gigantes cargando contra él. Tenían su mismo rostro, su mismo cuerpo.
Los hombres de masilla luchaban adoptando la apariencia y el poder de sus enemigos, mortales en su imitación.
Ceño de Piedra miró hacia adelante y vio su oportunidad: un gran círculo de piedra profundamente hundido en un ancho pozo. Sus perseguidores sólo estaban a un cuerpo detrás de él cuando saltó sobre esa piedra. Dejó caer los cuatro cascos a la vez, como si fuera un gato saltando sobre su presa, y sintió cómo se hundía el tapón. Saltando otra vez, desplazó todavía más la piedra.
El primero de los perseguidores aterrizó, empujando el tapón hacia abajo. Siguieron un terrible rugido y unos vientos torrenciales. Los falsos centauros cayeron en la boca succionadora de ese pozo y desaparecieron para siempre.
Con una sonrisa de victoria, el centauro galopó, cruzando el último círculo de piedra y entrando en el Bosque de los Claros Verdes, que se encontraba más allá. No había albergado ninguna esperanza de llegar tan lejos, y empezaba a preguntarse si podría alcanzar el mismísimo palacio.
Una cosa rugosa lo embistió desde detrás de unos grandes árboles. Unas pinzas de cangrejo le arañaron, haciéndole una herida superficial bajo el pelaje. Logró huir por una simple cuestión de velocidad. Otros dos hombres cangrejo lo atacaron, sujetándole uno las crines y el otro las muñecas. Se pegaron a él, arrastrándolo con su impulso. Un tercero cayó de la rama de un árbol sobre su espalda.
Golpeando con el codo le rompió la boca a una de las criaturas, que le soltó la muñeca. Estiró la mano hacia su hombro para agarrar a la que tenía en la espalda sin dejar de correr a través de la maleza. Sin embargo, un cuarto y un quinto agresores le golpearon la mano. Ya lo igualaban en peso y, cuando por las enredaderas bajaron más, como si se tratase de hormigas arremolinándose para matar, Ceño de Piedra cayó de bruces.
—¡Llamad… a vuestra… señora! —gritó, jadeando bajo el horrible peso. Parecía que lo iban a asfixiar—. ¡Pido… ver… a Akroma! —Todo esto habría sido en vano si esas criaturas lo destrozaban antes de que llegara la mujer—. ¡Traigo noticias… para Akroma… noticias horribles! —No estaba funcionando. Esas bestias eran demasiado estúpidas.
Las patas tampoco le funcionaban. El montón de criaturas lo aplastaba contra su propia tripa. Se balanceaban sobre él, que se estremecía con cada nuevo cuerpo añadido.
—¡Llamad a… Akroma!
Ya no le escuchaba nadie, sólo él.
Yacía a su lado, sus cuerpos bebiendo del frío del suelo. Después de tan abrasadora unión, el suave mármol suponía una comodidad.
Virot había estado asombroso, apasionado, seductor y tierno. Phage había sido la misma. Era como si, al estar juntos, completaran el vacío irregular del otro. Ahora estaban separados, pues no podrían haber soportado mucho más tiempo el contacto, carne con carne.
Phage había cambiado. Había dejado de sentirse incompleta y vacía. Algo había germinado en su interior. Ya lo podía sentir: la síntesis de su poder y el de Virot en una única célula. Crecería en ella, nacería de ella, y se convertiría en la criatura más grande que caminara por Otaria. Con cariño, puso una mano sobre su vientre y volvió la cabeza hacia Virot.
No parecía lleno, sino vacío, usado. Había hecho su trabajo. Así ocurría con todo macho en la procreación, y Phage comprendió por qué la viuda negra mata a su hombre. De lo contrario, ese caparazón vacío simplemente se desperdiciaría.
—¿Qué estás mirando, amor mío? —le preguntó él medio aturdido.
Ella le respondió con sólo dos palabras.
—A ti.
Ceño de Piedra supo el momento en que llegó Akroma porque el montón quitinoso se le iba quitando de encima. Respiraba con más facilidad mientras la carga se aligeraba, y decidió mirar con expresión herida de manera que lograra atraerla. Sólo una rápida mirada y una veloz arremetida para coger esa hacha. Las criaturas que tenía encima casi se habían bajado por completo. Un momento más y estaría preparado.
—Sé por qué has venido —le dijo Akroma con rotundidad—. Quieres esto.
Ceño de Piedra entrecerró los ojos y vio cómo daba palmaditas a la hoja de Segadora de Almas. El mango brillaba con motas azules de poder.
Con cautela, el ángel sacó el hacha del cinturón al que la llevaba sujeta. La extendió hacia el centauro gigante con el mango por delante.
—Tómala, pues. Haz con ella lo que has venido a hacer.
Parecía un sueño. Aun así, Ceño de Piedra tenía que intentarlo. Aunque todavía yacía sobre su vientre, tenía una mano libre y, con ella, podía matar a esa tirana atormentadora. Estiró la mano, sujetó la empuñadura del hacha y la giró para matar a Akroma.
El brazo del centauro se heló. Algo había penetrado en su mano. Le mordió los nervios del brazo, subió por el hombro hasta el cuello y salió por el cerebro, como un fuego azul. Desde allí, se extendió por todo su ser.
—Dejad que se levante —ordenó Akroma. El último hombre cangrejo se bajó.
Ceño de Piedra, dolorido por sus heridas pero revitalizado por los espíritus azules, se puso en pie. Había algo que quería haber hecho con esa hacha…
—Apartaos. Dejad que se acerque.
Los hombres cangrejo se quitaron de su camino, esperando cerca de los grandes árboles del bosque.
Nada se interponía entre Ceño de Piedra y Akroma. Se acercó hasta ponerse frente a ella.
—¿Qué vas a hacer?
Ceño de Piedra alzó el hacha, estudió su cabeza centelleante y la extendió hacia Akroma con el mango por delante.
—Devolvértela, mi señora.
—Eso pensé —dijo ella. Tomó el arma y la devolvió a su cinturón—. ¿Conoces la Visión de Íxidor?
—Un mundo recreado en la belleza, con la fealdad erradicada para siempre.
—Sí. ¿Deseas preservar la Ciudad Gloriosa?
—Locus debe ser defendida a toda costa.
—¿Quién es la muchedumbre corrupta?
—La Cábala, la chusma de Santuario y los monstruos de Krosa, éstos y todos los que amenacen el mundo del creador.
—Muy bien. Ven conmigo.