CAPÍTULO 1

AFERRÁNDOSE A LA SIERPE

H

ay quienes odian la vida. ¡Qué tontería! Lo que sucede es que no saben cómo vivir. Trenzas sí sabía cómo hacerlo. Su cabello ondeaba entre el humo y el hedor de la batalla. Su boca, ensangrentada como si llevara los labios pintados de escarlata, abierta en un largo grito de felicidad. Se agarraba a los cuernos de la gran sierpe con tanta fuerza que sus nudillos palidecían… y cabalgaba.

Cualquiera que se encontrase montando una sierpe de una legua de longitud mientras ésta da sacudidas a lo largo del campo de batalla pensaría que se encuentra en un aprieto. No era el caso de Trenzas. Ella gritaba de felicidad.

La enorme bestia arqueó el correoso cuello sobre el Bosque de los Claros Verdes. Sus ojillos, que denotaban estupidez, investigaron a través del follaje y parecieron vislumbrar el movimiento que había debajo. Entonces se zambulló. Su cabeza, tan grande como una casa, se coló entre el follaje como si fuera un oscuro meteorito.

La mujer se agarró a la sierpe con firmeza, echó hacia atrás la cabeza y pensó en la Cábala.

Por delante de ella, los cuernos traslúcidos del animal separaban las hojas y formaban un verde túnel. Tres choques a través de tres capas de ramas, y la sierpe cayó sobre su presa. Un breve grito fue el último sonido emitido por lo que diablos fuera. ¡Bum! Los dientes golpearon el suelo y se clavaron en él. Trenzas cayó contra la parte posterior de los cuernos, pero se sujetó.

Las enormes mandíbulas de la bestia se cerraron, agarrando a su presa a la vez que una buena parte del suelo. Se abrió una profunda oscuridad y el viento aulló a través del agujero. La sierpe de la muerte levantó de nuevo su horrible cabeza, con la tierra cayendo a través de las hojas mientras se erguía.

Trenzas se sujetó, estremecida, mientras veía cómo las capas de vegetación volvían a descender.

Esto era vida. Ella no era poeta, pero estaba loca, que era lo más parecido. La locura le decía que cualquier criatura que montara a la sierpe de la muerte aguantaba hasta que ésta la tiraba y la devoraba. Todo el mundo fue creado en un instante, y el resto de la vida sencillamente intentaba resistir.

La criatura se levantó por encima de la enramada más alta. Su negro hocico irrumpió en la brillante luz del sol, y los dientes se separaron en un estallido de furia. Rugió, y Trenzas la acompañó también con su voz pequeña pero voraz.

Más allá del bosque se extendía un campo plagado de muertos. El humo ascendía hacia el cielo. Incluso en aquel momento, el ejército desperdigado de Trenzas sangraba ante un millar de sierpes como aquélla. Golpeaban las Tierras de Pesadilla, abriendo más fosos succionadores. Algunos mortales sobrevivirían a ese día, pero ninguno lo haría a ese año. Phage había liberado esos horrores sobre el mundo, y muy pronto no quedaría nada de él.

Los tendones se tensaron bajo la piel arrugada de la bestia, que reunía fuerzas para otro ataque.

La muchacha se agarró, sin dejar de reír:

—¡Ja, ja, ja!

Se oyó un breve grito y, de repente, la sierpe se desinfló. La correosa piel se plegó sobre sí misma y se encogió. La bestia de una legua de longitud se encogió en una delgada línea, chisporroteó una vez y salió disparada hacia el campo de batalla.

Las piernas de Trenzas se apretaban sobre la nada, y sus manos se cerraban en el vacío. En lugar de estar sentada sobre músculo, lo estaba sobre aire.

—¡Oh! —exclamó.

Sus manos golpearon las hojas mientras caía. Golpeó contra una rama, y sintió el impacto como si le hubieran pegado con un garrote en la espalda. La rama se dobló y la punta se flexionó, haciéndola rodar. Trenzas cayó de lado, chocó contra las hojas que se iban retirando y descendió. Sus manos trataron de aferrarse a algo, pero las rodillas lo encontraron primero: otra rama.

Enganchó las piernas alrededor de la rama y se dio la vuelta, frenando considerablemente su descenso. Los dedos arañaron la rama y acabó con corteza bajo las uñas. No pudo sujetarse. Las piernas se columpiaron en el vacío y volvió a caer.

Había diecisiete metros hasta la siguiente enramada y treinta y cinco más desde allí: una caída mortal para cualquier otro. Trenzas puso los ojos en blanco y vislumbró el espacio de demencia. Deseó que ante sí se abriera una de sus esquinas. El impulso la llevó a través del límite entre los mundos. Al poner un pie sobre el suelo del espacio de demencia volvió a la realidad. El salto había cambiado su curso ligeramente horizontal. Apretando los dientes, se arrojó una y otra vez al espacio de demencia y volvió a salir. Lo que había comenzado como una precipitada zambullida se convirtió en un descenso en picado sobre la capa más baja de la enramada.

La mujer cantaba mientras volaba de un mundo a otro. En ambos lugares se oía un ruido furioso, como el canto de una cigarra. Corrió como una loca a través del aire, justo por encima de una rama que crecía más recia y fuerte, en la parte más cercana aJ tronco. Cayó de puntillas sobre ella y aterrizó con su peso real. Eso redujo su velocidad, pero, aun así, no pudo evitar golpearse con fuerza contra el tronco del árbol. Después trató de sujetarse con los brazos y se aferró a las enredaderas. Mientras, entre profundos jadeos, reía.

Una ventaja de la locura era vivir en dos mundos simultáneamente.

Trenzas había escapado de la sierpe en las alturas y del suelo a sus pies. No era de extrañar que amara la vida. Se le daba bien.

Algo la golpeó… algo con el peso de una roca pero con la piel leonada de un gran felino. Llegó desde arriba, provocando que la cabeza casi se le encajara entre los hombros y obligándola a soltar las enredaderas. Cayó de espaldas, se golpeó la cabeza contra la rama y habría caído de no ser por esas cuatro garras que la sujetaban.

La mujer se quedó mirando el rostro de la bestia. Obviamente, ésta no comprendía lo que estaba ocurriendo. El gato pensaba que era el cazador, y no la presa.

Trenzas desapareció de debajo del vientre del jaguar y rodó al espacio de demencia. Las zarpas del gran felino golpearon la rama donde ella había estado. Mientras tanto, había aparecido de nuevo sobre la bestia, sujetándole el cuello con un brazo mientras con la otra mano empujaba a un lado la cabeza. La criatura luchó con fiereza, sabiendo que ése era su último momento. Trenzas sonrió y retorció con fuerza, esperando el crujido que la llenaría de satisfacción.

Llegó, pero no fue el sonido de una columna rompiéndose, sino el de un golpe contra el suelo. Había estado tan concentrada en matar al jaguar que no se dio cuenta de que estaba cayendo. El felino aterrizó bajo ella con un crujido de huesos y Trenzas cayó sobre él. La había salvado de la muerte, pero no de la mutilación.

Seguía riendo y gritando cuando todo se volvió negro.

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El sol apartó su mirada del campo de batalla lleno de cadáveres dispersos. Era un lugar horrible durante el día e insoportable por la noche. Había elfos empalados sobre capas de cangrejos muertos. Medusas aéreas se posaban sobre serpientes gigantes. Los soldados fallecidos y los muertos vivientes yacían en la oscuridad sin que se les pudiese distinguir. En ese lugar habían combatido tres grandes ejércitos, y la mismísima tierra había sido desgarrada. Los fosos aullaban como bocas hambrientas, absorbiendo el aire del mundo.

No es de extrañar que todas las cosas vivas huyeran de las Tierras de Pesadilla, pues ese lugar corrompía carne, mente y alma.

Por suerte, los dos no hombres no tenían ninguna de las tres cosas. Eran simples sombras que permanecían en el aire, una alta y demacrada, y la otra baja y robusta. A la luz del día habían ocultado sus grises formas tras un centauro cubierto de moscas. En aquel momento, con el sol ya puesto, se mostraban sin reparos y hablaban.

—Bien —dijo el demacrado con una voz como cristal chirriante—, nos has metido en un buen lío. ¿Adónde vamos ahora?

El bajito se encogió de hombros y levantó las manos vacías.

—No lo sé.

—Mira, es Kamahl —apuntó con un delgado brazo hacia donde se ponía el sol. Una solitaria figura se dirigía con decisión hacia el oeste—. Podríamos seguirle hasta Krosa. Tal vez el secreto que buscamos se oculte allí, en los misterios de la flora y la fauna…

—Agh…, qué aburrimiento.

Un manotazo golpeó el perfil del robusto.

—No comprendo cómo tú y yo podemos ser sombras del mismo hombre. ¡Mírate! Gordo, bajo, estúpido, un charco viviente…

—¡Mírate tú! Podrías ser un palo.

—No tienes ninguna de las cualidades positivas del maestro. Incluso lo abandonaste…

—¡Tú estabas justo detrás de mí!

—Sólo intentaba traerte de vuelta.

—¿Por qué no lo hiciste?

—Cuando se comieron al maestro, bueno, ¿de qué iba a servir? Y teniendo en cuenta que tú nos metiste en esto, ¿qué pasa si nos sacas? ¿Qué haremos a continuación, señor Charco?

—Bien, señor Palo, sigamos a Phage —contestó el robusto. Señaló con impaciencia hacia un punto en el horizonte, al sur, donde Phage caminaba con determinación—. ¡El coliseo estaría bien! ¡Tantos combates! ¡Tanta comida! ¡Tantas mujeres!

El señor Palo hizo un ruido flatulento.

—¿Para qué necesitas comida si no puedes comer nada? ¿Para qué necesitas mujeres si no tienes nada que puedan mirar?

—¿A quién le importa eso? ¡Quiero vivir!

—¡Pero no podemos! Somos no hombres. Para vivir, hemos de ser hombres. Necesitamos un hechizo, y no será en el coliseo donde lo encontremos.

—No me digas que quieres ir a una biblioteca.

—¿Por qué no?

El señor Charco hizo su particular ruido grosero.

—Cállate —ordenó el señor Palo.

—¡Ja! Esto es divertido.

—¿El qué?

—Soy un portal viviente, y se supone que he de callarme.

—¡Cállate!

—¡Ja, ja, ja!

—Está bien, no vamos a ir a ninguna parte…

—¡Ja, ja! —rió—, sí; simplemente nos quedaremos aquí…

—Quiero decir que lo único que quieres hacer es divertirte, y lo que yo quiero es…

—Mear y gemir…

—… aprender —dijo el señor Palo entre dientes—. Oh, eres despreciable. Adelante. Vamos a la Cábala. Déjales que te conviertan en esclavo. —Se volvió hacia el oscuro oriente y comenzó a andar.

—¿Adónde vas? —preguntó su compañero, dando saltos detrás de él.

—A Eroshia. ¿Te importa?

—Muchas bibliotecas, ¿eh?

—Sí. Es el centro del aprendizaje mágico.

—Agh —dijo el señor Charco, parándose en seco.

Por encima de su hombro, el señor Palo respondió:

—Bibliotecas… y todo lo demás.

—¿Todo lo demás…?

—Fiestas… peleas de gallos… tabas… mujeres…

Unos oscuros pies corretearon por la arena.

—¿Por qué no lo has dicho antes?

—Si vas a acompañarme, tendrás que cerrar la boca.

—¡Ja, ja, ja!

—Hablo en serio.

—Está bien.

En silencio, el señor Palo y el señor Charco se dirigieron al este por las Tierras de Pesadilla, en dirección a Eroshia.

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Todo había cambiado. Ya no gritaba de alegría, sino de sufrimiento. En aquel momento, su intrépido corazón sólo conocía el miedo. Tan buena como había sido en vida, así de terrible era en la muerte.

Al despertar, Trenzas se descubrió a sí misma arrastrándose. Aunque su mente estaba ausente, su cuerpo había sabido qué hacer. Sus manos dejaron huellas rojas sobre las ramas cubiertas de musgo que tenía debajo, y miró hacia atrás para ver su propio rastro de sangre. Nunca antes había sentido tal agonía, tal terror. ¿Hacia qué se había estado arrastrando? Al mirar hacia adelante, vio una oscura guarida bajo una raíz en forma de arco. Un refugio. Si al menos pudiera alcanzarlo, si al menos pudiera esconderse de los depredadores y de los soldados, si al menos pudiera ocuparse de sus heridas.

—«Estoy malherida —comprendió—. Me estoy muriendo».

Ese pensamiento la cambió. La mujer que fue, indomable e irrefrenable, se había ido, y sólo quedaba ese animal aterrorizado. Si no hubiera sido por el despojo de mente que recordaba su nombre, no habría creído que una vez ella había sido Trenzas.

Apoyándose con ágiles manos en una piedra medio enterrada, se arrastró hacia adelante. Los huesos de sus piernas chasquearon como el bambú y avanzó sin fuerzas a través de las hojas. Tendría que fabricarse unas tablillas y colocárselas, e incluso así sus piernas podrían quedar inútiles. Si eso sucediera, se las arrancaría a mordiscos.

Una pierna se le enganchó en una raíz y la obligó a detenerse, presa de un insoportable dolor.

Ni siquiera pudo gritar. Ella, que había saltado desde la grada del coliseo, no era capaz de arrastrarse por el suelo.

Trenzas lloró. Algo en su interior se había roto y nunca volvería a ser la misma. Aun así, tenía que sobrevivir.

Espacio de demencia… si no era capaz de arrastrarse por la tierra de verdad, tal vez pudiera hacerlo por la del espacio de demencia, de modo que puso los ojos en blanco buscando el mundo de locura. Sólo necesitaba una de sus esquinas para penetrar en él, pero ¿dónde estaba? Su mente buscó sus recónditas entradas. Había pasado años en el espacio de demencia, había sacado miles de criaturas de allí pero, de repente, había desaparecido.

Algo aulló en la enramada que había sobre ella. Algo que estaba hambriento. Los ojos de Trenzas se abrieron de golpe. Lo único que tenía era este horrible momento, y ese agujero en el suelo era su única esperanza. Usaría las raíces para fabricar unas tablillas y sus propias trenzas para atarlas. Habría setas y larvas para comer. Podría vivir sólo con alcanzar ese útero de tierra. Con los dientes apretados en una mueca de dolor, Trenzas se abrió camino hacia adelante y, aunque el sufrimiento era terrible, el aullido que oía sobre ella la obligó a seguir.

Por fin, agarró la raíz que había sobre el agujero y tiró de sus inermes piernas hacia dentro. Se agachó para sentarse y se ocultó de la luz. Fuera del refugio, la criatura volvió a aullar.

Trenzas observaba atentamente el exterior y temblaba.

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No importaba el hecho de que las sierpes de la muerte hubieran desaparecido a sus espaldas. No importaba que ninguna de las fuerzas de Íxidor les persiguieran. Una vez que los ejércitos de la coalición empezaron a huir, no dejaron de hacerlo.

Ceño de Piedra no estaba hecho para correr. Tan alto como una torre de dos pisos y de dos veces su peso, el centauro gigante era más un baluarte que un toro. Se suponía que su labor era moverse lenta e implacablemente hasta las mismas narices de un enemigo atrincherado, no galopar atemorizado; pero eso es lo que estaba haciendo. Sus enormes cascos arrancaban terrones del suelo, y una fina espuma surgía de su cintura. Había corrido durante lo que le pareció una eternidad, más allá de las Tierras de Pesadilla, más allá del desierto, hasta los baldíos rocosos bajo la Escarpadura de Coria, pero seguía perseverando.

A su lado galopaba otra bestia malhumorada. Chester era un mulo gigante con fuertes lomos y unas patas larguiruchas. Podía caminar lenta y cansinamente bajo media tonelada de equipaje, pero en aquel momento galopaba bajo una anciana. El miedo había hecho de Chester una bestia mejor, pero el accidentado viaje había hecho de su jinete una persona peor.

—¡Alto! —gruñó Zagorka. Su rostro anciano y curtido miró bajo la máscara de polvo, pero sus ojos brillaron con exasperación—. Estoy hecha polvo.

—La próxima vez… monta como las mujeres —se quejó Ceño de Piedra, sin aliento.

Apoyándose contra los flancos del mulo, Zagorka se levantó y tiró de las riendas de la criatura.

—¡So, asno estúpido! ¡So!

Ceño de Piedra resopló.

—Tiene razón. Estamos a salvo.

El impulso que los había conducido a través de eriales y desiertos había pasado. Ocho cascos gigantes golpearon con un ruido seco la quietud de la grava, y ocho rodillas se afirmaron bajo los torsos jadeantes. Incluso Zagorka descabalgó para estirar los magullados músculos de su trasero.

Chester levantó el hocico y observó la desgarbada danza, bufando con elocuencia.

Ceño de Piedra rió.

Zagorka los fulminó con la mirada, pero su cabello negro y gris sobresalía de su cabeza en picos sudorosos que sólo consiguieron que el centauro se riera todavía más. Se llevó su merecido cuando el polvo transformó sus carcajadas en una tos de verdad.

La anciana cruzó los brazos y frunció el ceño.

—¡Vaya, míranos! Tres sacos patéticos… Abandonamos a nuestros amos… Corremos por nuestras vidas… Tres pedazos de estiércol húmedo…

Sacudiéndose un puñado de espuma de su piel, Ceño de Piedra asintió.

—¿Qué se supone que haremos? —masculló Zagorka. Echó la cabeza hacia atrás y gritó—: ¿Y ahora qué?

Su grito resonó por los yermos rocosos, llegando hasta los más rezagados y alcanzando el gran muro de la Escarpadura de Coria. El sonido reverberó entre las paredes de piedra, como si discutieran la pregunta que rebotaba de vuelta hacia ellos.

—¿Y ahora qué… qué… qué?

Chester comenzó a avanzar despacio, y sus cascos hicieron crujir las piedras al andar. Zagorka bajó la cabeza y lo siguió lentamente. Ceño de Piedra cerraba la marcha. En su huida, habían abandonado la carretera principal, que pasaba por la escarpadura en su punto más bajo. En su lugar, habían llegado a un gran muro de piedra, remoto y desconocido.

—No más coalición —pensó Zagorka en voz alta—. No más ejército. La Cábala ha perdido miles…

—Igual que Krosa —respondió el centauro. Todo rastro de risas había desaparecido y rechinó los dientes—. Supongo que lo único que podemos hacer es volver a casa.

—¿Casa? —replicó Zagorka—. Yo no tengo casa, y si la tuviera, no sería un pantano. Preferiría vivir en este condenado lugar. Miró hacia adelante.

La tierra que se extendía ante ellos se estaba levantando. Los huesos inquebrantables del mundo sobresalían con angustia a naves de la delgada piel de arena. Chester anduvo con cuidado entre un campo de rocas irregulares, cada una más grande que la anterior, que daban la impresión de haber sido arrojadas al exterior por alguna gran explosión. Zagorka miró hacia atrás, hacia el enorme centauro, que resplandecía de forma extraña con la luz del ocaso. Ella dijo:

—Tú tampoco perteneces a Krosa.

El rostro simiesco del centauro se arrugó.

—¿Qué quieres decir?

Zagorka se encogió de hombros.

—Hay demasiada guerra en ti. Eres más una bestia de montaña que de bosque.

—Pertenezco a mi creador —gritó Ceño de Piedra.

Una amarga sonrisa se extendió por el rostro de Zagorka.

—Se acabó tu creador. Igual que se acabó el mío. Krosa, la Cábala… están sumidos en el caos.

Ceño de Piedra no respondió, sólo caminó airadamente y con dificultad hasta la colina. Sus cascos formaban anillos de polvo que le seguían en el aire, como si hubiera venido andando desde el cielo.

—El caos es mejor que… esto…

Extendió los brazos para señalar el erial. Su sombra, con los brazos azules elevados, marchaba enorme a su lado, como si lo empujara a llegar a la colina. Tres pasos más y llegaría a la cima. Dejó caer las manos y también la mandíbula.

Chester se detuvo. Los ojos del mulo brillaron con un color anaranjado como el fuego.

Zagorka fue la última en verlo, y sus ojos se abrieron de par en par.

Ante ellos se alzaba una ciudad de oro. Estaba pegada a la pared de un acantilado que se elevaba desde un profundo valle. Un verde río fluía al sur de la ciudad, y los edificios más bajos estaban llenos de maleza, enredaderas y árboles. A medida que la metrópolis escalaba el acantilado, sus brillantes muros se levantaban libres de vegetación. Las torres y almenas, torretas y bastiones, anfiteatros y templos se apilaban unos sobre otros. Las calles laberínticas se elevaban en espirales pronunciadas y retorcidas. Los puentes aéreos unían pórticos elevados, y los balcones sobresalían bajo ventanas arqueadas. El sol bañaba toda esa aparición con una luz dorada.

Sin embargo, nadie caminaba por las calles o corría por los senderos hacia los altares superiores…

—¿Es real? —preguntó Zagorka en voz alta.

Ceño de Piedra asintió con vehemencia.

La luz del sol cambió, y las sombras se filtraron a través de las grietas de los muros. El hechizo pasajero del oro se desvaneció, y los viajeros vieron aquellos muros tal como realmente eran: simple piedra. Los bloques eran grandes y regulares, aunque sus caras estaban marcadas por el paso de los años. Las puertas y ventanas estaban deformadas por la erosión, igual que los intrincados senderos que recorrían la ciudad. Ese lugar había soportado milenios de viento y arena.

—Un lugar ancestral —murmuró Ceño de Piedra.

—¿Dónde está la gente?

—Deben de haberse desvanecido con el tiempo.

—¿Por qué abandonarían un lugar como éste? —preguntó Zagorka con un parpadeo.

—La peste. El hambre. La sequía. La gente deja sus hogares por muchas razones —sus ojos destellaron misteriosamente—. Incluso pudo haber sido por culpa de la guerra.

—Sí —Zagorka estuvo de acuerdo. La sombra sobre la ciudad se hacía más profunda a medida que el sol descendía y los agrietados muros se sumían en una oscuridad azul—. El día casi ha llegado a su fin. Necesitamos un lugar para acampar. Como los demás.

Ceño de Piedra señaló hacia un arco abovedado de piedra que había junto a un vado en el río. En la ancestral entrada había grabadas runas de apariencia salvaje.

—Me gustaría saber si esto será tranquilo.

—Después de todo lo que hemos pasado, esto parece un santuario. —Zagorka se puso de nuevo en marcha, caminando con dificultad por los desniveles que iniciaban el descenso hacia el valle empedrado.

Sacudiendo la cabeza, Ceño de Piedra dijo:

—Sólo una noche. Después nos pondremos en marcha.

—Yo podría quedarme para siempre —murmuró la anciana sin mirar atrás.

Chester echó a andar tras ella, resignado.

Por los eriales asolados que quedaban a su espalda vagaban muchos más refugiados. Todos ellos encontrarían el valle, la ciudad abandonada y su nuevo santuario.