CAPÍTULO NUEVE
MAGIA DE IMÁGENES
os engaños de la noche se esfumaron y el sol se levantó sobre Íxidor en su tierra de ensueño. La duda había resultado ser falsa; el espejismo, auténtico. El hombre se zambulló en el agua profunda. La orilla arenosa daba paso a contornos de arcilla y luego se convertía en un espesor verde. El agua lo rodeaba, fría, límpida y acogedora. Se limpió la roña y las escamas de sal. El agua era vida, e Íxidor abrió la boca y bebió mientras buceaba. El líquido corría por dentro y a su alrededor. La vida lo llenaba.
Casi lo había olvidado. Tres días de torturas en el desierto, un espejismo tras otro, tormentas de lluvia que se convertían en tempestades de arena, dunas que se volvían tumbas… Todo eso le había enseñado a recelar de la esperanza. Y un hombre que recela de la esperanza es un hombre muerto. Al encontrar ese paraíso, apenas lo había reconocido. Había tenido que beber arena para enterarse.
Íxidor ascendió. Un grito de júbilo le nació en la garganta y estalló en burbujas que se abrieron camino hacia la superficie. El grito emergió del agua a la vez que él. Entre el vaivén de las olas, Íxidor gritó el desafiador aullido de la supervivencia. Había luchado a brazo partido contra la muerte y la había inmovilizado contra el suelo.
Los pies de Íxidor se hundieron en la arcilla. Pequeños rizos de barro le caían como un torrente de los pies mientras ascendía por la orilla. El cabello le hacía llover agua sobre los hombros; y él, mientras, se reía en el centro de todo aquello. Se sentó en la orilla. El río le tiraba con insistencia de los pies, como si ansiara llevárselo a la cueva oscura que engullía las aguas.
Las gotas rodaban como lágrimas por sus mejillas. En verdad Íxidor no había derrotado a la muerte. Era ésta quien lo había derrotado a él.
Nivea estaba muerta.
Íxidor rodó hasta llegar a la sombra de una palmera y allí lloró hasta caer dormido.
Las aguas tiraban de él. La negra cueva gruñía como una boca hambrienta.
Nivea vagaba por sus sueños como un espectro. Ella lo había llevado allí para que viviera. Él la había llevado a los fosos para que muriera.
Íxidor se despertó, desasosegado. El sol había llegado al mediodía, esquivaba las sombras de las palmeras y lo quemaba, pero él tenía los pies fríos y entumecidos, igual que el corazón. Le habría resultado insoportable de no haber sido por el hambre, que eclipsaba todo lo demás.
Íxidor se recostó y escudriñó el arroyo verdiazul. Debería haber peces cruzando raudos las aguas, pero no vio ninguno. Tampoco los había visto mientras nadaba. Pero ¿cómo podía haber peces si el arroyo brotaba de una arena mortífera para precipitarse por una cueva voraz?
¿Y animales? El oasis debería estar abarrotado de criaturas. Íxidor se levantó y merodeó entre los inclinados troncos de las palmeras. Siguió las orillas arenosas en busca de huellas, deposiciones u otro indicio de que las criaturas habían llegado a este lugar. Sólo sus pisadas hollaban la arena. Ni siquiera vio el aleteo de un pájaro entre los árboles ni una fila de hormigas subiendo por una palmera. Más explícito aún era aquel profundo silencio. Únicamente lo rompían el murmullo del agua, el viento y su propia respiración.
Seguro que las palmeras darían algo: dátiles, cocos o algún fruto similar… Caminó entre ellas, con la cabeza echada hacia atrás escudriñando las copas. Al menos había tres especies distintas de palmeras, pero ninguna tenía frutos.
Íxidor se volvió a sentar al lado del arroyo. Después de todo, iba a morir en este paraíso. No era más que otro espejismo que prometía vida, pero que no ofrecía más que muerte. Las aguas fluían, profundas y frías, perdiéndose por el bostezo de la cueva, Íxidor había sido un estúpido por albergar esperanzas. Cada vez que burlaba a la muerte, ésta no hacía más que cerrar su presa.
Con una mirada ausente, Íxidor pasó los dedos por la arcilla. Ésta se curvó en pequeñas pellas que recordaban cangrejitos de río. Íxidor los miró mientras el estómago le rugía. Con dedos temblorosos, levantó una pellica de barro. El anverso del terrón era suave y redondeado, mientras que el reverso era tan irregular como las patas entrelazadas del crustáceo. Íxidor se lo llevó a la boca y lo mordió. La arena crujió, la arcilla le cayó en la lengua y se disolvió y se esparció sobre ella. Escupió la tierra. Enojado, pegó un revés con la mano a las demás pellitas de barro.
Éstas cayeron en el arroyo y se hundieron en él, dejando estelas de barro mientras giraban lentamente y flotaban hasta el fondo. A mitad de camino, las corrientes se apoderaron de la arcilla y le hicieron dar vueltas. Íxidor lo contempló, fascinado. Ese movimiento como de remolino le era familiar. El hombre se arrodilló junto al arroyo y bajó la vista. Las pellitas estaban nadando. Ya no eran sólo pedazos de arcilla sino cangrejos de verdad. Se habían transformado.
Íxidor volvió la mirada a la pella de barro que había escupido. Era indudable que seguía siendo arcilla. Nunca había estado viva. Se puso a mirar la corriente de nuevo. Las demás se habían convertido en seres vivos.
Todo empezaba a cobrar sentido: la arena que devenía agua, las sombras que devenían árboles, la arcilla que devenía cangrejos de río… Un nuevo poder.
La muerte de Nivea le había dado luz y la desesperación de Íxidor lo había alimentado. El hombre había sido enterrado vivo, pero alguien lo había desenterrado. Se había perdido en aquella desolación, pero alguien lo había llevado hasta el agua. Nivea se había convertido en su musa, inspirándolo para crear.
Magia de imágenes. En vez de transformar las imágenes en ilusiones, las hacía realidad.
Íxidor se tendió junto a la orilla y hundió las manos en el agua. Los crustáceos le rehuían. Intentó pescarlos, pero huyeron a toda velocidad. Él era su creador, cierto, pero también se convertiría en su destructor, y por eso escapaban de él.
Se zambulló en el agua. Se impulsó entre los animales, con el cabello ondeando y las manos intentando atraparlos. Cerró el puño firmemente sobre una de las criaturas. Ya no era arcilla, sino un ser de carne, aletas, escamas y cabeza. Crujió entre sus dientes y dio el último suspiro al tragárselo el hombre. Le bajó ansiosamente hasta el estómago, que no había recibido otra comida más que ésta en tres días, Íxidor hizo ademán de atrapar a otra de las criaturas, pero habían desaparecido. Habían huido corriente abajo.
Serían una presa más fácil. Dio unas brazadas, avanzando hacia la orilla, y subió por ésta. Se sentó, con el agua chorreando sobre la arcilla. Aún notaba el regusto de la sangre del cangrejo en la lengua, pero era hora de una comida mejor.
—Nivea —murmuró Íxidor, arrodillándose. Cerró los ojos.
Y ella apareció flotando, hermosa y resplandeciente, en su mente. Parecía un ángel de alas níveas y de una luz cegadora.
Abriendo los ojos, Íxidor hundió las manos en la orilla de arcilla y sacó dos pellas de barro. Unió los pedazos, apretándolos, y empezó a darles forma. Los dedos trazaron líneas en la arcilla. Estrechó uno de los extremos y lo giró hasta darle un aspecto cónico. Aplanó el otro extremo hasta convertirlo en una tira. Empezó a intuirse la cabeza de un ave. Alisó el barro hasta convertirlo en un cuerpo plumoso con las alas ligeramente plegadas. Al final sólo resultó ser el bosquejo de un pájaro. Íxidor añadió escamas a las patas, un copete distintivo y dos orificios nasales muy sesgados. Para ser real, tenía que ser un individuo concreto. Los creadores pasaban de formas generales a verdades específicas.
Cada medio lucha contra el artista, pero esa arcilla empezó su lucha muy espabilada. En cuanto devino un pájaro concreto, ya contaba con voluntad propia. Esa voluntad convirtió el barro en pluma, piel, músculos y huesos. El pájaro, una gaviota, ya que Íxidor la había hecho crecer a lado del agua, graznó con fuerza. Los huesos huecos aletearon y se inclinaron como un abanico que quisiera abrirse a toda costa.
Íxidor la aferró, tenía que ser su comida.
Su creación tenía otras ideas y luchó para liberarse. Unas suaves plumas se arremolinaron en el aire y se posaron en las manos de Íxidor. Las alas de la gaviota batieron una, dos veces. Voló hacia el cielo cuajado de palmeras y se posó en lo alto. En un postrer rechazo de su hacedor, defecó un gran chorro blanco en el sotobosque que tenía debajo. El pájaro se rió estentóreamente.
Cubierto de plumas, Íxidor lo fulminó con la mirada. Sus ojos rebosaban odio, pero también sorpresa ante el descubrimiento. Había hecho un pájaro, un pájaro rebelde cuyo interior incluía, al parecer, un tracto gastrointestinal. Los cangrejos de río habían sido una cosa, pues eran de sangre fría y tontorrones, pero el pájaro era una forma de vida superior. Vivía y quería seguir viviendo, igual que Íxidor. Lleno de regocijo, Íxidor se puso de pie y aplaudió al ruidoso pájaro. Las plumas volaron en una nube gris.
—¡Adelante, comida gloriosa y horrible! —gritó—. ¡Vete y vive! Nada más lejos de mi intención que crear una criatura que quiera vivir para luego hacerla morir. —La alegría desapareció de su rostro. Quienquiera que fuera su creador, había hecho eso mismo con él.
Íxidor se dio la vuelta y se tiró al agua para limpiarse de barro y plumas. Reflexionó mientras buceaba. La próxima criatura sería diferente. No haría algo en servil imitación de la naturaleza, ya que ningún animal querría morir. Haría algo sencillo y nuevo, perfectamente idóneo para convertirse en comida.
Con una fuerte brazada, Íxidor emergió del arroyo. Nadó hasta la orilla, sorprendido por lo cerca de la oscura cueva que le había dejado la corriente. Tras caminar río arriba, Íxidor llegó al lugar apropiado, un sitio con arcilla lisa y parda. Cogió un puñado y se puso manos a la obra.
La criatura sería deliciosa, sí, pero también práctica. Le proporcionaría carne para consumirla de inmediato, con órganos para hacer un guiso e incluso su propia y tosca cacerola para cocinarlos. Las manos de Íxidor trabajaban con rapidez, formando la suave curva del lomo de la criatura. Si se administraba bien, podía obtener hasta tres comidas de cada criatura y así no tendría que matar con tanta frecuencia. Aunque eso tampoco importaba, por supuesto; esa tortuga querría que se la comieran.
Y la terminó. Tenía un buen caparazón atiborrado de músculos y órganos comestibles, una cabecita con una boca flexible y sin pico, patitas regordetas carentes de uñas y, lo mejor de todo, carecía de concha que le cubriera el vientre. Íxidor se podría comer crudos los primeros bocados y luego hacer un fuego para cocinar el resto.
Dejó la escultura en el suelo y completó los últimos polígonos del caparazón. Con esas líneas finales, la cosa pasó de la artificialidad a la realidad y la tortuga nació, estremeciéndose. Levantó la cabeza, exageradamente pequeña, bajo una concha en forma de cuenco. Unos ojos quejumbrosos miraron a su creador. Luego, afanándose con sus patitas gordezuelas, avanzó hacia Íxidor. Trepó lentamente por la piel de éste hasta llegar a un ángulo demasiado cerrado y se cayó de espaldas. Allí esperó, con la cabeza retraída sumisamente sobre el vientre rosado.
Íxidor no iba a necesitar ni un cuchillo. La piel era tan blanda como el papel mojado. Sólo tenía que clavar sus hambrientos dedos. La propia tortuga así lo quería, pues sólo existía para ser su comida. Íxidor pasó la mano por el vientre de la criatura. Una uña afilada trazó una línea de puntos a lo largo de éste. La sangre brotó de la fisura, y la tortuga tembló, como si se dispusiera para lo inevitable.
Íxidor abrió la mano en torno al estómago de la criaturita y la piel de aquella zona se endureció hasta convertirse en un peto. Un toque en la boca le proporcionó a la bestia un pico con el que alimentarse. Y por último, Íxidor le acarició la cabeza, dándole el deseo de vivir.
La tortuga se agitó, consiguió ponerse derecha y se lanzó al arroyo. Dejó una turbia nube de arena en su estela.
Ya era malo matar a una criatura que quería vivir, pero era aún peor crear una criatura que quisiera morir. Quizá las formas naturales fueran más seguras. En ellas ya estaba establecida desde tiempo inmemorial la compleja dinámica de depredador y presa.
El creador tenía hambre. Se volvió a arrodillar a la vera del río y hundió las manos en la arcilla de nuevo. Ya había hecho una tortuga, así que hacer otra tenía que ser fácil. Ésta tomó forma con rapidez. El caparazón era plano en la parte superior, como una cacerola invertida, pero también le protegía el vientre. El reptil tenía patas de verdad, con uñas de verdad, y unas grandes mandíbulas para partir cosas. Dicho llanamente: tenía una posibilidad. Si eludía a su creador, podría vivir mucho, mucho tiempo. Íxidor se inclinó sobre ella, añadiendo nudillos de carne bajo una rodilla.
La tortuga mordedora se volvió. Su carne de barro se hizo realidad y unas mandíbulas imponentes se abrieron atrapando la mano derecha de Íxidor y mordiéndola.
El dolor era cegador. Gritó y tiró de la mano. Con un chasquido agorero, recuperó la mano sin el dedo anular ni el meñique. Le había arrancado los huesos carpianos hasta la mitad de la palma. La sangre manaba del muñón.
Con un aullido, Íxidor saltó tras la tortuga, que ya huía. Cayó sobre el caparazón de ésta, pegajoso de sangre, inmovilizándola contra el suelo. Aunque el reptil contrajo patas y cola, aún se debatía con la cabeza y le mordió el talón.
Íxidor le volvió a pegar y le aplastó la cabeza con el pie. La criatura se convulsionó. Pisó de nuevo y le reventó los sesos. El hombre siguió pisoteando, notando cómo crujía el cráneo. Lo hacía por pura venganza. Tras unos instantes, la tortuga dejó de moverse pero, aun así, Íxidor continuó hasta que no quedó más que papilla debajo del talón.
Se bajó del caparazón y se fue cojeando al río. Se le habían clavado algunos fragmentos de hueso en el pie. Lo sumergió en el agua, y colocó la mano al lado.
Íxidor se sentía aturdido, pero victorioso. Repasó el combate mentalmente. Ya no quedaba duda: él creaba realidades. Y no sólo las creaba, también vivía con ellas y sufría las consecuencias de su existencia. Podían herirlo, podían matarlo…
Podían alimentarlo…
El hombre se levantó, apretándose la mano herida bajo la axila del brazo contrario. Estaba cubierto de sangre, barro y agua. Aunque se había arrancado las astillas de hueso del maltrecho talón, éste le dolía mucho. Volvió cojeando al cadáver, metió los dedos de los pies por debajo de uno de los bordes y le dio la vuelta.
La tortuga estaba muerta. Íxidor la pisoteó, golpeando con la planta del pie plana contra el peto del vientre. El caparazón se rompió y la sangre manó por la fractura. Íxidor se arrodilló, cogió la concha astillada por un borde de la fisura, apoyó el pie en una pata del animal y tiró. El caparazón no cedió. Íxidor metió la otra mano, sangrante, en el borde opuesto de la grieta y volvió a tirar. Tras unos cuantos tirones vigorosos, los tejidos empezaron a chasquear. Aun así, el caparazón siguió sin ceder.
Rugiendo de frustración, Íxidor se levantó y saltó encima de la criatura. El caparazón se hundió. Volvió a saltar. Una pasta roja chorreó por los bordes de la concha. Íxidor se arrodilló, voraz, y empezó a comérsela. Aún desprendía el calor de la vida de la criatura. Otro salto produjo más de aquella sustancia. No era ésa la manera en que había planeado comerse a la tortuga, pero estaba desesperado y no tenía tiempo ni herramientas.
La supervivencia era una cuestión muy complicada. La creación, también. Era una cuestión de barro, sangre y agua, de caparazones quebrados y de astillas de hueso. Íxidor había desencadenado un poder primordial y se estaba convirtiendo en un creador primordial. Ayudándose con la mano mutilada, recogió la carne de la tortuga y la chupó de los dedos.
No sólo era complicado: era una locura, una locura divina.
Retozando alrededor del animal muerto, Íxidor se puso a tararear y a canturrear. Las palabras eran un misterio hasta para él. Se agachó para recoger más de aquella pasta y se la metió en la boca. Se pintó con rayas rojas toda la cara: era la pintura de guerra por su primera muerte.
Íxidor bailó, cantó y comió.
Estaba tendido dentro de un agujero en la arena que había cavado con sus propias manos. A su lado yacía el caparazón de la tortuga, vacío y limpio. La carne del reptil le serpenteaba por los intestinos. La sangre le cubría desde la nariz hasta las rodillas y había huesos roídos cerca, blanqueándose al sol.
El sol ya abandonaba a Íxidor y a su extraño paraíso. De las frondas de las palmeras manaba un verde iridiscente contra un cielo que se oscurecía cada vez más. Los troncos arrojaban largas sombras sobre la arena y el arroyo, y la brisa se movía entre las hojas sin hacerlas murmurar. Era hora de que las aves nocturnas empezaran sus extraños cantos, pero Íxidor aún no había creado tales pájaros. Todo estaba en silencio. La desolación del desierto se cernió lentamente en el oasis.
El hombre estaba cansado. Tenía el estómago lleno y el cerebro vacío. La locura había desaparecido. Sólo quedaban entrañas y barro. Había terminado de crear. Mañana diseñaría nuevas bestias. La magia de imágenes le impondría nuevas cosas al mundo; pero por hoy ya estaba bien, se encontraba cansado… exhausto.
Y echado allí, en el delirio de la fatiga, la vio.
Blanca y pura, reluciendo en medio del tenebroso oasis, apareció su musa. Era injusto llamarla Nivea, porque ella nunca había tenido alas blancas ni una túnica radiante. Era igual de injusto llamarla con cualquier otro nombre, porque el rostro de aquella criatura gloriosa era el de Nivea. Flotaba en el aire, sobre las aguas, con las alas inmóviles. Y lo miraba.
Íxidor salió del agujero arenoso y se postró ante ella.
No podía haberse sentido más indigno, así, lleno de roña y faltándole dos dedos y parte de la mente. Si era en verdad su musa, estaría horrorizada de lo que él había hecho. Cangrejos de río, una gaviota chillona y dos tortugas. Peor que esas criaturas era su creador.
—Perdóname, bella dama. Tenía hambre y comí.
Ella no le respondió, se limitó a flotar delante de él.
—Nivea, ¿eres tú? —preguntó Íxidor levantando la mirada. La arena le cayó de la cara y produjo unos siseos en el suelo—. Oh, cómo te añoro. Eres mi corazón ausente de mi pecho. Eres mi mente ausente de mi cabeza. Eres mi alma ausente de mi cuerpo. Mírame —abrió los brazos, revelando una figura desastrada—. Tú eras todo lo bueno que había en mí. Yo soy los restos.
Ella empezó a desvanecerse. Los troncos negros ya asomaban a través de la vaporosa figura.
—Mañana crearé cosas más nobles. No sólo haré animales, sino ecosistemas enteros. Crearé cosas dignas de ti.
La musa había desaparecido. Sólo quedaban las sombras sobre el arroyo.
Íxidor volvió a hundir la cabeza en la arena. Arañó el suelo con los tres dedos que le quedaban en la mano.
Se arrastró hasta el arroyo, llorando, y se deslizó en el agua como una rata herida. El líquido le abrazó. La corriente le limpió la mugre del día. Las aguas le revitalizaron, y nadó y se sintió como nuevo.
La corriente escondió sus lágrimas de amargura.