CAPÍTULO OCHO
LA ADQUISICIÓN DEL PANTANO
normes formas negras se movían por el vaporoso pantano. Parecían tejedores, con esos largos abdómenes arrastrándose por la superficie y esas patas como varillas tanteando pacientemente la turba. Pero las sombras no eran insectos, sino gabarras cargadas hasta las regalas con bestias murmurantes. Largas pértigas se hundían rítmicamente, tocaban el fondo, impulsaban las naves lentamente y salían goteando. Centenares de esas gabarras se entretejían con los islotes pelados, descendiendo por canales infestados de cocodrilos, hacia la gran isla central.
Phage se encontraba en la proa de la primera embarcación, la nave capitana. La gabarra estaba cargada de piedra tallada para la nueva colonia; ni ganado ni esclavos, que habrían muerto al tocarlos. Temerosos de su capitana, los cinco remeros se mantenían lejos de ella. Aún recordaban lo que le había pasado al sexto.
Phage escudriñó la niebla con los ojos entrecerrados. Era tan espesa y blanca como la leche y se arremolinaba por los calmosos canales. Al frente había aguas abiertas y, más allá, apareció la planicie de un promontorio lleno de hierba.
Lo señaló con el dedo, la negra manga de seda cortando una adusta silueta entre la bruma.
—Allí. —Pronunció la palabra sin inmutarse, pero era indudable que se trataba de una orden.
Los remeros respondieron impulsando, cambiando de rumbo, empujando. La gabarra giró lentamente y se dirigió a la orilla.
Phage conocía esta tierra. La había visto en los vapores del sueño del Primero. En ese momento y en ese lugar no parecía muy diferente. Ante ella se encontraba la isla primitiva, con el mismo aspecto que tenía desde que había surgido del pantano. Aunque, en su mente, la mujer la veía transformada en el terreno de un nuevo coliseo. Atraería a todo el mundo. Esas vías de agua rebosarían naves de placer. Esos archipiélagos contarían con una serie de puentes que llevarían carros, carruajes y viandantes. Hasta en los mismos cielos se amontonarían grifos y monturas aladas.
Phage veía todo eso. Su mente intercambiaba recuerdos y visiones por igual. El coliseo ya existía porque el Primero así lo deseaba. Mientras Phage viviera, el coliseo de los sueños de éste ya era real.
A medida que la gabarra se acercaba a la orilla, un velo de niebla se levantó y mostró, a la altura de la isla, un pequeño poblado protegido por una empalizada. Esto no formaba parte del sueño. La tierra tenía que ser virgen, esperando ser explotada. Phage contempló la empalizada de ramas entretejidas, las bajas chozas que había más allá, los tejados de tepe, las hogueras humeantes y las figuritas en las rudas torres de vigía.
Suspiró. El poblado no existía. Por lo que al Primero concernía, no estaba allí. No era mayor impedimento que la hierba tierna.
La gabarra tocó tierra. A popa, los hombres se apoyaron en las pértigas. A proa, echaron el ancla y sacaron la pasarela.
Con los ojos fijos en el poblado, Phage bajó por la plancha. Pisó el esponjoso suelo: era barro cubierto de pasto. Al contacto con su pie, las hojas ennegrecieron. Dejaría huellas quemadas por todo el camino colina arriba. No importaba. Muy pronto eso sería una playa de arena blanca en un lago de aguas cristalinas. El Primero había enviado a todo un ejército de devoraces para agostar la turba y limpiar las aguas. Eso era trabajo para otro día. Aquel día le tocaba a Phage ser la devoraz.
Mientras más gabarras llegaban a la orilla, la mujer subió decidida por el collado fangoso. Tras ella, la hierba se rizaba y se deshacía.
Delante había largos troncos grises. Uno de ellos se movió, abriendo los ojos y mirándola con gravedad: eran cocodrilos, una docena de ellos.
No aminoró el paso.
Con una serie de gruñidos, los reptiles se movieron. Hundiendo las garras en el barro, las bestias arrastraron su escamoso vientre por el herbazal. Casi todos ellos se sumergieron en el agua. Pero un saurio, más largo y delgado que los demás, no cedió terreno. Se irguió sobre las zambas patas y estiró una cabeza llena de dientes agoreros. Se encontraba directamente en el camino de Phage, entre la gabarra y el poblado.
Phage siguió caminado.
El cocodrilo dio un paso atrás, e hizo chasquear las enormes fauces.
Phage siguió caminando, como si fuera a pasar por encima de la boca del animal.
El reptil se vio obligado a abrirla más.
Phage le pisó la mandíbula inferior y apoyó la rodilla en el paladar del animal. La bestia mordió, cuatro dientes hincándose en la pierna de la mujer, justo por encima de la rodilla. La carne se desprendió y cayó al suelo, pero no fue la carne de Phage.
El paladar del reptil se había podrido hasta los huesos. Las encías se ennegrecieron y disolvieron y los dientes se le cayeron de las cavidades. El cocodrilo intentó morder otra vez, pero ya no tenía músculos en la mandíbula. Se retorció de agonía. El culebreo de la putrefacción ascendió por la cabeza de la criatura y le consumió los órganos vitales.
Phage le dio una patada con la pierna que tenía libre, quebrándole las mandíbulas. Liberó la otra pierna y se sacó los dientes del muslo. Eran tan quebradizos como el yeso. Los tiró a un lado y subió por el convulso lomo de la criatura. La oscuridad se extendió en ondas desde los pies de la mujer, y la poca vida que quedaba en el cuerpo del animal se perdió en la nada con un estertor.
Phage prosiguió el ascenso. Los primeros pasos temblaba a causa de las heridas de los dientes, pero éstas se cerraron y curaron antes de que llegara al poblado.
Delante de la empalizada se agolpaban los guerreros. Habían visto lo que le había hecho al cocodrilo. Y también veían a los centenares de gabarras que iban hacia allí, a las tripulaciones desembarcando y a los alguaciles de negras armaduras de la Cábala que seguían a Phage. El propósito de este desembarco no ofrecía lugar a dudas.
Phage se detuvo a un tiro de piedra de las puertas. Con aquella apretada malla, sólo tenía la cuarta parte del tamaño de los matones que se habían puesto a su lado. Llevaban uniformes negros debajo de capas azabache, con las capuchas plegadas sobre los prominentes hombros. Aunque no lucían armas en las musculosas manos, estaba claro que eran guerreros.
Los aldeanos no miraron a los esbirros, sólo a Phage.
—En nombre del patriarca de la Cábala —les gritó—, ordeno a todos los que vivan en este pueblo que salgan.
No lo hicieron. Permanecieron murmurando tras la empalizada de ramas entrelazadas.
—¿Cuántos de vosotros bebéis? —preguntó Phage quedamente a los hombres que la acompañaban.
A los alguaciles de la Cábala les costó un momento responder. Uno de ellos se llevó la mano a la boca y carraspeó:
—Nunca cuando estamos de servicio, señora.
—¿Cuántos de vosotros tenéis un frasco? —insistió—. Y no me mintáis —añadió.
—Todos, señora. Es parte del equipo habitual. Los tenemos para poder examinar lo que llevan los barriles confiscados. —Todo el tiempo que habló, lo hizo con los ojos puestos en la empalizada que tenía delante—. ¿Quiere echar un trago?
—Tendría que ser algo más que licor de malta; cincuenta grados o más.
—Yo tengo uno de sesenta —sonrió el esbirro—. Y Karl hace su propio matarratas, casi de noventa. Los otros dos, no lo sé.
—Le hace salir pelo en el pecho a uno —le ofreció otro. Metió la mano en el chaleco. Casi como si fuera un hábito, sacó una ballesta de mano montada y cargada. Tras ponerla en la funda, extrajo un frasco de cristal, lleno en unas tres cuartas partes con un líquido cristalino.
—No es para que me salga el pelo en el pecho —respondió Phage—, sino para quemar el de los demás. —Cogió la botella y la descorchó. Se arrancó el puño de una manga y lo embutió por el cuello del recipiente, a modo de mecha—. El resto, sacad las botellas también. Venga, vamos.
Así lo hicieron, y algunos sacaron varias.
Los aldeanos habían estado mirando todo el rato. Al final, uno de ellos respondió a la exhortación de Phage:
—¿Y qué nos pasará si salimos?
—Si salís, podréis uniros a estas grandes obras —respondió, sopesando la botella incendiaria con la mano.
—¿Qué obras?
—Vuestra aldea se levanta sobre el emplazamiento del nuevo coliseo, que ha de ser el centro del mundo. Podéis formar parte de la construcción del coliseo o podéis formar parte de los cimientos de éste.
Al principio sólo hubo silencio como respuesta. Luego llegó una voz ultrajada:
—¿Queréis que dejemos nuestro pueblo para que lo destruyáis y que nos convirtamos en vuestros esclavos para construir vuestro coliseo?
—O morir —respondió Phage—. Es la alternativa.
Se oyeron voces discutir detrás de la empalizada.
—¿Alguno de vosotros fuma? —preguntó Phage a los esbirros.
Mientras los matones rebuscaban en los bolsillos, el portavoz de la aldea volvió a hablar:
—Nuestras familias han vivido en esta isla durante doscientos años. Ni los monstruos han conseguido echarnos…
Con un potente tiro a lo alto, Phage arrojó una botella llameante por encima de las puertas. Aterrizó perfectamente, rompiéndose encima del tejado de la cabaña más grande. El cristal se esparció, y el alcohol con él, y el fuego los siguió. Paja, ramas y madera estallaron súbitamente en llamas. Era como si una bola de fuego hubiera caído en el edificio y le hubiera reventado las entrañas.
El portavoz de la aldea gimoteó, pero ya nadie le hacía caso.
Diez botellas incendiarias más trazaron una parábola por los cielos y cayeron sobre chozas y paredes, atalayas e incluso las propias puertas. Todo estalló en llamas. La madera seca se entregó, ansiosa, al olvido. El fuego ardió hasta ponerse blanco y sin soltar apenas humo. El calor desprendió gases del pantano que avivaron la deflagración, volviendo azules las llamas. En un momento, el poblado era un horno. Nadie podría sobrevivir a ese infierno.
Las puertas en combustión se abrieron, y unas figuras salieron corriendo por ellas. No corrían para atacar, sino que iban tambaleándose, quemados y cegados. Algunos estaban envueltos en llamas. Todos gritaban y se tapaban la cara.
Phage avanzó hacia ellos. Les había dado un ultimátum, y un ultimátum tenía que ser definitivo.
Con los brazos abiertos, se cogió a un joven que avanzaba a trompicones. Éste se hizo pedazos en el abrazo. Cerca, una anciana se debatía por apagarse el vestido en llamas. Phage la envolvió en sus brazos mortíferos, apagándole el alma. El siguiente hombre quemaba demasiado para abrazarlo. Phage se limitó a tirarlo al suelo. Mientras éste rodaba para apagar las llamas, se deshizo a causa del pie que lo pisaba.
Hombres y mujeres, ancianos y niños, aullantes y silenciosos, murieron en sus brazos. Mientras el fuego convertía la aldea en cenizas, Phage hacía lo mismo con los aldeanos.
Los esbirros de la Cábala estaban allí de pie, viendo trabajar a su señora.
En menos de una hora no quedaba nada, ni chozas, ni empalizada, ni aldeanos. El lugar era virgen y ya estaba listo para ser explotado.
Phage caminó de regreso hacia los alguaciles. No se detuvo al pasar por su lado, esperando que éstos se giraran y la siguieran. Y así lo hicieron.
—Decid a los equipos topográficos que empiecen a acotar el terreno. Que todos los demás monten el campamento. Esta noche dormiremos en el nuevo centro del mundo.
Mientras los obreros trabajaban, Phage estaba sentada en un trono de hierro. No podía sentarse en las tumbonas de lona y madera ni podía vivir en una tienda de esos materiales. Los albañiles y hechiceros le habían hecho una casa de piedra. Ésta se encontraba en un terreno elevado, desde donde dominaba el sendero natural que llevaba a la península septentrional. Con los pilares de piedra caliza, el tejado de pizarra y hasta las puertas de roca, la casa resultaba fría, poderosa e imponente. Le iba como anillo al dedo.
Phage estaba sentada en el pórtico de piedra, desayunando. Miraba cómo los capataces y esclavos marchaban en cuadrillas desde la ciudad de tiendas hasta el lugar de las obras. Nadie se le acercó. Había prohibido a sus subordinados que fueran a verla mientras comía, ya que la horquilla refractora le distorsionaba la cara de una manera espantosa.
Volvió a llevarse el aparato a los labios y apretó. Las curvas de metal le apartaron los labios y la horquilla le pasó un bocado de carne aún caliente entre los dientes. Phage lo engulló con cautela. Una de las puntas le rozó ligeramente el labio inferior y el jugo que desprendía se volvió rancio de inmediato, emitiendo un vapor nauseabundo. La mujer se quitó de un manotazo el aparato y lo depositó en una copa de alcohol que había en la bandeja. Recuperó el aparato, ya esterilizado, y volvió a ensartarle más carne.
Phage repasó las obras con la mirada. Las cuadrillas habían hecho muchos progresos durante el último mes. Ya estaban puestos los cimientos, un círculo de más de trescientos metros de diámetro y que se hundía quince metros en el suelo. Multitud de basamentos para enormes contrafuertes partían de todo el perímetro. Unos caminos de tierra llevaban hasta los puertos y los plintos de los puentes. Al amanecer, los cimientos parecían un sol gigante inscrito en el suelo. Y en cierta manera lo era: naciones enteras convertirían el nuevo coliseo en su oriente. Al anochecer, recordaban una bolsa con un cordón para cerrarla. Era otro parecido agradable: ese edificio se embolsaría todo el continente. Y por la noche, los cimientos eran como un foso lleno de dientes. Era su mejor aspecto: la fosa de los infiernos, dejada libre para vagar por el mundo.
El último pedacito cayó en la lengua. Phage se quitó el retractor y dejó la bandeja en una mesita de hierro. Era la señal de que ya estaba lista para recibir a sus subordinados.
Las colas de esclavos prosiguieron la marcha. Los capataces continuaban encorvados en sus quehaceres. Albañiles y magos seguían trabajando.
Ése era su mayor obstáculo. Los oficiales rara vez le informaban en persona y nunca le consultaban. Recibían las órdenes de la mujer, recogidas por un escriba, y seguían sus indicaciones sin hacerle ni una pregunta. Más tarde le remitían informes. Cuando se daba una vuelta por las obras, hasta el último obrero se postraba ante ella. Phage veía el trabajo, ardiente y temeroso. Cada cuadrilla superaba con creces los objetivos diarios, pero nunca aparecían imprevistos que obstaculizaran sus progresos. Nadie quería informar de problemas o incumplimientos a Phage.
Eso se iba a acabar ese mismo día. Había hecho llamar al jefe de capataces y le dejaría claro que debía informarle en persona cada mañana. Y éste ya llegaba tarde. Era una ofensa muy grave. La ira de Phage era famosa por no conocer límites. Mejor que Gerth estuviera muerto o pronto lo estaría.
Phage se encontraba de pie, con los ojos entrecerrados de cólera. Echó un vistazo a los obreros: unos marchaban cansinos a trabajar; otros se retiraban, sudorosos y más cansinos aún. Picapedreros enanos, carpinteros humanos, porteadores centauros, estibadores tritones, capataces liches… No, Gerth no estaba entre ellos. Tampoco estaba entre los simios esclavos ni entre los rinocerontes descornados.
Phage salió del pórtico. Se había terminado el periodo de gracia. Si hubiera estado entre la multitud, le habría perdonado la vida; pero ahora, aunque se lo encontrara de camino hacia allí, era hombre muerto.
Bajó la colina a grandes pasos. Los obreros de la cola de siervos parecieron notar que se acercaba y todos retrocedieron un poco… Todos excepto una anciana que llevaba una mula.
La mujer no era una esclava, a diferencia de muchos otros. Era uno de los pocos ciudadanos libres que habían respondido al llamamiento del Primero y se había empleado para trabajar en el coliseo. Aunque encorvada y de rostro ajado, la arriera tenía un brillo de inteligencia en los ojos. Contempló sin temor a Phage. Sólo cuando ella se acercó se dio cuenta de que no era tan pequeña, sino que el mulo era monstruosamente grande. El animal tenía el tamaño de un caballo, aunque conservaba toda la correosa resistencia de su propia especie. Trotaba al lado de su ama, con las orejas gachas mientras la mujer le pegaba una bronca interminable.
—… cualquiera diría que los cascos se te han vuelto a quedar clavados al suelo, a juzgar por lo lento que caminas. Serías mejor compañía metido en un frasco de formol.
La mujer avanzaba directamente hacia Phage. Algunos esclavos se detuvieron para contemplar ese aparente suicidio.
Al llegar a Phage, la anciana inclinó la canosa cabeza ante ella e hizo un amago de reverencia.
—Hola, mi señora Phage. Me ha enviado Gerth a informarte.
Phage se quedó clavada allí mismo, con la arriera al alcance de las manos. La putrefacción negra se extendió de los pies a la hierba que tenía debajo. Repasó con la mirada a la anciana.
—¿Gerth ha tenido la osadía de enviar a alguien?
—Sí, si es que soy digna de ello —replicó la arriera con un guiño—. Ha dicho que sentía mucho no poder venir en persona, pero es que justamente esta mañana se ha atravesado el pie con el cincel de un escultor, así que no puede venir por su cuenta. Y me ha enviado en su lugar.
—¿A ti? ¿A una arriera?
—Es que soy la única que no te tengo miedo.
Phage la miró a los ojos. No estaba segura de si estaba enojada o impresionada. Pese a todo, sabía que sus sentimientos no cambiarían respecto a Gerth.
—Llévame hasta él. —La mujer caminó hacia la multitud de esclavos que se encogían.
La arriera la miró boquiabierta, pero tiró de las riendas del mulo y le obligó a dar la vuelta. Maldijo en voz baja al bruto y le hizo apretar el paso. Corrieron una al lado del otro, anciana y mulo, hasta alcanzar a Phage.
Las dos mujeres bajaban resueltas por el terraplén, como dos hermanas. Ante ellas, el torrente de esclavos se apartaba. Y todos las miraban con los ojos como platos.
—Quedas liberada del servicio a Gerth. Ahora estás directamente bajo mis órdenes. Dices que Gerth se ha herido en el pie con un cincel. Dime la verdad.
—Así ha sido… señora —resolló la arriera.
—¿Adrede?
—Dicen que ves la verdad que ocultan las cosas. Y creo que están en lo cierto. —La anciana sonrió bajo unas greñas canosas.
Phage rumió acerca de aquello. El hombre había preferido mutilarse a tener que informarle en persona. Debía morir, allí no había lugar para los cobardes. En cambio, esa anciana no le tenía ni el más mínimo miedo.
—¿Por qué no me temes?
—Soy demasiado vieja para que me importe morir. —La mujer se encogió de hombros, intentando seguirle el paso.
—¿Y si te mato ahora mismo?
—No, no lo harías —dijo la anciana. Pareció notar que la ira añoraba en los ojos de Phage—. Entiéndeme, no es que no puedas hacerlo, es que no lo harías.
—¿No lo haría?
—Matas a los traidores, a los remolones, a los espías… a la gente que pueda destruir o entorpecer lo que estás construyendo, pero a mí no me matarías. Yo estoy de tu lado. —La anciana mujer hizo una pausa—. No te temo porque te comprendo.
—¿Osas decir que me comprendes?
—Soy una vieja pelleja, la gente también huye al verme. —La anciana se rió—. Sí, te comprendo.
Una sonrisa se esbozó en los labios de Phage.
—¿Sabes lo que es estar llena de horrores?
—¿Te has hecho alguna vez la muerta mientras un asaltante te posee? Es terrible lo que se siente. Y más terrible es sobrevivir a ello. Estoy llena de horrores. Sé lo que es encerrarlos bajo la piel.
Phage miró con nuevos ojos a esa vieja criatura. Tras esas patas de gallo y esas mejillas chupadas había una profunda tristeza. Allí tenía a una mujer valiente, honesta y trabajadora.
—¿Cómo te llamas?
—Zagorka. Y este patán es Chester.
—¿No te gustaría ser capataz, Zagorka?
Chester bufó y Zagorka movió la cabeza.
—No. Que pueda lidiar con este pedazo de mulo cabezón no quiere decir que pueda estar a cargo de un centenar de ellos. Además, no me harían caso.
—Entonces serás mi mensajera. Ya veremos si te hacen caso o no. Y no les informarás de lo que digo, sino de lo que quiero decir. Y no me contarás lo que dicen, sino lo que quieren decir.
—Ando un poco cojitranca con tanta carrera. —Zagorka hizo como que cojeaba.
—Monta a Chester.
La arriera y el mulo intercambiaron miradas dubitativas.
—U os mato a los dos.
—Lo hará —le advirtió Zagorka al mulo—. Está a punto de perder la paciencia.
—Me conoces muy bien.
—Hecho —decidió Zagorka.
El trato estaba cerrado y el puente estaba tendido. Tenía a una mujer que la entendía sin necesidad de horas de discusiones infructuosas. Zagorka le contaría sin tapujos todo lo relativo a las obras. Los capataces no tendrían miedo a hablar con ella y la mujer no tendría miedo a hablar con Phage. Con este nuevo oído y boca entre los capataces, Phage se enteraría de todo.
Bajaron juntas por los campos de piedra labrada. Allí, los picapedreros tallaban la piedra con martillos y cinceles. El constante tintineo del acero y la piedra aminoró hasta detenerse. Enanos y humanos levantaron la cabeza y contemplaron a las dos mujeres.
Éstas no les prestaron atención y se dirigieron resueltas hacia el capataz.
Gerth estaba apoltronado en una tumbona en un extremo del campo. Tenía un pie vendado con gasas blancas y apoyado en un leño. La sangre fresca manchaba la parte superior e inferior del vendaje. Cuando se dio cuenta de la presencia de su superiora, Gerth abrió la boca con incredulidad y se puso de pie como pudo.
—¿Se lo atravesó con el cincel? —preguntó Phage tranquilamente.
—De un lado a otro —afirmó Zagorka.
Phage apretó los labios. Llegó donde estaba levantado el hombre e hizo caso omiso de la gran reverencia que éste le dedicaba.
—Te he mandado llamar.
—Perdóname, señora. Es que me he hecho una herida.
—¿Quién te sigue en la cadena de mando?
—Terabith, el lich, mi señora —dijo el capataz arrodillándose y con la voz temblorosa.
Phage miró enojada la cabeza gacha del hombre. Levantó la mano y se imaginó poniéndosela en el hombro y pudriéndolo hasta convertirlo en polvo.
—¿Me vas a matar? —preguntó Gerth sin levantar la mirada.
Ésa era la gran pregunta. El tipo que estaba allí arrodillado era un gusano. Pero, de algún modo, Phage se veía incapaz de bajar la mano. No había desobedecido más que por puro miedo.
—¿Qué lección sería mejor? ¿Matarlo o convertirlo en esclavo? —terció Zagorka.
Por fin Gerth levantó la mirada. En sus ojos había esperanza, pero también terror. Los otros esclavos no se mostrarían demasiado amables con un antiguo capataz. Aun así, era mejor que la muerte. La mano de Phage proyectaba una sombra negra en la cara del hombre.
—Seré tu esclavo y trabajaré duro para ti. Y te seré aun más fiel. Iré a los demás capataces y los prevendré de mi destino.
—Piensa que, si desobedecen —intervino Zagorka—, ella los matará y a ti también. Sólo vivirás mientras sirvas como lección viviente.
Phage no podría haberlo expresado mejor.
—Se te conmuta la sentencia de muerte, pero no se te perdona —añadió ésta.
—Primero avisa a Terabith, para que no cometa tus errores —dijo Zagorka—. Luego, díselo a los demás y preséntate en los cercados de esclavos.
—Sí, se lo diré. No volverá a suceder. —Gerth inclinó la cabeza, agradecido.
—Creo que nos vamos a entender —dijo Phage, mirando a su nueva portavoz.