CAPÍTULO SIETE
UN EJÉRCITO PARA KAMAHL
amahl dejó el desierto tras de sí, destrozado y cansado. Trepó de la arena hasta la red de raíces del bosque. Tenía las botas hechas un guiñapo que sólo se sujetaban merced a los restos del látigo de zarcillo. Con los dedos llenos de arena aferró la verde madera y, con brazos temblorosos, se impulsó hacia arriba. Polvorientas huellas de manos marcaban el rastro de su avance por la pared frontal del bosque. Kamahl llegó a duras penas a un hueco natural formado por los enmarañados troncos y se derrumbó allí.
El antiguo bárbaro yacía de espaldas y jadeaba. Se le clavaba el bastón, pero no le importaba. Estaría echado allí un rato, aunque se muriera, en el seno de la madre verde, Al menos no moriría en el desolado desierto, que era un lugar mortífero, interminable y vacío.
Vacío excepto por la cosa que le seguía. Kamahl sólo la había avistado una vez, pero había sentido constantemente la presencia ominosa que lo rastreaba. De día, el perseguidor lo había rondado justo tras las crestas de las dunas. De noche, el poder de la cosa había aumentado, extendiendo su tenebrosa alma por los fríos vientos negros para hostigarlo. Ninguna armadura podía protegerlo contra esa presencia. Lo había picoteado y acosado como una nube de cuervos. El hombre no había podido hacer más que aferrar el bastón secular, extraer el poder de éste y el suyo propio, y caminar hasta el alba. Algo corrompido lo había seguido desde los fosos de la Cábala y quería matarlo o volverlo loco.
Pero se acabó. La tenebrosa criatura sería impotente ante el poder del bosque, ese poder que rodeaba y bañaba a Kamahl. Seguramente el perseguidor no podría acecharlo allí, donde el crecimiento era omnipotente. La flora y la fauna avanzaban hasta el mismo desierto. Las raíces aéreas se hundían en la arena y medraban hasta convertirse en nuevos troncos. Hojas y flores proliferaban a la vez que las ramas extendían la sombra del bosque. Desde que había visto por última vez la selva, ésta había engullido más de medio kilómetro de arena. Y terminaría por engullirlo todo.
Kamahl estaba encantado. No deberían existir lugares como el desierto.
Con dedos temblorosos se apartó la venda raída que le envolvía el estómago. Bajo ella había una herida incurable, la homóloga del corte que tenía su hermana. La herida, el desierto y el perseguidor habían conspirado para matarlo y habían fracasado.
El Bosque de Krosa ya tenía sus propios conspiradores. En ese mismo momento se acercaban criaturas. Se cerraban sobre él silenciosamente, en un amplio círculo.
Qué irónico era sobrevivir a la desolación para acabar devorado por una manada.
Kamahl se aferró a un nudo de la madera y, mediante un impulso galvánico, le transmitió sus miedos. La plegaria, si es que se trataba de eso, fue escuchada.
Las criaturas que se acercaban aminoraron el paso. El líder del grupo lo acechó sigiloso por la boca del nicho. Una lanza de agorera punta tanteó en el interior de éste y aparecieron dos ojos bulbosos suspendidos en lo alto. La lanza desapareció y un hombre mantis lo saludó con la cabeza. Hablaba en lengua común, pero con un tintineo no tan común.
—Kamahl, has vuelto. Te esperábamos, pero no te hemos reconocido. Parecías… alguien diferente.
Una sonrisa de comprensión se extendió por la cara del hombre.
—No es de extrañar —asintió, mirando la herida que le cruzaba el estómago—. Habréis notado esto.
El capitán nantuko escudriñó la herida desde arriba. Por encima de esos extraños ojos verdes, las antenas se movían lentamente, saboreando el aire. La criatura posó en el suelo la lanza y, ágil como una serpiente, descendió sin prisa por el nicho. Se encorvó sobre unas patas que eran como ramitas y estudió la herida.
—Una herida reciente, ¿no?
—No —respondió Kamahl—, no es reciente. Es que siempre sangra, es incurable.
La criatura asintió con la cabeza triangular. Sus piezas bucales se movieron y emitió un silbido en un tono muy bajo. Era una señal propia de las patrullas, lo bastante discreta para confundirse con el gorjeo de los pájaros.
De la maraña de maleza apareció otro nantuko. Era una hembra y llevaba las vainas y flores propias de una curandera. Hojas medicinales le colgaban en ramilletes del tórax. Llegó con la misma rapidez y gracia que el capitán, estudiando el bosque con los ojos. Mientras tanto, aquellos brazos iban preparando una cataplasma, cortándola, haciéndola puré, mezclándola.
—No te ofendas, curandera —le dijo Kamahl—, pero esta herida no sanará. La medicina druídica no pudo curar a mi hermana, y a mí tampoco me curará. Jeska me dejó esto como pago de lo que le había hecho. Esta herida no se cerrará hasta que la recupere a ella.
La curandera mantis asintió. Había oído las palabras, pero la recia cataplasma que le emplastó en la herida dejaba patente que no se las había creído.
—Eres el campeón del bosque —le dijo ella, como si quisiera excusarse—. No puedes sucumbir.
—Y no sucumbiré —los ojos destellaron en el rostro polvoriento de Kamahl—. He cruzado el desierto con esta herida siempre abierta y he combatido y rechazado a una presencia infame que ahora merodea por aquí. Seré el campeón del bosque, pese a esta herida.
—Descansa —le aconsejó la curandera mientras preparaba con las garras una compresa de hierbas—. Aunque no consiga sanarte la herida, esto te dará fuerzas. La esencia vital de las hojas se está filtrando por tu carne.
—Sí, descansaré aquí un rato —Kamahl hizo un gesto de dolor al sentir la comezón de las hojas—, y luego podrás vendarme la herida de nuevo para que pueda partir una vez más.
—Acabas de regresar. —La curandera inclinó la cabeza triangular—. ¿Adónde te diriges ahora?
—Al corazón del bosque —respondió Kamahl—. Algo maligno me sigue, y traerá males mayores. Todo forma parte de lo mismo. Si he de matar a esa cosa, debo sanar la herida. Para sanarla, he de salvar a mi hermana. Para salvarla, he de tener un ejército. Voy al corazón del bosque a sanar, matar y salvar… a conseguir mi ejército.
El Primero estaba de pie en una cresta de arena y escudriñaba el Bosque de Krosa. Esperó a que llegara la oscuridad, cuando sus poderes serían los más grandes. Durante tres noches seguidas casi había matado a Kamahl. Arropado con el olor de la muerte, el Primero se había arrastrado hasta llegar al lado del hombre, tras él, ante él, y lo había lacerado. Ese toque habría matado a cualquier otro, pero no a Kamahl.
Incluso herido demostraba ser poderoso. Quizá fuera el bastón que aferraba, que le imprimía la fuerza vital del bosque. Quizá fuera su propia sangre lo que le salvaba, como había salvado a su hermana. Ya iban dos veces que el hijo de Auror había sobrevivido al toque mortal del Primero y éste aún no sabía por qué.
Ese poder había convertido a Phage en la aliada definitiva. Y había convertido a su hermano en el enemigo definitivo.
—Kamahl morirá —dijo el Primero para sí.
El sol abotargado se hundió en un mar de arena. La sombra del Primero se alargó, cruzando la desolación. Creció hasta alzarse como un titán ante la pared Frontal de Krosa. Muy pronto, todo el mundo sería engullido por las sombras y el Primero pulularía por Krosa. Muy pronto, Kamahl moriría.
El Primero estaba de pie y aguardaba, con la magia de las tinieblas chisporroteándole en los dedos.
Ya no se le podía seguir llamando un montículo al terreno hinchado donde Kamahl había atravesado a Laquatus. El crecimiento galopante lo había transformado, ya era un monte de verdad. Algunos lo llamaban monte Gorgona por la vegetación serpenteante que crecía en la cabeza emergente. El túmulo se levantaba más de una treintena de metros del suelo del bosque. Greñas de madera y zarzas colgaban por los costados. Los ciclos de fecundidad —de brote a flor, de flor a fruto, de fruto a semilla, de semilla a brote— se sucedían en bucles diarios. La selva tejía carne del aire, tierra, agua y sol, y alfombraba el suelo con un palmo de humus cada día. Entre las ramas nacientes se movían bestias como garrapatas henchidas. Comían y se apareaban, soltando a su crecida prole entre las raíces.
Kamahl estaba a la sombra del monte Gorgona. Escudriñó el sol, que arrastraba su ígnea mole sobre las raíces tumultuosas. Una claridad similar iluminaba la venda que el hombre lucía en la cintura. La cataplasma no había podido curarle, y la compresa de plantas lechosas era incapaz de detener la hemorragia.
Lo rodeaban la druida curandera y una guardia de honor de guerreros mantis. Miraron a Kamahl con suspicacia.
—Nadie se aventura en el monte Gorgona excepto los druidas más ancianos —dijo el capitán—. Es un lugar de espíritus salvajes, sagrado e implacable.
—Eso es lo que necesito, espíritus salvajes —respondió Kamahl—. Un ejército entero de ellos.
—Ya ves lo que este sitio hace con las criaturas que lo habitan —insistió el capitán—. Son grotescas. Y lo mismo te pasará a ti, amigo mío.
—No, yo ya soy grotesco. —El hombre sonrió, con la cara roja por el sol de poniente—. No puedes parodiar a una parodia.
Con esto, los dejó y empezó a subir el monte.
Kamahl se abría camino como un náufrago contra las olas. Su bastón hendía las crecidas que rompían contra él. La fecundidad hacía que el aire se agriara e hirviera. La vitalidad le quemaba los pulmones y le hormigueaba por el torrente sanguíneo.
—Apártate —le dijo tranquilamente a la irritada espesura.
Las espinas se aplastaron como si un par de manos gigantes e invisibles se hundieran en la maleza y la apartaran. Kamahl se adentró y caminó por el pasadizo. Los pinchos campaban a sus anchas. Si el bosque así lo quería, podía atraparlo y destrozarlo. Pero el bosque le perdonó la vida. El hombre emergió del matorral, pero la selva que tenía delante se había enroscado hasta formar una jungla impenetrable.
Kamahl no se molestó en pedir a las ramas que se apartaran. En vez de ello, se colgó el bastón del cinto y se puso a trepar. Mano con mano y pie con pie, ascendió por la pared enramada. Conforme llegaba a la cumbre, el camino se aplanaba y las ramas eran más gruesas. Caminó por encima de los retorcidos dorsos de éstas. Las ramas llevaban al lugar donde Laquatus yacía atravesado, como los tentáculos de un monstruo marino que llevaran indefectiblemente a la boca de éste. Mientras el monte había emergido, el corazón de éste se había hundido. No era un simple agujero, sino la boca vertical de una caverna laberíntica.
—El pozo de los espíritus —le informó un tocón que descansaba al lado de éste.
Kamahl miró sorprendido el tronco y entonces se dio cuenta de que era una nantuko. Se agazapaba bajo un manto gris y miraba fijamente la fosa negra. Aquellos ojos reflejaban una oscuridad enorme, vacía e inmutable.
—Guarda un espíritu atormentado. La sangre de éste es la que transforma el bosque.
Kamahl se agarró su propia herida sangrante. Luego se acercó a una recia enredadera que había al borde del pozo y apoyó el pie en un saliente del interior.
—Me voy…
—… y para siempre —dijo la centinela. Dio un suspiro y se quedó tan quieta como el tocón de un árbol.
Kamahl descendía. Al principio encontró dónde apoyarse en la resbaladiza pendiente, pero muy pronto el risco metió la barriga y Kamahl tuvo que descender sólo con las manos. La enredadera se terminó antes de que hubiera acabado el descenso. El hombre se soltó y cayó por un remolino de frío. Sus pies tocaron suelo en un arroyo profundo, y Kamahl rodó por él y se levantó. Ante él, el torrente se perdía cuesta abajo, en la oscuridad, en busca del nivel inferior. Lo llevaría hasta Laquatus y la espada del Mirari, así que lo siguió.
Las tinieblas se hicieron más densas y el frío le calaba los huesos. De vez en cuando, unos puños de piedra le golpeaban la cabeza. Kamahl retrocedía un poco, se apartaba a un lado y dejaba que las aguas siguieran guiándole.
Por fin, en el mismo corazón del suelo, se abrió una cueva. La parte baja estaba cubierta por un lago, centrado en torno a una isla. Allí yacía el cuerpo de Laquatus. Incluso éste había crecido. Con tanta palidez y abotargamiento, el tritón parecía un manatí ensartado. La espada del Mirari proyectaba un brillo acerado por toda la escena.
Kamahl vadeó por aguas que le llegaban hasta la barbilla para llegar a la isla. Salió, empapado, dejando caer regueros de agua. Olas de energía brotaban como sangre del cadáver azulado y Kamahl pasó a través de ellos penosamente. Contempló la herida que atravesaba a Laquatus: era la misma que lo atravesaba a él, a su hermana y al bosque. Todas las heridas eran una sola.
—Para salvarlos a todos, debo salvarme a mí —dijo Kamahl mientras ponía la mano sobre la espada del Mirari.
El poder se hizo con él, como una descarga eléctrica. Retrocedió, pero la energía le apresaba firmemente.
Esta herida nos matará; pero, hasta que lo haga, nos dará vigor. No la saques, dijo una voz en su interior.
Kamahl se estremeció. Aún aferraba la espada, una mano envidiosa contra un mundo celoso.
Se acerca un mal. Sí, entra en Krosa con la crecida de la noche.
—¿Y cómo puedo luchar sin la espada? —Kamahl sentía la horrible presencia del perseguidor.
Haré nuevas bestias mediante ti. Serán tus soldados y tus generales. Construye un ejército con la abundancia que hay en mí y modélalo con la que hay en ti. Levanta tu ejército y marcha con él a la guerra. Cúrate a ti y cura a esta tierra…
El contacto se rompió. Kamahl retrocedió, tambaleándose. La oscuridad que lo envolvía era muy profunda. Aunque el momento de revelación había sido fugaz, lo había cambiado todo. Kamahl rebosaba tanto poder que le manaba por ojos, nariz y boca.
—Reuniré a mi ejército —dijo, con unas llamaradas bailándole en la lengua—. Haré nuevos guerreros. Curaré a esta tierra.
Embozado en la noche, el Primero estaba sentado más allá del monte Gorgona. Alrededor de él se extendía un sinfín de ramas muertas. Kamahl había bajado por el pozo y había comulgado con un dios, nada menos. Desde ese momento era el paladín de éste, como su hermana lo era del Primero.
Una sonrisa adusta hendió el rostro del hombre. Muy pronto él también descendería a comulgar con el mismo dios, pero todavía no. La selva aún era demasiado vital, aunque un gran mal ya le corroía el corazón. Ese mal daba poder a Krosa por el momento, pero a la larga se lo robaría para toda la eternidad. Cuando el bosque estuviera lo bastante débil, el Primero llegaría hasta su corazón.
Se retiró a las sombras más insondables. Pondría a prueba al campeón de la selva y, cuando viera las flaquezas del hombre, golpearía a matar.
Kamahl salió a un bosque anochecido. Él mismo era su única luz. Aquel rostro radiaba poder y se alzó, farero y faro a la vez, en la cima del pozo de los espíritus.
A su lado estaba agazapada la druida vigilante. Con el manto gris, la nantuko parecía un tocón, pero la esperanza relucía en sus ojos. Antes sólo había visto tinieblas en esa cueva, pero en aquel momento veía la luz encarnada allí.
Kamahl bajó por la colina. En verdad no era la encarnación de la luz, sino el recipiente que contenía el inestimable poder del bosque. El lugar perfecto en su interior había crecido hasta lindar con la propia piel y se desbordaría con sólo tocarlo. Las botas raídas dejaban pisadas resplandecientes y en ellas se levantaban tiernos brotes de vida nueva.
Caminó, refulgente, pensando en su poder, antaño caótico. La fuerza fecunda que se había desencadenado alocada, transformando a bestias y plantas en algo grotesco, ya brotaba comedida.
La gran espesura se abría ante él. Se había triplicado en tamaño desde que la atravesara. Las espinas se entrelazaban formando un muro impenetrable.
Kamahl llegó hasta allí y se detuvo, rezumando poder por los poros. La energía verde se le acumulaba y saltaba por algunos sitios. Las partículas caían, rebotando por las piernas, hasta tocar el suelo haciendo que las flores se abrieran a su paso.
Apretando la mandíbula, Kamahl miró el zarzal. Repasó con los ojos el esbelto tallo, las espinas de tres puntas, la manera en que, rama sobre rama, todo el matorral formaba una masa redonda. Levantó el índice y tocó una sola espina. La energía verdosa saltó de la uña al tallo. Al principio, el poder verde bailó como una centella por la espina de duros filos, luego encontró un ruedo de poros bajo el racimo y se abrió paso hasta el corazón del tallo. Descendió por los vasos de savia, vivificando la rama, los tallos adyacentes y, finalmente, todo el matorral. Éste brilló con una luz verde. Un arbusto se bamboleó y se desprendió del suelo. Rodó, avanzando sobre las espinas como si fueran un millón de patitas.
—Ve —le ordenó Kamahl quedamente, haciendo un gesto hacia el monte.
La criatura espinosa rodó, trepando por la espesura. Allá donde tocaban las espinas, el poder se contagiaba a los demás arbustos, transformándolos todos. Una a una, las matas cobraron vida. El matorral se rompió en incontables plantas rodadoras, de un verde reluciente, que le hicieron sitio para que pasara.
Pero él quería algo más que sitio.
—Id, defensores de la selva, patrullad por sus lindes. Protegedla de todo el que quiera dañarla.
Toda la espesura brincaba: era el despliegue de un ejército.
Kamahl miró cómo se iban. Serían los vigilantes y defensores del bosque. Pero si tenía que levantar un ejército para marchar contra el enemigo, algunos tendrían que ser los atacantes.
Kamahl se acordó de las Montañas Párdicas. Recordó, indignado, a su gente amontonada, asesinada. Era un recuerdo muy poderoso que se mezcló con la fuerza vital que rabiaba dentro de él.
Sus dedos chisporrotearon con una radiación roja en otra mata. La cólera consumió a la planta, dejando allí una bola de poder escarlata. Dio vueltas sobre sí misma propagando el fuego a los demás arbustos. Éstas serían sus tropas de choque, plantas rodadoras flamígeras que rodarían por delante de su ejército.
—Id a la frontera con el desierto, patrulladla y esperad. Iré a por vosotras. —Kamahl observó con satisfacción cómo las esferas ardientes se fueron dando botes por el bosque.
Estaba complacido con esas primeras creaciones, pero no satisfecho. Tenía más potencial latente en la piel. Como ya había transformado plantas, se dispuso a transformar animales.
Los habitantes del bosque le observaban: los mantis escudriñaban desde oscuros rincones, los centauros se quedaban inmóviles como estatuas y los druidas volvían sus ojos brillantes al hombre resplandeciente.
Kamahl no podía pasar a ellos, no a seres inteligentes todavía. Mejor que empezara con algo más sencillo, una criatura primitiva que apoyara el pecho en el suelo.
Había dos serpientes entrelazadas cerca de allí. Si se enzarzaban en un combate o se revolcaban en un apareamiento, era algo que Kamahl no sabía decir. Aunque sí sabía que eran las bestias primordiales que andaba buscando. Se colgó el bastón al cinto, se agachó y apartó a las serpientes con delicadeza. Las levantó, una en cada mano. Se le enroscaron en las muñecas y tiraron una hacia la otra.
Kamahl levantó la mano izquierda. El poder le corrió en verdes riachuelos desde las puntas de los dedos, enroscándose en el animal. Las escamas brillaron y la carne de debajo se hinchó. Los tendones se hicieron más grandes y largos. Las costillas se ensancharon para alojar los órganos que se agrandaban y la serpenteante espina dorsal se estiró.
En unos instantes, la serpiente había doblado su tamaño. Era tan gruesa como la pierna de Kamahl. Éste la dejó en el suelo. Las escamas de la bestia crecieron hasta convertirse en puntas emplumadas. Su boca se ensanchó hasta el tamaño de la de un cocodrilo y, luego, la de un tiburón gigante. Y creció en grosor hasta tener el de un caballo, el de un elefante… tan largo como un árbol centenario.
—Quédate aquí —se limitó a decir Kamahl. Acarició con la mano a la bestia y se dio cuenta de que sus dedos apenas tenían el tamaño de una escama. Una chispa saltó de la carne humana a la serpentina para recordar a la criatura quién era su creador—. Te llamarás Verda y te quedarás aquí, en Krosa, para guardarlo contra cualquier invasor.
La serpiente onduló lentamente. Levantó el cuerpo, curva a curva, como si escuchara. Los ojos de Verda se encontraron con los de él, que leyó el hambre en ellos.
—No me comerás. Ni te comerás a los mantis ni a los druidas ni a los centauros ni a ningún otro ser pensante. —Una pregunta quedó flotando en el aire: entonces, ¿a quién se podría comer Verda? Un siseo en la mano derecha le recordó a Kamahl que tenía pendientes más asuntos urgentes. Pasó la vista de la pequeña serpiente al hambriento gigante—. Espera aquí y no te comas nada.
—Y para ti, tengo planes más grandes todavía. —Kamahl levantó en lo alto al otro reptil.
El poder brotó de la palma del hombre y una llama cubrió a la serpiente. Las escamas ardieron y se retorcieron, y la carne se consumió. Mientras que la primera serpiente se había hinchado, ésta había estallado. Kamahl intentó desprenderse de la incendiaria criatura, pero las llamas de ésta se expandieron y cobraron forma, transformándose en una cabeza colosal. Volutas humeantes de color naranja crecieron hasta convertirse en un cuerpo y una cola enormes. El calor y la luz se solidificaron en escamas de negro y rojo. La bestia carmesí se movió, volátil, como un dardo.
—Tú te llamas Roth. Serás mi montura de guerra —le dijo Kamahl. Hizo un movimiento, como si la apartara con la mano, y las llamas se esparcieron por la bestia flamígera.
Roth siseó y retrocedió, culebreando, con los ojos ardiendo en las cuencas del cráneo.
—Vendrás conmigo… —empezó Kamahl; pero antes de que pudiera terminar, Roth se abalanzó sobre Verda.
Unas fauces se abrieron para luego cerrarse sobre la gigantesca serpiente verde. Los colmillos rasguñaron las plumosas escamas. Verda respondió a su vez, envolviendo el poderoso cuerpo de la otra en un abrazo constrictor. Los reptiles luchaban, como antes, sólo que cada uno había pasado a pesar un centenar de toneladas. Las enormes ramas del monte Gorgona se estremecieron. Una cola golpeó el suelo, al lado de Kamahl, y dejó un agujero tan grande como él.
El hombre dio un paso atrás. Tenía que habérselo imaginado. Verda estaba hambrienta y Roth estaba enojada o quizás en celo. Se iban a destrozar entre sí a menos que encontrara otra cosa en la que centraran su atención.
La ígnea cabeza de Roth descendió como una flecha sobre la de Verda para morderla, pero la segunda reculó. Unas enormes mandíbulas rojas hicieron chasquear una rama podrida y la rompieron en pedazos. Roth se abalanzó sobre su compañera. De aquella boca entreabierta caían rodando trozos de madera y otras cosas más blandas, cosas peludas.
Una colonia de ardillas había vivido en la rama hueca y cayeron, golpeando contra el suelo, una por una. Se habían estado regalando con trozos enormes de nueces y se fueron, atropelladas, a recobrar el tesoro esparcido.
Kamahl sonrió y caminó lentamente hacia los animales rezongantes. Cogió una gran nuez y la levantó, llevándose también a la ardilla que la había recuperado. La criatura chasqueó los dientes, furiosa, llamando la atención de sus compañeras. Las ardillas fueron saltando a por la nuez robada y treparon por el brazo de Kamahl. El poder de la vida hizo presa en ellas.
En unos momentos habían crecido hasta alcanzar el tamaño de un tejón. Kamahl se las sacó de encima. Aún seguían creciendo, manoteando desalentadas las nueces a medida que éstas parecían encogerse entre sus manitas. Ardillas tan grandes como perros, luego como caballos…
Hasta Kamahl se echó atrás.
Las serpientes permanecían en un silencio ominoso. Roth y Verda, con los cuellos enroscados, contemplaban la carnada de ardillas gigantes. Unas lenguas bífidas fustigaron el aire para saborearlo. Al unísono, la criatura verde y la roja se deslizaron hacia aquellas presas.
—Vuestra misión es que os devoren y que brinquéis y huyáis —les dijo Kamahl a las ardillas. Éstas se dieron cuenta de que habían llamado la atención de las serpientes y se habían quedado quietas—. Tenéis que reproduciros y alimentar a mis guardianas, pero sólo si se lo merecen.
Una ardilla dejó escapar un chillido desgarrador. Desapareció dando saltos y haciendo temblar el suelo. Las demás hicieron lo mismo. Por un momento no hubo cielo, sólo una confusión de tripas peludas.
Las cabezas de serpiente las siguieron como flechas. Los afilados colmillos se cerraron en el aire. Si los reptiles gigantes no hubieran estado enroscados entre sí, cada uno ya tendría su comida. No les quedó más remedio que girar, enfurruñadas, una alrededor de la otra mientras las ardillas gigantes se perdían dando saltos. Roth y Verda se deslizaron en pos de ellas.
—Comed —les ordenó Kamahl—, y luego volved a vuestros deberes. Verda, empezarás a patrullar. Roth, me seguirás allá donde yo vaya.
Unos siseos hoscos, pero afirmativos le respondieron.
La cara de Kamahl resplandeció de poder mientras sus creaciones se persiguieron por el monte Gorgona. Se dio la vuelta y caminó por el bosque. Nuevas criaturas aguardaban, ansiosas, en las puntas de sus dedos.
«¡Qué poder tiene sobre las bestias!», pensó el Primero contemplando a Verda y a Roth deslizarse en la distancia. Tendría que evitarlas. Las serpientes podían saborear el propio aire y lo percibirían a menos que consiguiera encubrir su olor con cosas podridas. Por fortuna, en esa selva desbocada había un montón de cosas podridas.
Se deslizó de su escondrijo y siguió a Kamahl. El hombre estaría levantando un ejército, pero el Primero usaría ese ejército para sus propios fines. Mientras permanecía al acecho, su sonrisa era como una daga que le cortara el rostro.