CAPÍTULO SEIS
FUGITIVO DE UNA VISIÓN
l sol golpeaba la arena como una baqueta contra un tambor, persistente y atronador. El viento vagaba entre las dunas, rompiendo todo lo que encontraba a su paso.
Y encontró a Íxidor. Mientras andaba con pesadez, la arena le mordió las sandalias hasta hacerlas jirones y el calor le levantó ampollas en los pies hasta que el agua dentro de ellas hirvió. Tenía la frente quemada y escamada de sal, y los músculos tan secos que le rozaban contra la piel. En el cráneo tenía cascarones muertos en vez de ojos.
Había perdido lo único que valía la pena mirar: Nivea.
Ella se le apareció como lo había hecho durante un día y una noche y un día: blanca y resplandeciente, con los brazos abiertos. No estaba en aquel desierto ardiente, Nivea estaba más allá de las arenas, con los pies sobre la hierba. Se encontraba en un hermoso lugar y lo invitaba a acompañarla.
Íxidor caminó a trompicones hacia la visión, pero ésta se retiró, con los ojos enturbiados.
—No llores, cariño mío —le dijo a ésta, aunque su aliento no produjo sonido alguno en la reseca garganta—. No llores por mí. Iré contigo. Cruzaré corriendo el desierto, te alcanzaré e iré contigo.
Sólo había una manera de ir con ella, pero el cuerpo del hombre no podía cruzar ese portal reluciente. Sólo cuando éste desapareciera podrían estar juntos. La arena y el sol eran sus aliados, pellizcándole la carne con esas manitas, con los dedos de Phage.
Phage. Ella le acechaba en los recovecos de la mente, persiguiendo sus visiones. Se cernía sobre su presa y saltaba. Sus manos aferraban a Nivea. La luz se convirtió en tinieblas y la vida en podredumbre. Una vez más, Nivea se esfumó en la nada.
La mujer había muerto un millar de veces durante el día y la noche y el día. La pena destrozaba a Íxidor cada vez. Veía cómo su única esperanza se disolvía en el pardo cegador, abajo, y en el azul cegador, arriba.
Aquellos ojos de cristal reflejaban el filo del horizonte.
Íxidor a duras penas podía caminar. Moriría, eso era una certeza. La Cábala era muy eficaz. Moriría y se uniría a Nivea, pero sólo después de que cada tejido se le hubiera caído a trozos y toda esperanza hubiera volado al cielo asesino. Moriría poco a poco, como penitencia por haber dejado morir a Nivea en un instante.
A decir verdad, moriría lentamente porque era incapaz de renunciar a la vida. El instinto de supervivencia era más fuerte que el llamear del sol y el aguijoneo de la arena. Aun sin esperanza, seguía caminando.
Y entonces apareció la esperanza: un punto verde en medio de todo ese gris. Agua, plantas, vida.
Era un espejismo, por supuesto, como todos los demás. Aun así, siempre era mejor una falsa esperanza que ninguna. Atrajo a Íxidor y éste caminó hacia allí.
Si el oasis era un espejismo, ¿por qué tenía que ser un lugar tan pequeño y cutre? ¿Por qué no algo grande? Íxidor entrecerró los ojos. ¿Por qué no palmeras de dátiles y cocos? Y esas esbeltas tiras ocres en los márgenes… ¿por qué no podían ser gacelas? ¿Y esa inmensa charca… pura, limpia y repleta de peces?
Íxidor intentó dar un gran suspiro, pero tenía derretidos los pulmones. Caminó más rápido, las piernas le crujían como zancos. Cerró los ojos y se imaginó el oasis, deseando que estuviera en el mundo.
¿Por qué no el paraíso? ¿Por qué no la vida?
Abrió los ojos. Todo había desaparecido. No sólo la visión de palmeras y charcas, sino también el retal verde. No había sido más que un efecto del aire, un engaño del calor.
Arrastró los pies hasta detenerse. No habla razón para proseguir. Se preguntó cuán lejos había llegado y volvió la vista hacia las crestas de arena. Sus pisadas sólo se perdían hasta dos dunas atrás. Una brisa le había seguido, borrando sus pasos a medida que él los daba. Incluso en ese mismo momento, el viento arrastraba consigo una docena de rastros como un fantasma marrón. Era como si no hubiera avanzado distancia alguna. El desierto era un pergamino infinito que se desenrollaba ante él y se enrollaba a sus espaldas.
Íxidor se dejó caer para sentarse en la arena. Ésta le quemó el trasero, pero él no le dio importancia y esperó a que el dolor aminorase. No hacía falta caminar hasta morir; bastaba con quedarse sentado hasta morir.
No estaba seguro de cuánto tiempo llevaba allí, debía de haberse dormido. La arena naranja y el cielo azul empezaban a caer uno encima del otro. Aparecieron formas en los cielos: leviatanes nadando entre tenues estrellas. Se zambulleron hacia Íxidor, que no se dejó llevar por el pánico. Un banco de kraken pasó a toda velocidad junto a su oído. Abrían y cerraban los tentáculos para propulsarse por la arena, dejando zigzagueantes estelas de polvo a su espalda, pero no fueron lo bastante rápidos. Los leviatanes se lanzaron hacia ellos, mordieron, atraparon, mataron, devoraron y nadaron de regreso a las estrellas. Sólo los regueros rojos que dejaron tras de sí daban fe de su paso.
Cuando Íxidor se despertó, un lado del mundo se había sumido en las tinieblas. Un muro de nubes negras hervía en el escaso aire. Era una tormenta del desierto que llevaba la promesa de lluvia, sombra y frescor. Lo mojaría, saciaría su sed, llenaría los cauces agostados y lo llevaría al lugar de donde viniera el agua. La salvación le llegaba de los brutales cielos.
Íxidor se sentó y esperó. Sonrió, sabedor de que pronto todo habría terminado.
La tormenta galopó por el desierto, oscureciéndolo a medida que devoraba el suelo. En las alturas, los leviatanes jugueteaban y nadaban. Los kraken y las medusas hacían girar los indefensos tentáculos en remolinos mientras los bancos de peces plateados se revolvían en la borrasca, cerca de Íxidor. Estaba muy cerca, oía el gemido del viento y el estruendo del trueno, aunque el sonido apenas conseguía adelantarse al resto de la tormenta. Unos goterones cayeron entre secos restallidos.
Y entonces Íxidor cayó en la cuenta. No era una tempestad de lluvia, sino una tormenta de arena. La única promesa que podía llevarle era la de muerte.
Aun así, siguió sentado. Todo acabaría pronto.
La tormenta se hinchaba como una cortina parda sobre las dunas. Se abalanzó sobre él y sus últimas pisadas se desvanecieron. El muro le cayó encima.
No podía mantener los ojos abiertos. Las pestañas y los labios se le cerraban solos. La cabeza se le inclinaba hacia delante. Aunque sabía que moriría y deseaba morir, el instinto de supervivencia era muy fuerte. Levantó el cuello de la camisa hasta la altura del puente de la nariz y notó el aliento frío sobre el pecho.
La tormenta rugió hasta llenarle los oídos de arena. El viento le aporreó hasta entumecerlo. Intentó moverse, pero tenía las piernas enterradas. Ya no duraría mucho. Se estaba muriendo por el lento asesinar de las partículas.
«Nivea, viniste a mí mientras luchaba por vivir. Ven a mí ahora, cuando lucho por morir. Tráeme tu deslumbrante estampa y tus brazos abiertos», la voz de Íxidor no hizo ruido alguno en el espacio enarenado que había entre la camisa y el pecho. Pese a ello, le oiría, pues pronunció las palabras al lado de su corazón. «El polvo me devora tal como Phage te devoró. Estaremos juntos».
Pero ella no acudió a él. Ninguna luz atravesó la polvareda. Ninguna voz se oyó, excepto la del rugiente viento. La única mano que le aferraba era la mano de la arena.
Ya estaba enterrado hasta la cintura.
«No quiero morir, ¿por qué no vivir?».
Íxidor luchó por ponerse en pie. La arena lo retenía. Hundió los brazos en el suelo sepultador y excavó en torno a sí. Cada puñado que sacaba volvía a deslizarse dentro. Las piernas le temblaban del esfuerzo por escapar. El cielo vertió más granos de arena sobre él, subiendo más y más centímetros a cada momento que pasaba. Se debatió desesperadamente para liberarse, pero la tormenta parecía igual de desesperada por matarlo. Se le soltó el cuello de la camisa que tenía prendido en la nariz, y sintió que la bocanada de aire que tomaba lo rasgaba hasta llegar a los pulmones.
Eso era. Tenía que dejar de cavar y volver a subirse la camisa. Después de hacerlo, tosió sangre mientras la arena lo llenaba todo a su alrededor. Desde el pecho hasta abajo, ya lo apresaba como si fuera un puño gigante. Luego subió como las aguas de una riada y lo engulló hasta los hombros. Le cayó en tromba hasta que sólo quedó descubierta la coronilla de su cabeza y, acto seguido, ésta también desapareció.
Todo se volvió extrañamente calmado, a excepción de su rápido jadeo. El aire bajo la camisa estaba enrarecido. ¿A qué profundidad estaría enterrado?
«Escucha, Nivea. Me uniré a ti, sí; pero no ahora, aún no. Sálvame, desentiérrame. Ven, ángel mío, y sálvame».
Deseó la luz en las tinieblas, la vida en la muerte. Deseó que Nivea viviese y fuera a salvarlo. Si todo era un sueño, al menos sería uno muy grande.
Y Nivea acudió a él con alas de ángel que canturreaban mientras volaba.
Ella fue lo último que brilló en su mente antes de que nada volviera a brillar allí.
Íxidor se despertó bajo un cielo perlado de estrellas. El aire estaba helado, pero la arena emanaba calor a su alrededor. Suspiró… podía respirar. Le había desaparecido la arena de los labios, oídos y ojos. Yacía acunado en el regazo del desierto.
¿Qué había ocurrido? ¿Y la tormenta? Lo había enterrado vivo.
Íxidor se incorporó. A la luz de las estrellas veía las dunas ondulando hasta el lejano horizonte. También distinguía, a su lado, el profundo pozo en el que había estado enterrado. La arena aún conservaba la forma de su cuerpo.
Alguien lo había desenterrado.
—¿Hola? —Podía hablar, incluso gritar—. ¡Hola!
Del oscuro desierto no le llegó respuesta alguna. ¿Quién lo habría desenterrado, limpiado y dejado allí tirado?
—¡Nivea! —Íxidor se puso de pie, con una sonrisa dibujándose entre los agrietados labios—. ¿Dónde te metes? Sé que estás aquí —se rió, levantando las manos—. Sé que estás aquí. Nivea, ven conmigo. Me has dado la vida. Podrías habérmela quitado y haberme llevado donde estás, pero en vez de eso me salvaste —volvió a reír.
El sonido fue devorado por la vasta oscuridad.
Íxidor se calló. Aún no estaba a salvo. Si Nivea lo había desenterrado de la arena, sólo lo había llevado de una muerte rápida a una lenta.
—Guíame, llévame de este lugar a uno donde pueda vivir.
Una luz parpadeó cerca de él, en la periferia de su visión.
Íxidor se volvió justo a tiempo de ver una forma gris que desaparecía entre la arena. ¿Se trataba de Nivea o de un fantasma de su atormentada mente?
—¿Por aquí? Sí, muy bien. Iré por aquí.
Anduvo hacia donde había desaparecido el fantasma. Sentía la arena bajo los pies, sedosa, fría en la superficie, pero cálida como un bálsamo debajo. Podría ir por ese camino un largo trecho.
—Muéstrame adónde ir, muéstrame dónde hay agua.
La figura gris volvió a aparecer, vaporosa como una mujer cubierta de velos. La forma se encogió, no tanto retirándose como disolviéndose hacia dentro. Su propia voz le volvió en un eco: «Muéstrame adonde ir, muéstrame dónde hay agua».
El ruego era ferviente. ¿Dónde estaba el agua? Ya no hacían falta palmeras ni gacelas. Allá donde estuviese el agua, encontraría el resto.
—¿Dónde? —Su guía fantasmal había desaparecido—. ¿Dónde?
Íxidor giró lentamente, con los ojos escrutando el desierto. Bajo millones de estrellas las arenas no parecían tan severas. Las capas calientes habían desaparecido del aire. Veía tenuemente, pero con claridad.
En la suave regularidad de las lomas arenosas sólo había una irregularidad: un lugar donde la urdimbre y la trama del viento habían desnudado una tira larga y estrecha. Unas sombras se pegaban de manera extraña a ese lugar. Quizá sólo fueran las espaldas agazapadas de algunas dunas cercanas, quizás algo más sólido. Una tira larga y estrecha…
—Allí, el agua está allí —dijo Íxidor, con el dedo tembloroso por delante. Señaló el lugar con los ojos—. Agua…
La aparición volvió a presentarse ante él y revoloteó sobre las lomas, hacia el lejano oasis. En aquel momento casi parecía bailar, y el hombre se acercó a ella contento.
Íxidor lo entendió de repente. Mientras lo inspirara para salvarse, qué importaba si la figura era real o un fantasma, salvadora o musa.
«Ven, amor mío. Ven a nuestra tierra de ensueño».
Íxidor caminó. Ya tenía los ojos acostumbrados a aquella maraña de sombras; y el corazón, a aquel fantasma danzarín.
Ella sonrió y rió. Abrió los brazos para recibirlo y los cerró para dar vueltas y más vueltas encima de la arena. Las pisadas señalaban su paso.
«Necesitaba a Nivea y la devolví de la muerte. Si puedo hacer esto, también puedo hacer realidad el agua».
La tierra de ensueño se acercaba. El hombre se mantuvo en las crestas de las dunas para no perder de vista el sitio. Su mente moldeaba las sombras y las convertía en palmeras. Sus pensamientos excavaban un cauce subterráneo de arcilla húmeda.
—Justo allí hay un recodo fresco tras el que corre el agua y hay una charca, profunda y cristalina. Las palmeras se inclinan por doquier y a un lado hay una cueva en la roca donde nace el río.
Los vio en la realidad, pero la realidad es diferente de los sueños. Cuando Íxidor se acercó, las sombras le explicaron una historia muy distinta. El recodo por donde debía haber aparecido el agua no era más que un oscuro banco de arena cavado por el capricho del viento. La jungla que debería haber sido un palmeral no era más que la sombra engañosa de la ladera de una duna. Y la boca de la cueva no era nada.
Íxidor no se detuvo como la vez anterior. Siguió avanzando; preso no de desesperación, sino de rabia. ¿Cómo se atrevía a negárselo el mundo? ¿Cómo osaba el desierto a resistirse? No le había ofrecido más que una muerte inaceptable tras otra. Íxidor estaba furioso. Pasó la mirada por el paisaje, cambiando su configuración con los ojos.
«Esto es un arroyo. Esto es una palmera. Esto es una cueva».
El fantasma de mujer se deslizó por la escena. En un aura en torno a ella, el lugar se transformó. Trajo la belleza del día al nocturno desierto, pero los cambios no permanecieron. Todo volvió a ser polvo.
Al fin, Íxidor estaba en medio de aquel sitio ilusorio y desolado. No había arroyo, ni árboles, ni charca. Hasta su musa había renunciado a la forma de fantasma. Estaba solo en medio de la nada. Únicamente le rodeaba la arena cruel y el viento asesino. Aun así, Íxidor no se sentó. La rabia le recorría la columna vertebral.
Cerró los ojos. Se imaginó el agua onda por onda, tocó la húmeda ribera, olió las olas y oyó sus múltiples murmullos.
Íxidor se arrodilló. Hundió los dedos en el agua y los deslizó por ella. Cerró las manos y sacó un puñado goteante.
Entreabrió los ojos y vio que la arena le llenaba las manos.
No le importó. Volvió a cerrarlos, levantó las manos y se la bebió. Estaba fría y deliciosa, le llenó la boca y le rodó por la barbilla. Tragó. El agua le llenó de felicidad todo el cuerpo. O estaba muriendo en un éxtasis de engaño o estaba bebiendo, bebiendo de verdad.
Dejando caer el resto de agua, se acuclilló y abrió los ojos lentamente.
Ante él se extendía el oasis, justo como se lo había imaginado. Un torrente corría, ancho y paciente, por un lecho de arcilla. Se perdía en un suave recodo. Más allá, las palmeras clavaban las raíces en el agua y cerraban la fronda en lo alto. Al final del exuberante palmeral una cueva abría la boca para engullir al río.
Era real, todo ello, y no sólo como había esperado que sería. Era real como sabía que sería.
O bien eso, o bien estaba loco y no bebía más que puñados de arena.
¿Y qué importaba? Vive o muere, pero hazlo siendo feliz.
Cuando se inclinó para beber otra vez, su musa bailó en círculos alrededor de él. Juntos, fueron felices en su tierra de ensueño.