CAPÍTULO CINCO

CON LA MUERTE A FLOR DE PIEL

P

hage estaba sentada en la celda, en su casa. Ya había pasado lo violento del día y sólo quedaba esa tranquilidad tan agradable. Tenía los músculos doloridos por el combate contra Kamahl, pero su piel seguía lista para corromper, como siempre. Así era como resultaba más virulenta: desnuda, excepto por el batín de seda negra que le había regalado el patriarca de la Cábala.

No podía ponerse casi ninguna tela, pues su piel deshacía lino, algodón o lana y el cuero se pudría en un instante. Todo lo que vivía o había estado vivo alguna vez era atacado por la putrefacción con sólo tocarlo. Se veía obligada a sentarse en el hierro y dormir en la piedra. De todos los tejidos, sólo la seda perduraba, puesto que nunca había tenido vida y era cómoda y bella, más resistente que el acero, pero lo bastante delgada como para dejar filtrar la muerte que llevaba a flor de piel.

Phage no era más que un arma, el arma del Primero, y esa seda era su funda.

El traje de lucha colgaba de unos ganchos practicados directamente en los barrotes. Algunos prisioneros se habían matado con ellos. Ése era el motivo por el que los garfios formaban parte de todas las celdas: un luchador suicida no daba un buen espectáculo, aunque sí sorpresas muy costosas a veces. El Primero sólo quería guerreros que llevaran la lucha dentro. Además, Phage no era su prisionera.

Una celda era todo lo que quería. El frío de las paredes de la cueva era como un bálsamo para aquella piel ardiente. El constante ajetreo de los guerreros que tenía al lado le proporcionaba toda la distracción necesaria. Y esos barrotes le estaban bien: Phage los decoraba con sus recuerdos.

Kamahl yacía de bruces. Esos recios hombros, que antaño había cargado con el peso de toda una nación, se encontraban hinchados en la arena. Se agarraba con las manos la supurante herida negra que le cruzaba el vientre

Y ella también yacía boca abajo, pero no en arena sino en gravilla y se cogía una herida roja que le cruzaba el estómago. Sangraba y gemía en la escarpada falda de las Montañas Párdicas. El atacante mantenía la espada en lo alto y gritaba triunfal.

Era su hermano.

Las visiones se desvanecieron por los negros barrotes como aguas fecales por un sumidero.

Jeska se aferraba la herida, y la herida se aferraba a ella, y Kamahl se aferraba a ella, y la espada se aferraba a él. Éste la llevó por medio continente. Cargó con ella de la montaña al bosque. Era su penitencia, quizás esto le curara a él, pero no la curaría a ella. La mujer se moría lentamente. ¿Por qué le había pegado aquel golpe tan cobarde en el vientre? ¿Por qué la había herido sin matarla? ¿Tanto la odiaba?

Traición. La había dejado con los hombres bestia —centauros y mantis— en pos de otra víctima de su espada mientras ella se moría.

Y ella se murió.

Agua de cloaca por una rejilla.

Phage respiró profundamente y contempló el jirón gris del vaho esfumarse en el aire oscuro. Estaba en casa. Seda y hierro, piedra y recuerdo; estaba en casa.

Le llegó el destello del oro entre los negros barrotes. Trenzas se acercaba. Salvadora, maestra y amiga, Trenzas siempre era bienvenida, pues no molestaba más que un sueño. Siendo una Invocadora de demencia, ya era medio sueño en sí misma.

Trenzas pasó al lado de los barrotes. Parecía brincar; pero ¿cómo podía ir dando brincos una asesina? ¿Cómo podía traer una bandeja de comida? Trenzas siempre se le antojaba así: era una marcada ambivalencia, dos verdades en conflicto y superpuestas. Vieja y joven, demacrada y hermosa, malvada y bondadosa, estúpida y brillante, asesina y salvadora.

Jeska estaba acurrucada, muriéndose en el bosque. Seton nada podía hacer por ella. Se arrodilló al lado de la mujer, con el rostro simiesco arrugado de preocupación y notando con los dedos cómo se le escapa la vida. Llegó Trenzas, brincando. Sus pies eran puñales que aguijoneaban el suelo. Hizo algo que mató a Seton y salvó a Jeska. Justo cuando la mujer moría, él murió. Justo cuando su alma volaba, la del centauro se cambió por la de ella. Trenzas hizo algo que mató y salvó.

Los barrotes se abrieron y Phage postró la cabeza en la piedra.

—Oh, cariño —dijo Trenzas, con el regocijo prendido en su voz de niña—. Sabes que no tienes que inclinarte ante mí.

—Ya lo sé —murmuró Phage contra el suelo de piedra, aunque también sabía que siempre se postraría.

—Somos compañeras, recuérdalo.

Phage asintió.

—Ya puedes levantarte, hermanita.

Phage se puso en pie. La fría humedad del suelo de piedra se quedó en la seda. El vapor subió en espiral del batín.

Trenzas mostró una sonrisa que ya habría estado torcida antes de que los cuchillos se la cortaran dos veces. Le ofreció una bandeja en la que llevaba un plato de carne cruda.

—Te he traído la cena. —La entrenadora daba carne cruda a todos sus luchadores, para abrir el apetito.

Phage miró el reluciente montón de carne y negó con la cabeza, lentamente.

—No te preocupes —dijo, consoladora, y le mostró un complicado utensilio de plata junto a la bandeja—. He hecho algunas modificaciones. Los retractores son bastante más grandes y curvos. Te mantendrán los labios sujetos mientras la horquilla te desliza la carne dentro.

El último diseño no había dado los resultados que eran de esperar y la carne se había podrido antes de llegarle a los dientes. Sólo los órganos internos de Phage no portaban la putrefacción. Trenzas accionó el utensilio, haciendo que los retractores se abrieran y las púas de la horquilla aparecieran entre éstos.

—¿Probamos? —La mujer ensartó un pedazo de carne.

Phage se acomodó, resignada, en el asiento de hierro.

Trenzas se inclinó, dejando la bandeja en el suelo y arrodillándose ante su campeona. Con los ojos chispeando ávidamente, Trenzas soltó el mecanismo. El bocado rojo se retiró entre los retractores, que se cerraron. Puso el aparato en los labios de Phage y apretó poco a poco. Los labios se le separaron, la carne pasó entre los dientes y cayó, todavía caliente, en la lengua. La horquilla se retiró y los retractores volvieron a cerrarse.

—Creo que hemos dado en el clavo. Se acabó la carne podrida —dijo Trenzas sonriendo.

Phage asintió mientras masticaba en silencio.

—Hoy has luchado bien, hermanita —le dijo la entrenadora mientras ensartaba distraídamente otro pedazo de carne. Le dio la vuelta para impedir que cayera una gotita de sangre—. Con agresividad, como nunca habías hecho.

—Luchaba contra mi herm…

El utensilio de Trenzas interrumpió las palabras, forzando a los labios de Phage a que se separaran.

—No es tu hermano. Era el hermano de Jeska, no el tuyo.

—Jeska está muerta —repitió Phage, como le habían enseñado.

Su cuerpo yacía entre la hierba, con las manos muertas aferrando un vientre muerto.

Le habían enseñado a recordar que estaba al lado de su cadáver y lo miraba.

—¿Por qué te agarras el estómago?

—Es que no tengo hambre —dijo Phage, soltándolo.

—No es eso —le dijo Trenzas mientras le insertaba otro bocado—. Abre el batín.

Phage lo hizo, mostrando una cicatriz en zigzag cosida con puntos de sutura negros.

—Jeska tenía una herida aquí, una herida mortal. Tú sólo tienes una cicatriz. Es una cosa completamente diferente.

—Soy completamente diferente. —Phage se arropó la cintura con el batín.

Trenzas la miró fijamente. En un ojo brillaba el amor; en el otro, el odio.

—Eres diferente, del todo. —Parpadeó y allí sólo quedó compasión—. El Primero tiene planes para ti, hermanita.

Él estaba de pie, bajo su retrato pintado al óleo, y Jeska no estaba muy segura de quién parecía estar más vivo. La piel del Primero era gris y suave como la piedra. Llevaba una túnica de piel negra, lustrada con aceite para mantenerla flexible, y una gran mitra. Ocho ayudantes le acompañaban, llevando la librea de la mano y de la calavera de la Cábala. Sólo los servidores de la mano tocaban por él, y los de la calavera hacían su voluntad. Sabía que vomitaría al verlo, y lo hizo, y los servidores de la mano lo limpiaron. Pero no sabía que él la acogería en su mortal abrazo. Y éste laceraba, descarnaba, quemaba, pero no murió. Ella era diferente, completamente.

—¿Tiene planes para mí? —preguntó Phage, sintiendo aún aquel contacto aturdidor y mortal.

—Sí, quiere verte.

—¿Cuándo?

Trenzas le puso el utensilio entre los labios una vez más y apretó. Un trozo de carne demasiado grande asomó entre los retractores. Aunque todo él pasó limpiamente por los dientes, los jugos que goteaba se volvieron rancios al contactó con los labios.

En cuanto hayas acabado.

Mientras masticaba y tragaba, Phage apartó la bandeja con los dedos de los pies. La carne se volvió gris de inmediato, se moteó de blanco y negro y unos gusanos salieron reptando.

—Ya he acabado.

—Siempre has sido diferente, hermanita —comentó Trenzas—, desde que te hice.

Phage marchaba por el desierto, sintiendo el aguijoneo ocasional de una vara en el costado. Trenzas la llevaba como un arriero a una mula.

—Tú no me hiciste.

Phage estaba en otro lugar, sintiendo el dolor de un aguijoneo peor, una barra de hierro recubierta de fragmentos de cristal, y cayó en las arenas del desierto ante la sonrisa burlona de Trenzas.

—Fue él quien me hizo.

—Kamahl no te hizo. —La mirada de la entrenadora se había endurecido—. Te mató.

—No, no. Él no. Fue el Primero quien me hizo.

Por fin Phage había dejado a Trenzas en blanco, sin nada que decir.

—¿Creía él que yo moriría cuando me abrazó? ¿Fue una ejecución? ¿O sabía que me convertiría en… lo que soy?

—Siempre has sido diferente.

Phage y Trenzas se encontraban una al lado de otra en la lóbrega antecámara. Las paredes estaban negras de hollín, empapeladas con vitela negra y decoradas con retratos de pan de oro. Unos cirios, en candelabros de plata, brillaban con solemnidad al lado de las ventanas de cristal. Las mujeres habían llegado enseguida, pero llevaban esperando más de una hora.

Phage estaba de pie, inmóvil, enfundada en el traje de seda negra… alta, recta e imperturbable. No estaba confinada por el tiempo y espacio presentes, sino que deambulaba por toda su vida. Ya estuviera rodeada de barrotes de hierro o de candelabros de plata, conversaba con sus recuerdos.

Trenzas estaba que se subía por las paredes. Baja, encorvada y airada, mantenía cruzados los brazos en el pecho para evitar hacer crujir los nudillos. Movía una pierna, impaciente, y hacía rechinar los dientes lentamente uno contra otro. Pese a todo, su compostura era admirable, habida cuenta de que su mente daba saltos mortales… y de espaldas.

Las puertas de cristal se separaron y se abrieron hacia dentro. Dos ayudantes de ojos vidriosos aparecieron en el umbral, inclinándose lo mínimo indispensable mientras acompañaban las puertas hasta apoyarlas en las paredes de la antecámara. Lucían en el pecho el emblema de la mano amarilla. El Primero tenía muchas manos; de hecho, todos los de la Cábala eran sus manos, pero estos servidores tocaban y asían físicamente por él. Se pusieron uno a cada lado, hicieron una reverencia e invitaron a las mujeres a entrar en el sanctasanctórum.

Phage avanzó a grandes zancadas, mirando al frente.

Trenzas resopló y apretó el paso para ponerse a su altura.

Pasaron entre los ayudantes, que entornaron las puertas y las cerraron tras ellas. Trenzas los miró con suspicacia. Durante la caída de la Ciudad de la Cábala, el Primero había perdido a los servidores de la mano y había vivido durante un tiempo como un tullido social. Finalmente había conseguido nuevas manos, y esta vez se había asegurado de que fueran unas que pudieran matar.

Los servidores siguieron a Trenzas y a Phage hasta una habitación enorme, pero que se hacía pequeña. Paredes negras, una alfombra mullida, retratos lóbregos como la boca de una cueva por todos lados, mesas de caoba pulida, asientos profusamente bordados, velas… parecían robarle a la habitación la luz y el calor; todo ello hacía que se encogiera aquel espacio. Y la presencia del hombre al otro lado la hacía claustrofóbica.

El Primero estaba mirándolas. Sus ojos eran como la obsidiana; y su rostro, como piedra caliza. No se movió de debajo del retrato. Su túnica incluso parecía más quieta que él. A ambos lados había más ayudantes de pie, con la mirada gacha.

Trenzas apretó los puños, debatiéndose contra el aura nauseabunda que rodeaba al hombre. Sus ojos eran torrentes de lágrimas. Se estremeció y tragó rápidamente. Ahogó con un esfuerzo una pequeña sacudida en el estómago.

Phage también había notado lo mismo la primera vez que estuvo ante él, pero ya no. Estaba acostumbrada a aquella aura de pavor. Su propia piel también la irradiaba.

El Primero avanzó, abriendo los brazos. Dos ayudantes de la mano dieron un paso hacia las dos mujeres, pero los detuvo con un simple «no». En cualquier otra audiencia, los servidores de la mano habrían llevado a cabo todo cometido manual para el Primero, pero no era así cuando Phage llamaba a la puerta.

Ella lo comprendía: los afines se atraían. Caminó decidida hacia el hombre. Una pequeña sonrisa se esbozó en los labios de ambos. La mujer también abrió los brazos. Los dos, que no podían tocar a nadie más sin matarlo, se podían tocar entre sí. Era una intimidad extravagante en su vida, por lo demás completamente solitaria. Se abrazaron. La muerte combatió contra la muerte. La piel envenenó a la piel. Sintieron el contacto físico del otro y, en ese momento, fueron como padre e hija. Aun así, no eran iguales. El cuerpo de Phage ardía con una hoguera interior, mientras que el del Primero estaba helado para siempre.

El abrazo terminó. Las tímidas sonrisas que habían esbozado se perdieron en expresiones agrias.

Phage no estaba segura de si lamentaba el abrazo o lamentaba que hubiera terminado. Retrocedió, pero se quedó cerca del hombre.

—Phage —se limitó a decir él—. Phage, cuyo nombre secreto es Jeska. Bienvenida.

—Ya está aquí la Cábala —saludó ella con la fórmula de cortesía ritual.

—La Cábala está en todas partes —respondió el Primero y, sin apartar los ojos de Phage, continuó—: Trenzas, cuyo nombre secreto es Garra, bienvenida.

—Ya está aquí la Cábala —repitió la invocadora, haciendo una reverencia.

—Sí, ya lo sabemos, hijita —fue la inusual respuesta. El Primero dio un paso al frente y los ayudantes se movieron con él, como si fueran parte de su túnica—. Oh, no pongas esa cara de disgusto, Garra. Estoy en deuda contigo por encontrarla y sanarla. Al principio, estaba muy disgustado por ver a la hermana de Kamahl en mis dependencias. —Le echó una mirada a Phage—. Sí, quería matarte con estos brazos, pero a veces la muerte guarda una agradable sorpresa. —El mandatario dio otro paso, llevando a su séquito consigo—. La ejecución se convirtió en nacimiento y la enemiga devino hija.

El Primero levantó unas manos grises y pétreas como las de una estatua, y prosiguió:

—Aquí reside el poder de la Cábala, en el abrazo de la muerte. Nada puede matar a la muerte, nada puede matarnos, aunque nuestro poder nos limita. —Se detuvo ante Phage y pareció cavilar—. Dime, hija mía, ¿por qué hacemos esos juegos en los fosos?

Phage pasó el dedo por el estómago de Kamahl, llevándole la corrupción.

—Por el abrazo de la muerte. Nada puede matar a la muerte, nada puede matarnos.

—Me has escuchado con atención —dijo él, dándole un pellizco en la mejilla—, pero eres demasiado dogmática. Digamos que esto es una cuestión más práctica. Garra aún tiene que enseñarte algunas cosas.

La entrenadora sonrió y enrojeció a la vez.

—Nos ocupamos de los fosos por dinero —se le escapó a ésta.

—Exactamente, hija mía —dijo el Primero—. El deporte sangriento da dinero. El dinero es poder. El poder es la moneda que compra y vende corazones. Cuantos más deportes sangrientos celebremos, más poder tendremos. Cuanto más poder tengamos, sobre más corazones mandaremos. Hacemos los juegos para dominar, ni más ni menos.

Phage asintió, memorizando esa observación como si fuera un credo sagrado.

—Mandamos sobre los corazones, Jeska, no sobre la podredumbre. ¿Cómo podemos mandar sobre un corazón al que hayamos podrido hasta convertirlo en polvo?

—No podemos —respondió ella.

—Tengo planes para ti —sonrió el Primero.

Se volvió y les dio la espalda por primera vez. Levantando las manos, hizo un gesto hacia la pared de enfrente, donde había un retrato suyo de cuerpo completo y de gran tamaño. Dos de los servidores de la mano le alcanzaron una escalera, que reposaba en un rincón oscuro, y la pusieron delante de la pintura. El Primero se deslizó lentamente hacia los peldaños, haciéndose más pequeño a medida que el cuadro se agrandaba.

—Hemos crecido hasta enrarecer demasiado en este húmedo foso. ¿Qué corazones podemos reunir en un lugar tan sombrío y mortífero? Sólo los más sombríos y mortíferos: matachines, cortabolsas y golfillos; bárbaros, bestias y bastardos. Todos traen su precioso y escaso dinero encima, y cada uno tiene un elaborado plan para doblarlo o triplicarlo. Es duro quitarles el dinero y más duro aún tener que arrancarles el corazón a los que no lo tienen. Es infructuoso, inútil. Nos hemos enrarecido demasiado.

»No, necesitamos una nueva visión de las cosas. Quiero atraer a toda la gente, no sólo a la escoria. Quiero los corazones más puros, los más jóvenes y dulces. Quiero las bolsas menos vigiladas. Quiero que el mundo venga a nuestros deportes sangrientos a distraerse, a entrenar y enseñar, a enmendarse y transformarse. Quiero que los combates en la arena se conviertan en el centro de cada comunidad, en la raíz de todo lo que es.

Phage no había tenido náuseas ante la presencia del hombre, pero las sintió al vislumbrar la visión de éste. Un terror sofocante hizo presa en ella al primer atisbo de lo que había planeado y del hecho de que ella sería la encargada de hacerlo realidad.

—Necesitamos una nueva visión —repitió él, con las manos levantadas, como si adorara su propio retrato. Subió un peldaño y otro y un tercero. Las manos levantadas atravesaron el negro lienzo que tenía delante y lo penetraron. Tras el cuarto escalón, el Primero pasó la cara a través del retrato. Lo que había parecido un óleo cambió en torno al hombre, permitiéndole cruzarlo. Desapareció en el retrato encantado.

Los servidores se asustaron. Los dos ayudantes de la calavera subieron a zancadas los peldaños y saltaron tras su amo. Se pegaron un cabezazo contra un recio retrato, en una recia pared. Al recular, los ojos les hacían chiribitas.

De más allá del retrato se oyó una risa seca y la voz del Primero:

—Sólo puede pasar una persona.

Un servidor de la mano subió los escalones y tocó cautelosamente el lienzo, pero éste no cedió.

—He esperado mucho tiempo a alguien como tú —volvió a hablar el Primero—. Ven, hija mía.

Phage se acercó a la escalera, temblorosa.

Pese a la fuerza con que la estrechaban, aquellos brazos habían pretendido matarla. Cuando no murió, la estrecharon con más fuerza todavía.

Phage ascendió hacia la ominosa figura del Primero. Levantó las manos como si lo adorara. Las puntas de los dedos hendieron la tela. Oleo y lienzo se apartaron ante el mortífero toque. Subió otro peldaño y la cara de la mujer se enterró en el estómago del hombre pintado. Se abrió paso hasta un lugar de oscuridad absoluta y mucho frío.

No se trataba de una habitación trazada en toscas dimensiones físicas. La altura, longitud y anchura eran funciones mágicas en ese espacio. El tiempo era un vector de hechicería. Phage no existía allí en su forma venenosa, sino en una intencionalidad concentrada. Se sentía como un fuego fatuo, un punto flotante de luz sobre las aguas primordiales. El Primero tenía un aspecto similar y, durante un rato, ambas luces se limitaron a girar en órbitas, una en torno a otra.

Entonces las aguas de turba que tenían debajo se unieron y fusionaron. Emergió del pantano un archipiélago de islas con una zona verde, baja y llana en el centro.

—Harás realidad una nueva arena. La construirás en los pantanos, en el centro del mundo.

Un gran coliseo tomó forma en la mayor de las islas. Desde las restantes convergían carreteras y puentes en una vasta telaraña hasta ese lugar central.

—Será limpia, soleada y segura y, lo mejor de todo, barata. Como también lo serán los combates que programes: duelos sin sangre, reconstrucciones de batallas, naumaquias, juegos de gladiadores, carreras de animales. Con ellos atraerás a todo el mundo a tu telaraña, atraerás las bolsas abiertas y los corazones impolutos. Cuando los tengamos, lo tendremos todo.

Nunca era prudente hablarle al Primero sin que éste diera pie, pero él y ella eran lo mismo, motas de luz que flotaban una alrededor de la otra sobre una visión vaporosa:

—¿Conquistarás el mundo a base de entretenimiento?

El Primero hizo una pausa, como si se sobresaltara por el reproche. Tras un momento, respondió encantado:

—Los atraeremos con entretenimientos, pero las luchas cada vez irán a más. Programarás combates a muerte, sí, pero sólo entre asesinos convictos; y no se ofrecerán como entretenimiento, sino como lecciones morales. La gente poco a poco empezará a ver la arena como el lugar donde se imponga la más absoluta de las justicias.

Esta vez ella no hizo más preguntas, sino que se limitó a contestar:

—Sí.

—Será un juego de niños programar combates de desagravio entre personas que tengan cuentas pendientes entre sí. El nivel de violencia; de letalidad, se medirá en función del delito. Las disputas por tierras serán a primera sangre. Los adulterios, a amputación. Las muertes injustas, a muerte. Animarás a todos para que diriman sus conflictos en la arena; no en las calles, como perros. Les permitirás que contraten gladiadores para que los representen. Y, una vez más, no llamarán a esos combates «entretenimientos», sino «ordalías».

—Sí.

—Educarás a la gente para que venga a nosotros por un entretenimiento, por una lección moral, por una justicia, por una comunidad, por un sentido, por un propósito, por una vida. Los entrenarás en ese gran coliseo y construirás palestras en el corazón de cada ciudad y civilización. Nos trasladarás de los fosos al centro de la civilización.

La mujer descubrió que podía estremecerse, aun sin cuerpo:

—Sí.

La visión estaba completa. El futuro se había trazado indeleblemente en las líneas del alma de Phage. Ella haría realidad ese nuevo mundo.

—Y mientras tú construyes este nuevo espectáculo, yo terminaré con uno que viene de antiguo.

En las aguas primordiales, Phage creyó vislumbrar a su hermano, avanzando penosamente por un yermo desértico.

—¿Ha de morir?

—Sólo hay un hombre en este mundo que pueda privarme de ti, Phage. Muy pronto, ningún hombre podrá.

Las motas revolotearon una en torno a otra en una rauda danza final antes de separarse, marcharse y solidificarse en los torpes cuerpos que surgían del ostentoso retrato del Primero.

Los que conocían su mente por encima de todas las cosas y los que eran sus manos le siguieron, saliendo de las cámaras privadas. Los servidores del Primero le habían preparado una mochila con la armadura, armas y provisiones, y le habían afilado la espada, que no había empuñado desde sus tiempos de mago de combate. Era como si se marchara a la guerra, pero no les reveló lo que pasaba por su mente.

El mandatario avanzó decidido hasta llegar a las puertas de cristal, y sus servidores fueron tras él, con la bolsa y el cinto de la espada dispuestos. Se detuvo y los servidores le ataron cautelosamente a la cintura el tahalí del arma y le colocaron la mochila a la espalda. Todos ardían en deseos de preguntarle adónde iba, pero nadie se atrevió. Con un mudo asentimiento, el muestro de la Cábala atravesó en soledad las puertas de cristal dejando a los servidores detrás.

¿Qué terrible asunto requería que el Primero usara sus propias manos?