CAPÍTULO CUATRO
RIVALIDAD FRATERNA
n el pasado, en una vida anterior, Kamahl había pasado por la Ciudad de la Cábala. Entonces ésta era la gloriosa capital de los fosos de lucha; y él, un bárbaro que lo daba todo por un buen combate. Ya no existía ni aquella ciudad ni aquel bárbaro.
Un nuevo hombre se aproximaba a una nueva capital de la Cábala: Afetto. El asentamiento se encontraba en un cañón húmedo y profundo que un río sinuoso había erosionado. Ya no se veía el curso de agua, que corría por la tenebrosa profundidad un centenar de metros más abajo del precipicio por el que caminaba Kamahl. Avanzaba por uno de tantos salientes, esas cornisas de piedra que asomaban por encima del sinuoso corazón del cañón. Las nieblas que brotaban de la cuenca envolvían cada nivel con grises cortinas de musgo.
Kamahl se encaminaba, decidido, hacia la puerta principal de la ciudad, que estaba en la cima del risco. De ella salían un sinfín de puentes colgantes. Uno de ellos llevaba a la meseta superior, donde se encontraban las residencias. Esos parajes, elevados y azotados por el viento, estaban comunicados entre sí por pasarelas de cuerda que parecían telas de araña. Otro puente conducía a la amplia meseta inferior, con sus mercados y gremios: era la ciudad propiamente dicha. Allí, todos los oficios convencionales de Afetto tenían cabida. Un tercer puente llevaba por unos escalones irregulares hasta los fosos de lucha: era la ciudad impropiamente dicha. Kamahl descendería por este último.
Su hermana estaba allí, en los fosos de Afetto.
Durante toda la marcha por el desierto había sabido dónde estaba Jeska. El poder del bosque, su calma, habitaba en su interior. En su mano, el tallo de la planta secular se había convertido en una especie de varita de zahorí. Sólo tenía que pasar el bastón por los puntos cardinales y éste le conducía hacia Jeska. Incluso en ese mismo momento, el bastón tiraba, tembloroso, hacia el borde del precipicio y golpeteaba, ansioso, el suelo. Jeska estaba allí abajo.
—Paciencia —le dijo al bastón. Era una palabra que le había sido desconocida antes de aquella mañana en el túmulo. Y sólo había profundizado en su significado durante el largo periplo por el desierto.
Delante de él, las puertas de Afetto se erguían sobre el precipicio. De la gran arcada sobresalían chapiteles con forma de cuerno y, más abajo, había rastrillos cubiertos de pinchos. El puente contaba con toda una dotación de soldados propia. A lo largo de la carretera principal se extendía una cola de gente que quería entrar.
Kamahl se puso en la fila, con los demás. No llevaba armadura ni espada, y tenía hecha harapos la capa de piel de lobo; pero, con esa piel bronceada y ese físico imponente, su profesión resultaba clara.
—Otro pedazo de mulo —murmuró una anciana a su mulo. Ambos parecían viejos compañeros. Tenían el pelo del mismo color castaño canoso, erizado y a mechones, y sus espaldas estaban igual de cargadas. Resoplaron al unísono.
Kamahl no les respondió, aunque el bastón volvió a golpetear el suelo con ansia.
—Pasa, si estás tan impaciente. —La mujer suspiró, inclinando la cabeza, y le ofreció pasar con un gesto de la mano.
—Yo no estoy impaciente. Mi bastón, sí —dijo Kamahl, inmutable como una roca.
—Eso decís todos —rió la anciana.
El bárbaro pensó en llevarle la contraria, pero al final le contestó con una risita ahogada:
—Sí, eso decimos todos —apretó más el impaciente palo—, pero esperaré mi turno.
—Como quieras —le respondió la mujer mientras el mulo, obediente, subió pesadamente hasta llegar a la arcada. Un capitán de la guardia esperaba allí, en un estrado.
El hombre lucía el color negro de la Cábala y su rostro tenía el aspecto arrugado de una almohada sucia. Los miró desde el libro de registros que llevaba.
—¿Nombre?
—Zagorka.
—El nombre de la mula, no; el tuyo. —Los ojos del hombre se entrecerraron hasta convertirse en rendijas de acero.
—Soy yo quien se llama así. El mulo, que no la mula, se llama Chester.
—Chester y Zagorka —masculló el hombre—. ¿Qué venís a hacer?
—Zagorka y Chester —corrigió la vieja—. Y no venimos a hacer nada. Sólo somos una anciana y un viejo mulo.
—En la ciudad no pueden entrar mascotas —dijo el capitán con las ventanillas de la nariz palpitando.
—Entonces es un mulo de carga; lo uso para llevar mis cosas.
—Por los animales de carga se ha de pagar un pontazgo de diez monedas de plata.
La anciana negó con la cabeza y rió, desalentada.
—¿Y si te digo que no es mi mulo, sino mi hermano? —preguntó.
—Has de pagar igual.
—¿Es que una anciana no puede ir por el mundo sin que los jóvenes le hagan pagar hasta por el c… mulo?
—O pagas o te largas.
Zagorka tendió las manos, temblorosas, como si estuviera a punto de retorcerle el cuello al oficial de la Cábala.
—¿Es que no lo entiendes? No puedo pagar el pontazgo y no quiero largarme.
—Entonces sólo queda una opción —dijo el capitán, adelantándose.
El cuchillo de éste relució y la sangre brotó de la garganta de Chester. El mulo intentó proferir su último relincho, pero el aire gorgoteó por la herida. Encogió las patas y cayó de bruces en medio del camino.
—Su carne bastará como pago —dijo el oficial.
Kamahl lo había contemplado todo, seguro de que Zagorka era capaz de capear cualquier cosa, pero no esto. La anciana estaba arrodillada sobre el mulo yacente. Kamahl también se arrodilló, y su tamaño convirtió aquel mero movimiento en un gesto de amenaza.
El capitán de la guardia se hizo atrás y gritó unas órdenes. Aparecieron varios soldados de la Cábala, espada en mano.
Kamahl les hizo caso omiso. Con un brazo rodeó a Zagorka y con el otro al mulo. El bastón proyectó una larga sombra negra encima de la criatura. Ésta se estremecía, agonizando, y la sangre ya formaba un charco entre las piedras. Varios rastros rojizos en el suelo atestiguaban que ése era el remedio acostumbrado para los que se negaban a pagar el pontazgo. Pero Kamahl tenía sus propios remedios.
Apretó más la mano en torno al bastón secular y lo bajó hasta tocar a la bestia caída. Un rincón de su mente se zambulló para beber en la miríada de charcas goteantes que le corrían por el interior. Las aguas del bosque perfecto corrieron por él. Otro rincón de su consciencia se estiró hasta alcanzar a la maltrecha criatura. Kamahl mojó los dedos en el charco de sangre y tocó la irregular herida.
—Levántate otra vez, noble bruto. Levántate —susurró.
Kamahl abrió su ser, convirtiéndose en un conducto de las aguas de la vida. Éstas fluyeron por él, siguiendo el curso del brazo, y desembocaron en el animal. Agua y sangre se mezclaron. La sangre volvió a brotar, pero el fluido rojo manó hacia dentro en lugar de hacia fuera. La carne se tejió con la carne, y la piel se cerró sobre ella. Los pulmones del mulo se convulsionaron, bombeando la sangre, sacándola por el morro y la boca y absorbiendo el aire.
Chester rebuznó. Se puso de pie, tambaleándose entre sangre y polvo, y sacudió su pringosa piel para librarse de ambos.
Zagorka abrazó al animal con regocijo pese a toda la mugre que lo cubría.
—¿Habéis visto lo que ha hecho? Ha levantado a mi mulo de entre los muertos.
—No —dijo Kamahl con toda tranquilidad—. No soy un nigromante. Había un soplo de vida en él o no hubiera podido levantarlo.
Los soldados de la Cábala se habían retirado a una distancia prudencial, pero aún le apuntaban con la espada.
—¿Qué hay del pontazgo? —intervino el capitán.
—Eso —respondió Kamahl—, hablemos del pontazgo. Afetto será mucho más rica si tiene dentro a Zagorka; y si me tiene a mí, también. Me juego la vida. Envíale recado al Primero de que Kamahl, verdugo de Cadenero, ha vuelto. Si el Primero quiere cobrarse un pontazgo, podrá hacerlo.
—Hemos de cobrar el pontazgo. No podemos hacer excepciones —insistió el capitán con el ceño fruncido, inseguro.
—¿Quieres ver mis otros poderes? —Kamahl levantó el bastón secular con los dedos ensangrentados.
Los soldados volvieron a retroceder y el capitán les gritó que abrieran paso.
Kamahl les hizo un gesto a Zagorka y a Chester, que enderezaron la cabeza y pasaron orgullosos por el pasillo de soldados. Kamahl los siguió. Mientras cruzaban la resonante arcada, Zagorka le dio un codazo al bárbaro en la cadera.
—Tú no eres sólo un curandero.
—No lo he levantado de entre los muertos —insistió Kamahl.
—Pues de algún modo sí que lo has levantado: ahora mide un palmo y medio más que antes.
Kamahl miró al mulo, perplejo. Era verdad: el animal había aumentado al menos treinta centímetros de altura y unos cuarenta kilos de peso.
Kamahl, Zagorka y Chester salvaron juntos el accidentado sendero que bajaba del risco hasta los fosos. Cada paso los llevaba a un lugar más oscuro y húmedo. Vieron las haciendas de los grandes nobles aparecer bajo los pináculos. Vieron los mercados y las casas gremiales extenderse por la ancha meseta Inferior. Todo ello desapareció de su vista cuando entraron en un pasadizo subterráneo de estalactitas y ríos pedregosos. Hablaron muy poco en esos corredores, pues el golpeteo de los cascos de Chester ya hacía bastante jaleo. Nadie los adelantó, aunque entre las tinieblas se avistaba, en la distancia, a otras personas que caminaban muy lejos por detrás o por delante.
Tras un rato, el corredor se ensanchó hasta convertirse en una gruta fría. Unos arcos de piedra se abrían a cada lado. Las hornacinas mostraban escenas iluminadas de las grandes luchas del pasado en el foso. Las figuras eran tan reales que parecían tratarse de los mismísimos guerreros, conservados por el arte de algún taxidermista.
Por delante se oyeron voces, risas y ovaciones: ésas eran las luchas de verdad. El bastón no tiró de Kamahl hacia allí. En vez de ello, lo arrastraba hacia una puertecita que había a un lado del pasillo.
—Debemos separarnos aquí —dijo Kamahl. Arqueó una ceja—. ¿Seguro que no has venido a hacer nada a los fosos?
—Seguro que sí. ¿Acaso se puede hacer algo en Afetto si no es en los fosos? ¿No creerás que he venido hasta este agujero inmundo sólo de pendoneo?
—Entonces, ¿qué te ha traído aquí exactamente? —Kamahl cruzó los brazos.
—El Primero ha hecho correr la voz de que necesita recuas de mulas —respondió, palmeando a Chester en el costado—. Y eso es lo que somos nosotros: una recua de mulas.
—¿Y para qué las necesitará? —se preguntó Kamahl en voz alta.
—No lo sé, ni me importa. Gracias a ti tengo una recua de un mulo gigante —asintió la anciana—. Cuídate, Kamahl. Este lugar devora a las buenas personas.
—Cuídate tú también, Zagorka.
—Oh, yo no soy una buena persona. —Hizo un gesto con la mano, como si quisiera apartar el comentario del bárbaro.
Y con esto, la mujer y Chester trotaron hacia las risas y ovaciones.
El hombre se volvió hacia la puerta y el laberinto que había más allá. Una vez había perseguido a su amigo Cadenero por un dédalo tortuoso muy parecido a éste. Al final, justo antes de recaer en su locura, el hombre le había dado el Mirari en un acto de altruismo. Aun así, muchos de la Cábala creían que Kamahl era un asesino. Esa creencia hacía que le respetaran por puro miedo, lo cual le era muy útil. Intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada por dentro.
Se corrió una mirilla, revelando un par de ojos amarillos y relucientes que había detrás.
—Soy Kamahl, verdugo de Cadenero.
—Tú no eres Kamahl. El bárbaro no habría resucitado a un animal. —Sin embargo, un temblor recorrió aquellos ojos.
El hombre se dio cuenta, tristemente, de que la noticia de su hazaña había viajado más rápido que él.
—Soy Kamahl, verdugo de Cadenero y resucitador de mulas. Déjame pasar.
—¿Qué te ha traído a los fosos?
—Tenéis a mi hermana, Jeska.
—No hay nadie aquí con ese nombre. —Algo parecido a la risa jugueteó en aquellos ojos de color limón—. Pero se te invita, Kamahl, verdugo de Cadenero y resucitador de mulas, a que lo veas con tus propios ojos. —Se descorrieron varios cerrojos y la puerta se abrió con un chirrido para mostrar un pasadizo negro—. Perdón por la oscuridad. Los que conocen este camino no precisan luz, y los que no lo conocen nunca vuelven a precisarla.
Kamahl atravesó el umbral. El bastón secular tiraba de él, ansioso, hacia delante, con la punta golpeteando el suelo como el palo de un ciego.
—Ella está aquí —le dijo Kamahl al guardia de la puerta—. Avisa que vengo, y el que quiera impedírmelo que se prepare a afrontar un destino peor que el de Cadenero.
El bárbaro no esperó la respuesta y empezó a bajar decidido por el tenebroso pasadizo siguiendo los tanteos del bastón.
La Cábala ya estaba avisada, claro. Por todo el camino, que no paraba de serpentear y descender, había puestos de control que no pusieron objeciones a que pasara. No era la amenaza lo que le había franqueado el paso a Kamahl. La Cábala no se sentía amenazada, pero le dejó creer que la había amedrentado porque tenía un macabro plan entre manos: quería que bajara y viera lo que tenía que ver.
El bastón secular, infalible, lo llevó más allá de las dependencias de los invocadores de demencia, por debajo de las cámaras de entrenamiento, después de los rediles de las bestias y hasta la gruta de los siervos. Ésta era una caverna larga y baja compartimentada en celdas. Cada una de ellas contenía un esclavo.
Kamahl llegó a las negras puertas de hierro tachonadas de púas, y allí se detuvo. El bastón repiqueteaba con entusiasmo, apuntando hacia las celdas.
—Abrid en nombre del verdugo de Cadenero.
Algo o alguien llegó, y lo hizo con una ráfaga de aire, aterrizando en el suelo de piedra, delante de él. Kamahl se dio cuenta de que no tenía ni idea de por dónde había venido eso.
—Trenzas —dijo el hombre a modo de saludo.
La cara cruzada de cicatrices de la invocadora de demencia brillaba de entusiasmo a la lúgubre luz de aquel sitio.
—Kamahl, ¿qué te ha pasado? —La mujer arrugó la nariz—. Hueles a abono.
—¿Dónde está Jeska?
—Jeska está muerta —se limitó a responder, encogiendo los hombros, lo que hizo que sus trenzas bailaran.
La noticia le laceró el corazón. Si no hubiera sido por el bastón, se lo habría creído.
—No. Está aquí. He atravesado bosque, desierto y fosos para encontrarla. Ella está aquí.
—No. —Trenzas negó con la cabeza lentamente—. Lo recuerdo muy bien. Jeska murió en el Bosque de Krosa, falleció por culpa de tu espada. Estabas demasiado ocupado matando a un tritón para poder salvarla.
Kamahl intentó pasar por el lado de Trenzas y abrir la puerta, pero ella era demasiado rápida. Con una velocidad sobrenatural, la pequeña mujer lo apartó a un lado.
—Jeska murió en el bosque. Y alguien diferente renació de su cadáver. Me la llevé y la llamé Phage. La he cambiado, la he vuelto a entrenar. Ahora es una mujer invicta e invencible.
Los acontecimientos se amontonaron en la mente de Kamahl. Trenzas se había llevado a Jeska a los fosos y la había convertido en una campeona de la Cábala.
—Quiero hablar con esa… Phage.
—No es habladora —se rió Trenzas—. Es luchadora, no se puede apostar nada en una charla.
—Déjame verla o tiraré abajo estas puertas —gruñó Kamahl.
—Morirías en el intento —le respondió Trenzas. Sus ojos negros parecían estanques revueltos, llenos de bestias a las que podía hacer aparecer a su antojo—. Se te ha permitido llegar hasta aquí, Kamahl, pero no más lejos. Todo el mundo te vigila. Tienta a la suerte y morirás. No puedes hablar con ella.
—Entonces combatiré contra ella —respondió el bárbaro—. Si es una luchadora, lucharé con ella. No podréis apartarme de ella en los fosos.
—Muy inteligente por tu parte. —Trenzas esbozó una sonrisa de astucia—. Me alegro de no haber tenido que decírtelo más claro. Ya hemos anunciado el combate como «Rivalidad fraterna» y está programado para el último bloque de hoy. Ve al reducto de espera a medianoche y podrás enfrentarte a Phage. Deberías saber que prefiere las luchas a muerte.
—Yo prefiero las luchas a vida. Dile a Phage que nos veremos allí. —Kamahl dio media vuelta, regresando al corredor.
Kamahl atravesó las puertas del recinto de espera, entró en la arena de la palestra y levantó la vista hacia el graderío, que se curvaba sobre su cabeza como si estuviera dentro de un huevo. Los espectadores abarrotaban hasta el último palco y grada, y recibieron con vítores el regreso del campeón bárbaro, Kamahl era una leyenda viva, un vencedor que siempre les había ofrecido un buen espectáculo. La gente había aguantado infinidad de combates mediocres en espera de ese ajuste de cuentas, de una lucha fratricida. Los vítores le cayeron encima como un chaparrón. Se abrió paso entre los aullidos hasta ponerse en el centro del foso.
Kamahl sólo llevaba el bastón secular y el látigo de hiedra como armas. Sólo traía puesta la armadura de viaje: la raída capa de piel de lobo que le cubría de los hombros hasta la cintura y unas grebas ligeras que iban desde ésta hasta las rodillas. Su verdadera defensa sería aquel lugar de calma que residía en su espíritu. Sus verdaderas armas serían las preguntas que le guardaba a su hermana: «¿Qué te ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto? ¿Volverás conmigo?».
El rugido de la gente se convirtió en una tempestad. La puerta de Phage se había abierto. Y la mujer emergió, como un coágulo de oscuridad. La seda negra la cubría desde los nudillos de las manos hasta las puntas de los pies, y una centella carmesí le cruzaba el vientre. A cierto nivel, Kamahl era consciente de que tenía que reconocer ese emblema, pero fue a ella a quien reconoció: ese cabello negro, en punta, enmarcando una cara pálida.
Era Jeska.
El foso casi se vino abajo con los gritos de la multitud. Entre el ensordecedor rugido, Jeska caminaba, tensa como un gato.
Kamahl la miró con los ojos exteriores mientras buscaba en su propio interior el centro de calma absoluta. Éste le había salvado de los chacales en el desierto y le había permitido curar al mulo. Y en aquel momento de necesidad le daría fuerzas para salvar a su hermana. Respiró desde ese lugar interior y el aliento del bosque perfecto se extendió por él.
Sonó la campana de inicio.
La mujer de negro no hizo movimiento alguno. Ni siquiera levantó las manos para lanzar sortilegios ni se agazapó en posición defensiva.
Kamahl era el reflejo de la postura de la mujer. Estaba de pie, con el bastón secular agarrado. Se oyeron unos cuantos silbidos desde las alturas; pero, por lo demás, todo estaba en silencio.
—Soy yo, Kamahl. Tu hermano.
La mujer se abalanzó contra él, azotando el aire con las manos.
Sin cambiar la posición, Kamahl levantó el bastón. Lo aferró con ambas manos, sintiendo en la madera el verde poder de la selva. El arma se movió con la ágil gracia de una libélula: ora aquí, ora no. Demasiado rápido para verlo, con una punta trabó y desvió el primer golpe de Jeska. Dio media vuelta al bastón y, con la otra punta, apuntó al vientre y la empujó hacia atrás.
Jeska dio un gran salto para apartarse. Nunca antes un oponente le había evitado un ataque, y mucho menos la había rechazado. Aterrizó grácilmente sobre los pies y se puso a acechar en círculo, como un leopardo.
Los dos extremos del bastón humeaban, ennegrecidos hasta la podredumbre por el mero contacto con la piel de la mujer. Kamahl miró esa corrupción y el aura del bastón le informó de que se encontraba muy enraizada en ella, como un abismo desesperación.
Mientras ella lo rodeaba, Kamahl giraba calmosamente, dándole la cara. Tomó otra bocanada de aire perfecto.
—Jeska, ¿es que no me reconoces?
La mención de su nombre hizo gruñir a Phage, que cruzó a brincos la palestra levantando arena a su paso. Si caía en una antigua mancha de sangre, dejaba pisadas negras. Saltó hacia él con los pies y las manos por delante.
Kamahl lanzó un revés con el bastón, que parecía tan liviano como un junco y tan rápido como la luz. Le dio en el costado y volvió a rechazarla.
Jeska rodó por el suelo. Cruzó la mitad de la arena antes de ponerse de pie con un salto.
Los abucheos resonaron por todo el foso: eso no era un deporte sangriento. Sólo uno de los combatientes quería matar. Eso era como un hermano mayor que sujetaba a su hermana por la frente mientras ésta daba puñetazos al aire.
Hasta Trenzas estaba enojada y le gritaba desde el banquillo. Unas figuras tenebrosas brotaron de los ojos de la invocadora de demencia, cruzaron la arena y se hundieron en la campeona.
Kamahl no hizo caso de todo ese ruido. Mientras luchaba contra su hermana en aquel infierno, tenía los pies en el paraíso.
—No quiero hacerte daño —le dijo, conciliador—. He venido a buscarte. Ven conmigo, hermana.
Ella corrió hacia él. Negros encantamientos marcaron la estela que dejaba a su paso. Las piernas se movían con rapidez sobre la arena y chasqueaban como una podadora.
Kamahl volvió a invocar la paz interior y clavó en el suelo la punta del bastón.
Jeska saltó hacia el bárbaro, que levantó el pie en el aire para detenerla. Pero en vez de golpearle a él, la mujer pegó en el bastón. Cualquier otra arma de asta se habría quebrado con el impacto y podrido instantes después, pero el poder de la vida salvaje llenaba el tallo secular. Éste apartó a Jeska, que cayó acuclillada y apoyada en las manos.
Kamahl se agachó para ponerse a su altura, con el bastón agarrado todavía y la túnica sin una arruga. Le tendió la mano.
Ella jadeaba cerca, en el suelo. Ya no le rodeaba, ya no le rondaba. Clavó sus ojos negros en él. A lo mejor por fin le escuchaba.
—¿Qué te ha pasado? ¿Por qué luchas así? ¿Quién te ha hecho esto?
Cada pregunta parecía como un puñetazo contra la barriga de Phage, pero ésta nunca miró a su hermano a los ojos. Se puso en pie lentamente y la arena cayó de la seda. Con la mirada ausente, se quitó el polvo del rayo rojo que lucía en el pecho. Tenía los músculos relajados y la cara pálida, impasible.
—Por favor, respóndeme —le rogó el hombre.
Jeska dio un paso hacia él, cogiéndolo con la guardia baja.
No tenía importancia. La selva le había dado bastante fuerza y velocidad para desviar cualquier golpe.
Muy lenta y deliberadamente, Jeska extendió el dedo índice y lo pasó por encima del rayo que le marcaba el vientre. Levantó la mano y la extendió hacia el estómago de Kamahl. Con el más leve de los roces, le trazó un zigzag en la carne.
El roce se convirtió en una línea negra que le abrió un surco en la piel y empezó a extenderse en horrendos zarcillos. La herida empezó a supurar. Le devoraba el interior con un dolor indescriptible.
Jeska dio un paso hacia atrás, con la cara todavía inexpresiva.
Kamahl no podía soportarlo. Se dobló sobre la herida gangrenosa. Ésta habría matado a cualquier otro mortal, pero el bárbaro sobrevivió únicamente gracias a que consiguió invocar al poder del bosque que atesoraba dentro. Aun así, sólo consiguió detener el avance de la putrefacción. No podría sanar la herida.
Mientras caía de rodillas, Kamahl comprendió. La centella en el traje de su hermana representaba la herida incurable que tenía en el vientre. Él la había cortado allí, y ahora ella le cortaba a él. Ya le había respondido a todas las preguntas: ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué luchas así? ¿Quién te ha hecho esto?
«Tú, tú y tú».
Él le había hecho eso. Él la había obligado a convertirse en lo que era.
La sombra de la mujer se alargó sobre la arena. Se acercaba para darle el golpe de gracia.
Kamahl nunca supo si fue por piedad o por crueldad que la campana de la muerte tañó por él. El combate había terminado.
El público respondió con ovaciones y abucheos a partes iguales, decepcionado por el blando espectáculo.
Kamahl no podía levantar la mirada hacia ella. Tenía razón: él le había hecho eso. Siguió con la cara contra el suelo mientras la sombra se retiraba de la sangrienta arena.
—Volveré a por ti, Jeska —prometió quedamente—. Volveré para salvarte.