CAPÍTULO TRES

UNA DERROTA ABSOLUTA

Í

xidor trabajaba febrilmente, pero no en la mesa de siempre. Las plumas y tintas permanecían quietas, al lado de los bocetos para el siguiente combate, aquel sinfín de ilusiones para hacer que sus enemigos no dejaran de saltar. Íxidor había cambiado los discos de papel por unos de metal, era una clase diferente de magia de imágenes.

Agazapado al lado de la chimenea, Íxidor alimentó las llamas con tres leños encerados más. Con los dedos ennegrecidos, cerró el horno improvisado y accionó los fuelles. Cada resuello de aire avivó las llamas. El calor radiaba por las placas de metal y hacía crepitar la chimenea de piedra de río. Íxidor contempló encantado cómo se fundía el fino alambre de peltre que habla encima de la rejilla.

Juntó las manos y se las frotó, entusiasmado. Tras ponerse una manopla gruesa, cogió un cacillo de hierro de mango largo lleno de peltre —trozos y limaduras de una copa que le habían dado— y lo deslizó con cuidado por el compartimento superior.

—¿Qué estás haciendo? —se oyó una voz tras él.

Se dio la vuelta rápidamente, perdiendo el equilibrio, e hincó una rodilla en el suelo para no caerse.

—Nivea, no sabía que estuvieras aquí.

La mujer se erguía sobre él, en el pequeño apartamento que ambos compartían, con los brazos cruzados sobre el pecho y una ceja arqueada. Estaba tan atractiva como siempre, aunque parecía un poco preocupada mirando el proceso de fundición.

—Ya sé que andamos un poco cortos de dinero, pero no pensarás fundir mis joyas otra vez, ¿verdad?

—Me ofendes, querida. —Íxidor se llevó una mano con inocencia al pecho, dejando allí una huella negra—. Nunca te robaría las joyas, pese a que las gemas más preciosas palidecen al ludo de tus ojos.

—¿Qué se está cociendo aquí? —La respuesta del mago no había hecho más que aumentar su escepticismo.

—Arte —le respondió él con brusquedad y se volvió a la chimenea.

—De verdad, ¿qué estás haciendo? —Nivea había cambiado la irritación por pura curiosidad y se acercó, bajando los brazos.

Aún con la manopla puesta, Íxidor extrajo el cacillo caliente de su espacio en la rejilla frontal. El peltre se había fundido hasta formar un charquito de metal, fino y terso. El hombre llevó el cacillo hasta la mesa, donde aguardaban unos gruesos soportes. Decantó el metal fundido, se quitó la manopla y cogió unas tenazas muy largas. Con éstas, agarró una moneda de oro de la mesa y la puso en horizontal sobre el peltre fundido.

—Estoy haciendo dinero. En realidad, no es más que una forma de escultura…

—¿Estás falsificando monedas? ¿Aquí, en Afetto? ¿Y por qué no te cortas el pescuezo directamente?

—No seas tan catastrofista —murmuró el hombre y puso otra moneda de oro en el metal caliente, esta vez con el reverso hacia abajo—. De verdad, no pienso gastarme el dinero. Es sólo por seguridad.

—¿Qué seguridad te da un dinero que no puedes gastar? —le preguntó Nivea.

—Seguridad para hacer apuestas —Íxidor puso una tercera moneda y una cuarta—. Me propongo convertir diez monedas en mil… De plomo, en cualquier caso, cubiertas con pigmento dorado. Si ofrecen buenas apuestas, tendré la oportunidad de convertir esas mil en cien mil.

—¿Por qué haces esto? —Nivea dio media vuelta para mirarle a los ojos. Sólo entonces el hombre interrumpió el trabajo.

—¿Cómo, si no, podremos hacer el dinero suficiente para dejar los fosos? ¿Cómo, si no, podremos viajar a nuestra tierra de ensueño?

—¿Y si la Cábala lo descubre? —Nivea parecía mirar más allá de él, a un horizonte imaginario, con los ojos arrebatados.

—No lo descubrirá, a menos que perdamos.

—¿Y si perdemos?

Íxidor no respondió. Se limitó a poner otra moneda en el metal, que ya se endurecía.

Era día de juegos, como cualquier otro. Bestias y guerreros luchaban en una arena teñida de sangre. La multitud miraba, embobada, en círculos ávidos que subían hasta los cielos. Los corredores hacían sus pronósticos, y las apuestas corrían por tortuosos derroteros.

Íxidor se había jugado cinco grandes sumas, cada una de ellas sólo les reportaría beneficios si ganaban el combate en un lapso de tiempo determinado o de cierta manera. Entre el premio por el combate y los beneficios de una apuesta ganadora, Íxidor y Nivea podrían retirarse de los fosos. Si ganaban todas las apuestas, podrían retirarse para siempre.

Los dos aguardaban, juntos, en el recinto de espera. Íxidor le daba un pequeño retoque final a la pila de discos mientras Nivea se preparaba mentalmente para invocar a los avens y a los guerreros de la Orden.

Era un día de juegos como cualquier otro, excepto que esta vez Nivea e Íxidor no reían.

—Asegúrate de tener bastantes seres voladores —le dijo el ilusionista mientras repasaba los discos—. Fue un volador el que nos salvó la última vez.

—Un volador que traje yo… —Los ojos de Nivea seguían perdidos en lugares distantes.

—Te quedaste casi sin avens.

—No te preocupes por los guerreros, estarán allí. —Nivea clavó la mirada en su compañero—. Mejor preocúpate de tus ilusiones: no puedes engañar a todo el mundo.

—Si te refieres a las monedas falsas, no serás tan remilgada cuando ganemos una fortuna —dijo Íxidor con el ceño fruncido y el mentón desencajado por el enfado.

—No me refiero a las monedas —prosiguió Nivea lentamente. La mujer empezó a caminar, frotándose las roídas uñas con el pulgar—, no sólo a las monedas. Me refiero a todo. Para ti, nada es de verdad, ni guerreros ni monedas ni conjuros. Te ríes de mí porque sueño con escapar a algún lugar lejano, pero eres tú quien vive en un sitio de postín, rodeado de tus ilusiones. Tú lo llamas arte, pero no son más que mentiras.

Íxidor dejó de repasar las imágenes. Nivea había dicho la cruda verdad, como siempre. Bajo aquella ardiente mirada estaba indefenso. Las ovaciones sedientas de sangre del gentío le ofrecieron una salida.

—Ahora no es momento de hablar…

—¿Y cuándo es el momento? —La mujer hizo un gesto con el hombro, señalando a un minotauro que se agazapaba bajo una lluvia de golpes—. Puede que ésta sea la última ocasión que tengamos.

—Muy bien, pues hablemos. Ya que te gusta tanto la verdad, la verdad es que tú eres la causa por la que luchamos en el foso. Si no fuera por ti y la caída de tu santurrona gente yo aún estaría echando las cartas tranquilamente…

—No me achaques la culpa de esto.

—Tú eres la causa por la que estoy intentando que dejemos los fosos a toda costa…

—Esto no tiene que ver conmigo, tiene que ver con todas esas mentiras y engaños…

—Mis mentiras, mis engaños. De acuerdo. Ya lo sabías cuando nos conocimos. Yo era un caradura charlatán, te eché las cartas sólo para poder conocerte, pero ahora soy un artista.

—¿Qué diferencia hay?

—Tú. Tú eres la diferencia. —Se guardó los discos en el bolsillo de la chaquetilla y cogió a la mujer de las manos—. Nunca me ha gustado el mundo como es. Nunca he deseado vivir en la realidad. Hago mundos que son mucho más auténticos y hermosos. Tú eres lo único de verdad, sí, de verdad, por lo que me he preocupado. Todo lo demás es una mentira, pero tú no.

Nivea se soltó de sus manos y le dio la espalda.

La multitud bramó.

—El oro falso es para comprarte un paraíso de verdad. Los conjuros falsos son para traer magia de verdad. Las mentiras a las que llamo «arte» son la única manera que conozco de convertir lo que es en lo que debería ser.

—Ya lo sé —le dijo, sosegada.

—Una vez ganemos, lo dejaré todo: las ilusiones y las mentiras. Éste es nuestro último engaño. Si ganamos, nunca más tendremos que mentir.

—Una vez ganemos… —repitió ella. Lo miró por encima del hombro y sus labios esbozaron una débil sonrisa.

En la arena, el minotauro cayó, y el foso atronó con gritos de delirio.

Íxidor cogió a Nivea por los brazos. No podían salir al combate en ese estado, divididos y alterados. Tenía que encontrar una manera de apartar todo eso de un plumazo.

—¿En la práctica? —Ella lo miró con los ojos enrojecidos.

—Sí —asintió gravemente—. Cuando tengamos nuestro paraíso, deberíamos acuñar nuestras propias monedas. Creo que tu efigie les iría muy bien.

—Conociéndote —sonrió sardónica—, grabarás una parte de mi en la cara y otra en la cruz.

El hombre se rió y ella se unió a él.

—Creo que en la cruz debería ir mi propia efigie —dijo Íxidor con grandilocuencia—, pero igual eso haría que las monedas fuesen demasiado valiosas para gastarlas.

—¿Demasiado valiosas? —preguntó ella, dándole un pequeño bofetón en broma—. Sí, nos costaría un montón de oro estampar toda esta barbilla.

Ambos irrumpieron en carcajadas y se envolvieron en un abrazo. La campana de la muerte tañó. Volvían a ser uno, y justo a tiempo.

La puerta del recinto de espera se abrió de par en par, Una alimaña rastreaba el foso, engullendo los pedacitos más pequeños del minotauro y arrastrando los más grandes. Otras bestias lanzaban arena encima de los rastros de sangre. El vencedor, un viejo gigantopiteco sujeto con una enorme cadena, se alborozaba ante la ovación del público. Algunos de los espectadores más jovencitos le tiraron tomates, en sangriento gesto de aprobación, que bañaron al animal de pulpa y jugo rojos.

—¿Estás lista para esto? —le preguntó Íxidor mientras observaba la rojiza figura.

—¿Qué remedio me queda? —Nivea lo miró a la cara, como si quisiera memorizarla. Él se volvió hacia ella, y la mujer añadió—: Sí, estoy lista.

Cogida de la mano, la pareja invicta salió decidida del recinto de espera entre una gran ovación de la multitud. Íxidor sostenía las manos en lo alto y les dedicó una sonrisa radiante. Nivea también sonrió de oreja a oreja, aunque de hecho parecía algo forzada. A los espectadores no pareció importarles y los aclamaron con redoblado frenesí. Allí estaban los dos ganadores, los dos favoritos.

Cuando Íxidor se volvió hacia ellos con un gesto grandilocuente, sintió el viejo estremecimiento que le hacía latir el corazón de forma desbocada. Ése era el lugar que les correspondía: allí, ante la rugiente muchedumbre.

El clamor se acalló de repente cuando el recinto de espera del lado opuesto se abrió lentamente. Los imponentes goznes chirriaron con un lamento y las puertas se abrieron del todo. Las tinieblas ocultaban el interior, y algo se movió allí dentro. La gente se estiró para ver mejor.

—Sea lo que sea —dijo Íxidor tras su teatral sonrisa—, será lo último contra lo que luchemos.

Nivea hizo una ligera mueca cuando el hombre la cogió de la mano.

Y el último enemigo apareció: una mujer esbelta, delgada, alta y joven. Lucía una malla de seda negra, con un emblema a la altura del estómago en forma de una línea roja en zigzag. No llevaba armas a la vista. Tenía el cabello corto y de punta, del mismo color que las vestiduras, y su rostro, garganta y manos eran pálidos.

La gente estalló en carcajadas. En su expectante silencio se habían esperado algo más fiero e imponente: un oso furioso, una escuadra de lanceros, una legión nigromántica; pero ¿una sola mujer, desarmada y sin armadura? Se burlaron de ella. ¿Quién era ella para desafiar al dúo invicto de Íxidor y Nivea? ¿Quién había oído hablar de esa tal Phage?

—Igual esto resulta más fácil de lo que esperábamos —Íxidor sonrió con impaciencia.

—¿No podemos abandonar? —Nivea tenía una expresión adusta y sombría—. ¿No podemos dejarlo y continuar pobres, como ahora?

—Venga, amor mío. Una lucha más y lo dejamos. —La atrajo hacia sí y la besó.

Sonó la campana de inicio, y la risa murió en el silencio.

Íxidor y Nivea adoptaron la posición de combate. El hombre sacó los discos de la chaquetilla y los sostuvo en un abanico ante él. Nivea se retiró a su mente y tiró de las líneas de magia con las que había sujetado a los guerreros. Empezó el conjuro y los valientes se deslizaron por el éter hacia ella.

Por su parte, Phage, su adversaria, permanecía de pie, inmóvil, con un pie algo adelantado.

—Tráelos. ¡Vamos allá! —espetó Íxidor.

Nivea se estremeció, separó los brazos y dio un paso atrás. La energía blanca le brotó de los brazos y la espina dorsal, formando un nexo ante ella.

Íxidor levantó el primer disco y lo lanzó al punto focal de la energía. El disco llegó al lugar preciso. El nexo se abrió, desplegándose por las esquinas. A través del espacio extradimensional, acometió un contingente de guerreros de la Orden. Emergían a la carrera, los gritos de guerra sonaban amortiguados en la brecha, pero alcanzaban toda su fuerza al salir. Las picas relucían en medio de la carga, apuntadas contra la seda negra del pecho de Phage.

Ésta permaneció quieta, sin sacar arma alguna, sin realizar sortilegios. Parecía que ni siquiera hubiera visto a los guerreros cargando contra ella. Tenía los ojos tan negros como los de un tiburón.

Aparecieron diez guerreros e Íxidor arrojó más discos contra la espalda de cada uno. Dieron en el blanco, destellaron y proyectaron una reluciente barrera de armadura alrededor de su respectivo soldado.

—Esto va ser una carnicería —siseó Íxidor para sí.

Phage ni siquiera parecía presta a recibirlos. Seguía con las manos en los costados.

La multitud rugió de placer.

El primer guerrero se abalanzó contra ella y le atravesó el vientre con la pica. La hoja desgarró el traje de seda, atravesó la espina dorsal y salió por el otro lado. Phage no se convulsionó, ni gritó siquiera, sino que se limitó a continuar de pie mientras el asta seguía a la punta, de un lado a otro de su cuerpo. El guerrero prosiguió la carga, con las manos también abriéndose paso por la herida y asomando por la espalda. Y siguió corriendo mientras dos picas más ensartaban el cuerpo de la mujer.

Pese a todo, ella siguió sin moverse.

—Ve a través de las ilusiones —le cuchicheó Íxidor a Nivea.

—¿Cómo?

—Y yo qué sé. ¡Suspende la carga!

—Es demasiado tarde.

Los brazos de Phage, tan quietos instantes atrás, se abrieron de súbito. Los guerreros que cargaban se disolvieron en el aire. Las manos de la mujer descendieron, una a cada costado, y pegaron donde nada había. Los puños se alzaron, agarrando el aire y tirando de él. Sendas picas aparecieron en ellos. Las lanzó, una, dos, en rápida sucesión, directamente contra Íxidor y Nivea. Mientras las astas volaban, vibrando por la fuerza del lanzamiento, Phage ya volvía a aferrar el aire vacío. Esta vez aparecieron hombres: los dos piqueros cuyas lanzas había cogido. Al tocarlos, les había despojado de la ilusión de ocultación y los tiró a la arena, a sus pies.

Y eso fue todo lo que Íxidor y Nivea tuvieron tiempo de ver. Se tiraron al suelo y una pica les pasó por encima de la cabeza a cada uno. Las pesadas lanzas se clavaron en la pared que tenían detrás, una junto a otra, con las astas temblequeando.

—¡De pie! ¡Vienen dos más! —gritó Íxidor. Agarró de la mano a Nivea, tiró hasta levantarla y se apartaron a trompicones.

Otro par de picas perforaron el aire. Sus antiguos portadores yacían en el suelo, junto a los dos primeros piqueros, que se retorcían como si tuvieran todos los huesos rotos. Una hoja le pasó rozando el brazo a Nivea, trazando una larga, línea roja. La otra le habría atravesado la cabeza a Íxidor si éste no se hubiera agachado.

El clamor de la multitud era casi ensordecedor.

Phage arrancó sin emoción alguna dos armas más del aire y las lanzó, silbantes, tras la pareja que corría. Tiró a los dos nuevos piqueros al montón de hombres que se convulsionaban. Fue entonces cuando Íxidor se dio cuenta de que los hombres no tenían los miembros rotos, sino que carecían de ellos. Cada uno había perdido un brazo. Rodaban por el suelo, agarrándose el muñón sangriento del hombro con la mano que les quedaba.

Aquel cuadro había distraído a Íxidor, que levantó la mirada demasiado tarde.

Una pica ya descendía para clavarse en su cabeza. No tenía tiempo de echarse cuerpo a tierra. El acero relució y golpeó, Íxidor hizo una mueca de dolor. La pica giró en el aire y su asta le pegó en el brazo. El arma cayó en la arena.

Nivea estaba allí, sonriente. Enarbolaba otra pica. La hoja de ésta estaba mellada por el filo con el que había desviado a su homóloga.

—He hecho una buena parada.

—Una parada muy buena —dijo Íxidor mientras agarraba la pica caída—. Ahora tenemos algo con que luchar.

—Hombro con hombro.

La pareja avanzó, con las picas en ristre.

Phage no les dedicó ni una mirada. En vez de ello, se limitó a terminar con los guerreros restantes, despojando a cada uno de la pica, después del manto ilusorio y luego del brazo. La mujer se movía con la mortífera agilidad de una viuda negra. Arrojó una lanza tras otra, con los filos aullando al hendir el aire. La multitud también aulló.

Íxidor apretó los dientes. Su pica se movió hacia un lado y abatió la primera lanza, tirándola al suelo. Justo a la vez, el arma de Nivea derribó la otra. Golpearon al unísono contra la tercera y la cuarta, creando un muro impenetrable de acero. Las picas cayeron lejos de ellos con un tintineo.

La ovación estremeció el foso hasta los cimientos.

—¿Probamos con más ilusiones? —preguntó Nivea.

—¿Qué sentido tiene? Puede ver a través de ellas —respondió Íxidor—. ¿Probamos con más guerreros?

—Ya hemos perdido diez amigos en esta lucha. No quiero tirar más hombres a ese montón.

—No tienes por qué. Tú y yo la derrotaremos. Si estamos juntos, nadie puede ganarnos.

—¿Y si tenemos que matarla? —murmuró Nivea.

—Nunca más nos veremos obligados a luchar —replicó Íxidor—. Y, además, se lo merece. Mira cómo están nuestros amigos.

Nivea asintió lúgubremente. La pareja avanzó.

Phage se había apartado del montón de hombres moribundos, pero no había hecho movimiento alguno para entrar a un cuerpo a cuerpo contra los dos adversarios. Seguía de pie, con las manos en los costados y mirándolos con aquellos ojos de tiburón.

—Yo la atacaré primero.

—No, los dos a la vez.

—Ya me has salvado la vida una vez —insistió Íxidor—. Deja que salde mi deuda.

Sin esperar respuesta, el hombre aspiró una bocanada de aire y enarboló la pica como si se tratara de una alabarda. La hoja se dirigió hacia Phage con la suficiente fuerza y velocidad para partirla del cráneo al ombligo.

Los vítores del gentío se convirtieron en un grito general y sofocado.

Con ambas manos en el asta y empleando todas sus fuerzas, Íxidor hizo descender el filo hacia la frente de Phage.

Ésta atrapó el asta con una sola mano delgaducha. Su presa era implacable. Tiró del arma, como había hecho con los piqueros justo antes de arrancarles el brazo.

Pero, a diferencia de éstos, Íxidor soltó el arma.

Phage se apoderó de ella, le dio la vuelta rápidamente y la arrojó contra Íxidor.

El hombre se echó atrás, en vano.

Nivea lo salvó una vez más, interceptando en medio del aire la pica de Phage con la de ella.

Íxidor cayó de espaldas en la arena.

Y ese golpe le costó la vida a Nivea. Mientras terminaba el movimiento de apartar el arma con la pica, le dio la espalda a Phage. La mujer de la malla de seda saltó hacia ella y la envolvió en un extraño abrazo, un abrazo mortal. Desde aquellos brazos, manos, caderas y piernas, la podredumbre se extendió por el cuerpo de Nivea. No era una mera gangrena, sino una virulencia viva que carcomía la carne con voracidad. La piel gris y los músculos se desprendieron de los huesos, que a su vez se convirtieron en ceniza.

—No me olvides —le dijo Nivea a Íxidor, dedicándole una sonrisa postrera y desesperada.

—¡Nivea!

La cara de la mujer se pudrió y cayó. Sus ojos se disolvieron hasta desaparecer. En cuestión de segundos, la putrefacción la había borrado del mapa, desde el cabello hasta la punta de los pies. Nivea se había ido para siempre.

Íxidor quiso luchar. Se revolvió en el suelo para levantarse, cargar y matar, pero las piernas no le obedecieron. No era cobardía lo que le debilitaba, pues no deseaba más que matar o morir: era el puro horror.

Un momento antes, Nivea estaba allí. Un momento después, había muerto. Era como si a Íxidor le hubieran robado el mundo de debajo de los pies.

La campana de la muerte tañó una vez, un tañido por Nivea. Un silencio de sorpresa invadió el graderío. La mitad de la pareja invicta estaba muerta y la otra mitad yacía en el suelo, a los pies de la novata. Aferrando la arena, Íxidor lanzó un aullido brutal y pugnó por levantarse, al menos por despegar su postrado vientre. Se incorporó, tambaleante, de costado, luego de espalda, sin querer darle la victoria…

La campana de la muerte volvió a sonar. Esta vez por Íxidor. El hombre había reaccionado demasiado tarde.

La multitud se puso en pie, con un millar de puños en el aire. Un rugido triunfal llenaba todas las bocas.

El bramido golpeó a Íxidor y le hizo enroscarse como una cochinilla. Al final, se arrodilló, rendido de verdad.

Nivea había muerto. Su mundo había muerto.

Las alimañas carroñeras salieron arrastrándose a la arena. Las patas peludas levantaban tierra a medida que se acercaban. Se abalanzaron sobre el montón de guerreros desmembrados.

Las bestias filamentosas pasaron como hormigas al lado de Íxidor. Algunas le dieron un mordisco a modo de prueba, pero se dieron cuenta de que la sangre aún fluía por sus venas. Le dio igual.

Una invocadora de demencia saltó de un recinto de espera con las trenzas revoloteando alegres por el aire. Llegó hasta el lado de Phage y dedicó una gran reverencia al público, Una voz, amplificada mágicamente, anunció a la ganadora:

—Phage, campeona de la Cábala, y su entrenadora, Trenzas.

Una vez más llegó aquel vocerío aplastante. Íxidor se acurrucó bajo él, como un hombre atrapado por una lluvia torrencial. Todo dejó de existir, sólo quedó el entumecimiento.

Lo habían sacado del foso, debían de haberlo hecho, pero Íxidor no lo recordaba. Parecía que siempre hubiera yacido allí, en el suelo de su apartamento.

Por su lado pasaron unas piernas humanas enfundadas en botas. Los alguaciles de la Cábala saqueaban el lugar. Los discos estaban tirados por el suelo sin orden ni concierto. En un rincón, las monedas falsas se amontonaban en una pila reluciente. Habían arrancado las ropas de Íxidor de los colgadores y las hablan arrojado al suelo o requisado para pagar las deudas. Las joyas de Nivea…

—¡No! —gritó Íxidor y se incorporó, tambaleante. Consiguió ponerse en pie y atisbó el oro y las joyas. Una mano carnosa cerró el joyero de un golpe, y otra le dio de lleno en la cabeza.

Volvía a estar acurrucado sobre el vientre, en postura de rendición, aunque esta vez estaba atado de pies y manos, amordazado y amarrado a unas parihuelas que lo arrastraban por la arena. El polvo le cubría la piel y le escocía los ojos. Entrecerrándolos para no deslumbrarse, consiguió ver que tenía delante dos lagartos gigantes que avanzaban, cansinos y pesados, por la arena caliente. El arnés que llevaban en el lomo crujía al arrastrar las parihuelas. Un par de edecanes de la Cábala caminaban al lado de los animales, dándoles golpecitos en el cuello con una vara.

—¿Dónde estoy? —intentó decir Íxidor con voz ronca, pero la mordaza sólo dejó escapar un gemido.

Un edecán fornido volvió la mirada con fastidio y reprendió a su compañero. Acto seguido empezó una discusión que sólo terminó cuando el otro edecán retrocedió, desenvainó un cuchillo y cortó las tiras de cuero que ataban al ilusionista a las angarillas.

Íxidor se quedó allí mismo, atado como un cordero y con la mordaza aún bien apretada. La arena estaba caliente y le quemó la cara al caer sobre ella.

Delante de él, los lagartos prosiguieron su lento avance. Tiraban de unas parihuelas vacías, cruzando las dunas.

Íxidor masticó con saña la mordaza. Los dientes se encontraron. Al final, consiguió desgarrarla a mordiscos y escupió el andrajo empapado.

—¿Dónde estoy? —gritó.

Los edecanes y sus lagartos gigantes habían desaparecido. El hombre tragó saliva.

—En ninguna parte.