CAPÍTULO VEINTICUATRO
SALVACIÓN Y PERDICIÓN
amahl se arrodilló delante de Jeska. Ella yacía en sus brazos, débil y jadeando tristemente. Se volvía a morir, moría otra vez por aquella antigua herida incurable. Un tajo idéntico cruzaba el vientre del hombre y lo debilitaba. También lo mataría, si es que él y Jeska y Otaria sobrevivían a aquella tercera laceración: una herida en el mundo.
Las sierpes de la muerte marchaban por las tierras de pesadilla como gusanos gigantes. Ya habían cribado el campo de batalla de todo ser vivo y habían dejado el suelo acribillado de agujeros. La infección se extendía. Muchas bestias ya se habían adentrado en el desierto, persiguiendo a los soldados que se batían en retirada. Nadie sobreviviría a aquella batalla: ni los guerreros ni la gente corriente, nadie ni nada en toda Otaria.
Una sierpe de la muerte culebreaba directamente hacia Kamahl y Jeska, con el hocico babeante guiado por el olor de ambos.
—Vete, hermano —dijo Jeska con un hilo de voz—. No pueden matarme.
Apretando la mandíbula, Kamahl se puso en pie, una mole de carne interpuesta entre su hermana y el monstruo que se abalanzaba sobre ellos.
—Y no te matarán.
—Es que no pueden matarme —aseguró Jeska, negando vehemente con la cabeza—. No me pudieron matar desde dentro ni podrán matarme desde fuera.
—Delira —dijo Kamahl para sí, mirándola. Luego se volvió, plantando cara a la sierpe.
Era una locura. La cabeza de aquella cosa era tan grande como una casa y el cuerpo tenía una legua de largo. Kamahl ni tan sólo contaba con un arma. Aun así, la rabia y la desesperación habían sido las mayores armas de Kamahl en el pasado. Sonrió. De todas las muertes que él y su hermana podrían sufrir, al menos a ésta se le podía dar un buen puñetazo en la cara.
La sierpe cayó al suelo, casi haciendo perder el pie a Kamahl. Un serpenteo arriba y abajo más y estaría sobre ellos.
Kamahl cerró la mano y tendió el puño hacia atrás.
—Adiós, hermana.
Y pegó. El puño dio en el morro negro de la bestia, pero ésta a su vez le golpeó, empujándolo. El bárbaro salió volando por encima de Jeska. La sierpe se lanzó contra ella con la boca abierta.
Mientras rodaba por el aire, Kamahl se dio cuenta de que lo había vuelto a hacer: había sobrevivido a una muerte que se la llevaría a ella. Dio contra el suelo justo cuando la sierpe hacía lo mismo y rodó tristemente por él, consciente de que su hermana había muerto. Kamahl abrió los brazos, clavó los talones en el suelo y dejó de rodar, quedando de espaldas contra el suelo. Se puso en pie de un salto y un grito de dolor brotó de él.
Jeska aún estaba allí tirada, temblando. No quedaba ni rastro de la sierpe.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué has hecho? —Kamahl fue hacia ella, tambaleante y arrastrando los pies.
—Te he dicho que no podía matarme. —Jeska le dedicó una débil sonrisa. En cierta manera, parecía más fuerte, pero tenía la piel un poco más pálida.
Kamahl se hincó de rodillas a su lado y vio un relumbrar oscuro en sus ojos y un tono gris en la piel de su hermana.
—No estará dentro de ti, ¿verdad? ¿No la habrás absorbido otra vez? —preguntó el hermano, preocupado.
—Una vez albergué a miles dentro. Dentro de mí hay espacio suficiente para todas ellas.
—¿De qué me estás hablando? —balbuceó Kamahl.
—Yo he hecho esas sierpes de la muerte. Las he hecho matando…
—Tú no matabas. Era Phage.
—Yo soy Phage. Ella es mi reverso tenebroso.
El suelo retumbó con unos golpetazos que iban directamente hacia ellos.
Cerrando las manos, Kamahl se levantó para enfrentarse a puñetazos con la nueva amenaza.
Pero no se trataba de amenaza alguna. Ocho cascos batían el suelo, un centauro gigante galopando junto a un mulo gigante y su amazona.
—¡Ceño de Piedra! —exclamó Kamahl, aliviado—. Y… y…
—Zagorka —le susurró Jeska.
Centauro y el mulo detuvieron su galope, derrapando. El polvo se levantó en nubarrones que pasaron a su lado y se perdieron en las arenas del desierto.
—¡Debemos huir! Aquí sólo queda muerte —dijo el centauro tendiéndole la mano a Kamahl.
—Sí —respondió éste—. Tú me llevarás y que Mazorca lleve a Jeska.
—Zagorka —corrigió la anciana.
—No me va a llevar —dijo la hermana—. Me quedo.
—¡No hay tiempo para esto! —gritó Kamahl, sorprendido.
—Si huyo —dijo Jeska, suspirando lentamente—, moriremos todos. Hay una manera de que Otaria sobreviva a este día… Sólo hay una manera de que también yo sobreviva.
—No puedes hacerlo, Jeska. —Kamahl negó con la cabeza—. No puedes volver a cargar con ellos.
—No me mataron la primera vez. Volveré a resistirlo.
—Tú no hablas así —dijo Kamahl. La aferró del brazo y notó el primer cosquilleo de hostilidad bajo la piel—. Es Phage. Ella no quiere que vivas, Jeska. Quiere volver a vivir ella.
Los ojos de la mujer se encontraron con los del hombre y, por un momento, las tinieblas se retiraron. Volvía a ser Jeska.
—Sólo hay una manera, Kamahl.
—Pero todo esto… —Frunció el entrecejo—. Lo he hecho para salvarte.
—No. —Jeska negó con la cabeza, apretando la mandíbula—. Lo has hecho para salvarte a ti.
El hombre no pudo más que mirarla, perplejo.
—Y te has salvado. Has matado al hombre que fuiste una vez y has salvado a la mujer que fui una vez. Tu viaje ha terminado, pero el mío no ha hecho más que empezar. Estas sierpes de la muerte nacen de los asesinatos que he cometido, empezando por el de Seton…
—¡Seton!
—Trenzas fue quien lo mató, pero fui yo quien absorbió su fuerza vital. ¡Me llevé su vida! Así es como empezó toda esta negrura. No puedes destruir a esas sierpes, sólo yo puedo hacerlo. No puedes salvarme, soy yo quien debo salvarme. Y, para hacerlo, debo conseguir que esas cosas vuelvan a mí.
—No, Jeska.
—Volveré a salir adelante —dijo Jeska—, o moriré en el intento. Es mejor esto que morir sin intentarlo.
—¡Debemos irnos ya! —Los ojos de Ceño de Piedra refulgían de miedo.
—Vuestra última oportunidad —dijo Zagorka refrenando al mulo, que mascó el bocado.
El hombre tragó una gran bocanada de aire. Miró alrededor. Las sierpes saltaban por doquier.
—Vete, Kamahl —dijo Jeska—. Yo me quedaré. Es la única manera de salvar a Otaria.
—Ceño de Piedra —refunfuño Kamahl, con las ventanas de la nariz aleteando—, vete de aquí. Es una orden.
—Como ordenes —dijo Ceño de Piedra, inclinando aquella noble testa.
—A mí también me gustaría recibir alguna orden —intervino Zagorka.
—Fuera —se limitó a decir Jeska.
Era todo lo que la anciana necesitaba oír. Clavó los talones en los ijares de Chester y salieron disparados. El general galopó tras ella. En unos momentos se perdieron tras una nube de polvo y arena.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —se preguntó Kamahl, incrédulo, en voz alta—. ¿Quedarnos aquí tirados y esperar a que mil bichos nos ataquen y entonces absorberlos uno a uno? —Miró fijamente al desierto, donde ya pululaban centenares de sierpes—. Será demasiado tarde.
—Necesitamos a Íxidor —dijo Jeska con un parpadeo—. Para llegar a él, debemos llegar hasta ella.
—¿Hasta quién?
—Hasta Akroma —respondió Jeska, señalando al cielo.
Kamahl se acuclilló, aturdido. Sobre las sierpes estruendosas colgaba un punto de luz, una estrella que brillaba sobre un mundo abandonado.
—Pero ella ha jurado matarte…
—Ella no lucha contra mí, sino contra las sierpes de la muerte. Nos ayudará —le aseguró Jeska—. Llámala.
Kamahl se puso de pie y levantó los brazos y la voz:
—¡Akroma! ¡Protectora! Te llamamos. ¡Ven a nosotros!
El ángel flotaba por encima del frenesí de las bestias. Ya no luchaba, se limitaba a quedarse allí, levitando.
—Queremos aliarnos contigo para salvar a tu tierra y a la nuestra. ¡Akroma! ¡Ven a nosotros!
El llamamiento no consiguió traer al ángel, pero sí a otra sierpe. Se lanzó contra ellos por el mismo surco que había dejado la bestia anterior.
Kamahl lanzó una mirada desesperada hacia Jeska.
—Apártate —le siseó—. También me encargaré de ésta. ¡Tú llámala!
—¡Akroma! ¡Ven a nosotros! —gritó Kamahl en los mismísimos dientes de la sierpe de la muerte. En el último momento, se echó a un lado de un salto.
La bestia negra bajó pesadamente hacia Jeska con la boca abierta. En vez de tragársela, fue ella quien la engulló. La cabeza desapareció y luego el convulso cuello. Más de medio kilómetro de sierpe se hundió en su cuerpo como si fuera una sima. Kilómetro y medio.
Al principio, Kamahl no pudo hacer más que quedarse boquiabierto ante tan extraño espectáculo, pero luego levantó las manos otra vez.
—¡Akroma! ¡Ayúdanos! ¡Akroma!
Sobre el tumulto de las sierpes negras llegó un tenue zumbido: era el canto de un mosquito. El sonido rompió el letargo en el que se había sumido la mente de Akroma.
Alguien la llamaba. No era su creador —Íxidor se había ido para siempre—, pero sí alguien que se parecía a él.
—¡Akroma! ¡Ven a nosotros!
Bajó la mirada hacia el sonido y vio una cosa muy extraña: una sierpe de la muerte que desaparecía. Era como si se sumergiera en uno de los pozos succionadores. La cola serpenteó una vez y luego desapareció. Pero, en vez de dejar tras de sí un agujero redondo, se desvaneció a través de la figura de una mujer.
No era una mujer cualquiera. Era ella, era Phage, era la causante de todo este mal. Estaba tendida en el desierto y su hermano se encontraba de pie junto a ella, llamando con una vocecilla. A Akroma no le importaba nada el hombre, pero quería ver muerta a esa mujer.
El ángel desplegó las alas e inició el descenso. Le sentaba bien volver a moverse. Le sentaba bien volver a tener alguien contra quien luchar. Puso la lanza centelleante por delante y se dispuso a matar a Phage.
Qué parecido era este combate al del coliseo. Akroma lanzándose en picado, Kamahl protegiendo a su malvada hermana y Phage yaciendo en la arena, casi muerta. Sólo las sierpes de la muerte asolando el mundo marcaban la diferencia.
Uno de esos monstruos viró hacia ellos. En dos serpenteos más llegó hasta Kamahl. Éste saltó a un lado, dejando que la bestia devorase a su hermana. Sin embargo, las fauces nunca llegaron a cerrarse con un chasquido. El monstruo se zambulló en ella, deslizándose en la nada. Phage estaba destruyendo a las sierpes de la muerte, estaba librando la misma batalla que el creador le había asignado a Akroma.
No importaba. Ella había sido creada para destruir a Phage. Con la lanza en ristre, caía del cielo contra su mayor enemiga. En unos instantes estuvo allí.
Fue demasiado fácil. Phage ni tan sólo se inmutó. El ángel vengador dirigió la vara contra la figura inmóvil…
Y algo le pegó a Akroma y la tiró a un lado. La lanza no alcanzó a Phage y se clavó en el suelo tan profundamente que salió arrancada de las manos del ángel. Habiendo perdido completamente el control, dio vueltas como un trompo y se estrelló contra el suelo junto a la persona que se había lanzado contra ella: Kamahl. Los dos rodaron, enzarzados, por las arenas del desierto.
Con un gruñido, Akroma le dio un zarpazo en el pecho. El hombre gritó y la soltó. Ella dio una vuelta más y se levantó sobre la arena.
El bárbaro ya estaba de pie. Unos surcos profundos le cruzaban el pecho y la sangre se le escapaba por la herida del vientre. Se agazapó, listo para atacar, pero el ángel vio que el hombre tenía las manos vacías cuando las levantó.
—No puedes matarla.
—No eres mi creador —dijo el ángel, tirando de la vara centelleante clavada en el suelo.
—Sólo Jes… —Kamahl se puso ante ella—. Sólo Phage puede detener a las sierpes de la muerte.
Con un rugido de furia, Akroma le pegó un revés al bárbaro, tirándolo a un lado. A continuación arrancó la lanza centelleante y se dirigió, decidida, hacia Phage.
La mujer miró tranquilamente cómo se acercaba.
—A menos que las sierpes vuelvan a mí —le dijo, impasible—, todos nosotros moriremos. Díselo a tu creador…
—El creador ya no está entre nosotros. —Los ojos de Akroma se volvieron de la consistencia del pedernal.
—Se ha ido… —concluyó Phage, incrédula.
—Él me envió a luchar contra las sierpes y ahora se ha ido para siempre —dijo Akroma, levantando la lanza centelleante, que relumbró en los ojos de Phage.
—Su última orden ha sido que luches contra las sierpes —siguió ésta—. Entonces, ¿por qué le desobedeces? ¿Para qué destruir tu única posibilidad de matar a las sierpes?
—Porque he jurado matarte —la vara se estremeció en las manos de Akroma. Aquellas facciones angelicales eran tan duras como el granito.
—Una vez las sierpes hayan desaparecido, podrás matarme —dijo Phage, serenamente.
—Primero debo encontrar a mi amo.
—Como quieras. Terminemos con las sierpes, encuentra a tu amo y luego acaba conmigo —respondió Phage—. Haz lo que te plazca, pero antes ayúdame a derrotar a estas bestias.
Los ojos de Akroma relumbraron, furiosos, pero bajó la vara.
—¿Qué debo hacer para atraer estas sierpes hacia ti?
—Las chispas azules —respondió Phage, intentando incorporarse—. Ellas me arrancaron las sierpes. Podrán volver a atraerlas a mi interior.
—Las convocaré —dijo Akroma. Enderezó la espalda, decidida—. Hasta que vuelva el creador, mandaré en sus discípulos. Protegeré su creación.
Las alas del ángel se extendieron y batieron. La ráfaga de aire tiró a Kamahl al suelo y levantó una nube de arena aguijoneadora. Las plumas volvieron a batir y los pies de Akroma se levantaron en el aire. Un tercer aleteo y ya estaba volando por encima de la cabeza de los hermanos, hacia las alturas.
—Por el creador —dijo Akroma para sí mientras subía hacia el cielo.
Con cada impulso de las poderosas alas se elevaba más y más sobre el mundo sombrío. Estaba ascendiendo y no sólo en cuerpo. Hasta que pudiera encontrar al creador tendría que cargar con la corona de éste. Íxidor había hecho realidad ese sueño y Akroma seguiría soñando con él para que no desapareciera. Ése era su destino.
Atravesando el azul eterno, Akroma llegó a la cúspide del cielo. Levantó la lanza por encima de la cabeza y empezó a cantar.
Nunca antes había cantado una estrella sobre el mundo. Llamó la atención de todos los seres que había allá abajo. En su atropellada huida, los ejércitos en retirada volvían la vista. Los animales de la jungla asomaban la cabeza por la madriguera. Hasta las sierpes de la muerte se detenían para erguir el legamoso cuello hacia los cielos. Simplemente, tenían que ser testigos de la ascensión de este nuevo dios sobre Topos.
Akroma volvió a cantar. La melodía, sin palabras, estaba llena de añoranza por el creador. Todas las criaturas de Íxidor la oyeron y anhelaron subir a las alturas, aunque la mayoría eran terrestres y no podían levantar el vuelo. Las aves, en coros cromáticos, pasaron como un rayo por encima de las copas de los árboles, pero aquellas alas no bastaban para llegar al techo del cielo. Sólo las criaturas de la quinta esencia podrían unirse a la cantante, sólo los seres afines con las estrellas.
Los discípulos acudieron a la llamada. Parecían fuegos fatuos que emergían de las ventanas de Locus, rutilando por balaustradas y pilastras. Las chispas se congregaban en las cúpulas bulbosas y se levantaban en enjambre hacia el cielo. Siguiendo senderos trazados en el aire, surcaron el viento hacia el ángel.
La canción de Akroma resonaba en ellos y los cielos cantaban con temor y melancolía.
Las motas llegaron a ella y la rodearon. Localizaron el rostro del ángel, deambularon por las alas de éste y le atravesaron la mente. En unos instantes ya sabían qué le afligía y lo que debían hacer.
Las estrellas se desprendieron lentamente del dios ángel. Al principio, lo hicieron a la vez, como un relumbrante velo de energía que aún conservaba la forma de ella, pero luego la capa de gasa se abrió. Los discípulos rodaron por las azules escaleras del cielo, esparciéndose por las tierras de pesadilla en pos de las sierpes de la muerte.
Parpadeando como la llama de una vela, los discípulos de Íxidor se lanzaron a la frente de las bestias. La luminosidad quedó apagada por los pliegues negros de carne, pero su espíritu siguió avanzando por las lúgubres entrañas. Allí, los discípulos encontraron hambre, odio y rabia, pero siguieron buscando la esencia de los monstruos. Tenía que ser el rincón más oscuro, el deseo más cruel.
Una a una, las chispas lo encontraron: era el deseo de muerte. Clavaron los garfios en aquel horrible anhelo y tiraron de él, emprendiendo el camino de regreso.
Los discípulos emergieron de la boca chasqueante de las bestias arrastrando negras hebras tras ellos. Surcaron el cielo y convergieron, entretejiendo telarañas de poder. Los discípulos viraron en masa y se abalanzaron contra un solo blanco.
Jeska.
—Aquí vienen —dijo Kamahl quedamente.
Unos puntos de luz azul trazaron líneas por delante de los ojos del hombre. Estaba arrodillado, sosteniendo a su hermana pese al veneno virulento que ésta guardaba bajo la piel. Apenas podía soportar cogerla, con sólo tres sierpes dentro. En unos instantes, cuando llegaran las chispas azules, el contacto con ella sería mortal.
—Ya tienes lo que querías —le dijo.
—Recuérdame, Kamahl. —Jeska lo miraba con dureza, pero suplicaba con la voz—. Recuerda lo que he hecho hoy, aunque nunca más vuelva a aparecer.
—No digas esto. Tú…
Una lucecilla celeste se lanzó contra ella, le dio en la frente y desapareció, arrastrando un filamento negro tras de sí.
Jeska se estremeció cuando la oscuridad le taladró la mente. Una chispa le salió volando por los labios.
Kamahl miró boquiabierto cómo el sedal se hundía en ella más y más.
—No, Jeska… ¡no!
Con un aullido atormentado, la fina hebra se ensanchó para convertirse en una bestia enorme que se zambulló rápidamente en la mujer. Las extremidades de ésta se estremecieron y aquellos ojos brillaron con una llama maligna. Dos chispas más se escaparon de la boca aullante.
—Una más… y me habré ido, Kamahl —jadeó, tras tragar saliva—. Una más…
Las colas de dos sierpes se le deslizaron por la frente.
Kamahl se inclinó sobre Jeska con el rostro anegado de lágrimas. La abrazó por última vez y le besó la pálida mejilla.
—Adiós, hermana. —El hombre la depositó con sumo cuidado en el suelo y retrocedió.
Una cuarta chispa la golpeó, y una quinta, y una sexta. Criaturas relucientes caían en cascada del cielo. Hicieron que Jeska saltara, se retorciera y pateara. Las sierpes la estaban llenando, poseyendo, pero también curándole la herida.
Jeska se puso de pie con las manos abiertas para recibir el flujo de monstruos. Parecía una adoradora invocando a un dios.
Kamahl no pudo soportar verlo y se dio la vuelta.
Ya no quedaban más sierpes en aquel campo de batalla sembrado de cadáveres. Algunas se debatían en la jungla o el desierto. Las pocas que quedaban ya estaban conectadas por hebras negras con Jeska… con Phage. Fluían por canales astrales hacia ella.
La mujer lo estaba consiguiendo. Estaba salvando Otaria y condenándose a la vez.
Con un fogonazo azul, blanco y negro, todo terminó.
Las sierpes habían desaparecido.
Jeska había desaparecido.
Sólo quedaba Phage.
Akroma lo vio todo. Con lo que había deseado matar a esa bruja, y Phage iba y salvaba a Topos, a Locus y a Otaria.
Virando en el cielo, Akroma puso rumbo a Topos. Si Íxidor estaba en algún sitio, sería allí. Lo buscaría, lo encontraría y volvería su cólera contra la que llamaban Phage.
Kamahl estaba sentado en aquel erial de arena, la cuna de una diosa.
Phage se encontraba de pie, dándole la espalda. Aún tenía las manos levantadas hacia los cielos, aunque éstos ya habían hecho llover toda la perdición posible sobre ella.
—Phage —dijo Kamahl, respetuoso.
Ella se volvió. Aquellos ojos eran negros, ya no eran los de Jeska. Sin mediar una palabra, se alejó.
—No te eches a perder en las luchas de la Cábala —le dijo Kamahl—. He ganado tu libertad. Puedes hacer lo que quieras, eres libre. ¿Por qué no vienes a Krosa conmigo? Te daremos un hogar allí.
—Somos enemigos —le respondió ella por encima del hombro—, el salvado y la condenada.