CAPÍTULO VEINTITRÉS

JÚPITER Y ATENEA

L

a oscuridad absoluta no podía existir sin la luz absoluta. Todo el que contemplaba aquella masa convulsa de sierpes sabía que se estaba acercando una luz pura: el ángel Akroma.

Unas alas se abrieron sobre la maraña de sierpes. Aquellos apéndices emplumados perfectos relucían a la luz del sol mientras llevaban al ángel por encima del enjambre. A medida que se acercaba, se vio que las alas brotaban de unos hombros felinos y una cola moteada fustigaba el aire. En un brazo musculoso, Akroma llevaba una vara que era como una centella. Con la otra mano señalaba al amasijo de monstruos. El rostro sereno de la mujer, enmarcado por unas crines rosadas, miró la oscuridad y su mirada se hizo más intensa.

—Ya veo lo que sois. Muertes, muertes terribles. Una de vosotras es la muerte de Nivea, mi nacimiento. Una de vosotras.

Akroma giró y se lanzó en picado. Plegó las alas y puso la lanza en ristre. Cayendo de los cielos azules, gritó a las sierpes. En la fracción de un instante llegó hasta ellas.

La lanza se clavó en la espalda de una bestia, justo por encima de un bulto bajo el que se debatían criaturas vivas. Los músculos se rajaron y abrieron. La vara centelleante atravesó el amasijo y quemó la carne. Rugiendo como un jaguar, Akroma tiró de la lanza. La carne de la sierpe se convirtió en una úlcera supurante y de allí emergieron y cayeron las criaturas, aterrorizadas.

Cubiertos por aquel légamo digestivo, elfos y trasgos se arrastraron fuera del vientre del monstruo. Se deslizaron por los costados y vomitaron cerca de otras sierpes. Jadeantes, se volvieron para ver a su libertadora, pero la cara de éstos quedó presa en un gesto de terror.

Sobre Akroma se erguía, amenazadora, la cabeza descomunal de la sierpe de la muerte que había lanceado. El monstruo se echó atrás y tapó todo el sol. El ángel estaba levantando la cara para mirar cuando las horribles fauces se abalanzaron sobre ella para atraparla. Unos dientes translúcidos relumbraron alrededor de una garganta negra.

Con un solo batir de las alas, Akroma se impulsó hacia arriba. No era lo bastante rápida para zafarse de la veloz cabeza de la sierpe, pero tampoco quería escapar. Enarboló la lanza centelleante en lo alto y la hincó en el morro de la criatura. El arma atravesó el paladar, hendió la boca y asomó por la mandíbula inferior.

La sierpe chilló, agitando la cabeza adelante y atrás.

Akroma se subió a aquella cabeza convulsa mientras no paraba de retorcer la lanza, removiendo y abriendo en la carne agujeros cada vez más grandes. En unos instantes llegaría al cerebro, lo quemaría y mataría a la bestia. Esa sierpe en concreto no era la muerte de Nivea: Akroma lo habría notado. Aun así, era una abominación y pronto moriría.

Una sombra se irguió, ominosa, sobre la cabeza empalada. Akroma ni tan sólo alzó la mirada. Se levantó, dispuesta a saltar, arrancando la lanza centelleante del agujero que había abierto. Las alas de águila atraparon el aire y las garras felinas se impulsaron. Akroma se elevó justo en el momento que una segunda sierpe de la muerte cerraba la boca sobre la cabeza de la primera. Con un rápido crujido, los dientes atravesaron piel, tendones y hueso. Incluso mientras se lo tragaba, el cuerpo descabezado seguía coleando tristemente.

Akroma se alzó sobre el horrible combate. Desde donde estaba, el amasijo de sierpes parecía un cerebro enorme y negro que se extendía por un mundo imaginario y lo hacía increíble. No dejaba a su paso más que la nada. Akroma sopesó la lanza centelleante. Ella sería el gusano que royera esa maligna mente.

Dos impulsos de las alas la enviaron planeando por encima de las sierpes. Sin aminorar el vuelo, arremetió con el arma, lanceando a un monstruo tras otro. Empaló la cabeza de una criatura, el lomo de otra y el vientre de una tercera, sembrando la agonía en el túmulo de la muerte.

Buscaba una muerte en concreto. Si pudiera encontrar la muerte de Nivea, podría matar a la sierpe, destriparla desde la boca hasta el ano y ver si la mujer aún estaba viva allí dentro. La lanza centelleante volvió a morder dos veces, y dos más, probando a los gusanos, pero sin encontrar ni rastro de Nivea.

Una de las sierpes no se quedó con las demás. Se veía empujada por un instinto extraño. Las almas de los muertos gravitaban por naturaleza hacia su hogar, para quedarse allí y encantarlo, para consolar a los seres amados y aterrorizar a los odiados. Esa sierpe se iba a casa.

Se arrastró por la jungla, aplastando a un gran felino de vez en cuando. El aroma de las aguas cristalinas y la piedra caliza le llegaba desde arriba. Entremezclado con esos olores estaba el sabor del alma que había creado este sitio. La sierpe se dirigía hacia esa alma a la cual estaba unida.

Era la encarnación de la muerte de Nivea y muy pronto también sería la muerte de Íxidor.

La criatura reptó rápidamente, derribando árboles y dejando un rastro mucoso tras de sí. Los pájaros le picoteaban la carne a medida que avanzaba, arrancándole pedazos de negrura y engulléndolos… sólo para boquear y morir. Las criaturas terrestres retrocedían al ver a la bestia rastreando. Provocó una pequeña estampida entre ellas hacia la orilla del lago azul. Un instante después, la sierpe también llegó allí.

En las aguas que tenía delante se erguía un palacio glorioso, mármol blanco en lo alto y reflejo blanco a los pies. La sierpe estaba en casa, observando la manifestación externa de aquella mente a la que tanto amaba.

La gran bestia negra se arrastró rápidamente por la arena y reptó sobre las olas. La oscuridad de su piel se propagaba por el agua. A medida que esa vasta mole se adentraba más, más olas oscuras se extendían a cada costado. Aquellos movimientos ondulantes agitaron aquel lago, antes tan plácido. Muy pronto las olas se llevaron flotando un centenar de toneladas de sierpe.

Delante tenía a un hombre reluciente subido en una barcaza que se parecía a Íxidor. El barquero empezó a apartarse con la pértiga, aterrorizado.

La sierpe se limitó a abrir la boca y tragarse unos cuantos miles de litros, la barcaza y el hombre. No era él, aunque tenía un sabor muy parecido al suyo.

Llegó hasta los cimientos, unos pilones que se hundían en las aguas y mantenían en lo alto al palacio. Incluso aquellos colosales tambores de piedra olían a Íxidor. Con patas provistas de ventosas húmedas, la sierpe se aferró a la piedra lisa y empezó a trepar. El peso de la bestia hacía que las enormes paredes crujieran y se agrietaran. A medida que ascendía, la sierpe resquebrajaba la piedra y hacía caer cascotes que se perdían en el lago con un golpeteo.

La sierpe subió una columna alta, cruzó el frontón, salvó un contrafuerte y pasó por encima de un tejado que se torcía y caía. El monstruo olió la presa y siguió a través de un jardín colgante, cruzó un puente suspendido, dejó atrás una cúpula colosal y ascendió por otra torre. Íxidor estaba allí dentro.

Asomó la negra cabeza por la barandilla de una gran balconada. Se deslizó por encima de la balaustrada, apartando con un golpe las sillas y la mesita que reposaban en la terraza. Más allá, una arcada daba a un gran dormitorio, en el centro del cual se encontraba Íxidor.

El hombre temblaba. En sus ojos había algo anormal, como si estuviera loco o herido, o ambas cosas. El humano inhaló una bocanada de aire, absorbiendo las esporas negras que se desprendían de la carne de la sierpe. También la olió, porque se limitó a decir con tristeza: Nivea.

Aquel nombre espoleó a la gran sierpe. Se encorvó hacia delante, la cabeza atravesó el arco de la balconada y la cola se enroscó en la pared de la torre, dejándola perdida de baba. Aquellas patas de ciempiés triscaron por el suelo y condujeron a la bestia hacia Íxidor. Abrió la boca de par en par para recibir la comida tan ansiada.

Pero Íxidor no estaba solo. Alrededor de él había seis sombras; sus propias sombras vivas. El hombre se volvió hacia una de ellas y saltó a través de ésta, escabullándose como si hubiera un agujero en el aire. Las sombras restantes lo siguieron en rápida sucesión. Dos, tres, cuatro escaparon, y luego, la quinta.

La sierpe atacó.

La sexta se disolvió en la nada.

Los dientes translúcidos se cerraron en el aire con un chasquido. Íxidor había desaparecido, se había escapado.

La bestia cayó con un fuerte golpe, aplastando la gran cama y rasgando el dosel. Su cabeza era como una maza en aquel lugar de cristal y seda. Los dientes royeron las entrañas del dormitorio de Íxidor. El lugar estaba lleno de la fragancia de aquel hombre, y destruirlo resultaba casi tan gratificante como destruirlo a él. Sólo cuando la cámara estuvo completamente destrozada la furiosa criatura se deslizó fuera. La protuberante cabeza se escurrió por la arcada y se irguió en el viento. El aroma allí era leve, pero todavía permanecía. Íxidor aún estaba en el palacio. La bestia lo encontraría y lo destruiría, tal como había hecho con Nivea.

Por fin estarían juntos.

Akroma volaba a ras de las sierpes enmarañadas y las lanceaba con la vara centelleante. Cortó longitudinalmente la espalda de otra bestia. Aunque unas criaturas medio vivas ya brotaban de la herida, la sierpe de la muerte se enderezó, furiosa. La cabeza se irguió justo debajo de Akroma. Las alas de ésta batieron rápidamente, llevándola fuera del alcance de aquella boca ávida, volando por encima del suelo vacío.

La sierpe se lanzó tras ella y falló, abriendo un agujero succionador en las tierras de pesadilla. Siguió avanzando, incansable. Volvió a morder y rasgó de nuevo el mundo. Tres pozos, cuatro, se abrieron bajo el monstruo, que siguió corriendo en pos de Akroma.

Las alas del ángel batieron a una velocidad frenética, alejándolo rápidamente. Una sucesión de simas se abrió tras Akroma. El viento le arrancaba plumas de las alas y estaba perdiendo la sustentación en el aire. La boca de la sierpe se cerró con un chasquido justo debajo de las garras de Akroma. Un mordisco más y acabaría con ella.

La sierpe la observó, esperando el momento para lanzarse sobre ella. El ángel se impulsó hacia las alturas. Unos dientes cristalinos se unieron con un crujido, arañándole las patas traseras. Dejando caer un reguero de sangre, el ángel ascendió hacia el firmamento.

La succión del viento desapareció de repente.

Al llegar a la cúspide de su vuelo, Akroma bajó la mirada.

La sierpe estaba prisionera de la serie de pozos que ella misma había abierto a mordiscos en el mundo. Su cuerpo correoso había sido absorbido hacia ellos por cinco puntos diferentes. La criatura se debatía por liberarse, pero el chasquido de los tendones anunció lo que sucedería a continuación. Con cinco borboteos grasientos, la sierpe de la muerte se rompió en pedazos y desapareció por los agujeros.

Era el quinto monstruo que abatía. Pero aún quedaban miles. Se habían desenroscado, abandonando el gran montículo que formaban, y se esparcían sobre la tierra. Muchos se estaban regalando un banquete con los heridos de la batalla: se trataba de presas fáciles y estaban disponibles al instante. Otros perseguían a los ejércitos en retirada por las tierras de pesadilla hacia el desierto.

El creador había ordenado a Akroma que acabara con todas las sierpes. De momento se había limitado a terminar con un puñado de ellas.

Mientras las sobrevolaba, se le ocurrió una nueva táctica. Plegando las alas, Akroma cayó en picado del cielo. Se dirigió contra la cabeza de una sierpe, aunque llevaba la vara centelleante detrás, no delante. Rectificando la maniobra delante de los enormes ojos del ser, aterrizó suavemente sobre la cabeza de otro monstruo que había cerca. Éste no se enteró de que ella estaba allí, pero la primera sierpe sí.

Ésta se alzó, abriendo la boca, y amagó un par de veces, esperando que ella saltara. Pero Akroma se quedó allí de pie, sosteniéndole aquella mirada desalmada. La sierpe rampante la acometió. Las fauces de la criatura se abrieron tanto que los dientes parecían un gigantesco cepo para osos. Se cerraron rápidamente, pero sólo atraparon unas cuantas plumas en el aire. Pese a todo, los colmillos habían arrancado un gran pedazo de la cabeza de la otra sierpe.

Echándose atrás, la bestia engulló el bocado. Gargajeó y se atragantó. La muerte devoró a la muerte y le arrancó la vida. El monstruo rodó agonizante por encima del cráneo partido de su víctima. Las dos criaturas perecieron a la vez.

Eran la sexta y séptima bajas que causaba Akroma. Aleteó tentadora por delante de los ojos de su siguiente víctima y se posó suavemente en el cuello de otra bestia que había al lado. No la habían hecho para luchar así: ofrecerse como cebo para hacer que una sierpe se comiera a otra. Pese a ello, con cada ataque podría matar a dos monstruos. A ese paso, los habría derrotado en unas cuantas semanas.

Pero, para entonces, se habrían diseminado por toda Otaria.

Akroma apartó de sí la idea con un encogimiento de hombros y echó a volar.

Unos dientes se cerraron en la carne donde había estado posada y un par de sierpes más empezaron a morir.

Quizás Akroma no pudiera matarlas a todas. Quizá muriera la siguiente vez que lo intentara; pero, hasta que descubriera otra técnica más letal, tendría que revolotear de cabeza en cabeza para destruirlas.

Íxidor cayó de costado en un amplio patio de Locus, y apretando los dientes, miró el rutilante aire.

Lo siguieron sus no hombres, saltando uno tras otro por encima de la cabeza. Cinco de ellos habían escapado a través del sexto, que se cerró para siempre, manteniendo alejada a la sierpe.

No por mucho tiempo.

Agudizando la vista, Íxidor vio a la monstruosa bestia. Colgaba retorcida, titánica y malvada, de la torre más alta del palacio. La mole negra rezumaba légamo por las paredes blancas. Había hundido la cabeza en la cámara que tenía delante: era el dormitorio de Íxidor.

Mirando a aquella criatura grotesca, Íxidor despertó de su estupor. Desde que las cucarachas brotaran de Phage en voraz enjambre, había estado postrado como un hombre que sufriera un ataque de apoplejía. Parte de su mente había sido devorada. Se habían esfumado todos los pensamientos que habitaban allí. Al principio, Íxidor se había visto incapaz de moverse o pensar, pero en aquel momento ya podía hacer ambas cosas. La cólera lo había despertado.

Locus era su tributo a Nivea. Era la belleza en desafío a la fealdad, la vida en desafío a la muerte. Y en aquel momento un repugnante parásito de la muerte colgaba de ese sitio.

Íxidor se levantó. Los cinco no hombres restantes hicieron lo mismo, poniéndose de pie en medio de un hermoso jardín. Bajo los pies del creador se abrían cuatro senderos hacia cada uno de los muros blancos. En el término de cada sendero se levantaba un enorme friso con el rostro de Nivea. Cuatro Niveas miraban hacia allí.

—Mi norte, sur, este y oeste.

Había flores de cada estación plantadas alrededor de las efigies, de manera que, a medida que transcurriera el voluble año, ella nunca careciera de adornos. Eso era Locus en su mayor desafío de belleza. Era el lugar perfecto para que Íxidor combatiera contra la sierpe.

Allá arriba, en la torre, la bestia terminó la depredación y se retiró del dormitorio asolado. Balanceó la cabeza en al aire, como si olisqueara, y luego aquel nervudo ser se volvió hacia Íxidor con lenta majestuosidad. El reconocimiento relumbró en esos ojos como goterones de tinta. Girando las patas por el fuste de piedra, la bestia serpenteó torre abajo dejando un rastro de limo a su paso.

Íxidor se apresuró a buscar armas. No llevaría cosas que mataran, porque la sierpe ya encarnaba todo lo que mataba. Íxidor sólo lucharía con vida, con belleza… la esencia de Nivea.

Empezó con poco, reuniendo un gran ramo de flores frescas. El brazo del hombre sería el jarro y su propia energía vital, el agua. Era una obra de arte, su mayor arma.

La sierpe se deslizó por encima del muro del patio. Era rápida. Extendiendo aquella correosa forma sobre la travesía de guijarros, serpenteó hacia Íxidor.

El hombre se limitó a quedarse allí, esperando, rodeado por los no hombres. Tenía el ramo a punto, como si la sierpe fuera una novia a punto de llegar. Pero las flores ya no eran meras flores: habían trascendido la forma material. Íxidor había infundido su propia esencia vital a cada tallo, hoja y pétalo. El ramo se había solidificado en la forma precisa, en la orientación exacta. Completó la creación cuando ofreció las flores a la sierpe.

—Son para ti, Nivea… amor mío. Sólo para ti —dijo.

La sierpe, mojada y terrible, se irguió en el sendero y abrió la boca negra.

Íxidor se inclinó hacia ella, como un hombre que lanzara flores a una tumba. Estiró el brazo y arrojó el ramo en las fauces de la muerte.

La sierpe cerró la boca con un chasquido. Cuando la abrió de nuevo, las flores habían desaparecido. Se abalanzó sobre Íxidor.

El hombre se tiró, de lado, a través de uno de los no hombres. Los otros cuatro le siguieron. Íxidor abandonó el luminoso jardín y la negra sierpe y aterrizó en una larga sala de exposiciones. Los no hombres restantes rodaron a su alrededor mientras su camarada se desvanecía delante de la cara de la sierpe.

Íxidor se incorporó, notando la mullida alfombra de lana bajo los pies. Deseaba haber podido quedarse a ver qué pasaba con el ramo. Rodaría intacto por la tripa del monstruo y buscaría cualquier esencia de Nivea que quedase allí. El ramo la encontraría y él la encontraría.

O quizás el ramo no era más que una idea estúpida y él estaba loco de atar.

Dio la vuelta sobre sí, mirando la sala, y sus recelos se redoblaron. Igual sí que estaba loco. Sólo se había imaginado a medias aquel espacio. La larga alfombra que tenía bajo los pies estaba detallada a la perfección, pero las pinturas que colgaban de las paredes eran difusas; las esculturas, amorfas; las molduras del techo eran irregulares y éste se perdía en una neblinosa incertidumbre. Íxidor había sido consciente de que quería una sala de exposiciones en su palacio, pero había estado tan atareado creando arte vivo que había descuidado el arte muerto.

Menos mal. Así podría terminar la galería y terminar también con la sierpe.

Mientras estaba de pie entre los no hombres, el rosetón que había al fondo de la sala se rompió en añicos. Unos colmillos de cristal puntiagudos enmarcaron el medallón, allá donde un momento antes los trozos de vidrio habían teñido el sol. La sierpe lo atravesó. El vidrio abrió largos tajos en la carne correosa de la bestia mientras ésta se deslizaba hacia el interior.

Íxidor se apartó del monstruo, que cada vez estaba más cerca. Levantó la mano hacia los marcos vacíos de las paredes y proyectó allí imágenes mentales de sí mismo. Cada pintura se convirtió en un retrato fiel de sí mismo… tan fiel que estaba vivo y se movía. Los Íxidores salieron de los marcos y se mezclaron en el suelo. La muerte tendría que comérselos para poder encontrarlo.

Bajó la mano y la pasó por encima de las esculturas. Éstas tomaron forma, imágenes a tamaño real del creador. Saltaron de la peana y se quedaron mirando al monstruo que reptaba hacia ellos.

—Todos para ti, Nivea. Te doy a toda esta gente, sólo a ti.

Igual que las flores inmutables, esas obras de arte no se disolverían en el tracto de la bestia. Se arrastrarían a lo largo de éste, harían compañía a Nivea y matarían al monstruo desde su propio interior.

O quizás Íxidor estaba loco.

La sierpe no se detendría. Olió al verdadero Íxidor entre todos esos falsos y los apartó a un lado con un testarazo. Éstos se encaramaron por el hocico de la bestia y, cuando ésta les gruñó, los Íxidores le saltaron dentro de la boca. Un ejército de dobles invadió al monstruo y le fue arrancando puñados de carne a medida que se adentraban más y más en él.

Íxidor se rió. Había llegado al vestíbulo más alejado de la galería y la sierpe se arrastraba estruendosamente hacia él. Se tragó a sus asesinos sin ser consciente de esos retratos mortíferos, de la lucha de la belleza contra la fealdad. Íxidor se rió.

La gran bestia le embistió.

Íxidor se arrojó por otro no hombre y los tres restantes le siguieron. Ellos y su amo rodaron por el suelo de algún otro lugar del palacio, y el que había hecho de portal se cerró para siempre con un chasquido.

El aire siseó en los oídos internos de Íxidor. Se tapó las orejas mientras la presión se igualaba y entonces miró la profunda cámara, pétrea y oscura. Aunque él había creado ese espacio carente de ventanas, nunca había estado allí antes. No había manera de entrar en ese sanctasanctórum de las profundidades que no fuera la escalera de caracol que bajaba en espiral por uno de los pilones de los cimientos. Estaban a treinta metros por debajo del fondo del lago. Aunque la sierpe consiguiera olerlo bajo la piedra, el cieno y el agua, no tenía posibilidad alguna de meterse por el pilón para llegar hasta él. Allí estaría a salvo.

Íxidor sonrió y chasqueó los dedos. Unas luces parpadearon y se encendieron a lo largo de las paredes de piedra, mostrando una cámara opulenta con mullidas alfombras rojas. Ante él se extendía una larga y elegante mesa de comedor rodeada de sillas de respaldo alto. A un lado, aguardaba una cama con dosel y, junto a ésta, un armario ropero gigantesco. Con esa despensa enorme y tan bien surtida, un pozo séptico bien profundo, y aquellos estantes cargados de libros, Íxidor se podría quedar en esa habitación para siempre.

Se había olvidado de ese sitio y tendría que haber ido allí desde un principio. Que Topos cuidara de sí mismo. Que los mortales asolaran su mundo y, cuando acabaran, él resurgiría para vivir de nuevo.

Íxidor se dirigió decidido a la cama con dosel y los tres no hombres restantes se fueron con él. Soltando un suspiro de cansancio, se dejó caer sobre las sábanas de seda y se echó. Allí, con sus no hombres, esperaría a que la guerra acabase.

Debía de haberse quedado dormido, tenía sobrados motivos para hacerlo y derecho a ello.

Íxidor se despertó, y lo primero que vio fue a un no hombre que boqueaba ante él. Intentaba zarandearlo, pero sus manos de sobre nada podían agarrar. Sus gritos silentes tampoco habían sido lo que había despertado a Íxidor. Abrió los ojos a causa del persistente hilillo de agua que caía del dosel a la alfombra.

—¿Qué es esto? —pregunto Íxidor.

Un gran estruendo llegó desde el techo de piedra como respuesta.

Íxidor se levantó y miró la gigantesca losa. Se había agrietado. El agua manaba por la fisura y goteaba contra la cúspide del baldaquín. Mientras Íxidor lo miraba, los goterones se hicieron más y más grandes y la grieta empezó a chorrear.

—¿Qué está pasando? —Se volvió a preguntar Íxidor en voz alta. Sonaba como si algo de un tamaño descomunal estuviera excavando el cenagoso fondo del lago…

Un trozo de piedra se desprendió de la resquebrajadura. El agua brotó en un chorro transparente y se desparramó por el suelo. El chorro se hizo más grande y el techo se agrietó con el diámetro exacto de la cabeza de la sierpe de la muerte.

Íxidor se volvió y dio un paso al frente, intentando vislumbrar la escalera de salida.

La sierpe atravesó la piedra.

Bloques enormes se desprendieron y cayeron, y en medio de ellos apareció el auténtico horror. Donde poco antes caía un hilito de agua, en ese momento rompía el techo una sierpe gorda y carnosa. El agua caía en rugiente cascada a su alrededor. Las fauces del monstruo se cerraron en torno a la cama del dosel, aplastándola en un amasijo de astillas y plumas. Clavó en el suelo los dientes translúcidos mientras volvía la cabeza. Unos ojillos estúpidos se fijaron en Íxidor.

«Tendría que habérmelo imaginado. Éste no es un lugar seguro, ni siquiera en mi mente. En especial, no en mi mente», pensó el hombre.

Con una última mirada de añoranza al sanctasanctórum de las profundidades, Íxidor se arrojó a través del no hombre que había intentado despertarlo.

Cayó de medio lado en otro rincón de Locus: un teatrillo en el que nunca se había representado una obra. El creador se quedó allí tendido, jadeando. Le había ido de un pelo. ¿Es que estaría huyendo siempre?

El agua brotó alrededor de él, colándose por las piernas del no hombre. Íxidor pestañeó al ver dos regueros gemelos que corrían por el suelo. El ser no se había cerrado. Aún estaba allí de pie, era un portal entre el refugio de las profundidades y el teatro. ¿Por qué no se había cerrado? ¿Dónde estaban los demás no hombres?

Íxidor no los había vuelto a ver desde que cayera dormido. No era posible que fueran capaces de abandonarlo porque nunca les había dado libre albedrío.

Pero dos de sus no hombres lo habían abandonado. El tercero permanecía abierto, esperando a que sus compañeros saltaran a través de él. Aquel portal abierto permitiría el paso de cualquier criatura…

Íxidor se echó atrás.

La cabeza de la sierpe apareció a través del no hombre. La boca se abrió, los dientes se extendieron y las fauces chasquearon.

Íxidor no pudo apartarse a tiempo.

La boca del monstruo se cerró alrededor de él y la fría garganta se lo tragó. Todo fueron tinieblas y agonía.

La sierpe regurgitó la cabeza del no hombre.

Privado de su amo, la sombra se limitó a quedarse allí de pie, temblequeando, mientras el agua le manaba por las temblorosas piernas.

El creador se había ido.

De algún modo, Akroma lo notó mientras volaba por encima de las voraces sierpes y los pozos succionadores. El creador ya no estaba.

—Íxidor.

Ella había hecho todo lo que había podido. Estaba hecha polvo y derrengada y sólo había matado a cincuenta sierpes de la muerte. Quedaban más de un millar. Había luchado porque sabía que Íxidor lo quería, pero él la había abandonado.

Akroma ascendió al cielo inclemente.

Bajo aquellas patas de felino, las sierpes reptaban por las tierras de pesadilla y se adentraban en el desierto arenoso. Siguieron adelante, engullendo a la gente a medida que avanzaban. Asolarían el mundo de toda vida.

Akroma se quedó flotando en el cielo y contempló el fin de Otaria.