CAPÍTULO VEINTIDÓS
EL AUTÉNTICO ENEMIGO
iren bien, todos ustedes! —gritó Trenzas, entusiasmada. Puso las manos a ambos lados de la boca y chilló—. ¡Guerreros de arcilla, hombres cangrejo, medusas…! Y ahora… ¡Pesadillas vivientes! —Aullando con gran regocijo, la mujer saltó de tejadillo en tejadillo por la larga curva de la caravana.
Los carromatos formaban un amplio semicírculo en uno de los flancos del campo de batalla. Dentro, los nobles lo contemplaban todo con avidez, regalándose con aperitivos y atrocidades, bebiendo vino y embebiéndose con sangre. Su apetito no había hecho más que aumentar con la repentina aparición de los monstruos entre ellos. Aunque unos cuantos pasajeros de alcurnia habían muerto, se terminó con las bestias rápidamente y los nobles restantes lo consideraron un espectáculo emocionante. ¿Por qué preocuparse por la muerte cuando era la de cualquier otro…? …Y, para postres, ¿había tantas estrellas para divertirlos? Los empleados se encargaban de satisfacer hasta el último de sus deseos y Trenzas se afanaba por entretenerlos.
—La muerte se ha cobrado un precio de seis mil tan sólo en nuestro ejército, pero ¡han muerto más de diez mil enemigos! Para los que hayan hecho apuestas sobre muertes particulares, guarden su boleto. Conoceremos a los afortunados ganadores cuando hayamos identificado todos los cuerpos.
Trenzas hizo una pausa y contempló el campo de batalla. Se acercaba algo muy grande, algo que salía como un hervidero del interior de Phage. Se estaba congregando sobre ella, revolviéndose en una nube negra y devorando el aire allá donde se extendiera. Trenzas ya lo había mencionado, pero, hasta que el horror se formara por completo, necesitaba procurarse una distracción más inmediata.
—¡Vuelvan todas las miradas hacia Kamahl! Es fácil de ver, hay dos. Muchos de ustedes reconocerán al antiguo Kamahl, de piel bronceada y mirada sangrienta, un bárbaro de la tradición párdica… ¡El que ha matado a muchos, a Cadenero, a Jeska!
Una ovación espontánea respondió a la arenga y Trenzas les dedicó una cabriola, complaciente.
—Y otros conocen a Kamahl de Krosa, un druida de la tradición silvana… El que ha creado a miles, a serpientes gigantes y a Ceño de Piedra.
Respondieron más aplausos.
—Hagan sus apuestas. ¿Quién es más poderoso? ¿El antiguo Kamahl o el nuevo? Todos deseamos escapar de nuestro pasado, pero Kamahl no tiene más salida que matarlo o morir en manos de éste. ¡Hagan sus apuestas!
Kamahl trazaba un círculo alrededor de su doble, cautelosamente, manteniendo el hacha de piedra delante de él. Su auténtico enemigo —él, él mismo— estaba agazapado al otro extremo de esa arma.
Una cosa era matar a docenas de falsos yoes, y otra cosa muy distinta, enfrentarse a su verdadero yo.
Aquel hombre era alto y musculoso y no tenía ni un dedo de grasa bajo esa piel que relucía como el bronce pulido. La cabeza afeitada parecía un ariete de asedio, y la armadura roja, el caparazón de una araña esbelta. Nunca se había enfrentado a un rival tan brutal y sediento de sangre. Jamás se había enfrentado al hombre que él mismo había sido.
Kamahl inspiró. Buscó con el alma el bosque perfecto que tenía dentro.
Con un gruñido feroz, el bárbaro rojizo se abalanzó hacia él bajando el espadón con un estruendo. Él extraía el poder de esa hoja. Ninguna arma del mundo podría parar ese golpe y ninguna armadura repelerlo.
Kamahl dio un paso a un lado. Había mejorado mucho su técnica desde que había sido ese bastardo zancudo.
La espada del Mirari pasó por su lado como un relámpago y clavó la punta en el suelo. El peso de ésta desequilibró al bárbaro hacia delante.
El hacha de Kamahl estaba en mala posición para golpearlo, pero no así la bota de éste. La levantó y le propinó al hombre una patada brutal en la barriga. El guerrero retrocedió, arrastrando la espada consigo.
—Me avergüenzo de ti, de lo que me he convertido —dijo el bárbaro—. Yo nunca habría recibido un ataque con el arma en la posición incorrecta de defensa.
—Y yo me avergüenzo de ti, de lo que una vez fui —contestó Kamahl arqueando una ceja—. Yo nunca habría puesto todas mis fuerzas en un solo ataque, por terrible que fuera.
—¿Ah no? ¿Acaso no es eso lo que has hecho con tu ejército? —le provocó el hombre broncíneo. Y cargó de repente. Esgrimió la espada en un amplio tajo de abajo arriba, demasiado raso para agacharse y demasiado alto para saltarlo.
Kamahl volvió a usar la bota. Pegó con ella en la parte plana de la hoja y la empujó hacia el suelo, pero el brazo del bárbaro era demasiado fuerte. La hoja prosiguió la acometida. Cargando todo el peso en la hoja, Kamahl se subió en ella. Pese a que la espada pasó por donde había estado su cuerpo un momento antes, Kamahl mantuvo el equilibrio sobre ella y con el otro pie le propinó una patada al bárbaro en la garganta. Continuó el movimiento, dando una voltereta hacia atrás y cayendo fuera de su alcance, entre montones de muertos.
Tambaleándose, el bárbaro rojizo lanzó un escupitajo. Sangre y saliva dieron de lleno en la cara de un elfo muerto.
—Soy tu peor pesadilla.
—Todo lo malo que una vez fui —accedió Kamahl.
—No, soy todo lo bueno que una vez fuiste. No soy tu peor pesadilla porque sea menos que tú, sino porque soy mucho más que tú.
Esas palabras llevaban el aguijón de la verdad. ¿Había trascendido a su depravación anterior o había caído de su gloria pasada? Con la incertidumbre, perdió el equilibrio. Se echó atrás demasiado tarde.
La espada, aquella arma enorme y brutal, cortó el aire y se hincó en el brazo donde Kamahl llevaba el escudo. El tajo llegó hasta el hueso y le habría amputado todo el miembro de no haber saltado atrás el druida. Repitió la maniobra, saltando por encima del cuerpo de un rinoceronte muerto. Cayó con el hombro contra el suelo y la sangre le chorreó de la herida. Tendría ese brazo inutilizado hasta que el hacha pudiera obrar la sanación.
Pero no había tiempo para curaciones en medio de aquel combate. Kamahl se apoyó en el lado bueno y se arrastró hacia atrás con el codo y el pie.
El bárbaro apareció, amenazador, al otro lado del animal muerto. La sangre se deslizaba por el ancho filo y el Mirari que había debajo parecía un ojo inyectado en sangre.
–Mírate —rió el hombre—. No has encajado más que un golpe de nada y ya estás tirado, desangrándote por el corte que te he hecho yo y… —movió los ojos hacia la herida gangrenosa que le cruzaba el vientre a Kamahl—… el que te hizo tu hermanita.
Kamahl intentó incorporarse. Acomodó el hacha sobre el brazo herido.
—Sólo un loco intenta enmendar los viejos errores. —El guerrero broncíneo se puso encima del rinoceronte y volvió a reírse—. Sólo un loco asume responsabilidades en un mundo irresponsable. La Naturaleza ha puesto una boca contra otra para ver quién se come a quién. Los depredadores no pierden el tiempo con lloriqueos.
Kamahl consiguió ponerse en pie. Tantos cadáveres le entorpecían. Con la mano buena sostenía el hacha apoyada en la herida, esperando contra toda esperanza que la sanase. No había escapatoria. Aun así, intentó ganar tiempo.
—Mírate. Subido en lo alto de tus víctimas.
—Sí —respondió su antiguo yo levantando la espada del Mirari por encima de la cabeza para asestarle el golpe de gracia—. Y tú serás un podio bastante triste. —Dejó caer la espada contra la cabeza del druida.
Kamahl golpeó con el hacha. Era un golpe débil, nunca podría haber atravesado la armadura del hombre, pero sí que atravesó la piel del rinoceronte. La sangre empezó a manar hasta llegar bajo los pies de su enemigo.
El hombre resbaló. La espada del Mirari pasó rozando la frente de Kamahl y se enterró en la panza del animal. Deslizándose sobre las entrañas, el guerrero cayó de espaldas y perdió el arma.
Kamahl dejó caer el hacha y se estiró hacia delante. Agarró con la mano buena la empuñadura de la espada del Mirari y la utilizó para hacer palanca y auparse hasta la bestia empalada. Tocó desmañadamente el suelo con los pies y arrancó de un tirón la hoja. Ésta se liberó, trazando un arco rojo. Kamahl rugió y la espada del Mirari se abalanzó contra su antiguo corazón.
El filo hendió la armadura, atravesó el cuerpo y se hundió en el suelo. La pesadilla quedó empalada en la tierra.
Con un súbito destello, el hombre se encontró de nuevo en el Bosque de Krosa, erguido sobre Laquatus. Aquel momento estaba ligado a éste. Desde que Kamahl había optado por matar al tritón en vez de salvar a Jeska, había luchado por exorcizar aquel momento letal. En ese instante, erguido sobre su propio yo muerto, por fin lo había conseguido.
La espada del Mirari se estremeció y desintegró, regresando al sueño que la había engendrado. Y también se desvaneció el cadáver, pero la herida permaneció.
Tapándose la hemorragia con la mano, Kamahl miró más allá y vio una escena espantosa.
Jeska estaba arrodillada bajo una plaga de insectos negros.
Casi la había dejado morir otra vez. Aferrándose el brazo herido con un puño ensangrentado, fue rápidamente hacia ella.
—¡Jeska!
Ella levantó la mirada, con los ojos poseídos, y le vio. Era la primera vez desde lo de Krosa que lo veía de verdad. Jeska volvía a ser la misma.
—Kam… —le suplicó, pero el nombre fue interrumpido por un bulto negro que se abrió paso a través de la boca de la mujer y se fue volando hacia la nube tempestuosa.
Caminando con dificultad por un laberinto de muertos y moribundos, Kamahl llegó hasta su hermana. Estaba arrodillada, vomitando la negrura de su alma. Con cada animal que se le escurría entre los dientes y levantaba el vuelo, el rostro de Jeska perdía algo de su palidez cadavérica. Sin saber muy bien si ayudar o no, Kamahl se arrodilló a su lado y la arropó con el brazo sano.
—Has vuelto —dijo costosamente—. Sabía que estabas allí; viva, pese a toda esa muerte.
—Ha sido… una cárcel… —asintió, consiguiendo mascullar entre una cucaracha y otra—. Phage es la peor parte de mí… mantiene cautiva la mejor parte.
—¿De dónde viene todo eso, toda esa negrura? —preguntó Kamahl mientras veía cómo emergía un insecto tras otro.
No le pudo responder, tan atragantada por las cucarachas como estaba. La horrible cascada terminó por aminorar y detenerse. El último mal brotó de la boca de Jeska y ésta se hizo un ovillo en el suelo, como un perro enfermo.
—Hermana… —Asintiendo con la cabeza, Kamahl levantó a Jeska en un delicado abrazo.
—Ceño de Piedra estaba aquí… ha ido a buscarte… —Empezó a sollozar—. Mi estómago… la vieja herida.
El hombre se echó hacia atrás y vio esa laceración zigzagueante. Aunque se había mantenido cosida por la magia negra de Trenzas, la herida se había vuelto a abrir por completo. Jeska estaba casi tan muerta como el día que Kamahl la había abandonado.
—Tenemos que encontrar un curandero. —El hombre buscó con la mirada entre sus soldados con la esperanza de ver a un sanador—. Quizá mi hacha…
—¿Dónde está el hacha? —le preguntó Jeska, agotada.
—No lo sé —murmuró Kamahl. Echó un vistazo por el campo de batalla. Un impulso de rebelión le gritaba que fuera a buscarla—. No importa. No voy a dejarte.
—Necesitamos el hacha —dijo su hermana—. No sólo para curarme. También para luchar —señaló la nube vertiginosa.
—¿Matar cucarachas con un hacha?
—No son cucarachas. Ya no.
Los insectos estaban cayendo del convulso enjambre. Chocaban contra el suelo con un golpetazo, uno tras otro, como trozos de carne. Los élitros se rajaron y rezumaron, y la carne del interior creció. Los insectos se estiraron en largos haces de músculos que reventaron y se convirtieron en pupas, como si los animales adultos estuvieran revirtiendo en formas más primitivas. Las pupas, a su vez, se alargaron hasta ser negros gusanos y éstos también crecieron hasta alcanzar el tamaño de un hombre, de un arbolillo, de un árbol; y en poco tiempo ya no eran gusanos, sino sierpes tan descomunales que empequeñecían hasta a las serpientes gigantes.
Cada uno de esos seres negros se hizo tan ancho como una casa y de una legua de largo. Las cabezas eran una masa de púas carnosas y las bocas eran unos agujeros enormes y colmilludos que parecía que fueran a devorar el mundo. Dos veintenas de esas criaturas ya llenaban las tierras de pesadilla y, sin detenerse un instante, más cucarachas se estampaban contra el suelo y empezaban la metamorfosis.
—¿Qué son? —gritó Kamahl, sorprendido.
—Son mi peor pesadilla. Son la gente que Phage ha matado, que yo he matado. Una sierpe por cada muerto. Sierpes de la muerte. Los ojos de Jeska, tan efímeramente iluminados por la esperanza, ya no reflejaban más que la oscura maraña de monstruos.
La primera de tales bestias alzó la cabeza por encima de los campos cubiertos de muertos. El ejército verde se amedrentó ante ella. Como una cobra que se enderezara antes de atacar, la sierpe de la muerte se balanceó durante un momento y se abalanzó sobre ellos cerrando las fauces.
Agarró a una serpiente gigante por la cabeza. Se oyó un crujido y los dientes le atravesaron la cavidad craneal.
La serpiente se retorció, lacerando y aplastando con su cuerpo a los guerreros que tenía cerca.
La sierpe de la muerte tragó y la peristalsis arrastró al reptil garganta abajo. La otra criatura no había muerto, y sus espasmos continuaron a medida que descendía. Los costados de la sierpe se abultaron, mostrando los ciegos contornos de la cabeza de la serpiente. Con una sacudida final, la sierpe engulló la cola convulsa.
Se alzó otra sierpe, que atrapó a un rinoceronte con una boca brutal y el paquidermo desapareció. La sierpe se retiró, tragando, y otros miembros de su especie se irguieron para darse un banquete.
Las legiones aliadas se retiraban. Habían aguantado el tipo contra metamorfos, hombres cangrejo, medusas e incluso contra su peor pesadilla, pero esas sierpes…
Kamahl se inclinó, recogiendo a Jeska con el brazo bueno. La extremidad herida le colgaba inerte del costado, pero aún tenía la fuerza suficiente para levantar a su hermana. Era tan ligera como un gorrión herido. Acunándola contra el pecho, Kamahl se levantó, tambaleante.
El movimiento llamó la atención de una sierpe de la muerte. Ésta se levantó, meciéndose hipnóticamente. Abrió la boca y una saliva más negra que la tinta goteó entre sus dientes.
Kamahl se dio la vuelta y echó a correr por el osario. Tras saltar como pudo por encima del cuerpo de un gigantopiteco, Kamahl fue a caer en medio de las partes aún convulsas de una patrulla de zombis.
El aire silbó. La sierpe se abalanzaba sobre ellos.
—¡Agárrate! —gritó Kamahl. Apretó a Jeska todo lo que pudo contra él y ella se le abrazó al cuello. El hombre tenía los ojos clavados en el cadáver de un centauro gigante que tenía justo enfrente. Si tan sólo pudiera llegar hasta él…
Una vaharada de olor a tumba se les venía encima.
El hombre saltó. Él y Jeska apenas salvaron por los pelos el enorme cadáver y rodaron por encima de él. Cayeron de bruces en el suelo que había más allá de éste.
La boca de la sierpe de la muerte golpeó violentamente alrededor del centauro gigante. Los dientes del monstruo se hincaron en el suelo como azadones. Un hocico de carne negra y correosa se acercó a la pierna de Kamahl. Los ojos esféricos de la sierpe miraron al hombre, hambrientos. Los músculos de la mandíbula se flexionaron y los dientes se arrastraron por el suelo levantando toneladas de tierra. Empezó a oírse un extraño siseo alrededor de aquella descomunal cabeza y la tierra voló hacia ella. A medida que la sierpe se incorporaba, la succión no hacía más que crecer. Una ventolera entraba arremolinándose por el agujero que acababa de dejar el mordisco.
La sierpe había roído el mismísimo tejido de las tierras de pesadilla. Había dejado allí un pozo de succión. En el interior de éste sólo había la nada.
Kamahl se agachó, sujetándose contra los voraces vientos. Jeska se aferró a él, aunque las manos se le debilitaban por momentos. Kamahl se agarró al suelo y esperó a que el viento comenzara a amainar.
La sombra que se alzaba sobre ellos le informó de que no podría esperar mucho rato. Otra sierpe se levantaba.
Kamahl se arrastró fuera del alcance del agujero succionador con su hermana aún asida. Una vez dejó atrás los peores vientos, se puso de pie como pudo y echó a correr.
El hombre consiguió escabullirse por el lado de un rinoceronte descornado justo antes de que la sierpe de la muerte cayera y lo devorara. Se abrió un agujero colosal donde había estado el cuerpo, y el aire era succionado a través de la abertura. Kamahl se mantuvo en pie y echó a correr.
Volvió a oírse el sonido silbante; subió de tono y el druida saltó hacia el otro lado. Con un estruendo ensordecedor, la sierpe de la muerte chocó contra los cadáveres que había justo a su lado.
No hacía más que correr. Se abrieron agujeros en el suelo, arrastrando cuerpos hacia su interior. Otra sierpe se abalanzó, y otra, y Kamahl se zafó cada vez por un margen más estrecho.
Un centenar más de pasos a la carrera y saldría de las tierras de pesadilla, donde quizá pudiera dejarse caer y descansar… Pero, para entonces, Jeska moriría.
No podía pensar en eso en aquel momento. Sólo podía correr.
Alrededor de él no paraban de caer sierpes de la muerte.
—¡Muerte! ¡Carnicería! ¡Destrucción! —cantaba Trenzas en un delirio de locura. Dio una voltereta de espaldas por encima de la caravana—. ¡Sorprendente! ¡Increíble! ¡Ineludible!
Tenía razón. Una sierpe de la muerte cayó encima de un carromato cercano tragándose el vehículo y al noble que había dentro.
—¿Quién quiere apostar por su supervivencia? —gritó la mujer, saltando a la arena. Se fue dando botes por la curva de caravanas mientras las sierpes de la muerte le robaban los clientes—. Les doy cincuenta contra uno. Si sobreviven, serán ricos. Si no, ¡tampoco les importará un comino!
Era una apuesta excelente, pero nadie parecía interesado. Los nobles corrían en todas direcciones. Gente que no había dado un solo paso en todo ese viaje, estaba a punto de dar cientos. Ya no se escondían como cobardes en sus carromatos.
Corrieron.
Cayeron.
Murieron.
Trenzas negó con la cabeza en un paroxismo de tristeza. Todo ese dinero perdido… ¡Si al menos hubieran aceptado la apuesta!
—¿Adónde van? Pero si esto es lo que se merecen, lo que habían venido a buscar. ¿Querían muerte? Yo les traigo la muerte. —Trenzas se enfurecía más y más mientras pasaba corriendo por los carromatos volcados y medio masticados que derramaban cuerpos vivos y muertos. ¿Acaso no lo entendían? Eso había dejado de ser un mero espectáculo. Era arte—. Hay tan poca gente que aprecie el arte.
Trenzas sí. Abandonó a los clientes; al fin y al cabo, ya les había sacado bastante dinero. En vez de ayudarlos, se volvió hacia las sierpes y las contempló mientras lo devoraban todo.
—¡Qué hermosura!
La carne de las criaturas era como la suya, sus apetitos… eso sí que eran amigos, seres a los que comprendía. Seguro que ellas también la comprendían.
Una de las colosales bestias se abalanzó para atrapar a un hombre que la invocadora tenía al lado. Trenzas aprovechó la oportunidad para subir de un salto a la cabeza del monstruo. Mientras la sierpe masticaba, se aposentó en ella aferrando las púas carnosas. Cabalgaría en esa sierpe durante la batalla. Sólo esperaba que el apetito del bicho se mantuviera.
—¡Vengan todos y cada uno! ¡La muerte los llama a todos! Experimenten la emoción más fuerte de su vida… ¡el fin de toda una vida! —gritaba Trenzas mientras cabalgaba sobre la rauda sierpe.
Zagorka fustigaba a Chester, aunque el mulo no necesitaba de ningún aliciente para correr.
Una sierpe de la muerte chocó con estruendo contra el suelo que tenían delante. El monstruo se levantó, dejando una sima que al succionar generaba un viento que era como el gemido de los condenados. Otra sierpe cayó cerca de allí, cerrando los dientes alrededor de una patrulla de trasgos.
—¡La muerte pega unos mordiscos de aúpa! —gritó Zagorka.
Chester mostró su conformidad con un resoplido.
La sierpe tiró y soltó y dejó de morder, abriendo un pozo rugiente.
—¡La muerte apesta a base de bien!
Chester asintió con la cabeza, amargamente.
—Y yo que creía que ya nos habíamos enfrentado a nuestra peor pesadilla.
Y así había sido. La peor pesadilla de Chester era un tipo gordo como una ballena que se empeñaba en montarlo. Y, cosa interesante, la de Zagorka era el mismo hombre intentando hacer lo mismo con ella. Habían unido fuerzas contra él. Los cascos del mulo patearon el trasero del hombre mientras que las botas de Zagorka hacían lo propio por el otro lado y a la misma altura. En menos que canta un gallo, pidió clemencia, cayó muerto y desapareció por completo.
Sería una ironía absoluta haber sobrevivido a esa atrocidad sólo para morir ante ésta.
Una sierpe de la muerte se abalanzó sobre ellos con la boca abierta en toda su extensión, y les cayó encima. El campo de batalla, caldeado e iluminado, fue engullido en una fría negrura.
—¡Nos está devorando! —gritó Zagorka, mirando desesperada las fauces a su alrededor. Levantó la mirada hacia el esófago de la perdición y vio un gran velo de negrura—. ¡La campanilla!
Aquella estalactita pendulante golpeó en la grupa de Chester y éste soltó una coz. Un par de cascos gigantes dieron contra la trémula carne.
La sierpe tuvo una arcada. Sus tendones se convulsionaron y de aquel esófago frío y cavernoso manó un profundo gorgoteo. Un torrente de vómito viviente empezó a ascender. Por la garganta del monstruo llegó rodando un amasijo de extremidades que se debatían y de bocas abiertas. La marea glutinosa arrambló con Chester y Zagorka arrojándolos al suelo. La sierpe reculó y los dejó allí tirados.
Durante un momento de perplejidad, las criaturas que conformaban aquel montículo legamoso miraron a su alrededor, atónitas. Luego se separaron como pudieron y echaron a correr.
Inexplicablemente, Zagorka había conseguido mantenerse subida en Chester. El enorme mulo salió disparado a toda velocidad hacia el desierto. Los cascos de otra criatura resonaron a la carrera a su lado. Sólo cuando Zagorka consiguió limpiarse la baba de los ojos reconoció al centauro.
—¡General Ceño de Piedra! ¿Tú también estabas en el vientre de la bestia?
El hombre equino no respondió y se limitó a mantener su famosa testa hacia el campo abierto que se abría por delante.
—¡Hasta el poderoso Ceño de Piedra huye! —La anciana dejó escapar una risotada.
El general gruñó, irritado.
—No te avergüences. Nadie puede reprocharte que huyas de la muerte.
—No me avergüenzo —masculló el centauro gigante.
No había nada más que decir. Anciana, mulo y hombre caballo corrieron por su vida en un silencio hermanado.
Kamahl salió a duras penas de las tierras de pesadilla. Dio diez pasos tambaleantes en la arena antes de darse cuenta de que no podía dar ni uno más. Kamahl se hincó de rodillas y dejó a su hermana en el suelo con toda delicadeza. Se inclinó sobre ella envolviéndola con su protector brazo. Era un gesto fútil puesto que si un rinoceronte quisiera arrollarlos, lo haría sin ningún problema.
Las legiones aliadas estaban en completa desbandada y corrían en estampida hacia el desierto. Trasgos, esclavos, serpientes ardillas, elfos, enanos y todas las criaturas supervivientes rebasaron a toda prisa a Jeska y a Kamahl. Pies y cascos batían el suelo y el clamor iba acompasado por el descomunal estruendo de las sierpes de la muerte. Éstas se erguían, mordían y avanzaban implacables. Nadie podría detenerlas. Hasta el último ser vivo huyó y deseó que las pesadillas de Íxidor no pudieran escapar de las tierras oníricas.
—No nos pasará nada, saldremos de ésta —dijo Kamahl, aferrando a su hermana.
—Vete tú, vete. No debes morir —respondió Jeska, negando débilmente con la cabeza.
—El hermano que te hubiera abandonado ya está muerto —aseguró Kamahl con un profundo suspiro—. Esta vez no te dejaré aunque muramos los dos. He venido a salvarte.
—Y me has salvado —unas lágrimas asomaron en los ojos de Jeska—. Pensaba que morir en Krosa era el peor destino que podía sufrir, pero ahora sé que hay cosas mucho peores, muchísimo peores.
Asintiendo, Kamahl miró por encima del hombro. El campo de batalla se estaba vaciando. Sólo quedaban unos cuantos cientos de almas entre ellos y las voraces sierpes.
—¿Crees que puedes correr?
Jeska negó tristemente con la cabeza.
—¿Y caminar?
—No lo creo.
—Al menos estaremos juntos —esbozó una sonrisa tensa. Bajó la mirada, la miró a los ojos y vio en ellos el cariño y algo más… un brillo que llevaba la esperanza—. ¿Qué es eso?
—Mira —señaló ella.
Allí, sobre el montículo tumultuoso de sierpes de la muerte, flotaba una visión: era una criatura maravillosa, de blanco, que llevaba una lanza grande y reluciente.
Los hermanos gritaron al unísono:
—¡Akroma!