CAPÍTULO VEINTIUNO

LECTURA MENTAL

P

ara Íxidor aquello no era una guerra sino una pesadilla, ya que el campo de batalla se encontraba en su propia mente.

El cuerpo del creador estaba sentado, con las piernas cruzadas, en la balconada más alta de Topos, pero su espíritu corría furioso entre los ejércitos enfrentados. Había impuesto la geometría de su subconsciente a la real y con ello había plegado el espacio y estrangulado el tiempo. Como armas, había llevado sus sueños más retorcidos. Como guerreros, trozos de sí mismo. El ejército de hombres grises de Íxidor se había levantado de su propia materia gris y, al tocar a los enemigos y tomar su forma, el creador aprendía de ellos.

Sólo quedaba un centenar de hombres de masilla y la mayoría de ellos se escondía en la caravana de recreo. Mediante sus oídos, oía el aplauso y las risas, el vino manando y la comida humeando. La guerra no debería sonar así.

Íxidor necesitó algún tiempo para asimilar todo lo que había aprendido y preparar así a sus guerreros quitinosos, la agresión encarnada. Podrían luchar precisando sólo de una atención mínima.

El hombre cerró los ojos y dejó que un sentimiento de irritación fluyera por él. La cólera hormigueó hasta en su última terminación nerviosa. La emoción llegó hasta los confines de Claros Verdes y despertó a un ejército de bestias de hombros nudosos y patas demacradas.

Los caparazones se estremecieron y las patas se desplegaron. Los cuerpos acorazados se alzaron entre las ramas de los árboles, arrancando la corteza con las pinzas. Un ejército de cangrejos gigantescos caminaba de repente entre las frondas, dirigiéndose a las tierras de pesadilla. Unas lucecillas rojas relumbraban en sus ojos en busca de enemigos, y los haces atravesaron el erial en dirección a los invasores.

Los rayos trazadores ascendieron por las piernas de las criaturas: equinos, elfos, reptiles y trasgos; encontraron los ojos que los contemplaban desde allí y se centraron en ellos. Los guerreros cangrejo brotaron de la linde de la jungla. Las pinzas chasqueaban, las piezas bucales sonaban como tijeras, las piernas raspaban… en un rugido restallante mientras las criaturas descendían.

Íxidor sonrió. Siempre le sentaba bien pasar del miedo a la furia.

Corrían sobre cuatro patas, poniendo las demás en ristre como lanzas mortíferas. Las pinzas aserradas chasqueaban frenéticas en lo alto.

El primero de los cangrejos, una bestia patilarga que se había puesto al frente, arremetió contra los invasores. Las brutales patas atravesaron cabezas, pechos y vientres de elfos y luego lanzaron por los aires a los agonizantes seres. Las pinzas se cerraron con un crujido alrededor de cuellos y los cortaron. El cangrejo se abrió camino por la primera línea, devorándola.

El contingente de elfos se apartó y un rinoceronte cargó por el centro. El ariete que le habían colocado en la testa se abrió camino a topetazos por el bosque de patas quitinosas. Golpeó el vientre de la criatura, quebrando el caparazón y rompiéndolo en mil pedazos.

El cangrejo cayó de espaldas, arañándose el cuerpo destrozado con las pinzas. Moriría, sí, pero antes se había llevado a seis enemigos por delante. Más camaradas acorazados embistieron las líneas un instante después y las rompieron con la misma brutalidad.

Íxidor abrió los ojos y miró, abstraído, el cielo azul cuajado de medusas.

¿Por qué harían eso sus enemigos? ¿Por qué se habrían aliado la Cábala y Krosa, enemigos de siempre, para matarlo? ¿Sería verdad que todo eso era por Phage?

Estas preguntas espoleaban la parte más frágil de la psique de Íxidor. Matar a Nivea había sido una locura. Y marchar con dos ejércitos para matarlo a él, también…

Las medusas colgaban ahí, lánguidas, en el cielo vaporoso.

Íxidor cerró los ojos. Hizo a un lado las preguntas y dejó que la cólera emergiera.

Aquellas bestias hermosas y radiantes ya no se limitarían a estar suspendidas allí. Que luchasen. En su ojo mental, Íxidor las reunió en una amenazadora nube tormentosa. Formaron una enorme línea borrascosa de cuerpos gelatinosos y flotaron hacia el campo de batalla. Bajo ellas, los tentáculos se extendían en una lluvia aguijoneadora. Las bestias que no cayeran ante los caparazones caerían ante esto.

Mediante los oídos de la gente de masilla, Íxidor oyó las exclamaciones de temor de los miembros de la caravana. Acababan de avistar a las medusas. Algunos, sin embargo, aplaudían emocionados mientras las bestias se cernían sobre la batalla.

Los tentáculos se arrastraban entre las caras levantadas de los soldados. Los trasgos se hacían un ovillo y morían, mientras que los elfos gritaban y se agarraban los ojos cegados. Los centauros aferraban los tentáculos, intentando arrancarlos, pero sólo conseguían perder el control de sus propios apéndices.

Los espectadores se reían tontamente mientras hacían apuestas y recogían ganancias.

Íxidor ya no podía soportar aquellos sonidos que estaban tan fuera de lugar. Ordenó a los hombres de masilla que los matara a todos.

Y así lo hicieron. Disfrazados con las galas de los nobles, los seres grises salieron de las caravanas y mataron y mataron. Las crueles risotadas se convirtieron en gritos de terror, y el borboteo del vino en el de la sangre. Esos sonidos sí que se correspondían con una batalla. La gente de masilla mató a unas cuantas decenas de clientes de lujo antes de que los destruyeran, pero tanto risas como gritos murieron en el silencio.

Por fin Íxidor podía pensar en paz.

Abrió los ojos. Los cielos azules volvían a estar limpios. Donde había habido medusas sólo quedaban ya los discípulos de Íxidor, como estrellas diurnas que giraban a su alrededor.

¿Todo eso sería por Phage? ¿Y si ella era tan víctima como Nivea?

Íxidor tuvo un escalofrío. De ser ése el caso, nadie lucharía por lo que era justo. Estaban todos equivocados, todo esto era una locura. Si el campo de batalla era la propia mente de Íxidor, él era el más loco de todos. Y cuanto más se recrudecía el combate, más loco se volvía.

El hombre ya había utilizado sus peores pesadillas, pero los invasores no cedían. Era hora de enfrentarlos a las peores pesadillas de ellos mismos.

—Venid a mí —dijo Íxidor alzando las manos al cielo.

Los discípulos chispeantes se arremolinaron en los brazos levantados. Se abalanzaron contra la frente del hombre y una cascada de energía lo atravesó. Las mentes le tocaron la mente, supieron lo que él sabía y desearon lo que él deseaba. Íxidor abrió la boca y las vertió.

Entre el cielo cerúleo y el lago azur, las chispas salieron disparadas como flechas. Aunque silenciosos y pequeños, eran los guerreros más crueles de todos los de Íxidor. Se sumergirían en la mente del enemigo y le arrancarían los miedos más enterrados.

Mientras Íxidor miraba cómo los discípulos se esparcían por el mundo, se preguntó si alguna criatura sobreviviría a esta batalla y si los supervivientes serían algo más que dementes.

¿Qué clase de monstruo crearía esos monstruos?

Kamahl cortó un tentáculo que le tanteaba. El apéndice cayó al lado del hombre sangrando veneno urticante. A no ser por el hacha que asía, el poder del crecimiento y de la muerte, ya haría rato que estaría muerto. Aun así, aquello era el infierno… sufrir una agonía y no poder morir.

Zafándose como pudo de la medusa, Kamahl buscó cobertura. La bestia gigante lo seguía, y su única escapatoria estaba bloqueada por un guerrero cangrejo.

Ah, un enemigo sólido, para variar.

Con un gruñido, Kamahl se abalanzó al ataque. El hacha tajó una pata del cangrejo. Trazó un segundo arco con el arma bajo el animal y cayó cercenada una segunda pata y una tercera. Kamahl se agazapó debajo del cuerpo del monstruo como si se tratara de un parasol.

La medusa los alcanzó y vertió una lluvia de veneno encima del cangrejo. Al menos, debajo de la convulsa criatura, Kamahl estaba a salvo… relativamente.

¿Qué clase de monstruo era Íxidor?

«Era el compañero de una mujer a la que maté, una mujer que era clavada a Akroma», había dicho Phage. Ella había matado a la amada de Íxidor. Era indudable que aquella muerte tenía algo que ver con todos esos horrores.

«Le mordí el cuello y se lo partí, le aplasté el cráneo, mastiqué su carne y le roí los huesos. La asesiné con mis propios dientes, la engullí por la garganta y mi propio estómago la digirió. Está muerta».

Phage había matado a la hermana de Kamahl y también a la amada de Íxidor.

«Ella nos ha destruido a ambos».

Muriendo bajo la lluvia de veneno, el cangrejo cerró las patas que le quedaban en torno a Kamahl. De repente, el hombre se vio preso en la cárcel de un caparazón, con el hacha y la mano atrapadas fuera. Aún peor, el apéndice bucal de la medusa descendía. Unos labios cartilaginosos se deslizaron alrededor del cangrejo y lo succionaron hacia el interior del monstruo. Kamahl le acompañaba.

El fragor de la batalla quedaba amortiguado dentro de ese tubo translúcido. Las membranas se contraían y dilataban y los órganos bombeaban. Un gigantesco estómago gorgoteaba allá arriba, casi lleno de guerreros a medio digerir. Estaría más que lleno cuando Kamahl llegase allí.

No había espacio suficiente. El hombre se debatió para mover el hacha, de modo que desgarrara los músculos peristálticos. La correosa sustancia se deformaba en vez de cortarse. De la parte superior del tubo fluían jugos digestivos que lubricaban y asfixiaban. Ya habían corroído lo suficiente el caparazón del cangrejo como para matarlo. Cuando Kamahl llegara a aquel estómago bulboso, ni el poder regenerador del hacha lo salvaría.

Un espasmo hizo presa en el tubo y el bolo alimenticio que formaba el cangrejo detuvo su avance. Kamahl no podía hacer más que estar allí, colgado, cuando otro movimiento de constricción se cerró a su alrededor. El cangrejo muerto le pinchó en los costados; las púas se le clavaban. Ya no tenía importancia llegar o no al estómago. Iba a morir allí de todas formas.

Algo oscureció el tubo que lo aprisionaba. Era como si un moho negro se extendiera rápidamente por éste, un moho con la forma de una mano. Los dedos putrefactos se ensancharon y alargaron. La carne translúcida del tubo bucal se estremeció. Los tejidos se rasgaron y el aire llegó hasta Kamahl a través de un agujero que olía a podrido.

Tragó una bocanada. Debatiéndose contra la fuerza del esófago, Kamahl se estiró para arrastrarse un poco más fuera de esa carne fétida y escapar. El aire entró en una ráfaga. Respiró agradecido.

El rostro severo de Phage apareció en la abertura. Otro punto negro se extendía allá donde cerraba la segunda mano. Debía de haber trepado todo ese trecho por el exterior del tubo bucal, pudriéndolo a medida que ascendía.

Kamahl no podía más que jadear y boquear.

—Me ha parecido ver tu hacha —dijo ella, señalando con la cabeza el arma, que relucía pese a toda la carne viscosa que la envolvía.

—Has venido por mí —respondió él con la voz ronca.

—He venido a por el hacha —negó con la cabeza—, la hoja encantada para matar a Akroma.

—Tú sácame de aquí —respondió Kamahl, asintiendo con una mueca tensa.

—Eso está hecho. —Una luz de arrepentimiento brilló en los ojos de Phage cuando ésta miró hacia abajo—. De aquí al suelo todo está podrido. Prepárate a caer.

El hombre vislumbró las líneas de putrefacción subiendo como una oleada por el tubo bucal. Los trozos cayeron dando vueltas y, de repente, las piernas le colgaban en el aire. Muy pronto los músculos también perderían su presa y Kamahl y Phage caerían en picado.

Dieron un bandazo hacia abajo.

—Adiós, hermana.

—Tú agarra bien el hacha —le cortó ella.

Los dos caían. Giraban uno junto al otro, en medio del aire, acompañados de una cascada muy poco saludable.

Kamahl giró hacia atrás y vio que los cielos ya estaban casi limpios de medusas. Luego empezó a volverse hacia el suelo y observó que la mitad de su ejército había sido diezmada por los guerreros cangrejo, pero al menos ya no quedaba ninguno de esos monstruos.

El hombre se hizo un ovillo, preparándose para chocar con el suelo. Cayó encima de un montón de cuerpos, la montaña de carne se llevó la peor parte del impacto y él rodó por uno de los lados. Recordando las palabras de su hermana, aferró el hacha, dejando que el poder centelleara por él.

La pútrida medusa empezó a caer. Se oyó un zumbido descendiente y terminó reventando contra el suelo. Las entrañas rodaron en oleadas, una de las cuales atrapó a Kamahl y se lo llevó aún más lejos.

El bárbaro, viscoso y magullado, por fin consiguió detenerse. Se quedó tirado unos instantes, tosiendo. Todavía tenía el hacha en la mano, apretada firmemente contra el pecho. La fuerza curativa de ésta era como un bálsamo para el cuerpo del hombre.

Por todas partes, el fragor del combate dio paso al silencio. Los cangrejos y las medusas habían muerto y el ejército aliado dejó de trepar entre el cieno y suspiró.

¿Qué horrores vendrían a continuación?

Los cielos les trajeron flotando una constelación, un enjambre de estrellas azules. Kamahl reconoció en ellas a aquellos veloces puntos de luz, el aura de Íxidor. Este ya los había usado antes para leerle la mente. ¿Cómo los usaría esta vez?

Debatiéndose en el cieno, el hombre intentó echarse a un lado en vano.

Una estrella azul descendió y le pegó en la frente. La mente del bárbaro relumbró, encendida con una inteligencia ajena. Lo mantuvo paralizado mientras buscaba entre sus recuerdos. Hurgó hasta en los rincones más oscuros y, al final, encontró lo que estaba buscando.

Tenía algo en la boca, algo que pugnaba por salir. Kamahl lo escupió. Un escarabajo negro le cayó de los labios y se dio contra el suelo, quedando de espaldas y meneando las patitas. El escarabajo era grande, del tamaño de un pulgar… no, de una palma… de un puño.

Kamahl entrecerró los ojos y se agachó para verlo mejor. El bicho se estaba haciendo más y más grande.

Los élitros dorsales se movieron. Apareció un bulto de carne entre ellos. La negrura dio paso al marrón y luego al bronceado rojizo. Las patas traseras se ensancharon y alargaron hasta ser tan grandes como las de Kamahl. Las patas delanteras se convirtieron en brazos y los élitros del tórax se transformaron en músculos endurecidos. Se formó una armadura en espalda y torso y una rodela en la muñeca. Lo peor de todo era que la cabeza de la criatura era como la de él, no como la que tenía en aquel momento, sino como la que había tenido en aquellos días alocados, cuando empuñaba la espada del Mirari.

Íxidor no había soñado con este horror. Había sido Kamahl quien lo había hecho. Era su propia pesadilla hecha realidad.

El monstruo le dedicó una sonrisa sanguinaria, se echó la mano al hombro y desenfundó la enorme espada del Mirari. La bajó delante de él, retándole a un duelo.

Tendría que luchar contra su peor pesadilla: el hombre sediento de sangre que él mismo había sido en el pasado.

Phage había perdido de vista a Kamahl cuando ambos se habían estrellado. Ella había rodado hacia un lado y el bárbaro hacia el otro.

Se levantó, trepó por encima de un gigantopiteco y volvió la cabeza. Apenas tuvo tiempo de apartarse de un salto cuando la medusa se desmoronó y reventó. La mujer cayó de cara encima de un montón de muertos y esperó a que todos los trozos de la medusa estallaran, desparramando los jugos por doquier.

Se volvió a poner de pie e intentó hacerse una composición de lugar. Los guerreros cangrejo estaban muertos, las medusas huían y sólo quedaba la mitad del ejército. En la distancia, Ceño de Piedra se erguía, ensangrentado, sobre aquellos osarios, con una espada reluciendo en la mano. Al lado de éste, Zagorka estaba sentada a horcajadas encima de Chester. Juntos, la anciana y el mulo parecían a la vez el remedo y la parodia del gran centauro. Aquellos dos comandantes podrían reorganizar a las tropas supervivientes y conducirlas en su marcha sobre los muertos.

Por supuesto, sería mucho más fácil reagruparlas si Kamahl hiciera señas en el aire con su bendita hacha.

¿Dónele estaba Kamahl?

Algo bailó en el cielo, como estrellas blanquiazules girando y girando. Descendieron al campo de batalla y se extendieron hacia las cabezas de la multitud allí congregada.

Phage recordaba esas estrellas. Eran las sondas de Íxidor.

Una cayó en un remolino cerca de allí y fue a parar a un arquero elfo. Se le hundió en la cabeza y desapareció. Un instante después, éste dejó caer el arco y se dobló sobre sí mismo para vomitar. De la boca del arquero emergió un escarabajo zumbando, que cayó al suelo y creció hasta tomar una forma repugnante. Era un soldado demonio, con la piel pálida tensada sobre unos huesos puntiagudos y rudos mecanismos.

El elfo gritó y retrocedió. Intentó recobrar el arco, pero el demonio le embistió. Las púas del hombro empalaron al elfo por la tripa. El monstruo se incorporó y el agonizante elfo se le deslizó por la espalda, agitando las piernas. Sólo vivió un instante más. El demonio se arrancó de los pinchos el cuerpo acribillado, lo tiró al suelo y se agazapó en espera de la próxima víctima.

Era una pesadilla viviente.

Por toda la columna toparon las sondas de blanco y azul. De la boca de cada criatura salió un escarabajo que se hinchó para convertirse en otro monstruo.

Phage entrecerró los ojos. Sólo ella sería inmune, porque ya era una pesadilla viviente. La última vez que una chispa así le había dado, se había sumido en la voraz oscuridad de la mujer para no volver a emerger jamás.

Así que no se molestó mucho por evitar la luz azul que bajaba en picado hacia ella.

La alcanzó y se le hundió en la piel, entre los ojos. No se apagó ella sola, como había hecho la anterior, sino que se sumergió en su cerebro. La última había buscado luz en su mente y pereció por la falta de ésta, pero esa chispa buscaba oscuridad… y la encontró.

O bien Phage era la única que resultaba inmune o era la más vulnerable de todos.

Un pedazo de algo se le escurrió entre los dientes. Siguió el zumbido de unas alas y la cosa se liberó. Era una cucaracha, más negra que ningún animal que Phage hubiera visto jamás. Escupió de asco y sintió el peso de otra criatura en la lengua. Volvió a escupir y aparecieron dos… y otra… y otra más. Los insectos la atragantaban. Pugnaban por liberarse, metiéndole las patitas por los labios. Los vomitó, cinco a la vez, y luego diez. Apenas podía respirar mientras aquel negro torrente brotaba de su interior.

No llegaban a caer al suelo, sino que se elevaban merced a unas alas relucientes de saliva. Las cucarachas se agrupaban en un enjambre agitado que se extendía como la tinta en el agua. Y aún emergían más.

Aquella chispa había descubierto la veta madre de todas las pesadillas. Se las estaba sangrando a Phage.

El cielo estaba tapado por el enjambre, que ya era toda una plaga de insectos. Aun así, las cucarachas sólo continuaban agrupándose; pero, cuando iniciaran el barrido, lo devorarían todo.

Phage cayó de rodillas. Intentó mantener la boca cerrada, pero las patas espinosas se le metían entre los dientes, las pinzas le pellizcaban las mejillas y las aceitosas cutículas se le agolpaban dentro de la garganta. Empezó a tener arcadas. Que la mataran. Mejor morir que dejar que ese mal asolara el mundo.

Ese pensamiento la desconcertó. No era propio de ella. ¿Cuándo habría muerto Phage para salvar al mundo?

Fuera como fuera, no pudo retener a los insectos en su interior, y éstos salieron en rápido tropel.

Todas se unieron al nubarrón. Era enorme y ya se extendía por todo el campo de batalla. Muchos guerreros se detuvieron a mirar aquella nube hirviente, un horror peor que el que ninguno de ellos pudiera haber concebido. Ya no parecían insectos independientes, sino una gran entidad oscura que devoraba el cielo azul. Era una gangrena planetaria que convertía en nada todo lo que tocaba y se hacía más grande por momentos.

Las lágrimas rodaron por el rostro de Phage. No había llorado desde aquel terrible día en Krosa, cuando su hermano la había abandonado para que muriese.

Phage negó con la cabeza y las lágrimas volaron de sus mejillas. Kamahl no era su hermano. Y ella no era Jeska. Pero, con cada nueva cucaracha que se le escapaba por la boca, se sentía cada vez menos Phage y cada vez más Jeska.

Él tenía razón. Kamahl había estado en lo cierto. Jeska había sobrevivido bajo aquella nube de horrores. La hermana que buscaba había estado aprisionada en toda aquella contaminación.

Pese a todo, aquella asquerosidad seguía brotando de ella como si nunca fuera a terminar.

—¡Jeska! —gritó una voz ronca, y una mano fuerte la cogió del brazo.

—Ka… mahl —farfulló ella mientras la plaga seguía vertiéndose.

No era Kamahl. Era el general Ceño de Piedra quien estaba arrodillado a su lado. Al parecer, ya había matado a su gran pesadilla y había venido a ayudar con la de ella. Lo más extraño de todo era que la tocaba y no se pudría.

—¡Jeska! ¿Qué te ocurre?

Intentó responderle, pero todas aquellas cucarachas se lo impidieron.

La batalla se había vuelto mortal hasta para Íxidor, sentado allí, en lo alto de su reluciente palacio y sobre un mar de zafiro. Por fuera, el creador parecía tranquilo, rodeado por los no hombres y las comodidades de su dormitorio. Por dentro, se estaba muriendo.

El hombre se estremeció. Apretó las mandíbulas e hizo chirriar los dientes hasta que el polvillo marfileño le cubrió la lengua. La putrefacción se le propagaba por la mente. Devoraba a su paso voluntad y pensamiento. Íxidor quería levantarse, pero a duras apenas conseguía respirar.

La piel de esa Phage contenía una pesadilla que podía destruir el mundo. Ya no le sorprendía que el mero contacto con la mujer matara. Ya no le sorprendía que, para ella, la muerte de una sola mujer no fuera nada, pues guardaba dentro de sí la muerte de todos.

Con una sacudida, Íxidor consiguió escaparse del asiento. Era un espasmo, de acuerdo, pero era un movimiento. Si tan sólo pudiera romper esa rigidez que le apresaba. Si tan sólo pudiera… pero la parte de su mente que contenía esa idea dejó de existir.

Íxidor se caía de la silla. Un no hombre se agachó, como para cogerlo, aunque, de haberlo hecho, el creador habría caído en otra parte del castillo. En vez de ello, el instinto de su mente le hizo agarrarse. Las manos de Íxidor detuvieron la caída y éste se contrajo en el suelo.

Instinto, eso lo salvaría. Jadeando, gritó la primera palabra que le vino a la cabeza:

—¡Nivea!

Los no hombres la escucharon. Y repitieron el nombre con voces vacías de sonido.

Íxidor gruñía, se convulsionaba, se arrastraba.

—¡Nivea! —No era el nombre adecuado, pero era el único que podía pronunciar—. ¡Nivea!

Y ella acudió. No Nivea, sino la criatura que había tenido el semblante de ésta.

Con las majestuosas alas abiertas, Akroma se dejó caer en la balconada. Las garras felinas rasguñaron el suelo de mármol. Cuando aquel rostro apareció por el arco del umbral, perdió el poco color que tenía.

—¡Creador!

Akroma corrió hasta él. Antes solía volar por encima del suelo, pero en aquel momento las garras rascaban el suelo como las de una bestia. Había estado surcando los cielos por encima de Topos, vigilando a su creador contra todo acercamiento, pero este ataque había venido del interior.

Íxidor deseó poder reconfortarla, pero apenas era capaz de encadenar un pensamiento con otro.

—¿Qué ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto? —le preguntó Akroma, arrodillándose a su lado.

Si tuviera las palabras para expresarlo… No había sido Phage quien le había hecho esto. Ella sólo había guardado esa monstruosidad apresada en la piel. Matar a esa mujer solamente serviría para destruir el único recipiente que podía contener todo ese mal. No era Phage contra quien tenía que luchar Akroma. Era la negrura.

—Negrura… —murmuró él—. Negrura…

Akroma tenía una expresión de absoluta perplejidad en el rostro.

—¿Negrura? —Levantó los ojos, mirando a los no hombres—. ¿Qué negrura? Dime un nombre, amo, y esa criatura dejará de existir.

No podía pronunciar el nombre de Phage, porque eso supondría el fin de todas las cosas. No, Akroma no debía destruir a la mujer, sino a la negrura.

El contagio cambió en su mente. Ya no era un gran contorno amorfo ni un enjambre. Era una maraña… un amasijo de tubos brillantes. Comían y comían…

—Devoran —jadeó Íxidor. Se empleó a fondo y consiguió levantarse y volver a sentarse. Estaba recobrando la mente, la fuerza, pero no lo bastante rápido—. Devoran…

—¿Quiénes y qué devoran? —preguntó Akroma.

—Sierpes —exclamó Íxidor. Le aferró la mano, miró esos ojos penetrantes y consiguió arrancarse las palabras—. Mata a las sierpes.