CAPÍTULO VEINTE
QUIÉN ES QUIÉN
Trenzas le encantaba su trabajo. Era como jugar con muñequitos. Por los marjales remaban gabarras festivas, con banderolas coloridas ondeando al viento. Unas cuantas habían llegado a la orilla y desembarcado a los pasajeros en palanquines orlados. Ya subían por el camino que llevaba por la escarpadura a las caravanas de chillones colores. Todos eran muñequitos. También los esclavos que los portaban y los ricachos que iban dentro. Muñequitos divertidos, extravagantes y prescindibles.
—Sean todos bienvenidos —les gritó Trenzas desde la cima de la Escarpadura de Coria—. Viajen de las maravillas del pantano a las delicias del desierto. Ya han visto cocodrilos y pirañas, ahora prepárense para los chacales y las águilas. ¡Más allá encontrarán pesadillas inimaginables!
Las tripulaciones de las gabarras sirvieron bebidas y pastelillos de gambas mientras los porteadores intentaban mantener los palanquines estables en aquel accidentado sendero. Frente a las caravanas, los escoltas se afanaban, prometiendo a los clientes hartos de esperar que los ayudarían a acomodarse. A ella le encantaba oír a los ricos quejarse, como ovejas balando entre perros. ¡Cómo balarían cuando sólo quedaran lobos!
—¡Aprovechen todas las comodidades! ¿Dónde si no pueden echarse a sus anchas, solos o acompañados, mientras ven a los guerreros luchar y morir? ¿Quién más puede holgar como un dios y dedicarse a contemplar las guerras de los mortales? ¡Regálense con carnes rojas y vino tinto tras las mollejas y las médulas! ¡Hemos sacrificado a los mejores animales como regalo para su estómago! ¡Y mataremos a los mejores guerreros como regalo para sus ojos!
Trenzas echó un vistazo al ejército. Arribaba en tétricas gabarras y marchaba sobre pies polvorientos, empuñando espadas en vez de banderines. Qué soso… hasta que empezara la matanza, claro. Por no hablar de aquel viaje… habría resultado igual de soso de no haber sido por las distracciones. Trenzas era la encargada de alegrar aquel periplo y era muy buena en su trabajo.
Un par de esclavos estaban causando problemas allá abajo. No, no era eso. Todo lo que hacían era afanarse, tambaleantes, bajo una oronda viuda mientras salvaban como podían las colinas. Pero el movimiento de éstos había llamado la atención de Trenzas, y podría utilizarlos. Era hora de un poco de espectáculo que tuviera como protagonistas a esos muñequitos divertidos, extravagantes y prescindibles.
—¡Miren esto, amigos! —gritó mientras saltaba escarpadura abajo, hacia los esclavos atribulados—. ¿Dónde más pueden ser testigos de una ejecución sumaria? —Mientras pronunciaba estas palabras la boca ya se le empezaba a dilatar. Algo se estaba abriendo paso, naciendo de las fauces de la mujer; algo que se comería vivos a los esclavos. Mientras caía al suelo, Trenzas sonrió y el ser cobró vida.
A Trenzas le encantaba su trabajo.
Kamahl y Phage cabalgaban por el erial, uno al lado del otro. No eran hermano y hermana, ni siquiera camaradas, sólo los líderes de un ejército. A un flanco, el general Ceño de Piedra trotaba impasible, y, al otro, Zagorka iba montada encima de Chester. El ejército aliado, una fuerza de doce mil seres, los seguía.
Los líderes iban a horcajadas de sendas serpientes gigantes. Kamahl montaba en Roth, cuyas escamas de rubí habían sido desgastadas por la omnipresente arena hasta darles un tono gris y apagado. La bestia de Phage no tenía esos problemas. Su vientre se había desgastado hacía ya tiempo y únicamente se arrastraba sobre la punta de las costillas, como si fueran las blanquecinas patas de un ciempiés monstruoso. Sólo un muerto viviente podía soportar el contacto corruptor con Phage.
—Destruiremos a Akroma —soltó Kamahl, escapándosele de súbito los pensamientos—, y así acabará la amenaza externa que te aflige. Luego nos encargaremos de la amenaza interna.
—¿Qué amenaza interna? —Phage ni tan sólo se había vuelto hacia él. Mantenía la mirada perdida en la lejanía del horizonte.
Kamahl soltó una risotada y le dirigió una mirada de incredulidad. Cuando vio la adusta rendija en que se había convertido la boca de la mujer, se puso serio.
—Esa… infección, a falta de una palabra mejor. El veneno que brota de tu piel. Si mata todo lo que tocas, imagínate qué le estará haciendo a tus entrañas…
—Es que mis entrañas son el veneno —gruñó ella—. No hay nada más que ponzoña.
—No me lo puedo creer…
—Eso es obvio. —Por fin se volvió para mirarlo—. Tu hermana está muerta, Kamahl. Yo soy la loba que se la comió.
—Si la comiste, estará dentro de ti —le respondió, sosteniéndole la mirada.
—Le mordí el cuello y se lo partí, le aplasté el cráneo, mastiqué su carne y le roí los huesos. —El rostro de Phage no mostraba sentimiento alguno—. La asesiné con mis propios dientes, la engullí por la garganta y mi estómago la digirió. Está muerta. Me miras a mí y la ves a ella, pero no sabes quién soy yo.
—Ya veremos —dijo Kamahl, volviendo la cabeza hacia un yermo sin caminos.
—Pese a todas tus transformaciones, sigues siendo el mismo bastardo engreído de siempre —respondió la mujer, negando con la cabeza.
—¿Lo ves? —Kamahl volvió a reír—. Sabía que mi hermana vive dentro de ti.
Esa afirmación puso fin al intercambio dialéctico. Eran extremos opuestos, unidos provisionalmente por una apuesta. Pese a todo, cuando el odio de Phage se hacía tan fuerte o el amor de Kamahl tan intenso, en cierto modo parecía que ambos estuvieran sintiendo lo mismo.
Cabalgaron en silencio. Tras ellos marchaba una extraña comparsa. Zombis descerebrados arrastraban los pies al lado de columnas de infantería élfica. Los trasgos se agazapaban entre plantas rodadoras llameantes. Simios gigantopitecos caminaban encorvados entre las esbeltas dríadas. Rinocerontes descornados, ardillas gigantes, horrores de demencia, grandes felinos, enanos fornidos y serpientes gigantes, todos marchando contra el enemigo lejano.
Pero lo más extraño de todo eran los mercaderes atocinados y los príncipes indolentes que iban en la caravana de observación, muy cerca de ellos. Les lavaban los pies con agua y los labios con vino.
Muy pronto, los ejércitos estarían matando y los espectadores aplaudiendo.
—¡Cuidado! —espetó Ceño de Piedra—. Viene algo.
Apareció una luz sobre la arruga gris del horizonte. Parecía una estrella, pero ningún astro podía deslumbrar así en ese cielo del desierto. Fue hacia ellos, pero sin moverse; simplemente se hacía más y más grande.
—¡Alto todos! —gritó Kamahl, levantando la mano para detener el ejército.
Algo no le encajaba en aquella figura resplandeciente. Estaba como ladeada. La brillantez radiaba hacia la derecha, pero no hacia la izquierda. Cuando se acercó más, el motivo quedó claro: era un hombre con un brazo extendido, mientras que el otro le faltaba por completo. Sus ojos brillaban como espejos y el cabello se le levantaba en llamas de la cabeza. Apuntaba a Phage con la mandíbula.
—¿Es un amigo tuyo? —le preguntó Kamahl por la comisura de la boca.
—No sé cómo se llama —le respondió Phage con voz monótona—, pero sí sé quién era. Era el compañero de una mujer a la que maté, una mujer que era clavada a Akroma.
El hombre resplandeciente llegó hasta ellos. Flotaba encima de aquella gran compañía, proyectando sombras sesgadas sobre la arena. Centenares de motas luminosas volaban en un nimbo a su alrededor. De vez en cuando, algún orbe se desprendía de aquel ciclón de energía y daba una vuelta en torno a Phage o a Kamahl.
—Dad media vuelta. Si entráis aquí, moriréis —se limitó a decir el hombre, en medio de todos.
—No te deseamos ningún mal. —Ignorando las motas que le sondeaban la armadura, Kamahl se incorporó encima de la gran sierpe roja—. Sólo buscamos a Akroma, el ángel vengador.
—Desearle un mal a ella es desearme un mal a mí. —El rostro del hombre se volvió hacia Kamahl. Aquellos ojos llameantes eran terribles de contemplar.
—¿Y tú, quién eres? —preguntó Kamahl.
—Soy Íxidor. Ésta es mi tierra. No sois bienvenidos aquí.
Una de las motas golpeó a Kamahl en el entrecejo. Una chispa relumbró por la mente de éste. El hombre intentó sacudirse la sensación.
—¿Qué relación tienes con Akroma, el Anatema? —Mientras decía esto, la chispa le salió girando por los labios.
—Yo la creé —dijo el hombre ingrávido, y levantó el brazo para señalar a Phage—. La creé para destruir a ésa.
Con un gruñido, Kamahl se llevó la mano al cinto y sacó el hacha que colgaba ansiosa de allí.
—Si hiciste a Akroma, podrás deshacerla —gritó, enarbolando el arma—. Hazlo, y nos iremos con el ejército. Tu tierra y tú seréis perdonados.
—No puedo —dijo Íxidor mientras una chispa le golpeaba en la frente.
—¿Sacrificarás tu tierra y a tu gente para proteger a una sola criatura monstruosa? —le preguntó el bárbaro, arqueando las cejas.
—Yo soy mi tierra —dijo Íxidor apaciblemente—. Yo soy mi gente. Yo soy hasta la última criatura monstruosa que aquí habita. Y sí, lo sacrificaré todo por Akroma. Tú y yo somos iguales, Kamahl. Tú te aferras a algo que no es tu hermana con la esperanza de recuperarla. Y yo me aferró a algo que no es mi amada por el mismo motivo.
—¿Cómo sabes…? —preguntó Kamahl, boquiabierto.
—No puedo matar a Akroma más de lo que tú puedas matar a Phage.
Kamahl contempló a Íxidor con una mirada tan dura como el acero. Eran iguales. De una manera u otra se daba cuenta de ello. Ninguno de los dos era un villano, pero ambos se veían abocados a cometer villanías. Ninguno de los dos podía renunciar a la mujer de la cual era su campeón, ninguno podía renunciar a defenderla contra la muerte. La guerra era inevitable. Quizá siempre sucedía lo mismo cuando dos hombres eran iguales.
—Pero ¿qué es esto? —preguntó una nueva voz. Kamahl había estado tan absorto en los ojos de Íxidor que no había visto a Trenzas atravesar las líneas. Estaba de pie, con los brazos en jarras y esa cara recosida torcida en un gesto de impaciencia—. La concurrencia empieza a impacientarse. Han pagado por ver una guerra. Adelante con ella.
Kamahl hizo rechinar los dientes. Tenía claro que no lucharía contra aquel hombre. La locura que representaba todo aquello era bien patente en el rostro de la invocadora. Sin quererlo, la mujer los había salvado a todos.
—Sí, Íxidor —concluyó Kamahl—. Tú y yo somos iguales. Por eso…
—Por eso destruiremos a Akroma —lo interrumpió Phage—, y te perseguiremos hasta los confines de tu tierra y te mataremos, como ya tendría que haber hecho yo en el foso.
Perplejo, Kamahl intentó mascullar una reprimenda, pero ya era demasiado tarde.
Íxidor se retiró por el erial como una estrella evanescente. Bajo él, el suelo se encrespaba como el vientre de un gigante que despertara de un largo sueño.
—Un gran discurso, Phage. —Trenzas aplaudió enloquecida y esbozando una sonrisa—. Todos lo han oído perfectamente. —Pasó de aplaudir a frotarse las manos—. Así pues, vamos a ello. ¡Que empiece la guerra! —Se perdió dando saltos y dejando una fila de pardos fantasmas tras ella.
—¿Qué has hecho? —le reprendió Kamahl a Phage.
—Te estaba manipulando la mente. Ha sido aquella chispa. Te ha leído la mente y ha sembrado pensamientos en ti. Te ha plegado a sus deseos. Casi ha conseguido que te rindas.
Kamahl pestañeó, sin saber muy bien qué pensar o decir.
—¿Y por qué no ha enviado una chispa contra ti también? —preguntó el hombre finalmente.
—Lo ha hecho —respondió la mujer—, pero ha muerto al entrar en mí.
—Si ha de ser la guerra —dijo Kamahl, meneando la cabeza para despejarse—, librémosla.
Dirigió una mirada al general Ceño de Piedra, que asintió, barruntando.
—¡Adelante, a paso ligero! —gritó Kamahl, señalando por encima del hombro. Clavó los talones en los costados de la gran serpiente roja y Roth se deslizó hacia delante.
Phage no se dignó a transmitir la orden a sus propias tropas. Dejó que Zagorka acabara de trepar al lomo de Chester y la diera por ella. La joven ya avanzaba. La serpiente muerta viviente reptaba sobre las puntas de las costillas, arrastrando jirones de carne por la arena. Sin embargo, Phage cabalgaba con facilidad, con los ojos clavados en el erial que se abría ante ella.
—Eso no es un risco —gruñó el general Ceño de Piedra señalando la arruga gris del horizonte—. Se está moviendo. Viene hacia nosotros.
—¿Qué es eso? —preguntó Zagorka mirando aquel muro. Por fin había conseguido aposentarse encima de Chester.
—No lo sé —dijo Kamahl. Entrecerró los ojos—. ¿Y eso? ¿Qué son esos pliegues en el aire?
El bárbaro no los había visto hasta aquel momento. Eran unos contornos definidos, como si el aire se hubiera convertido en un cristal distorsionado. Algunos puntos se unían y plegaban. Otros formaban tubos, o muros, o valles. Kamahl intentaba encontrar algún sentido a aquellas formas cuando la quijada de Roth golpeó contra una parte sesgada de éstas. Continuó avanzando, canalizada por fuerzas transparentes hacia un tubo arremolinado que aguardaba más adelante.
—¿Nos atrevemos a seguir? —preguntó el general Ceño de Piedra. Los cascos de éste chocaron contra una extraña pendiente en el aire.
—No daremos la vuelta. —Phage tenía la cara inmutable, aunque su serpiente también parecía seguir una especie de surco.
Se cerraron unas paredes invisibles. Atraparon a Roth por los costados y apretaron su presa. Aunque podía seguir deslizándose hacia delante, la piel de la sierpe se puso tirante, como si ésta se hinchara por dentro.
—¿Qué sucede? —preguntó Kamahl.
—El espacio se está doblando —gruñó Ceño de Piedra—. Las dimensiones se distorsionan. Tu serpiente es demasiado grande para su propia piel.
Las escamas de Roth ya empezaban a saltar con un chasquido. Salieron disparadas de los folículos inflados. La piel que había debajo ya estaba tan tirante como la de una salchicha. Empezó a oírse un terrible sonido de desgarros por todas partes. Roth gritó de agonía.
La fuerza invisible se empezaba a cerrar alrededor de las piernas de Kamahl. El druida se subió al lomo de la serpiente y saltó, dando una voltereta por una fisura en el espacio. Cayó de bruces a tierra.
La serpiente pegó un latigazo con la cabeza, con los ojos saliéndose de las órbitas. La piel se le rajó y dejó paso a un manojo de músculos. Se abrió otra hernia y salió más carne a borbotones, y una tercera y una cuarta. Mientras tanto, la piel de la sierpe se iba encogiendo sobre el cuerpo de ésta, tensándose más y más, como si un puño gigante la estrujara. En unos instantes, cayeron las costillas en cascada en medio de un surtidor de entrañas.
Kamahl se puso de pie, tambaleándose y sin poder creer lo que estaba viendo. Dio un paso inseguro, pero sintió que un muro mágico lo retenía.
—¡Está retorciendo el propio espacio! —gritó. Sus palabras se perdieron en la explosión del cuerpo de la serpiente. Sólo quedó de ella la espina dorsal, con las costillas arrancadas y la carne en un charco rojo alrededor. El espinazo, vacío, se desplomó sobre las entrañas.
Justo detrás de esa carnicería, Phage seguía montada en su muerto viviente. Sin piel ni carne, la criatura parecía inmune a la compresión del espacio.
Los pliegues en el aire se ablandaron. Íxidor estaba cambiando el ataque, curvando un vector diferente. Las energías se fusionaron frente a la otra serpiente y formaron la amenazadora pared.
—¡No! —gritó Kamahl, intentando luchar contra la torpeza de sus propios pies.
Pero lo consiguió demasiado tarde. La sierpe no muerta se sumió con una sacudida en aquella pared centelleante. La atravesó con la cabeza y a ésta siguió el cuerpo. Justo más allá de la anomalía, carne y hueso se disolvieron. Aun así, el cuerpo de la criatura seguía serpenteando hacia delante, como si todavía tuviera cabeza.
—Un muro de tiempo —murmuró Kamahl, cayendo en la cuenta. Íxidor no sólo podía doblar el tiempo, sino también el espacio. El bucle temporal había podrido la testa de la serpiente en cuestión de instantes. El cuerpo de ésta seguía reptando porque el muro de tiempo aún transmitía las señales emitidas por la cabeza desaparecida.
Kamahl corrió hasta llegar al lado de la serpiente. No era momento de andarse con delicadezas. Con el hacha de plano, le pegó un golpe a Phage y la hizo caer de la escabrosa espalda de la criatura.
Phage rodó por la arena, se detuvo y miró hacia atrás.
La serpiente terminó de deslizarse por la pared y se deshizo en la nada.
Los líderes lo observaron, perplejos.
No eran los únicos que habían sido testigos del poder de las tierras de pesadilla de Íxidor. El ejército se había detenido. Ya no se oía el arrastrar de pies.
Los clientes de la caravana de recreo profirieron una ovación absurda.
—Idiotas —gruñó Phage, escupiendo a tierra—. A ellos también los aplastará.
—Esto es lo peor que tiene —dijo Kamahl, negando con la cabeza las palabras de su hermana—. Quiere que nos vayamos y nos lanza primero lo peor. Dudo de que pueda sostener durante mucho tiempo unos efectos tan poderosos como éstos. —Hizo un gesto hacia la centelleante pared, que ya se estaba desvaneciendo. Kamahl se levantó y se sacudió el polvo de la ropa—. Pero tienes razón en una cosa…
—¿En qué? —preguntó Phage mientras hacía otro tanto.
—Los tipejos ésos de la expedición de recreo son todos unos idiotas.
Kamahl y Phage compartieron una sonrisa rara de ver en ellos. Hicieron una reverencia a la vez, burlándose de los espectadores y animando a sus respectivos ejércitos. El rugido de la caravana se redobló y las tropas gritaron con furia desafiadora.
—Veo que no sólo hay oscuridad en ti —dijo Kamahl, entre dientes.
—O luminosidad en ti.
Levantaron la mano a la vez, en señal de reemprender la marcha. Se dieron la vuelta y caminaron con paso resuelto, adentrándose más en las tierras de pesadilla. Los ejércitos siguieron a sus líderes. Estaban preparados para la lucha. Enanos, trasgos, dríadas, centauros, rinocerontes y espinosos, todos se extendían en una ancha columna de avance que iba desde la caravana, en una punta, hasta el horizonte, en la otra.
Kamahl y Phage marchaban diez zancadas por delante de ellos.
—¿Crees que nos ha lanzado lo peor que tenía? —preguntó Phage mientras echaba un vistazo al risco gris, que parecía una gran sierpe que ondulara colinas abajo.
—Estamos a punto de averiguarlo —asintió el hombre, aferrando el hacha con ambas manos.
La ondulación dejó de ser una sierpe y se convirtió en un ejército. Los soldados eran de piel grisácea e iban desnudos. Tenían forma humana, pero eran calvos y estaban a medio formar, como pegotes de arcilla. Avanzaban a grandes zancadas, con los ojos clavados en Kamahl, Phage y el ejército de éstos.
—¿Qué crees que son? —se preguntó Kamahl en voz alta—. ¿Zombis?
—No se atrevería a lanzar muertos vivientes contra la Cábala —contestó Phage, negando con la cabeza.
—Sean lo que sean, no llevan armas. —Kamahl frunció el ceño.
—Quizás ellos mismos sean las armas.
Los líderes se quedaron en silencio mientras el terreno que mediaba entre ellos y los hombres grises se desvanecía. Un vítor de anticipación brotó de los espectadores. Éste arrancó un grito de guerra al ejército. Sólo los hombres grises marchaban en silencio.
Kamahl levantó el hacha por encima de la cabeza, listo para partir a una de esas bestias de la cabeza a los pies. Eso casi parecía una matanza y algo en él se amedrentaba ante esa idea. Miró a Phage, cuyas manos ya estaban preparadas. Ella no parecía tener tales reservas.
Con un rugido, las líneas convergieron. Las lampiñas criaturas se dirigieron hacia Kamahl, casi como niños suplicantes. El hacha descendió, pero se detuvo a medio camino. Le habían puesto las manos encima… tan tiernas y suaves como una masilla.
¿Cómo podía matar a unos seres tan indefensos?
Aquellos dedos se endurecieron e hicieron fuertes. Kamahl bajó la mirada para ver a una docena de criaturas que le sujetaban. Las manos de éstas se convirtieron en réplicas insensibles de las del bárbaro. En una rápida oleada, la transformación barrió los brazos de las bestias, haciéndolos bronceados y rojizos. Sus hombros se abultaron y los músculos del cuello chasquearon, sus pechos se ensancharon y tomaron forma con ropa y armadura. Sin embargo, lo más extraño de todo fue que la multitud de cabezas se transformaron en una réplica de la suya.
Dio un paso atrás, desconcertado, pero sus dobles avanzaron. Miró con el rabillo del ojo y vio a una veintena de Phages combatiendo. Retrocedió otro paso y se encontró con la marea de sus propios guerreros. A medida que cada criatura chocaba contra los hombres grises, tenían lugar más transformaciones. Docenas de Ceños de Piedra tomaban forma. Múltiples Zagorkas y una recua de mulos cobraban vida. En unos instantes, ninguno de ellos podría distinguir amigos de enemigos.
Con un rugido de furia, Kamahl enarboló el hacha y la dejó caer con todas las fuerzas contra uno de sus dobles. Lo pilló desprevenido, mientras aún levantaba el arma. Kamahl le segó limpiamente el brazo.
Éste cayó, volviéndose gris antes de llegar a tocar el suelo. Una sangre negra rezumó del miembro amputado. Sin embargo, la sangre salía tan roja como el vino del hombro del ser.
Kamahl volvió a levantar el hacha, hendiendo esta vez el cerebro del monstruo. La falsa imagen del bárbaro se perdió bajo la acometida sangrienta del hacha, y la bestia ya era de color gris al morder el polvo.
Aunque uno de los hombres grises había caído, dos manos más se extendieron para desencadenar la transformación.
Kamahl se zafó con un salto e hizo girar el hacha sobre sí mismo para mantenerlas a raya. Debía impedir que lo tocaran a toda costa, y luego los iría matando hasta que cayera el último. El hacha se clavó en la frente de otro simulacro. Cuando el metal llegó a los sesos, la visión se vino abajo como una piel desechada.
Mientras luchara contra su propio semblante al menos sabría a quién tenía que matar. La única manera de distinguir a la Phage auténtica de una falsa era cortarle un miembro y esperar a ver de qué color salía la sangre.
Con un gruñido de frustración, Kamahl paró otro hachazo y le abrió las entrañas de un tajo al que empuñaba el arma. Resultaba extrañamente satisfactorio matarse a sí mismo una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez.
Phage se estaba riendo. Nunca se reía, y menos durante una lucha, pero combatir contra ella misma y verse tan débil era de risa.
Le dio un bofetón a uno de los atacantes, dejándole toda la palma marcada en la mejilla. La huella ennegreció rápidamente y le devoró el rostro. Esos hombres grises podían aguantar un contacto fugaz, de carne con ropa, pero cualquier otra cosa los descomponía como si fueran de pan mojado.
La risa de Phage se convirtió en un grito cuando agarró los cuellos de dos simulacros que tenía al lado. Estrujándolos, separó su propio semblante de los hombros para siempre.
Esos monstruos no tenían ni la más mínima posibilidad contra ella. No llevaban armas ni contaban con el poder de la putrefacción. Ni tan sólo resultaban actores convincentes, pues se apelotonaban para atacarla.
Kamahl también estaba rodeado de semejantes, todos enarbolando el hacha contra él.
Phage se lanzó hacia éste, abatiendo a los hombres grises a puñetazos. Destrozó sus carnes y se puso al lado de Kamahl en dos zancadas.
—Tenías razón con ellos. No son lo peor que tiene Íxidor. —Cerrando el puño pegó a otra de sus dobles en toda la cara, rompiéndole la nariz y haciendo que se volviera negra.
Ya se había quedado sin duplicados propios y se puso detrás de Kamahl… de un Kamahl algo menos Kamahl. Agarró el brazo del corpulento bárbaro, se lo retorció y se lo arrancó. El hombre gris se volvió, sorprendido, para encontrarse con la cara estampada de dedos. Cayó como un saco de huesos.
Phage dio una patada, abriéndose camino entre la multitud de bárbaros. Cayeron con facilidad, barro al barro. Muy pronto sólo quedaba uno entre ella y Kamahl. Estaba de espaldas, con el hacha levantada por encima de la cabeza, a punto de descargarla contra el verdadero Kamahl. Phage se puso de puntillas, se limitó a agarrar el asta del hacha y tiró hacia ella. El impostor, pues ni por asomo tenía la masa del bárbaro, cayó hacia atrás y Phage le saltó encima del pecho.
La podredumbre se extendió por aquel simulacro y Phage le guiñó un ojo a Kamahl.
—Unos cuantos monstruos más y veremos qué otra cosa nos prepara Íxidor.
Kamahl asintió, dándole las gracias y, acto seguido, le pegó una patada en el estómago con todas sus fuerzas.
El aire salió como una exhalación de los pulmones de Phage, que rodó hacia atrás. No se trataba de Kamahl, sino de uno de sus dobles. Phage se maldijo a sí misma mientras paraba de rodar.
El simulacro levantó el hacha, amenazador, y avanzó para terminar con ella. Sin embargo, el pie de éste ya había empezado a pudrirse. El extremo raído de un hueso rasguñaba el suelo y el ser cojeaba.
Phage rodó por debajo de las piernas del doble que se derrumbaba, pero no con la velocidad suficiente para evitar el mordisco del hacha, que se le hundió en la pierna, dejándole el hueso al descubierto.
El simulacro cayó a su lado mientras la gangrena se apoderaba de su cuerpo.
Phage no estaba en buena forma. Sí, su poder interior sanaría la herida, pero sólo si conseguía resistir lo suficiente los embates de los hombres grises y su propia hemorragia. Con suerte, el verdadero Kamahl conseguiría rechazar a los demás.
La mujer se volvió a reír, pero esta vez amargamente. Era la vieja historia de siempre: ¿Cómo podía salvarla Kamahl si ni tan sólo sabía quién era ella?
El bárbaro ya había matado a todas sus réplicas, pero ahora se enfrentaba a una docena de Phages. Luchaban todas entre sí, sin armas. ¿Cómo podría encontrar a su hermana así?
El ejército al completo estaba acosado. No quedaba ni un solo hombre gris sin transformar. Todos parecían ser parte del gran contingente. Sólo la sangre marcaba la diferencia y, cuando lo hacía, siempre era demasiado tarde.
—¡Ayúdame! —le gritó Phage aferrándole la mano que tenía libre.
Kamahl apretó la mano de la mujer, levantó el hacha… y la dejó caer en la cintura de la réplica, justo donde le había infligido la herida incurable, partiéndola en dos. Los trozos cayeron, volviendo gris la carne y negra la sangre.
Aquello era una agonía. No podía tocar la mano de su verdadera hermana, pero sí las manos de todas ésas, y, para vencerlas, tenía que matar a Phage una y otra vez.
—¡Jeska! —llamó, desesperado, acercándose a una de tantas Phages—. ¡Ven aquí!
Una criatura que tenía al lado lo cogió de la mano. El hombre tiró de ella hacia el ancho filo.
Doce veces lo llamaron, doce veces las tocó y doce veces les dio muerte. Allí tenía la penitencia por un pecado muy, muy antiguo. Cuando la última Phage lo cogió de la mano y no le produjo putrefacción alguna, Kamahl tuvo que golpearla dos veces, tan borrosa tenía la vista por las lágrimas.
«¿Dónde está? Todo esto es por ella. Si está muerta, todo habrá sido en vano…».
El último cuerpo que había matado se movió en el suelo. Kamahl bajó la mirada y vio descomponerse los trozos de carne gris. Bajo ellos yacía su hermana… herida, pero viva.
—¡Jeska! ¡Ven conmigo! —gritó, tendiéndole la mano.
Ella no se la cogió y, en vez de eso, negó con la cabeza, compungida.
—Menuda prueba te has inventado. La única Phage que no venga contigo, será la auténtica Phage.
—¿Puedes levantarte?
—Dentro de un rato, sí —contestó con pesadez.
—Espero que esto haya sido lo peor que tenga Íxidor —dijo el hombre, secándose el sudor de la frente.
—Estoy segura de que lo peor aún está por llegar.