CAPÍTULO DOS

DONDE MORAN LOS ESPÍRITUS

H

ermana… Jeska había estado allí, justo allí, en la choza de Seton, pero había desaparecido junto con los que habían cuidado de ella. Los rastros se alejaban, rastros de nantuko y de centauro, pero no de humano. Debían de habérsela llevado de la cabaña para curarla en algún lugar sagrado… Debían de estar desesperados.

Kamahl miró ceñudo la choza yacía. Había cruzado todo un continente para salvar a su hermana, sólo para abandonarla en la lucha definitiva. La espada de Kamahl había acabado con su viejo enemigo, pero su negligencia podía haber matado a su hermana.

Soportando el peso de la armadura en aquellos hombros colosales, Kamahl salió tras los rastros. Iban erráticos por el sotobosque hasta llegar a una catedral de árboles antiguos y descender por una larga loma que daba a un arroyo sagrado. Una masa informe de raíces aéreas convertía las orillas en una empalizada. Y las huellas terminaban allí.

Jeska había desaparecido, así como los hombres mantis que habían intentado curarla y su protector, Seton.

No, él estaba por allí, al menos, una parte de él: había una pezuña en la tierra, al otro lado del árbol.

Rodeó la gran maraña de raíces con la mirada clavada en la pezuña. Su piel bronceada parecía casi carmesí en medio del verdor. Al doblar el recodo, vio un segundo casco al lado del primero. Las patas unidas a éstos eran esqueléticas. La piel blanquecina estaba tirante entre el menudillo y la caña. Un paso más, y Kamahl avistó toda la figura del equino.

Habían apuñalado al centauro por la espalda. El cuerpo estaba horriblemente demacrado. El pellejo dejaba entrever las costillas y la espina dorsal. La piel del pecho estaba tan tensa tomo el parche de un tambor. Los labios, pestañas y agujeros de la nariz se habían agrandado hasta lo grotesco, congelando sus facciones en un grito mudo. Era como si el puñal le hubiera absorbido las entrañas y el centauro hubiera implosionado.

Kamahl permaneció de pie, en silenciosa reverencia. La armadura tiraba de él hacia el suelo, era el peso de la guerra. Se arrodilló al lado del cadáver y una profunda tristeza se adueñó del hombre. Seton y él habían luchado mano a mano en los fosos. Se habían convertido en camaradas; amigos, incluso. Seton había sufrido un destino terrible en defensa de la hermana de Kamahl. ¿Qué destino le habría correspondido a ella?

«Jeska… hermana», el bárbaro cerró los ojos y se agarró las rodillas. Él tenía la culpa de todo eso. Él había sido quien le habla infligido una herida incurable en el vientre a Jeska, un golpe que ni los druidas mantis podían curar. Si la mujer había sobrevivido, sin duda la herida le quedaría para siempre. Si había muerto, sin duda había sido por su culpa.

De repente, la armadura le pesaba demasiado. Roja e imponente en el brazo del escudo, era como la pinza de un cangrejo. Se puso en pie y se deshizo de ella. Las placas cayeron con un golpe sobre el suelo de la selva. En el pasado, la armadura le había servido de contrapeso para la enorme espada que llevaba. Pero ya tampoco cargaba con ésta.

La espada, la maldita espada del Mirari. Había matado a decenas en los fosos y a centenares en la patria de Kamahl, y quizá también a la propia Jeska. Odiaba aquella espada. Si aún la hubiera tenido, la habría destruido y se habría deshecho de ella. Pero ya era demasiado tarde para eso. La espada había encontrado su lugar de reposo final, enterrada en otra herida incurable.

«Laquatus», Kamahl se rascó la pelusilla de la calva afeitada.

En vez de cuidar de su hermana, se había dedicado a luchar contra Laquatus. El bárbaro había atravesado al tritón con la espada y lo había empalado en el suelo del bosque. No podía haber sido un final más apropiado para la espada del Mirari: el de lápida de una tumba. Antaño, el objeto lo había llevado a una guerra criminal. Antaño, lo había conducido a matar sin descanso, pero ya estaba harto de matanzas. La espada del Mirari no sólo señalaba la tumba de Laquatus, sino también la de Kamahl.

¿Qué era un bárbaro sin un arma? ¿Qué iba a ser de él sin matar?

Se quedó pensativo allí, al lado de Seton, donde había yacido su hermana. El antiguo Kamahl habría desenvainado la espada y partido en busca de venganza. El nuevo Kamahl se arrodilló. Era otro hombre. Se sintió colmado por una extraña calma. Nunca en la vida había estado en calma. Antes, un fuego ardía siempre en su interior y había canalizado esa furia, había cabalgado en el poder del caos. El fuego se había apagado por fin y el caos se había retirado. Reinaba la calma.

Aunque ante ella no sentía paz, sino pánico. ¿Cómo podría vivir en la calma absoluta?

Pero aquello no era la calma absoluta. Hasta debajo de las rodillas notaba movimiento, crecimiento. El poder del bosque no era como el del fuego. Era lento, paciente, ineludible: creador, en vez de destructor. Kamahl hundió los dedos en la compacta hierba. Aquellas hojas exhalaban aire caliente y el agua fría se movía por sus venas. Las raicillas se hundían en el desmenuzado suelo. La hierba se estremecía de vida.

La respiración de Kamahl se relajó. Escuchó, sintió, olió. La calma se hizo más intensa alrededor y los susurros de la vida crecieron hasta convertirse en gritos. Siempre le habían hablado pero nunca los había oído. Y en ese momento escuchaba.

«Ésta no es nuestra verdadera voz —le dijeron, no con palabras, sino con significados—. Éste es el sonido del deber, es el sonido de tu espada enterrada en el corazón del bosque».

Se estremeció. La espada reclamaba una víctima más. Al empalar a Laquatus, ésta había perforado el suelo. La espada del Mirari, que tanta desolación había sembrado en la propia patria de Kamahl, hendía el corazón del Bosque de Krosa. Ya había visto aparecer los primeros estragos: el crecimiento galopante de la arboleda que rodeaba a la espada. Los árboles habían crecido, desenfrenados, hacia lo alto. Las hiedras se habían extendido y enmarañado. Las flores habían echado brotes y se habían abierto en toda su magnificencia. Esas mutaciones tan extrañas no provenían de Laquatus; venían del Mirari.

Kamahl tenía que levantarse y hacer algo. Esa maldita espada volvía a reclamarlo.

Casi le dolía moverse y romper la calma. Con el mínimo posible de movimientos, se puso de pie. Había escuchado a la selva y no podía hacer caso omiso de su ruego. Arrancaría la espada y curaría al bosque. Si tenía que salvar a su hermana, tendría que empezar por salvar la selva.

Dio media vuelta y se fue decidido por donde había venido. Casi enseguida el sendero se hizo difícil. El bosque se estremecía y gemía con tanta vida súbita. Las hiedras serpenteaban por el suelo y medraban. Las hojas brotaban y cascabeleaban mientras los antiguos troncos que las aguantaban crujían, crecían y volvían a crujir. El crecimiento exuberante ya había llegado muy lejos.

Kamahl hizo una pausa y miró al frente, más allá de las copas de los pinos descollantes y los mantos de musgo ondulantes. Avistó el zigurat real en el corazón del bosque. En su base yacía Laquatus, ensartado con la espada, y era el epicentro de esa oleada de crecimiento. Kamahl trepó hacia allí.

Se zambulló en el matorral, que se hacía más y más tupido a medida que se acercaba al zigurat. Las púas le arañaban las piernas y las espinas se estiraron para perforarle la piel. Las ramas se doblaron y redoblaron. Deseó tener la espada para abrirse paso a tajos, pero desechó el impulso de inmediato. No podía tomar el bosque por la fuerza. Él ya era parte del bosque.

Metiendo los dedos entre un par de ramas, las apartó rápidamente y se adentró más. Los zarcillos se le enroscaron en las muñecas. Sólo se soltaron a regañadientes cuando el hombre siguió avanzando con dificultad por la espesura. Las espinas le hicieron jirones la capa de piel de lobo.

Kamahl salió del zarzal, pero el suelo de la selva ya no se mostró clemente. Las raíces se retorcían por la tierra, apresándose entre sí, le agarraban las botas y le tiraban de ellas. Tropezó con una raíz recelosa y se dio de bruces con un árbol abotargado. La corteza le rascó el brazo desnudo y le produjo algunas abrasiones.

Era como si el bosque exigiera un peaje en sangre por dejarle pasar. Kamahl estaba dispuesto a pagarlo. Era la penitencia por todo lo que le había hecho a Seton, a Jeska y al propio bosque.

Un gran sauce emergió ante él cimbreando la horrible copa. Las ramas azotaron el suelo, desgarrando el humus. A él lo habría desollado con la misma facilidad. Un solo hombre no podía enfrentarse a todo un bosque.

Kamahl se arrodilló y sumergió los dedos en una tupida alfombra de musgo. La voz del bosque volvía a clamar por él, pero en esta ocasión no escuchó. En vez de ello, habló:

—Si he de enmendar el mal que he hecho, habré de sobrevivir. —Dijo las palabras tranquilamente, como si hablara para sí.

Y alguien o algo le escuchó.

Entre las ramas lacerantes y las raíces castigadoras se formó un sendero. Parecía la raya de una espesa cabellera que se abría directamente desde la loma de la colina hasta el zigurat.

Kamahl se estremeció, maravillado. Se estaba convirtiendo en parte del bosque, del mismo modo que éste se estaba convirtiendo en parte de él. Se irguió y emprendió el camino por el angosto sendero. No había sido capaz de tomar el bosque por la fuerza, pero en aquel momento caminaba por un pacífico sendero hacia su interior.

El caos imperaba a ambos lados. Los árboles crecían tan grandes que se combaban como gigantescos mechones de pelo. Algunos se extendían kilómetros y kilómetros y seguían creciendo, Alrededor de éstos se amontonaban los frondosos brezos. Nuevos brotes se abrían camino hacia la luz del sol, engordaban y florecían.

La oleada de crecimiento había anegado a algo más que la flora. Unos escarabajos subían en fila por un tocón cercano, la piel se les resquebrajaba y emergían más grandes, sólo para resquebrajarse otra vez. Un cuervo los seguía por el tocón, creciendo como ellos. Se alimentaba de los bichos más pequeños, y aquellas alas negras batían más grandes con cada picotazo. El último escarabajo que engulló ya era del tamaño de un gato; y el cuervo, del de un águila. En el corazón del bosque, un armiño huyó de una zarza desmesurada. Las patas de la criatura se estiraron. Pronto pareció un lobo larguirucho y, un instante después, un poni desgreñado.

Toda esta mutación provenía del golpe que había infligido Kamahl. Volvió los ojos hacia las alturas del estrecho camino. Incluso el zigurat real se deformaba. Se había convertido en una montaña de bosque enmarañado. La pirámide estaba hecha con cuatro viejos árboles en cinco terrazas escalonadas; y en el pasado de ella habían pendido jardines colgantes sobre el suelo del bosque. En aquel momento los cuatro troncos ya casi se habían fusionado, y las ramas entrechocaban brutalmente. El follaje cubría los jardines de antaño y enormes orugas mordisqueaban por doquier.

Diez zancadas más llevaron a Kamahl al túmulo donde había atravesado a Laquatus. El suelo se había hinchado, como una buba infectada, pero la fuente de aquella infección…

«¿Dónde estará Laquatus?», pensó Kamahl. Se detuvo y lo buscó con la mirada.

El cuerpo y la espada habían desaparecido. En la cima del túmulo se abría un agujero angosto. Avanzó hasta allí y miró hacia abajo: el epicentro de los temblores era un pozo negro como la noche. Escudriñó por la angostura. Algo relucía al fondo, algo inconfundible.

«Mirari».

Kamahl había perseguido esa baratija por todo el continente y al final se había desecho de ella. Recuperarla era condenarse a sí mismo. Dejarla allí era condenar al bosque.

Se arrodilló y metió el brazo por el agujero. La mano encontró con suma facilidad esa empuñadura que le era tan familiar. El Mirari ardía, febril y violento. Kamahl cerró la mano e inspiró profundamente. Sería tan sencillo, sólo tenía que sacarla. Un simple movimiento lo cambiaría todo.

La espada no se inmutó, pero algo en su interior sí. El Mirari le invitó a continuar. Así terminaría con todos los tormentos y haría que todas esas heridas incurables fueran baladíes. Kamahl sólo tenía que tirar de la espada y trascendería todo lo trivial.

Su mano se apretó aún más. Era lo mejor para el bosque y para él.

Kamahl soltó la presa, sacó el brazo del agujero y se acuclilló. El Mirari no reflejaba más que sus propios deseos, los mismos impulsos que casi habían destruido al bárbaro. No podía sacar el arma, no mientras él quisiera sacarla. Tenía el corazón desbocado y resollaba sin control.

Alrededor de él, todo el bosque se convulsionaba con los tormentos del crecimiento.

Pese a la confusión interior y exterior, Kamahl consiguió despejar la mente. Su conciencia se sumergió hasta los niveles más profundos. Buscó la tranquilidad mental en el centro de esa calma. La selva habló, taxativa y sin pensar, con el fluir de la savia. Sólo en esa paz podría escucharla él. Había alcanzado un lugar de tanta calma que el bosque parecía rugir.

Todo esto no había sido más que una prueba. La selva quería saber lo que pensaba sobre la espada del Mirari. Quería saber si había terminado de verdad con la hoja, porque la hoja no había terminado con él.

—Se acabó —dijo Kamahl, tanto para él como para la floresta—. No quiero volver a cogerla nunca más, pero la sacaré y la romperé si con eso he de salvar al bosque.

«Coge la espada».

Kamahl se encaramó por el agujero. Su mano se cerró como de costumbre en torno a la empuñadura. El alma del Mirari se estremeció. El hombre apretó los dedos. En vez de sacar él la espada, la espada le estaba sacando a él.

Kamahl abandonó su cuerpo. Agazapado sobre aquel agujero, parecía la crisálida de una cigarra. El contacto de la piel con el metal y de éste con la raíz había llevado su alma junto al bulbo de la raíz milenaria. Había entrado en la mente del bosque.

No tenía más consciencia que la de un lugar enorme, el bosque ideal. Plagado de plantas y animales, era un todo vital. El aire vivía, el suelo vivía, el agua vivía. No había un cielo azul porque el sol vivía inmanente en los estambres relucientes, en la bioluminiscencia y en los infinitos ojos que fisgaban desde la oscuridad. No habla más mar que un rocío omnipresente y una niebla fantasmal. Todo era selva, todo era vida.

Ésa era la calma interior, más profunda que cualquier meditación, más profunda que cualquier pensamiento.

Kamahl respiró. El aire le cosquilleó en los pulmones y le embriagó. Una miríada de formas de hojas le llenó los ojos, que se entornaron de éxtasis hasta mostrar el blanco. El aire de la selva, cálido y húmedo, se pegó a él. Deseó no tener que irse nunca de allí.

Hasta en ese lugar de calma absoluta se coló un intruso, un pensamiento perturbador.

«Jeska».

Kamahl volvió a su cuerpo de golpe. De hecho, nunca lo había abandonado. No había sido abstraído por la mente del bosque, sino que ésta había crecido en él. Tenía dentro de sí el lugar de calma infinita, el bosque ideal. En la tranquilidad de éste, el hombre había ganado la fuerza suficiente para enfrentarse a legiones.

Kamahl se puso en pie y dejó la espada donde ésta yacía. Sacarla era demasiado peligroso, y ya no la necesitaba porque el poder le venía de dentro.

La selva le había concedido una gran prebenda. Ella guardaría la espada del Mirari en una jaula de raíces entrelazadas. El Mirari nunca más asolaría una tierra y, si éste hacía que el bosque creciera en abundancia, era un sacrificio asumible.

Kamahl había iniciado ese crecimiento galopante y no podía ponerle fin, pero serviría al bosque como su campeón. Éste le había salvado y le había imbuido poder. Era el momento de ir a salvar a alguien más.

«Jeska».

Kamahl llegó a la linde del bosque. Antes había caminado sin temor entre los troncos que se desmoronaban y las hiedras que se enroscaban, pero en este momento tenía miedo.

Más allá de una loma de hierba de hoja aserrada se abría la tierra de nadie, un desierto de dunas. Era la antítesis absoluta del bosque, nada vivía en él. Sólo había arena y cielo. En tiempos pasados, algunos arbustos y matas se habían aferrado al gredal, pero las tormentas de arena del norte los habían sepultado. Sólo quedaban dunas, infinitas y ondulantes, bajo aquel sol hinchado. La noche llegaría pronto.

Era un lugar de un vacío terrible, pero se interponía entre él y su hermana.

El hombre ya sabía que ese sitio se encontraba allí. Se había aprovisionado con raíz de agua, una planta que le proporcionaría comida y bebida para el viaje. Había convertido unas hojas de palmera en una sombrilla contra el sol inclemente. Del cinto le colgaba la valva de una almeja de agua dulce, una herramienta para excavar un refugio durante el día. Sólo necesitaba una cosa más: un arma, un arma que extrajera la fuerza del bosque viviente.

Kamahl regresó a la hilera de árboles. Distraídamente, alzó la mano hacia un tronco cercano, agarró la hiedra que colgaba de allí y tiró de ella. Tras desechar los tallos succionadores, convirtió la planta en un larguísimo látigo y lo hizo restallar a modo de prueba. La punta silbó con enojo, alcanzó una hoja de hierba y la cortó. Kamahl había aprendido a utilizar la tralla durante su entrenamiento de armas, pero siempre había preferido el acero, más directo. Ahora ya no: un látigo podía hacerle perder pie a un hombre sin hacerle perder la vida. Aun así, por sí solo no bastaría.

Kamahl escudriñó entre los árboles en busca del palo más apropiado. Encontró la rama precisa, aunque hacía tiempo que estaba muerta y era tan frágil como la arcilla. Otra rama resultó ser demasiado corta; la tercera, muy delgada; y la cuarta se combaba más de lo deseable.

Mientras tanto, un sol rojo como la sangre se hundió por el oeste. Las sombras de la selva se estiraron y el mar de arena se enfrió. Era el momento de partir.

Kamahl dio un gran suspiro y se rió, divertido. Antes se había visto fácilmente refrenado por las cansinas maneras del tiempo, pero ya le traía sin cuidado el engullente curso del sol y el proveerse de un mero bastón. Partiría no porque debía, sino porque quería hacerlo.

Con las manos colgando de los costados, caminó con silenciosa paciencia hacia la desolación. Las raíces de agua le rozaban suavemente contra una pierna y el látigo improvisado contra la otra. Las botas dejaban huellas profundas entre la hierba y, de repente, se encontró en la arena. Ya notaba diferente el aire alrededor: seco e inclemente. Con cada paso, su hogar, el bosque, se alejaba más y más; y la soledad se hincó con más firmeza en él.

El roce de los pies contra la arena se convirtió en un ritmo triste. De algún modo, el desierto parecía más ruidoso que el bosque. Kamahl intentó a toda costa mantener el centro de calma, el bosque interior ideal. Su consciencia descendió, dejando tras de sí el sonido de las brisas nocturnas bajo el discurrir del pensamiento, hacia aquel sitio perfecto. Se le escapó un suspiro cuando el alma se le aposentó.

Algo se le enredó en los pies, algo duro, y cayó de bruces en la arena. Kamahl se puso de pie de un salto, sacó el látigo del cinto y lo hizo chasquear en un arco por el lugar donde había pasado. No había nadie cerca. Retorciéndose en el arco que había trazado, la tralla dio una vuelta y cayó inerte en la arena.

Algo le había puesto la zancadilla. Kamahl volvió sobre sus pasos. Una pequeña protuberancia asomaba entre la arena. Parecía ser una roca blanca hendida por la mitad, con una flor dentro. Se arrodilló, cogió la valva del cinto y empezó a excavar. Apareció otra pequeña piedra y otra… Resultaron ser las cascaras pétreas de una planta del desierto. Al cabo de un rato de apartar arena, apareció toda una mata de vainas de flor y, bajo ellas, un tallo grueso y recio.

Kamahl sonrió. Se trataba de la llamada planta secular, un agave del desierto que sólo florecía una vez cada cien años. Almacenaba la esencia vital durante todo un siglo y producía un tallo largo y recto coronado con una gran profusión de flores cuajadas de semillas. Las tormentas de arena habían enterrado a la planta, aunque había conseguido sobreponerse a todas. No podía haber un arma más vital para él.

El hombre inclinó la cabeza en gesto de agradecimiento, se asomó al agujero, aferró la vaina y estiró. Con una lentitud agónica, el tallo se fue desprendiendo de la arena. No había conseguido arrancar más que un palmo cuando tuvo que detenerse a jadear. Sonrió tras una máscara de polvo del desierto.

¿Qué importancia tenía el tiempo para él?

Las estrellas aparecieron y rasgaron el cielo hasta llegar a la medianoche. Por fin se veía todo el tallo. Kamahl levantó el palo lleno de arena: era recto, duro y fuerte. Sería perfecto. Sólo quedaba una cosa por hacer.

Sacudió el bastón y miró cómo las semillas de la sentenciada planta revoloteaban entre las estrellas para volver a sembrar vida.