CAPÍTULO DIECINUEVE

EL SELLO DE LA IMPERFECCIÓN

Í

xidor estaba sentado en la balconada más alta de Locus, en lo más profundo del cielo azul. Allí, el aire era agradable y frío y el sol picaba. La brisa más suave, la luz más radiante, la mejor comida y la compañía más segura… la soledad. Sí, los no hombres estaban allí, vigilantes a su alrededor, pero el artista ya los consideraba más ausencias que presencias. Rodeado por su creación, Íxidor estaba solo.

Masticó un trozo de tostada. La mermelada estaba hecha de una fruta púrpura que él mismo había creado. La infusión también era muy buena: estimulante a la par que soporífera. Le despejaba la mente, pero le calmaba los nervios.

Íxidor sufría de una forma insoportable. Incluso allí, en el corazón de su mundo, estaba acribillado de terrores. Los hombres normales caminaban sin miedos por un mundo totalmente alienígena, puesto que tenían una mente demasiado pequeña para vislumbrar peligro alguno. Pero los creadores moraban en su propio universo, y eso hacía que habitaran en el terror más absoluto. Sabían lo mejor y lo peor que les aguardaba; y lo peor eran las pesadillas.

Akroma ya estaba de vuelta. Había tardado un mes en regresar, mutilada, casi muerta. Íxidor ya no era el protector perfecto que había sido. Phage era la causante de esto. El artista lo había notado en cuanto ocurrió, ya que estaba conectado con ambas mujeres: la asesina de Nivea y el semblante de ésta. Había sentido la derrota de Akroma como un dolor fantasmagórico en el brazo que ya no tenía.

Una vez más, Phage había mancillado la belleza perfecta de Nivea.

En el cielo lejano se oyó un aleteo herido, como el de un cisne que se debatiera por vivir. Éste se afanó a través del denso aire y luego cayó, para recuperar el aliento en la copa de un árbol. Su debilidad atrajo por instinto a las medusas aéreas, que flotaron como nubes tormentosas hacia la criatura, arrastrando los tentáculos por el suelo. El ser blanco los vio y supo que tenía que volar o morir. Voló. Fue hacia Íxidor y la balconada.

La confitura era un punto demasiado dulce. Íxidor tendría que crear una fruta diferente.

Una de las medusas aéreas ganó terreno y tendió los tentáculos hacia la aleteante figura. Los filamentos chasquearon y la envolvieron. Se tensaron, tirando de la criatura herida hacia el vientre translúcido.

El cisne apenas podría volar, pero era muy capaz de luchar. Extendió las manos y aferró los tentáculos. Retorciéndolos, partió por la mitad dos de los apéndices. Siguieron otro y otro. El pajarito estaba arrancándole los tentáculos al gigante, que huyó de él, arrastrando tras de sí las acuosas extremidades.

Akroma revoloteó, libre. Sí, se trataba de ella… cruzada de cicatrices y mermada. Sus alas batían con mucha más fuerza, pero con poco resultado. Pese a todo, había rechazado a una medusa aérea, que ya se marchaba tambaleante por el cielo. Akroma trepó hacia la balconada.

Íxidor tiró por el aire la tostada dulzona. Dejó que la infusión se entibiara en la taza y se puso de pie. Era lo menos que podía hacer un creador para recibir a su mayor creación.

Pero ella ya no era tan imponente. Tenía las alas raídas y desplumadas por muchos puntos, como una gallina que mudara el plumaje. Estaba cubierta de baba de medusa aérea y en la carne lucía las cicatrices en forma de mano del pútrido toque de Phage. Íxidor vio lo peor de todo: cuando el maltrecho ángel asomó por la barandilla, no tenía piernas. Sólo colgaban unos muñones del lugar donde habían estado éstas.

La patética criatura se aposentó sobre esos bultos. Cayó hacia delante —no tenía manera de evitarlo— en un arco postrado ante su creador. Plegó las alas y aquellos hombros se estremecieron. Estaba llorando.

Íxidor la contempló y las lágrimas también rodaron por sus mejillas. No sabía qué debía sentir y, a la vez, lo sentía todo: piedad y amor, sí; y repugnancia a la vez. También simpatía, pero no menos que horror. Su mayor creación no había bastado para detener a un enemigo inevitable. Íxidor quiso cogerla en brazos, tal como sin duda habría hecho con Nivea, pero Akroma no era ella. Tenía el rostro de Nivea, pero poseía un alma propia. El hombre quiso perderse por los aires, como la tostada.

—Te he fallado —dijo ella.

—No. —Íxidor se acercó al ángel, negando con la cabeza—. Yo te he fallado.

—He fracasado en la misión que me encomendaste. —Akroma levantó los ojos, llenos de lágrimas.

—No —repitió el creador, apoyando la barbilla en la mano que le quedaba—. Te envié a atacar, cuando estabas pensada para defender. Eras mi Protectora.

—Era… —repitió ella, afligida.

—Y eres mi Protectora. ¿Cómo podías protegerme en el lejano coliseo? Sólo aquí, en medio de mi creación, de la cual eres la culminación… sólo aquí puedes protegerme.

—¿Cómo? —Volvió a levantar el rostro—. ¿Cómo voy a luchar por ti cuando estoy… incompleta?

Íxidor fue hasta la barandilla y contempló su reluciente mundo. Pasó los ojos, distraído, por las copas de los árboles.

—¿Incompleta? —repitió él—. ¿Te estás burlando de mí?

—¿Burlarme de ti? No, amo.

—¿Conoces las historias de la guerra, de los monstruos y cómo se completaron?

—No —respondió ella—. Desconozco esas historias.

—No importa. Te completaré de la misma manera. —Apartando la mirada, Íxidor murmuró febril—. ¿Haría el viejo demonio lo que hizo con la misma inocencia que yo?

—Ya has sacrificado un brazo para crearme. —Akroma habló, detrás de él—. No sacrifiques el otro.

Íxidor no respondió, tenía los ojos fijos en los lejanos árboles. Algo se movía entre ellos, algo grácil y leonado. Venía en respuesta al mudo llamamiento del hombre. Una forma apareció en el borde de la jungla, bajó rauda la arenosa orilla y se lanzó a la corriente. El jaguar tardaría años en salvar todo ese trayecto.

Íxidor buscó entre las olas con la mirada. Encontró una veloz manada de delfines y les mandó que emergieran por debajo del felino nadador. Entre burbujeos y espuma transportaron al animal a Locus.

—Volverás a tener piernas, y por partida doble —dijo Íxidor quedamente—. Y te curaré hasta la última cicatriz del cuerpo. Tendrás plumas nuevas, carne nueva y una espada nueva. Estarás completa.

Al llegar al pie del palacio, el jaguar dio un salto. Trepando y botando por las redondas cornisas de piedra blanca, la bestia se acercaba, incansable, a su creador. Era mayor que un jaguar normal, pues era fruto de la imaginación. Subió cien metros, trescientos… y seiscientos, y mil. La piel del animal relució, mojada y húmeda, al saltar por la balconada. Se sacudió, paseó grácilmente por la barandilla y se arrodilló, obediente, a los pies de su creador.

Íxidor le acarició la cabeza.

—¿Este gran felino me traerá unas piernas? —observó Akroma con interés.

—Ya te las ha traído —dijo Íxidor—. Sus patas. Debes venir aquí y cogérselas. —El jaguar dejó escapar un gruñido, preocupado—. No tengas miedo —le ronroneó Íxidor—. El dolor será breve y pasarás a formar parte de una criatura mayor.

—¿Quieres que le coja las patas? —El ángel tenía una mirada de preocupación. Contempló a la criatura, que estaba con la cabeza baja y las orejas gachas.

—Las patas, el cuerpo… todo, excepto cuello y cabeza.

—¿Por qué?

Íxidor parpadeó. ¿Por qué? Casi parecía una blasfemia que ella lo preguntase.

—Te falta algo y no se trata sólo de las piernas. Eres una criatura ideal, nacida de puro pensamiento. Claro que no puedes combatir contra Phage, que es toda carne corrosiva. Necesitas un yo más bajo, un yo más bestial. Aquí tienes estas patas y un corazón salvaje. Necesitas ambos. —Exhaló un gran suspiro—. Te los ofrezco. ¿Quieres tomarlos?

Akroma se levantó sobre las manos, con las alas plegadas en la espalda. Se arrastró hasta el jaguar, deslizando tras de sí las piernas mutiladas. A llegar ante la bestia, puso los codos en el suelo y la miró a los ojos.

—Perdóname. —Le acarició la oreja echada hacia atrás.

Las palabras misericordiosas dieron paso a los dedos inmisericordes. Atravesaron el hermoso pelaje de la criatura, ocho puñales que se clavaron en lo más hondo de ésta. Los músculos se partieron y los tendones chasquearon. Las manos blancas se volvieron rojas. El animal intentó gritar, pero las uñas le habían rebanado la laringe en su camino hacia las cervicales. Las mismas uñas encontraron un redondel dentro y empujaron más, partiendo la cerviz todopoderosa. Las puntas de los dedos se encontraron.

El ángel volvía a llorar. Bajo ella, la criatura había perdido su tensión natural y su vida se derramaba por la balconada de piedra blanca.

—Arráncasela —dijo Íxidor sin inmutarse—. Arráncasela del todo.

Akroma retorció las manos. La cabeza y el cuello del gran felino se desprendieron. Los dejó reverentemente a un lado y se dejó caer en el estanque rojo.

—¿Y ahora qué? ¿Cómo piensas unirnos?

Íxidor no respondió. Extendió la mano hacia el suelo, mojando las puntas de los dedos en el rojo charco. Cayeron goterones cuando se apartó de allí.

—La creación es un caos —dijo al fin—. Doloroso y enloquecedor.

Se acercó a una pared de piedra nívea y se quedó delante de ésta, contemplándola. Y en aquel instante comprendió al viejo demonio Yawgmoth. Fuera o no malvado antes de empezar, el dolor y la locura de la creación, ese poder y responsabilidad ilimitados, lo habían hecho malvado.

Íxidor levantó un dedo, absorto, y dejó un reguero vertical en la pared.

—Estas cosas son inevitables. Todas las criaturas gritan para que las salven, pero ¿quién puede salvar a un creador? —dijo, más para sí que para el ángel.

Amplió la base de la línea y esbozó una pata felina y luego otra. Extendiendo la mancha a un lado, dio forma con el pulgar a un cuerpo poderoso que terminaba en una cola y unas patas traseras.

—Ni siquiera el amor puede salvar a un creador.

Dos líneas sesgadas a cada lado conformaron las alas y gotitas sueltas de sangre representaron el plumaje: plumones y plumas remeras, primarias y secundarias.

Íxidor dio un paso atrás, escudriñando la imagen que tenía delante. Levantó la mano y contempló el rastro de sangre que le manchaba las puntas de los dedos y se le resecaba sobre el lecho de las uñas. Frotó la pasta roja que le impregnaba el pulgar.

—Cuanto más poderoso es un creador, con más certeza se verá atrapado en un mundo de su propia invención.

Dio un paso al frente y apretó el pulgar contra la piedra, creando un borrón que sería la cabeza del ángel. Era del tamaño y la forma adecuados, sí, pero nunca podría captar el rostro de Nivea.

—Crear es peligroso. Al final, acaba matando al creador.

Se apoyó en la pared y posó los labios en la sangrienta cabeza del ángel. Cerró los ojos, dibujó la imagen en su interior y la proyectó a la realidad.

Ella estaba allí. Lo notaba en el brazo amputado… salud, fuerza, compleción. La había completado.

—Amo —le dijo Akroma desde atrás, interrumpiendo su disertación—, lo has hecho. Vuelvo a ser tu Protectora.

Íxidor se apoyó en la pared, resollando. Estaba débil como un gatito recién nacido. No pudo sostenerse en pie y se dejó deslizar por la fría piedra hasta llegar al suelo. Los labios y el rostro del hombre convirtieron en un borrón la imagen que había dibujado. No importaba. Ésta ya había trascendido su representación y había tomado vida propia. Al llegar al suelo, se volvió lentamente y se acurrucó, desmañado.

Ante él flotaba una visión, su visión hecha realidad. No quedaba cicatriz alguna en el cuerpo de Akroma. Era más fuerte, más grácil y más poderosa que antes. La parte inferior de su torso se había fusionado con el cuerpo del gran felino: cuatro patas enormes, una cola flamante y unas alas anchas. Los apéndices plumosos tenían el doble de envergadura que antes y salían de las espaldas del felino. En un fuerte brazo llevaba un bastón que era como un rayo aserrado, la energía hecha sólido.

Íxidor sólo vislumbró esas transformaciones durante un instante. Sus ojos se vieron atraídos hacia el glorioso rostro del ángel, el rostro de Nivea.

No, ya no era Nivea. Rodeada por un manto de carne, la visión de Akroma era más hermosa de lo que Íxidor podía haber imaginado. Había trascendido el recuerdo de Nivea de la misma manera que todo amor perdido crece con el tiempo. Aquella gloria era casi insoportable, y la mirada de tristeza que había en los ojos de la criatura casi lo mató.

—¿Qué tal? —preguntó, magnificente ante su desmañado creador.

—La has eclipsado —no pudo más que afirmar con la cabeza—. Ahora, mientras vivas, nunca más la veré en ti.

Íxidor esperó hasta la medianoche. La Protectora dormía y las tinieblas se habían adueñado hasta del último confín del paraíso. Necesitaba tinieblas y soledad para hacer lo que se proponía.

Phage y Kamahl estaban en camino. Traían un ejército combinado a fin de matar a la Protectora. Una vez acabaran con ella, asolarían su creación y también lo matarían a él.

En un silencio solemne, Íxidor pasó del embarcadero de mármol blanco a la oscura barcaza escondida entre las aguas tintadas. Los no hombres lo siguieron, como avatares de la misma noche. Se abrieron en un círculo y así se quedaron, como centinelas nerviosos. Las estrellas proyectaban vetas blancas en la negra cara de las profundidades. La pértiga del barquero revolvió esas mechas, como un palo que recogiera telas de araña, y la barcaza surcó la negrura.

Íxidor necesitaba más protectores y defensores… ejércitos de ellos. Precisaba un ejército tan numeroso como las estrellas en el firmamento.

Mientras la nave se deslizaba ante las rítmicas acometidas de la pértiga, Íxidor contempló aquellas estrellas. Rutilaban, brillantes y gregarias. Incluso allí, en medio de su creación, aquellos ojos pacientes lo seguían, tranquilizándolo, sanándolo, enviándole noticias de mundos distantes. Las estrellas eran los pares de Íxidor. No podía cambiarlas, pero podía idear algo hermoso a partir de su luz.

Haría discípulos de esos reflejos.

Tras ponerse al borde de la barcaza, Íxidor se arrodilló y, bajando la mirada, escudriñó los caprichos luminosos. Era energía primordial, lista para darle forma. Pero ¿cómo? ¿Qué medio podía utilizar para transformar haces de luz? No había traído lienzo ni pintura, ni arcilla ni madera. Pasó la mano por el agua, transformando la luz en espirales y remolinos, pero la misma barcaza mostraba ser más poderosa, enviando ondas adelante y atrás.

Íxidor hizo un cuenco con las manos y cogió un poco de agua, atrapando por un momento las estrellas en éste. Antes de que pudiera transformarlas se le escurrieron entre los dedos.

El empuje de la pértiga marcaba un ritmo insistente. Se adueñó de las rodillas de Íxidor y le recorrió todo el cuerpo. También daba forma al agua.

¿Qué eran las ondas, sino sonido? Si pudiera dar forma al sonido, podría dar forma a las olas y luces que tenía allá abajo.

Íxidor se postró con las manos extendidas sobre los tablones. La música sería su medio. Quería hacer discípulos de esos puntos de luz, así que cantó una canción de apostolado.

Vosotros, hijos míos, venid a mí.

Que en mis ojos y frente andaréis.

Vosotros aprended lo que sé, y así

yo aprenderé todo lo que sabéis.

Sanad éste, mi corazón partido.

Salvad la carne que se va del mundo.

Compartiremos cáliz, hijos míos.

Y así todos creceremos juntos.

Se puso en pie y se quedó inmóvil, canturreando todo el rato. La voz del hombre zumbaba, rasando las aguas. Las crestas se levantaban en una matriz de montículos y las volutas se sumían en hondonadas. La luz de las estrellas se reunía en cada prominencia. Íxidor sólo tenía que llevarlas a un foco Final. Marcando el compás con el pie, al ritmo de la pértiga, cantó la última estrofa.

Vosotros, hijos míos, venid a mí.

Ideas y deseos, cobrad vida.

Eterna luz, mi compañera afín,

deja que sea tu viviente pira.

Con la nota final, las olas que rodeaban a la gabarra cobraron una forma perfecta. Centenares de puntos de luz se aglutinaron y se alzaron del agua. Ya no eran meros reflejos, sino brillos vivos. Como si de fuegos fatuos se trataran, las criaturas recién nacidas se arremolinaron por el aire. Chisporroteando en azul y blanco, giraron en una nube centelleante de esferas y orbitaron alrededor de su creador. El cielo bailó con un coro de criaturas: estrellas mutables bajo estrellas inmutables.

Riendo, Íxidor levantó la mano y jugueteó con la nube. El sonido de su contento hizo que las estrellas se regocijaran.

—Sabréis lo que yo sé —dijo, tocándose la frente.

Las criaturas voltearon en un ciclón en torno a Íxidor. Una a una descendieron y le tocaron la cabeza, entre los ojos. Los seres le chispeaban por la mente, aprendiendo lo que había allí y salían de él en un torrente de carcajadas por la boca. Fluían a través de él y emergían en reverente regocijo.

—Leeréis la mente de quien yo quiera y me traeréis de vuelta sus pensamientos. Aprenderemos juntos.

Los discípulos se enjambraron sobre su piel, aprendiendo la forma que tenía el hombre. Se apelotonaron en el muñón que lucía en el hombro y recorrieron las cicatrices que había allí.

—Sí, notáis la vieja herida —dijo Íxidor con voz grave, mientras los admiraba—, la única que no podéis curarme, pero sanaréis cualquier otra que me haga. Me coseréis y recompondréis cuando lo necesite.

La barcaza se acercaba a la otra orilla. Tres impulsos más del barquero y la arena siseó contra el casco. La nave se detuvo al tocar tierra. En una nube de adoradores, Íxidor saltó por la regala. Luces raudas y sombras pesadas iban tras él. El creador caminó por el frío de su mundo, dirigiéndose al gélido desierto que había más allá.

Tenía cientos de defensores nuevos, pero Topos precisaría ejércitos. Los levantaría de las espaldas de arcilla del suelo y de las asfixiantes arenas del desierto. Íxidor sonrió mientras caminaba.

Los discípulos le iluminaron el bosque caliginoso. Parecían seres feéricos que alumbraban espacios de hojas y círculos de setas. Sabían adónde iba, pues conocían hasta su último pensamiento. Una línea de relucientes criaturas se esparció por la jungla, abriéndole un camino de luz.

Siguiéndolo, Íxidor salió por fin al gredal del este de Topos. Allí se detuvo. Se agachó y arrancó un fragmento de arcilla reseca. Lo examinó, dándole vueltas, pensativo. Los discípulos también lo examinaron. Giraban y revoloteaban, inquietos y sorprendidos, alrededor de los ajados bordes de éste. Eso era algo nuevo. Hasta ese mismo momento, Íxidor no había tenido ni idea de cómo hacer a las siguientes criaturas, ni de cuáles serían.

Escupió en el trozo de arcilla y lo frotó con el pulgar hasta hacer barro. Era una pella minúscula, del tamaño de un par de yemas de dedo nada más, pero bastaría.

Íxidor levantó el pulgar, como un artista que calibrara las dimensiones. Sin embargo, en vez de entrecerrar los ojos, los mantuvo bien abiertos y se untó el barro en la córnea izquierda y luego en la derecha. Era doloroso, claro, pero la creación no podía ser de otra forma. Manteniendo los ojos abiertos, Íxidor miró a través de la cortinilla, contemplando el gredal. No tenía bastante saliva para convertirlo todo en barro, pero sí bastante visión para ello. Hasta donde podía ver, todo parecía barro.

A medida que las lágrimas caían de sus ojos, dejando diminutos regueros de barro, la cortina marrón se rizaba y plegaba. Los pliegues se limpiaban. Y, a la vez, otros pliegues formaban retorcidas figuras de barro.

Íxidor deseó con desespero parpadear; pero, si lo hacía, borraría las nuevas criaturas antes de que acabaran de formarse. Lágrimas arenosas le caían en torrente por las mejillas.

Esos hombres de arcilla se estaban solidificando. Eran de piernas y brazos larguiruchos, cabezas redondas y cuerpos lampiños, unas figuras y caras desdibujadas que parecía que las hubiera pintado un niño en el barro. No tenían definición muscular alguna y carecían de cualquier ángulo que informara de la existencia de un esqueleto. Aun así, ya eran sólidas, todo lo sólidas que podían ser. Pero él quería que quedaran un tanto amorfas. Eran creaciones latentes, pupas capaces de transformarse al instante en nuevas formas.

—Mi gente de masilla —Íxidor suspiró con reverencia y la cara llena de negras lágrimas. Por fin parpadeó, limpiando hasta el último reguero que le nublaba la vista. Estaban allí de pie, a miles, como estatuas idénticas y anodinas, perdiéndose en el horizonte—. Mi gente de masilla.

Íxidor extendió el brazo y caminó por un bosque de personas grises, inexpresivas e inmóviles, pero innegablemente vivas. Lo miraron con ojos que eran como agujeros excavados en el barro. Acercándose al primero de ellos, Íxidor lo rodeó con su brazo.

Éste le devolvió el gesto, rígidamente, manteniendo una mano en el costado mientras con el otro lo cogía en un torpe abrazo. En cuanto tocó la piel de Íxidor y la túnica de seda, los colores del creador se mezclaron con la piel gris del ser. Con el color llegaron la textura, el contorno y las sombras. Le apareció una manga en la muñeca y una túnica en el cuerpo. El brazo que se había quedado a un flanco de la criatura se fusionó con ésta, dejando un contorno gris durante un instante. El cabello brotó de la cabeza del ser. Su cara se contrajo y arrugó y, como si una mano invisible la moldeara, apareció una barbilla prominente, unas mejillas chupadas y unos ojos hechizados. La transformación estaba completa.

Íxidor lo soltó y dio un paso atrás. Era como si se estuviera mirando en un espejo.

—Venid a ver —les dijo a sus discípulos.

Se abalanzaron en torbellino sobre el simulacro y lo probaron. Por fuera, era idéntico a su creador; pero cuando los discípulos intentaron sumergirse en su frente y leerle los pensamientos, sólo encontraron arcilla muerta allí dentro.

—Estas nuevas criaturas son carne ambulante carente de pensamiento —dijo Íxidor, con una sonrisa—. Vosotros, discípulos míos, sois pensamiento carente de carne. Juntos me serviréis, cuerpo y mente. De la misma manera que podéis copiar la mente de aquellos que vengan contra mí, esta gente copiará su cuerpo. De esta forma, nuestros enemigos lucharán contra sí mismos. Vuelve —ordenó por último Íxidor, mirando fijamente a la criatura.

El color se deshizo. Las líneas se desgastaron. La figura recuperó la lisa amorfía de antes. Íxidor avanzó a grandes pasos por el bosque de gente de masilla.

—Quedaos aquí. —Fila a fila, los hombres de arcilla se detuvieron.

—Vosotros, adelante —les dijo a sus relucientes discípulos.

Éstos le siguieron, moviéndose arriba y abajo a su paso, bañando al ejército con una luz azulada y fantasmal. Así iluminados, los hombres de barro parecían bustos demacrados que se irguieran sobre una tumba. Y muy pronto se levantarían sobre los muertos de Krosa y de la Cábala.

Íxidor caminó en nervioso silencio. Estaba haciendo monstruos. No era que tales terrores fueran nuevos para la mente del hombre, era que nunca había creado algo que únicamente sirviera para matar.

En monótonos millares, el yermo de hombres de masilla dio por fin paso al verdadero desierto que eran las interminables arenas. Sus próximas criaturas serían tan ásperas como los cristales de arena.

El creador dio un pisotón. El polvo se levantó en una espiral alrededor del pie. Parecía una pequeña medusa aérea que burbujeaba por el aire. Íxidor no necesitaba más medusas, pero las formas marinas le dieron la inspiración necesaria.

Íxidor saltó por la arena y agarró un puñado de ésta. Dio una vuelta sobre sí mismo y la arrojó a lo alto. De la densa nube de polvo cayeron largas líneas al suelo. Sin detenerse, el hombre giró y giró y lanzó más arena. La tiró encima de la primera nube y siguió adelante. Era una danza, sí. Era una danza de exorcismo. Estaba conjurando al aire los horrores de su propia mente.

Y éstos no se disiparon. Cada nube de polvo formó un cuerpo con un grueso caparazón. Cada remolino que bajaba se convirtió en una pata quitinosa. Los seres parecían arañas enormes, altas y larguiruchas, del doble de altura que un hombre. De hecho, eran cangrejos zancudos. Cada pata, y algunas de las bestias tenían diez o incluso veinte, terminaba en un pincho mortífero. Aquellas patas bastaban por sí solas para ensartar a incontables invasores. Y las pinzas que tenían bajo el cuerpo, largas y afiladas como cizallas, cortarían, literalmente, a los enemigos en trozos.

Íxidor danzaba, tirando arena y dando luz a aquellos horrores. Los discípulos giraban en torno a él como un manto blanquiazul. Haría tantos cangrejos como gente de masilla había hecho. Danzaría en su terror hasta el alba. La arena se le estaba metiendo en los ojos, cegándolo, pero no importaba. Su hálito gemía en una ronca tonadilla. Eso también le daba igual.

Que la danza, la música y la visión llevaran la vida a una hueste entera de pesadillas.

Cuando Phage llegara con Kamahl y sus ejércitos, pagarían con su sangre la invasión de Topos.

No hay ser más peligroso que un creador atrincherado en su propia mente.