CAPÍTULO DIECIOCHO

ALIANZAS FRATERNAS

E

l mundo enloquecía. Zagorka estaba agazapada, al frente de los esclavos del foso, aferrada al enorme cuello de Chester. Ante ellos, las arenas de la palestra estaban llenas de feroces gentes del bosque: elfos, trasgos, centauros, serpientes y unas extrañas criaturas con formas de plantas que no había visto en la vida. Se habían apoderado de ella como si proclamaran una nueva nación. En el centro de ésta se había formado un montículo colosal de bosque animado que cubría a Phage y a Kamahl.

Lo que era más increíble aún: los espectadores se habían convertido en luchadores. Habían saltado de las gradas, atacando las lindes del ejército verde. Muchos de ellos sólo esgrimían puños o comida, pero algunos tenían armas de verdad y echaban mano de ellas. Tantos espectadores como soldados murieron en aquel tumulto.

El apogeo absoluto de aquella locura era Trenzas. Saltaba alegremente por el borde del coliseo y gritaba con todo el descaro y potencia de su voz:

—¡Únanse a la diversión! ¡Hagan sus apuestas o apúntense a la pelea! ¡Qué más da! ¡Los perdedores morirán! ¡Y los supervivientes se forrarán! —Sus palabras se convirtieron en una carcajada que resonó por todo el edificio, como si las ávidas piedras también se rieran.

—Todo va bien, Chester —dijo Zagorka, acariciándole el cuello con una mano temblorosa—. Cuidaré de ti.

El mulo gigante rebuznó una respuesta dubitativa cuando la anciana se acurrucó aún más en el rincón, detrás de él.

Kamahl bajó la vista de la jaula boscosa y escudriñó la arena.

El bastón roto borboteaba con los últimos restos de magia verde. Las líneas de fuerza se disolvieron de las piernas desmembradas del ángel, que yacían en la arena, al lado del bastón. No había sangre ni tejido rasgado alguno. Despojadas del espíritu que les había insuflado vida, aquellas piernas blancas simplemente se habían convertido en piedra.

No así su hermana. Jeska se retorcía agónicamente por el dolor de las heridas.

Kamahl se arrodilló a su lado. Hizo ademán de tocarla, pero la mujer negó con la cabeza, violentamente.

—Aparta las manos. —Inspiró, y por la herida que tenía en el pecho entró una bocanada de aire. Poniéndose los dedos sobre ésta, siseó—: Antes no me podías curar, así que tampoco me vas a curar ahora. Sanaré yo misma… Si me tocas, morirás.

—Cúrate por tus propios medios, hermana —asintió Kamahl—. Y luego vendrás conmigo.

—¡Nunca! —Los ojos de la mujer destellaron.

—He ganado yo, no puedes negarlo. Te he salvado del ángel. Yo he terminado el combate en pie y podría haberte matado. Has de venir conmigo… ¿O es que la Cábala no cumple sus tratos?

—Sí, has ganado. —Escupió y apretó los dientes—. Llévame contigo si quieres, pero iré como prisionera.

—Escucha, Jeska…

—¡No me llamo Jeska! ¡Me llamo Phage!

—Sí, veo a Phage, su piel emponzoñada, su boca amargada y sus crueles ojos. Veo el cascarón que eres, una vaina de cuero cosida de cicatrices, pero sé lo que hay en ese huevo. Es ella a quien le hablo. Jeska, lucha por salir de esta Fétida vaina. Pínchala, rásgala, despréndete de ella, sal. Sé que estas viva allí dentro, Jeska. Ábrete camino y vuelve conmigo.

La mirada colérica de Phage se apagó y los labios de ésta se estiraron en una sonrisa, una sonrisa irónica.

—Rompe esta vaina, Kamahl, y todo lo que encontrarás será la hambrienta oscuridad. Esta vaina es lo único que te mantiene vivo a ti y a Otaria.

—Ya veremos —respondió él, sin alterarse. Esto no funcionaba. Había perdido aunque hubiera ganado. Tenía que demostrarle que estaba de verdad de su lado—. Mientras tanto, tenemos un trabajo que hacer.

—Sí, salir de aquí…

—No —la cortó el hombre—. Tenemos que matar a un ángel.

—¿De qué me estás hablando?

—Ella ha jurado matarte. —Apartó la mano—. Mientras Akroma viva, tu vida correrá peligro. Hemos de encontrarla.

—Si no hemos podido matarla aquí, en el coliseo —lo miró, incrédula—, ¿cómo vamos a poder matarla en su propia tierra?

—Tengo un ejército —respondió Kamahl, paseando la mirada por la bóveda boscosa. Se dirigió a las ramas, puso las manos sobre una de ellas y se esforzó por despertar el poder del bosque. El hombre estaba exhausto, vacío. Sin el bastón, el poder de la selva lo había abandonado—. Y tú tienes a unos miles bajo tu mando.

—Yo no tengo a nadie bajo mi mando. Sólo el Primero manda en la Cábala.

—Ha sido muy oportuno que Akroma haya huido cuando lo ha hecho —dijo Kamahl apesadumbrado, apartando la mano de la rama—. Estoy vacío de poder.

—¿Así que estás débil? —De pronto, Phage estaba tras él, de pie, curada—. De repente, me siento fuerte.

Ceño de Piedra bajó la mirada hacia la cuadrilla de guerreros marfileños. Altos y delgados, con las extremidades puntiagudas y rematadas en pinchos, los pálidos guerreros avanzaban. Emitían un sonido chirriante mientras iban hacia él. Su carne era tan dura como un colmillo e igual de puntiaguda e implacable.

El centauro se dio la vuelta, pero no para huir. Lanzó sendas coces con las patas traseras. Los cascos chocaron contra un hombre de marfil, partiéndolo por la mitad. Mientras los pedazos quebrados caían al suelo, dio un paso hacia atrás para recuperar el equilibrio y volvió a cocear. La siguiente criatura estalló como si fuera de cristal. Los afilados fragmentos cayeron en una cascada sobre las patas del general, cortándole.

No podía matar a todos esos monstruos. Lo acribillarían.

El centauro volvió a dar un salto atrás y pateó. Los cascos pasaron entre los hombres marfileños sin tocarlos, pero dieron en el pilar de mármol que sostenía el centro de la cámara. Con un chasquido como el de un rayo, éste se resquebrajó. La piedra cayó sobre la piedra y la columna se vino abajo.

Ceño de Piedra dejó caer los cascos entre los soldados. Aún tenía tiempo para dar un último salto antes de que la habitación se derrumbara del todo. El techo de piedra se agrietó y cayó mientras él pasaba como una centella por el umbral. Aún estaba flexionando las ancas cuando la gran losa se precipitó contra todos los pálidos guerreros. El centauro los vislumbró, junto a la demencial creadora de éstos, un momento antes de que fueran sepultados por los escombros.

Con un golpazo ensordecedor, la losa los aplastó. El polvo se levantó en gigantescos telones a cada lado.

Sacudiéndose las manos, Ceño de Piedra trotó por encima de la piedra caída en dirección a las dependencias privadas del Primero. Éstas se veían intactas, sobresaliendo por encima de las gradas y proporcionando las mejores vistas. El centauro terminó de cruzar el enlosado al trote y salvó el umbral.

El interior era como el de una caverna. Tenía paredes negras y oscuros retratos. En el centro de la cámara se encontraba un sitial inconfundible que estaba tallado en obsidiana. Desde aquel lugar, el Primero contemplaba los juegos, flanqueado por los servidores de la mano y de la calavera. Sin embargo, allí no quedaba nadie.

Ceño de Piedra buscó otras salidas, pero no vio ninguna. Se acercó al trono. En el asiento había tirada una capa negra, que el centauro levantó con cautela. La volvió a dejar, sacudiéndose los dedos.

El Primero debía de haberse escabullido unos momentos antes porque el tejido aún estaba frío, mortalmente frío.

A Trenzas le encantaba la locura, pero ésa ya llegaba demasiado lejos.

Todas las apuestas, millones de oro, pendían de un hilo si no había un claro ganador. Peor aún, si todos los espectadores se mataban entre sí, ¿quién iría a apostar al día siguiente?

—¡Eh! ¡Uno contra uno! —gritó la invocadora mientras saltaba los peldaños.

El puño de ésta dio con fuerza contra la cabeza de un hombre, uno de los cinco que estaban apaleando a un elfo rezagado. Trenzas dejó caer al hombre y los cuatro restantes retrocedieron. Se fue de un salto y lo mismo hizo el sorprendido elfo.

Trenzas bajaba los escalones de diez en diez. Cuando algún asistente se le ponía en medio del camino, la mujer se limitaba a adelantar un hombro y abrirse paso. Con otro gran salto cayó encima de un montón de escombros… la real tribuna del Primero. Alguien había provocado un gran destrozo. El Primero no yacía allí debajo —de algún modo, ella lo notaba—, pero no estaría muy contento allá donde se encontrara. Los intentos de asesinato siempre le hacían sentir furioso, casi tanto como perder la recaudación. El mandatario había sufrido incontables intentonas de asesinato, pero no habla cerrado ningún día con pérdidas.

Y ese día no sería el primero, se prometió Trenzas.

—¡Vuelvan a su asiento! —gritaba mientras bajaba a toda velocidad por las gradas—. ¡Vuelvan a su asiento! Disponen de un minuto y luego soltaremos a la brigada brutal. ¡Vuelvan a su asiento!

Interrumpió la arenga para saltar desde la cabeza cornuda de un hombre cabra. Éste añadió por instinto su propio impulso, propulsándola por encima del gentío. Trenzas dio una amplia voltereta, pasando en parábola por encima de la primera fila y las tropas verdes.

Un puñado de trasgos se encontraba allí abajo. Habían estado hostigando al público, enseñándoles espadas, lenguas y traseros. Un trasgo señaló hacia ella y dos docenas de ojos confluyeron para ver caer desde los cielos una sombra de cabello serpenteante. Dos docenas de piernas se dispusieron a correr, pero ya era demasiado tarde.

Trenzas aplastó a dos trasgos en su caída, salpicando de entrañas a los demás.

Los seres verdes gritaron y se abalanzaron sobre la atacante. Las garras sólo se cerraron en el aire.

Dejando un rastro viscoso, Trenzas saltó por encima de una mata de cardos. Una multitud de elfos se agolpaba tras ésta. Escogió un espacio vacío donde caer, volvió a pegar un bote y se les escurrió de entre las manos.

Nadie podía haber sospechado siquiera que ella fuera capaz de saltar así. De hecho, no podía, no en realidad. Construía cada salto de múltiples botes en el espacio de demencia, seleccionando sólo la parte más alta del arco para filtrarla al mundo real. De allí que, para ella, saltar casi fuera como volar.

Aterrizó encima del lomo de una serpiente gigante y echó a correr sobre ella. El reptil le ofrecía un puente hasta el montículo de bosque… un puente involuntario, claro. La serpiente levantó la enorme cabeza y los escamosos párpados se abrieron, coléricos. En aquellos enormes ojos dorados, Trenzas vio el hambre y su propio reflejo.

También vio algo más: dos formas felinas que se le acercaban rápidamente por la espalda.

La serpiente abrió de par en par las enormes fauces.

Los jaguares gigantes saltaron.

Trenzas también.

Se escurrió de la realidad al espacio de demencia y se volvió a zambullir en el flujo espacio-temporal. Volvió a salir y entrar, trazando una trayectoria precisa que la llevó más allá de los traslúcidos colmillos. Mientras Trenzas se zafaba al vuelo del chasquido de la boca, los grandes felinos caían dentro de las fauces. Uno habría resultado una comida razonable, pero los dos se le atragantaron a la criatura.

El salto de Trenzas la llevó por encima de más monstruos verdes, que la miraron en franca incomprensión.

Parecía que todo el coliseo la contemplase. Muchos ya subían por las gradas. La brigada brutal patrullaba por las escaleras para dar fuerza a las órdenes de la invocadora. Las luchas habían cesado y los luchadores miraban a ver qué hacía la alocada mujer.

—Dentro de poco tendremos al ganador —gritó Trenzas mientras se acercaba al montículo boscoso que se levantaba en el centro de la arena. No tenía ni idea de cómo iba a penetrar en aquella colina, pero estaba segura de una cosa: Kamahl y Phage se encontraban allí—. Saquen sus boletos. Dentro de un momento tendremos al ganador.

Una ovación desigual brotó del gentío y la malicia se convirtió en avaricia. Trenzas sonrió, encaramándose por el montículo.

—¿Quién ha sobrevivido? ¡Sal! Haznos saber quién ha ganado.

No hubo movimiento ni sonido alguno. Era como si las ramas se los hubieran tragado. Los últimos murmullos del público se apagaron. Todo el mundo escuchaba.

—¿Quién vive? ¿Quién ha triunfado? —gritó Trenzas con la voz resonando por todo el coliseo—. Phage, el mundo quiere saber de ti. Kamahl, ¿estás vivo?

Algo humeó en unas ramas cercanas. Trenzas saltó hacia allá.

—Un movimiento. Viene alguien.

No era humo sino vapor, el agua que se desprendía de la madera a medida que ésta se descomponía. Se abrió un angosto túnel con la forma de una persona: era una mujer. Caminaba lentamente entre las ramas, disolviéndolas a medida que avanzaba. Trenzas la avistó entre triángulos de espacio y se echó a bailar alegremente.

—¡Es Phage! ¡Está viva!

Un rugido de emoción brotó de las gradas. Phage era la favorita de las apuestas. La mitad de la gente agitó los boletos ganadores en el aire. La otra mitad, los lanzó al viento.

La mujer emergió detrás de una cortina de madera desmoronada. Aunque tenía la malla de seda hecha trizas, la carne que cubría estaba cicatrizada de nuevo, entera e intacta. Levantó la cabeza y trepó para salir del túnel. Alzó una mano y la ovación se redobló. Pero Phage no estaba haciendo una señal de triunfo; aquel gesto pedía silencio.

—¡Quiere hablar! —gritó Trenzas, ajustando la hechicería de locución para que se extendiera alrededor de la mujer—. ¡Silencio! ¡La vencedora quiere hablar!

—No soy la ganadora —dijo Phage, bajando el brazo—. La Cábala siempre respeta las apuestas. El vencedor es mi contrincante. —Hizo un gesto hacia el fondo del pútrido pasadizo, por donde se arrastraba otra figura—. ¡Kamahl!

La multitud chilló. Unos por haber perdido la apuesta y otros por haber tirado el boleto ganador antes de tiempo. Mientras Kamahl se encaramaba por el montículo boscoso, la gente se agolpaba en busca de los comprobantes descartados y estallaron peleas por doquier.

—Soy el verdadero ganador —anunció Kamahl. El conjuro de Trenzas llevó sus palabras bien alto a la muchedumbre. Se callaron para poder escuchar—. He derrocado a mi hermana y he rechazado a nuestro enemigo común. Sí, he dicho nuestro enemigo común. Jes… Phage y yo marcharemos juntos al frente de dos ejércitos. Vamos a terminar con Akroma.

Un mes más tarde, la noche se espesaba en los pantanos.

Kamahl se encontraba en la cima del coliseo iluminado por las antorchas y miraba la arena, allí abajo. A cada lado de ésta se levantaban sendos ejércitos. La guerra era inminente. Él estaba al frente, nominalmente al menos, de esas dos fuerzas antitéticas: el bosque y el pantano, el crecimiento y la descomposición. Necesitaba a ambas si quería invadir la tierra de Akroma y matarla.

Era hora de unir esos ejércitos separados en un todo, nuevo y poderoso.

Kamahl repasó las gradas septentrionales. Allí aguardaba la Legión de Krosa. Serpientes y felinos, elfos y trasgos, centauros y dríadas habían tomado ese gran edificio. Para ello, la fuerza verde había derrotado a la guardia de la Cábala y a un cruel ángel. Desde su punto de vista, la suya había sido una victoria absoluta. Habían querido subir por todo ese coliseo y derribarlo piedra a piedra.

Kamahl se lo había prohibido. Hasta había permitido que los juegos continuaran mientras se reunían los ejércitos. No habían venido a destruir a la Cábala sino a salvar a Jeska y, para hacerlo, Kamahl tenía que aliarse con el Primero.

El misterioso líder de la Cábala se había mostrado demasiado deseoso de acceder a todo.

En el lado sur del coliseo aguardaba la Legión de Phage, recién formada. Simios gigantopitecos y rinocerontes descornados, enanos y trasgos, esclavos y muertos vivientes de lo más variopinto se congregaban bajo el estandarte de su señora. Lucharían por ella contra Akroma, el Anatema. Habían jurado lealtad a Kamahl mientras combatiera contra el Enemigo.

El Primero le había prometido que no habría traición alguna.

Además, a éste le resultaría provechoso. Trenzas ya había dispuesto caravanas de observación para ir a contemplar la guerra. La Legión de Phage no sólo montaría una buena guerra, sino también un buen espectáculo. Centenares de clientes ricos habían pagado con generosidad para acompañar a los soldados y ser testigos privilegiados de la contienda. En ese mismo momento, unas gabarras de colores chillones ya aguardaban sobre las negras aguas.

Los turistas de la guerra aún no habían embarcado y, entretanto, abarrotaban los palcos de lujo del coliseo. Se sentaban a unas mesas cubiertas de lino blanco e iluminadas con lámparas de citrino y, ante ellos, humeaban toda clase de exquisiteces. En esa víspera de la marcha, festejaban como reyes. Mañana empezaría el espectáculo.

Kamahl estaba horrorizado por sacarle tal jugo a la guerra, pero necesitaba a la Legión de Phage. Tras una dura negociación, tuvo que acceder y permitir los viajes de placer.

Por supuesto, todo eso había sido un plan del Primero desde el principio. Si Phage hubiera ganado la batalla, Kamahl habría muerto y sus fuerzas se habrían disuelto. Pero Kamahl había ganado y la Legión de Phage era, sencillamente, el plan B.

«¿O es que la Cábala no cumple sus tratos…?», Kamahl recordó sombríamente sus propias palabras.

Permaneció allí un momento más, centrando en él todas las miradas, y entonces empezó a bajar las escaleras con un porte majestuoso.

La arena se encontraba vacía. Ya no había cuerpos ni sangre y ya no quedaba nada de la enmarañada colina de ramas. Había sido como un monte Gorgona en miniatura, un montón de ramas que crecían sobre algo que Kamahl había matado. Allí había todo un acertijo, que le hablaba de heridas supurantes y mártires que se convertían en monstruos…

Sacudiendo esa cabeza que tenía tan llena de pájaros, Kamahl apresuró el paso descendiendo por las escaleras. No era momento de andarse con adivinanzas. Tenía una guerra que hacer. Los ejércitos estaban pendientes de él. A menos que amalgamara esas fuerzas esa misma noche, nunca lo haría.

Necesitaba un símbolo para esa nueva alianza… un símbolo y un arma.

Al llegar a la primera Pila, Kamahl saltó a la arena. Se sacó del cinto las dos mitades rotas del bastón y las sostuvo en lo alto. El ejército verde profirió una gran ovación, pese a que aquellos trozos partidos ya no portaban el poder del bosque. Muy pronto contendrían un nuevo poder. Asiendo las dos partes del bastón con una mano, Kamahl se dirigió a la columna central del coliseo.

Desde el lado opuesto de la arena se acercaba una criatura bien distinta. Bajo una túnica de innumerables capas y una mitra negra, el Primero era inconfundible. Él también asía los restos de un arma… la doble hoja de piedra de una antigua hacha. La levantaba en lo alto. Los filos proyectaban una ominosa silueta contra la pared interior del coliseo.

La Legión de Phage gritó entusiasmada al ver esa antigua hoja, la misma arma que llevaba el Primero cuando creó los fosos de lucha. Las zancadas de éste eran iguales a las de Kamahl mientras ambos avanzaban hacia el pilar central.

Allí se encontraron, druida y patriarca, aliados contra un enemigo común.

La noche era demasiado solemne para contar con Trenzas y sus bufonadas. La mujer estaba sentada, en silencio, en las gradas, al lado de Zagorka y el asno amigo de ésta. Aun así, Trenzas se había encargado de preparar un conjuro que llevara las palabras de los hombres a todos los oídos.

—Nos hemos reunido esta noche para fraguar una nueva alianza —empezó Kamahl—, que puede parecer una alianza muy extraña, pero que no lo es tanto. Lo que nos une es Jeska, es Phage. En todo lo referente a su exterior, pertenece a la Cábala. En todo lo referente a su interior, pertenece a Krosa. Pese a ello, es una sola persona y, como tal, nos une. Lucharemos por ella contra nuestro enemigo.

Aunque nada de lo que había dicho Kamahl hasta el momento había arrancado una palabra a la concurrencia, la sola mención de la palabra «enemigo» bastó para que un rugido brotara de ambos bandos. Nunca podrían estar unidos en el amor, pero en el odio… sí.

—¡Mirad! —gritó Kamahl, levantando las dos mitades del tallo secular—. Akroma rompió este bastón, receptáculo de maná verde, pero esta noche lo reconstruiremos. Con él, la destruiré.

El rugido se convirtió en una ovación.

—¡Mirad! —gritó el Primero, sosteniendo en lo alto la hoja de la antigua hacha—. Mi mayor enemigo partió esta hoja, receptáculo de maná negro, pero esta noche la reconstruiremos para destruir al enemigo de Phage.

Los vítores del gentío fueron casi ensordecedores.

—Poder de la arena, ¡levántate! —gritaron al unísono Kamahl y el Primero.

Del suelo brotaron dos centellas gemelas de un color gris que se les enroscaron en las piernas y les latieron por los brazos. Continuaron brotando en miles de descargas. Los dos hombres empezaron a brillar.

Aunque aquella terrible fuerza lo clavaba al suelo, Kamahl consiguió girar el bastón hacia la Legión de Krosa.

—Poder del bosque, ¡ven a mí!

Unos zarcillos de plasma verde brotaron de la frente de cada uno de los que allí estaban sentados y se extendieron hacia Kamahl. De la mano de éste salieron tendones de poder que se expandieron hambrientos. En medio del aire, ambos canales se tocaron. La energía se arqueó descendiendo hacia los dedos del hombre y se unió a la radiación que lo iluminaba. La fuerza combinada hizo que el druida destellara.

El Primero tendió el hacha hacia la Legión de Phage.

—Poder del pantano, ¡ven a mí!

El maná negro, más oscuro que los rincones más lóbregos de la noche, fluyó de los monstruos en una telaraña coagulada. El Primero era un vacío de poder y el maná se precipitaba hacia él. Se mezcló con la energía del pecho del hombre y éste quedó envuelto en llamas.

Sin que pareciera que se movieran, el druida y el patriarca se volvieron. El asta hendida y la hoja desastada se encontraron, se tocaron. Un segundo sol se levantó entre ellos.

Al norte y sur, los ejércitos se taparon los ojos ante aquel poder deslumbrante. Negros y verdes fueron uno en su miedo ante la cegadora presencia.

La luz se desvaneció y murió tan rápido como había nacido. En un destello final brilló una forma: era una gran hacha. No era la hoja del Primero ni el bastón de Kamahl, sino un arma nueva recreada a partir de ambas. La hoja era enorme y curva, de filos aserrados. Estaba hecha de un material más denso que la piedra y más liso que el cristal. El asta era ancha y de metal, y estaba cuajada de gemas rutilantes, como los cristales de Thran de antaño.

Aunque nadie había visto aquella hacha antes, todos los que la contemplaron supieron que esa arma estaba destinada a matar a Akroma.

Kamahl levantó el arma hacia lo alto y profirió un grito inarticulado de triunfo. Éste resonó por el graderío y vibró en la garganta de cada bestia y ser.

Había forjado dos armas en una. Había fraguado dos legiones en un solo ejército.

Kamahl se había ganado la devoción hasta del último corazón en aquel negro pantano, excepto del de Phage.

La mujer estaba sentada en sus dependencias, a solas. También habría podido estar en su celda. Volvía a encontrarse cautiva; esta vez, de su prístino hermano. Había perdido y era su esclava. No había escapatoria sin romper el ligamen que ella tenía con la Cábala. Phage había tenido que claudicar. No contaba con un solo aliado contra Kamahl… ni Trenzas, ni Zagorka, ni siquiera el Primero.

Una sombra se desprendió de una oscura pared. Un segundo antes no había sido más que una sombra, pero ya era un hombre: el hombre.

El patriarca había acudido, como si le hubiera leído el pensamiento.

Phage no se volvió hacia él. Se limitó a respirar lentamente.

El Primero caminó por detrás de los barrotes, mirándola. Era como un espectador en un zoológico que no quisiera dejar de contemplar a su bestia favorita.

—Estás preocupada.

—No estoy preocupada —respondió la mujer, negando con la cabeza—. Estoy resignada.

—Crees que te he vendido. —El mandatario dio un paso más y se detuvo al lado de la puerta—. Piensas que no me importas.

Estaba en lo cierto, por supuesto. El Primero siempre estaba en lo cierto.

—Kamahl quiere escarbar debajo de tu piel y encontrar a su hermana, tu alma de verdad. —El hombre se acercó a ella. Le puso las manos sobre los hombros. Aquel toque, a pesar de su brutalidad, llevó una dicha extraordinaria al solitario universo de la mujer—. Se lo permito porque no se detendrá hasta que lo haga. Encontrará tu verdadera alma y te la mostrará. Cuando la veas, por fin te librarás de él y sabrás que tú y yo somos uno.

Phage se levantó y lo envolvió en un abrazo. Lágrimas de veneno rodaron por sus mejillas y se apoyó en el hombro del patriarca.

Al menos esta noche no estaría sola.