CAPÍTULO DIECISIETE

LA GRAN CONTIENDA

K

amahl yacía en el suelo, boqueando en un éxtasis de dolor. Ante él flotaba una criatura de luz, gloriosa e imponente. Era la visión de la muerte. Muchos bárbaros decían haber visto a esa criatura mientras agonizaban… una luz tan intensa que arrojaba todo lo demás a un túnel de sombras. Kamahl se estaba muriendo, deshaciéndose en pedazos por la garganta, el pecho y el vientre. El ángel de la muerte, lo llamaban, con ese rostro tan hermoso y a la vez tan severo. La angelical mujer le tendió una mano.

Si él la cogía, moriría.

Kamahl se apartó de ella a rastras. Era un guerrero bárbaro, y todos los guerreros bárbaros se apartaban del ángel de la muerte. Kamahl se dio la vuelta, hundiendo el rostro en la arena y, de repente, pudo respirar. Ya tenía la garganta descarnada y el aire entraba y salía por la tráquea abierta. Exhalando, apartó los ojos del amenazador ángel.

Ella también apartó la mirada. Se movió con acometidas feroces por el coliseo. Era como si persiguiera a otra alma. ¡Pues que la persiguiera!

Kamahl se arrastró. Si era consciente de algo en aquel momento de dolor supremo, era que necesitaba el bastón. El poder de la vida lo había abandonado a él, pero no a la madera. Ésta chisporroteaba con centellas verdes allá donde yacía, en la arena. Si tan sólo pudiera asirla, el poder fluiría por él y lo curaría.

Todo lo demás cayó por un pozo negro. Olvidó quién era, cómo había llegado a recibir esas heridas y por qué luchaba. Atrapado entre el ángel y el bastón, Kamahl se convirtió en una tabla rasa, un alma en la que nada se había escrito.

Blanca y negra, dos figuras revoloteaban a su alrededor. Gritaban como dos raptores embistiéndose, desgarrándose, enzarzándose y despedazándose. Por un momento temió que lo atraparan en medio de una acometida y lo descuartizaran. Se agachó, pegándose a la arena, con la garganta resollando pútridos jadeos. Las dos criaturas pasaron de largo, dando vueltas, enzarzadas.

El hombre siguió deslizándose hacia delante, como un lagarto reptando sobre el vientre. La arena le rebozaba las partes gangrenadas. Un impulso más, con las manos por delante, y agarró el palo chisporroteante.

La vida le saltó en verdes centellas a los dedos. Éstas sisearon y crepitaron, hundiéndose en la carne. La piel y los músculos pútridos se esfumaron. El poder restalló en círculos brillantes por la herida en la garganta y se tejieron líneas de fuerza en la nueva carne. La oleada de poder le anegó el pecho, sanándolo también. Sólo se detuvo al llegar al vientre y la herida abierta allí. La herida…

—¡Jeskaaa!

Era la primera palabra que había pronunciado desde que se le corroyera la garganta. Con esa palabra, toda la larga vida del hombre se volvió a grabar en él, como un grafito febril y violento. Qué bien había estado siendo blanco e impoluto, un ser reptante, en vez de Kamahl. Pero ya había regresado a la chamuscada carcasa de su vida. Volvía a ser Kamahl y tenía una hermana.

—Jeska. —Se apoyó en el bastón y se dio la vuelta.

Allí delante ella estaba luchando. El ángel de la muerte la perseguía, era como una luciérnaga acechando a una cucaracha. La gran espada del ángel, tan ancha como un hacha y tan larga como un espadón, rugía mientras descendía para cortar a Jeska por la mitad.

—¡No! —gritó Kamahl—. ¡No!

Phage no podría zafarse de aquel golpe. Había esquivado todos los demás, había dado volteretas hacia atrás, saltado y rodado, llevando a cabo hasta la última maniobra de evasión posible, pero Akroma había aprendido más y más con cada cabriola. Ya no le quedaba ninguna escapatoria. Phage yacía, con la espalda contra el suelo, y la magna espada silbaba hacia ella.

Golpeó. Un metal más recio y afilado que el acero le atravesó el hombro, hendiendo seda, carne y hueso. Se le quedó media hoja clavada a la altura de la tercera costilla, a unos centímetros del corazón. Apretando los dientes, el ángel tiró del arma. Eso la mataría. Los ojos de éste eran tan blancos como el hielo.

Phage aferró la hoja. Era un filo de pura luz y ella era pura oscuridad. Los dedos se cerraron firmemente alrededor del metal, que siseó con el contacto y empezó a derretirse como la cera. Phage clavó las uñas, desgajó un trozo de la espada y lo lanzó por el coliseo, donde chocó contra la piedra. La mano volvió a apretar y otro fragmento salió disparado. El ángel se afanaba en arrancarle la espada y Phage en rompérsela en mil pedazos. El material fundido corría por el hombro hendido de la mujer.

La magia negra que la llenaba unía hueso con hueso y carne con carne. Con el tajo ya restañado, Phage lanzó a lo lejos los restos de la espada. Se puso de pie con un salto, clavando las manos en el pecho del ángel y dejándole allí negras improntas.

Akroma retrocedió por el dolor, con la carne incorruptible marcada con el sello de la putrefacción. Retorció la cara de horror. Era la primera vez que Phage la miraba atentamente. Ese ángel tenía la cara de Nivea, pero no sólo era ella. Parecía la encarnación de todas las víctimas de la cabalista.

—Querías matarme, pero no sabes nada de la muerte. —Phage avanzó hacia ella como si fuera un felino al acecho—. Yo soy la Muerte. Te llevaré a mis dominios.

Alguien se acercaba. Kamahl. Phage casi se había olvidado de él. El bárbaro druida caminaba, bastón en mano, envuelto en centellas de verdor. Pecho y garganta se le habían restañado en arrugas de carne rosada y tenía una mirada violenta y lúgubre. Clavó los pies en la arena.

—Supongo que también tendré que luchar contra ti. —Phage lo miró con el entrecejo fruncido.

—He venido aquí a salvarte —respondió Kamahl, negando con la cabeza y mirando al ángel con el rabillo del ojo—. Todo el que quiera matarte es mi enemigo.

—Muy bien —gruñendo irritada, Phage se acercó más al ángel—. La matamos juntos y luego luchamos entre nosotros.

—Si no hay más remedio —respondió Kamahl.

Hombro con hombro, hermana y hermano caminaron hacia el combate.

—¡Abran bien los ojos! —Trenzas saltaba sobre el muro del coliseo, gritando emocionada—. Hermano y hermana, hermana y hermano… esos enemigos mortales, Kamahl y Phage… ¡y ahora van y se alían contra un enemigo inmortal! Se aceptan nuevas apuestas durante cinco minutos. ¡Apuesten por el ángel! ¡O juéguensela por los hermanos! Y cobren sus premios y ganancias. Luego los ganadores lucharán a muerte.

Bajo ella, las gradas hervían. La gente inundaba las taquillas de apuestas. Otros llenaban el aire con puños e insultos.

Nunca antes se había levantado tal revuelo en Otaria. Nunca antes había sido tan provechosa una guerra ni tan mortífero un espectáculo.

Una vez más, Kamahl se veía atrapado entre la vida y la muerte. Akroma flotaba ominosa en el aire, por encima de él, justo fuera del alcance del bastón. Phage estaba lista a su lado, parecía una cobra alzándose para morder. Eran la vida y la muerte.

La pregunta era quién era qué.

Akroma se abalanzó, colérica y blanca, como un rayo que cayera sobre Phage.

Ambas se encontraron. El poder de cada una, negro y blanco, pugnó por imponerse. Al contacto, la podredumbre se extendía por el cuerpo de Akroma y los verdugones cauterizaban a Phage. Allá donde las manos se cerraban sobre los hombros, la piel de ambas mujeres caía. Allá donde sus miradas se encontraban, hasta el aire chasqueaba por el odio. Se iban a consumir mutuamente.

Kamahl las separó de un bastonazo. La punta golpeó en Akroma y la apartó. El hombre acompañó el golpe con la fuerza de la espalda y alejó aún más al ángel. Luego dio la vuelta al bastón y puso la empuñadura delante de Phage, deteniendo así su acometida.

Ambas mujeres miraron furiosas a Kamahl y al bastón centelleante. Las dos estaban destrozadas: agujeros negros acribillaban los brazos y el torso de Akroma, y una necrosis blanca los de Phage. Mientras Kamahl las contemplaba, las heridas seguían cerrándose. Esas marionetas bailaban al son de su respectivo titiritero. Alguna mente desconocida dirigía a Akroma, pero Kamahl ya sabía sobradamente quién dirigía a Phage.

Soltó una mano del bastón y la sostuvo en lo alto, haciéndoles una señal.

No tenía que haberlo hecho.

Desde lados opuestos, Akroma y Phage aferraron el rutilante palo. La magia verde brotó en ambas direcciones. Cuando el poder llegó a las manos de Phage, unas esporas de energía le brotaron entre los dedos. Donde esas motas tocaban la carne de la mujer, ésta se quemaba. La magia verde y la negra eran antiguas enemigas. Pero la verde y la blanca…

En el otro extremo del bastón, Akroma absorbió el poder. Éste se mezcló con su propia energía, la reforzó y la curó.

—¡No! —gritó Kamahl, pero ya era demasiado tarde.

Akroma arrancó el bastón secular de las manos de los dos hermanos. Éste destelló en sus manos y sus ojos relumbraron con el poder verde. Hizo girar el bastón con gran habilidad, y la energía le fluyó por los nudillos. Con las alas desplegadas, se abalanzó contra Phage y Kamahl. Ambos retrocedieron, uno al lado del otro.

—Buen trabajo.

Kamahl se limitó a gruñir. Nunca había luchado así, atrapado entre dos enemigas. ¿Cómo podría matar a una, salvar a la otra y salir indemne en el empeño?

Levantó el puño en una señal insistente.

Ceño de Piedra resopló. Le había parecido ver la señal, pero Kamahl estaba rodeado por las dos mujeres y el bastón reluciente y el general no estaba seguro del todo. La importancia del gesto era tal que no seguiría adelante a menos que se hubiera cerciorado del todo. Esta vez no había duda posible. El puño alzado de Kamahl sólo podía querer decir una cosa: «Tomad el coliseo y matad al Primero».

Ceño de Piedra bajó la vista a la tribuna de lujo que ocupaba el mandatario. Entre Kamahl y ésta se interponían hileras e hileras de espectadores con los puños levantados. Una vez se levantase serían un ejército, y protegerían al patriarca de la Cábala. Los guerreros de Krosa no tenían ninguna posibilidad de llegar a la tribuna a tiempo. Que salvaran a Kamahl. Ceño de Piedra se encargaría de matar al Primero.

Se levantó, se abrió camino entre el gentío y descendió los peldaños al trote. Sus cascos apenas cabían en los escalones y cada zancada sacudía el suelo de piedra. Llevó la mano al cuerno gigante que colgaba a su costado, lo levantó, se lo llevó a los labios, y sopló.

El sonido se oyó por encima incluso de la cacofonía de la multitud. A éste se unió la llamada de un segundo cuerno, y de un tercero. Desde cada escalera que rodeaba al coliseo sonaron las señales de los capitanes. Llamaban a la gente de Kamahl, llamaban al pueblo de Krosa… los llamaban al ataque.

Muchos de los aficionados rugieron, esperando alguna sorpresa más por parte de los propietarios del coliseo. Sería una sorpresa, sí, pero no vendría de la Cábala.

Se oyó un segundo rugido, esta vez fuera del edificio. Aquel violento sonido brotó al unísono de la garganta de centauros y guerreros mantis, elfos y trasgos, serpientes gigantes y grandes jaguares. Las fuerzas verdes se lanzaron al asalto con los espinosos llameantes en vanguardia, quemando todo lo que se pusiera por delante. En unos instantes, las grandes puertas estallaron en llamas.

Un bosque viviente se agolpó en ellas para tomar el coliseo.

Trenzas aplaudió cuando entraron. No podía haber sonreído más entusiasmada, más sincera. Las cosas iban estupendamente.

Por supuesto, ella y Phage ya habían planeado la toma del coliseo. Esperaban que el ataque se diera cuando Kamahl agonizara bajo la presa de su hermana, pero la aparición de Akroma había precipitado los acontecimientos. Había resultado una sorpresa, aunque muy divertida. El ataque por parte de las fuerzas verdes sólo servía para que las cosas volvieran a su cauce.

Mientras saltaba de saliente en saliente, Trenzas hizo bocina con las manos y gritó:

—¡Contemplen a los ejércitos de Krosa! ¡Sean testigos de la Gran Contienda! ¡Hagan sus apuestas! Krosa contra la Cábala. ¿Quién ganará? ¡Diez a uno contra Krosa! Si las bestias ganan, ¡multiplican su dinero por diez!

Un grito de codicia y deleite barrió las gradas, aun cuando las bestias verdes ya empezaban a emerger sobre la arena.

Trenzas palmoteó. ¡Oh, qué divertido era montar las guerras del mundo! Qué maravilloso era poner en el foso a una gente contra otra. Y todo por el querido, queridísimo dinero.

El aire resonaba tanto que hasta el cielo parecía apuntarse al griterío.

Y Kamahl se afanaba bajo el estruendo. Había perdido el bastón por culpa del ángel, el cual lo usaba en ese preciso instante contra la hermana del bárbaro.

Akroma se impulsó por el aire, pasando por encima de las manos de Kamahl, que intentaron agarrar, desesperadas, el bastón. El ángel dio una voltereta y cayó sobre Jeska como un águila en picado; pero, en vez de garras, esgrimía el bastón. La punta golpeó en el pecho de Jeska. El poder verde y blanco crepitaba por la superficie del palo y laceraba a la mujer. Jeska se sacudía como un pararrayos viviente. Las heridas se abrían, y tras ellas iba la fuerza verde, que las llenaba con musgo. El poder nigromántico de Jeska estaba a prueba de una embestida de maná, pero no de dos a la vez.

Gimiendo, la mujer retrocedió, se tambaleó un par de veces y cayó de bruces. Su estómago era un jardín de verde y rojo. Los ojos le daban vueltas bajo charcos de lágrimas. Cayó al suelo de espaldas y el aire salió de ella como una exhalación.

Akroma empezó a tomar altura para rematarla.

—¡No! —gritó Kamahl.

Saltó en pos del ángel y el público aulló, entusiasmado. Kamahl trepaba en medio del furioso y helado aire. Tenía las manos llenas de plumas de ángel. Las soltó de sendos zarpazos, impulsándose más arriba. Cerró los dedos en torno a la piel pétrea: primero de los tobillos y luego de las rodillas. Trepó por las alas, haciendo fuerza con su propio peso para que se pusieran rectas y planearan hacia la arena. Akroma se debatía bajo él, como un cisne bajo un demonio.

La multitud elevó la ovación al paroxismo. Las apuestas volaban en las taquillas.

Akroma se impulsó hacia arriba de repente, sacándose a Kamahl de encima de los hombros.

Éste también cayó de espaldas en la arena.

El ángel se abalanzó sobre él. Llevaba en ristre el centelleante bastón para matarlo.

Kamahl lo agarró y el poder lo aferró a él. El maná verde y blanco se sumergió en la carne del hombre. No lo destruyó, sino que lo revitalizó. Las venas se le hincharon de magia, los músculos se le llenaron de fuerza. Aunque el ángel tiraba del bastón, intentando arrancárselo de las manos, la fuerza de Kamahl era mayor. Rompió la presa de Akroma, recuperó el bastón y lo hizo girar. La punta de éste golpeó, contundente, en la cabeza del ángel.

Éste salió disparado en un remolino por el aire. Las alas, entumecidas, intentaron aguantarlo planeando y la arena giró en grandes vórtices a sus pies.

Kamahl se levantó. Gruñó, aferrando el bastón y corrió hacia su hermana.

Jeska yacía cerca de allí, de espaldas, jadeando. La magia innata de ésta se afanaba en combatir las heridas e infecciones, pero no volvería a luchar… no de momento, al menos.

—Lo has vuelto a hacer —resolló ella con una voz casi inaudible.

—Sí, lo he recuperado. —Kamahl levantó el bastón, en gesto de triunfo.

—No. Me has vuelto a matar.

—No morirás hoy, hermana. —Ante el reproche, Kamahl apretó la mandíbula y puso una mirada más dura que el marfil. Apartó el bastón a un lado, preparado para hacer frente de nuevo a Akroma.

En ese mismo momento, el ángel tomó tierra y se acercó.

—Me has vuelto a matar y también te matarás tú.

Ceño de Piedra sopló la nota final a los cielos levantados en armas. Ya venían, hasta el último elfo y el último trasgo del gran ejército de Kamahl. Anegarían la palestra y convertirían la arena en un bosque repentino. El centauro se puso el cuerno en un costado y bajó el último tramo de escaleras que llevaba a la tribuna de lujo del Primero.

Él también tenía un pequeño combate por delante.

—Atrás, en nombre de la Cábala —gruñó uno de los guardias ataviados de negro que había delante de la puerta. Ésta era de roble, reforzada con remaches de hierro y contaba con una mirilla. Una larga hoja de resorte brotó con un destello en la mano de cada guardia.

—Tengo un asunto que tratar con el Primero —bufó Ceño de Piedra, tras bajar la imponente cabeza hacia ellos. Su aliento era una ráfaga de aire caliente.

—Nadie ve al Primero sin tener una invitación —dijo despectivamente el guardia, con aquella piel de un amarillo enfermizo tensándose en su rostro cadavérico—. Yo me apartaría…

—Muy bien —accedió el centauro gigante, encogiéndose de hombros—. Te apartaré.

El encogimiento de hombros se convirtió en una ola que le subió por el brazo y que rompió en un puño. El revés dio en pleno plexo del guardia y lo envió por los aires, pataleando por encima del gentío. La hoja automática había abierto un largo tajo en el brazo de Ceño de Piedra, pero no le había alcanzado ninguna vena o tendón.

Con un grito ahogado de sorpresa, el otro guardia clavó el arma en el hombro del centauro. La hoja topó con el hueso y se rompió, dejando al hombre agarrando una empuñadura roma. Éste la tiró y echó mano de la espada corta de negro filo que le colgaba de la cintura.

Ceño de Piedra aferró al hombre, frunció los labios y le sacudió la cabeza.

—Vale, ya me aparto —masculló el guardia, cetrino y de mejillas chupadas.

—Sí, y tanto que sí —asintió Ceño de Piedra.

Tiró por los aires al tipo, que no se resistió, resignándose, al parecer, a su destino. Aterrizó con un porrazo encima del techo de la tribuna, rodó a lo largo de éste y cayó en el graderío.

El general se arrancó la hoja rota del hombro y la arrojó al pavimento. Cerró la mano, se inclinó y aporreó la puerta.

La mirilla se abrió y aparecieron un par de ojos febriles.

—¿Qué?

Ceño de Piedra metió con fuerza dos dedos por la abertura. Era todo lo que le cabía por allí. Éstos dieron contra la frente del hombre con la fuerza suficiente para noquearlo.

Doblando los dedos tras la puerta, el centauro tiró de ella. El hierro crujió y se quebró. La hoja de roble se abombó. Poniendo una de las pezuñas delanteras en el marco, Ceño de Piedra tiró con más fuerza. Los goznes estallaron y la puerta entera le quedó en la mano. Al ver que un contingente de las fuerzas de la Cábala subía en tropel por las escaleras, les lanzó la puerta. Ésta traqueteó peldaños abajo y los derribó como si fueran bolos.

El centauro asintió, satisfecho. Tarde o temprano, los guardias de la Cábala lo reducirían, pero no le importaba siempre y cuando el Primero ya estuviera muerto.

Bajando los colosales hombros, Ceño de Piedra cruzó el umbral.

Ante él había una cámara de terciopelo donde se dejaban capas y calzado… También había la figura derribada de un guardia. Con cuidado de no aplastarlo, Ceño de Piedra pasó a medio trote por el umbral opuesto.

En la siguiente habitación —una galería de trofeos y recuerdos de combates— se encontraba otro esbirro de la Cábala. Era una mujer, tan cosida de cicatrices y lúgubre como el resto, pero el enloquecido revoloteo de aquellos ojos la identificaba como una invocadora de demencia.

La mujer esbozó una sonrisa amenazadora. De las brutales simas que había entre sus dientes emergieron unas criaturas. Eran hombres chupados, de un color amarillo marfileño y sus extremidades eran afiladas cuchillas.

Con un sonido como el de una uña rascando pizarra, esos seres empezaron a arrastrarse hacia Ceño de Piedra.

Los túneles que llevaban a las gradas rugían como sumideros de agua bajo una tormenta. Pero en vez de agua, los corredores llevaban ríos de sangre… y a todas las criaturas del bosque.

Roth abría camino. La boca de la serpiente no paraba de abrirse y cerrarse, atrapando y engullendo guardias de la Cábala. Unos bultos se debatían en aquel vientre de escamas rojizas mientras llegaba a las imponentes puertas. Con un siseo y un mordisco, Roth no consiguió más que astillar la tranca que las cerraba.

Tras ella venían, dando botes, dos criaturas más fieras aún. Parecían tejones gigantes, pero en verdad eran ardillas del tamaño de un hipopótamo. Los animales saltaron ansiosos por la oscuridad, adelantaron a Roth y se detuvieron ante las puertas atrancadas. Unos hocicos bigotudos se arrufaron delante del obstáculo olisqueando el aire. Las ardillas se agacharon para ponerse a cavar. Sus zarpas sacaban arena del agujero y una lluvia de polvillo caía por detrás, en una columna.

Roth retiró los colmillos de la tranca, analizó la situación y se comió a una ardilla gigante. Se habría comido a la otra también, pero desvió la atención hacia los recién llegados.

Unos trasgos subían, agolpándose y jadeando. Fueron recibidos por una asfixiante nube de arena. Los seres verdes se doblaron por la cintura, agarrándose la tripa y tosiendo violentamente. Sin saber muy bien qué hacer, los trasgos optaron por buscar un terreno más elevado en el flanco de Roth.

La gran serpiente sabía muy bien la diferencia entre las criaturas que le rascaban deliciosamente por dentro y las que le arañaban impunemente por fuera. Levantó la cabeza y clavó la mirada en el siguiente plato del día. Los colmillos bajaron como si fueran flechas.

El primer trasgo los vio venir y gritó. Su aviso fue engullido, literalmente, por la boca del reptil. Un segundo trasgo oyó el chillido ahogado y profirió otro igual, que contó con el privilegio de resonar en las fauces abiertas de la serpiente. Cayó entre los colmillos, un movimiento peristáltico se apoderó de él y lo engulló por el frío tubo de músculos. El tercer y cuarto trasgos se dieron la vuelta para salir corriendo, pero de repente se encontraron encima de una resbaladiza lengua que se retraía resueltamente hacia la boca de Roth. Las fauces se cerraron sobre el último ser y la serpiente se lo tragó. Cinco bultos se le removían deliciosamente en el esófago y la serpiente sonrió, sintiéndose satisfecha.

De repente tuvo náuseas. Nunca en la vida se había comido a unos seres tan polvorientos y roñosos. Entre convulsas arcadas, los escupió uno por uno. Iban unidos entre sí por una larga cadena viscosa. Las bestias inmundas cayeron de espaldas, en un montón, gimoteando como gatitos recién nacidos. Con un escalofrío reptiliano, la serpiente los dejó en el suelo, como una muda desechada.

Los trasgos intentaron ponerse en pie, pero se les vinieron encima toneladas de arena. La tierra se mezcló con el jugo gástrico que los recubría y se amalgamó con éste, conviniéndose en una especie de argamasa.

Instantes después, la arena dejó de caer. Un grito ululante brotó de la colosal ardilla. Metió la cabeza por el agujero que había excavado, pasando acto seguido los cuartos delanteros con facilidad. Las patas traseras impulsaron a la gigantesca bestia por debajo de las puertas y ésta apareció en la arena de la palestra.

Al ver la luz del día, Roth la siguió. En unos instantes reptaba rápidamente por el coliseo.

Tras ella, por el túnel, marcharon a la guerra miles de soldados krosanos. Un contingente de elfos levantó espadas y voces en su antiguo grito de batalla. Clavaban la mirada en el agujero que tenían delante, aunque todos se tomaron un momento para admirar la estatua de trasgos danzantes que había en medio del pasillo.

Akroma descendía. Sus alas destellaban al sol, cegadoras. Miraba a sus enemigos sin parpadear, con ojos de avispa implacable.

Phage yacía en la arena, indefensa, casi muerta. Ya estaría muerta de no haber sido por Kamahl. El hombre se encontraba de pie, a su lado, sujetando en horizontal el bastón mágico.

¿Qué obsesión le empujaba? ¿Qué le importaba si ella moría o dejaba de morir?

—Apártate —gruñó el ángel—. No tengo pendencia alguna contigo, bárbaro.

—Si vas a matar a mi hermana, tienes una pendencia conmigo.

El ángel ladeó ligeramente la cabeza, pensativa. Plegó las alas y bajó en picado del cielo.

Sus pies pegaron en el bastón y lo partieron por la mitad. Una explosión de fuego verde bramó del tallo roto. Por un momento, eclipsó a Akroma, a Kamahl y a Phage. Cuando el fogonazo inicial se apagó, se vio que quedaba una fuerza verde, aferrada como lianas a las piernas del ángel. Esa fuerza mágica brotaba de las partes rotas del bastón de Kamahl y arrastraba a Akroma.

Con un gruñido, Kamahl tiró de los dos trozos hacia la arena.

—¡Suéltame! ¡No tengo nada contra ti! —aulló el ángel, debatiéndose.

—¡Reniega de tu venganza contra mi hermana! —le gritó él.

—¡Nunca!

—Pues morirás. —Y juntó con un esfuerzo final las dos partes del bastón. Las centellas de energía verde se fusionaron. Akroma nunca escaparía.

—¡Íxidor, creador! ¡Vuelvo a ti! —gritó Akroma dándose un gran impulso con las alas y levantando la mirada hacia el cielo.

Un tirón más y se liberó…

Pero no del todo. Las piernas se le arrancaron del cuerpo, envueltas en magia verde. Esas extremidades perfectas cayeron, amputadas, en la arena.

Con un gemido, Akroma se alejó volando.

Kamahl miró boquiabierto cómo el mutilado ángel se perdía a lo lejos.

Con un rugido horroroso, su ejército se cerró alrededor de él en un gran círculo. Los espinosos y las dríadas leñosas se amontonaron para formar una cúpula espesa y protectora de ramas y vástagos, tapándole el cielo y el último atisbo de Akroma huyendo.