CAPÍTULO DIECISÉIS

COMBATE A MUERTE

E

l comandante en jefe Kamahl cabalgaba en Roth, su serpiente de combate, saliendo del bosque. Aquella selva se había extendido centenares de kilómetros por la arena, deteniéndose a la vista de la Escarpadura de Coria. Al lado de Kamahl, el general Ceño de Piedra trotaba hacia el risco de granito. Tras un buen rato, comandante en jefe y general llegaron a la cima de la escarpadura e hicieron la señal de alto. Tras ellos, el gran ejército del pueblo del bosque se pasó la señal con puños, garras o ramas. Todos se quedaron inmóviles.

Allí, de pie, no parecía demasiado un ejército: tenía tres kilómetros de largo y casi uno de ancho. Parecía el bosque mismo. Habían venido dríadas como arboledas ambulantes; los espinosos como plantas rodadoras en llamas, formando setos ubicuos; tallos de cardo pastoreados por duendecillos; y eso sólo era la flora. Entre ellos se deslizaban serpientes gigantes y babosas enormes. Los hombres sapo caminaban, patizambos, al lado de hileras de elfos vigilantes. Centauros y ardillas, gigantescos ambos, llevaban en sus lomos a guerreros y mantis. El gran ejército de Krosa era, de hecho, Krosa.

Sentado a horcajadas en Roth, Kamahl avistaba por primera vez el territorio enemigo.

—Es como una gran telaraña —murmuró el general Ceño de Piedra, a su lado. Los enormes ojos del centauro relumbraron en las cuencas.

—Lo es. Mi hermana la ha tejido. —Kamahl tomó una bocanada de aire fortificante.

Desde la rocosa posición estratégica, el suelo se iba convirtiendo en un pantano negro. El agua salobre llegaba hasta el horizonte. Algunos islotes se erguían aquí y allá entre la turba, como montones de heces en una letrina, y una red de puentes corría de cima en cima. Era una tierra pestilente, de fronteras abiertas, que tentaba a los visitantes como la carnaza de un cepo.

—Es su guarida… —dijo Kamahl, señalando una enorme palestra de piedra en la lejanía.

El coliseo resultaba impresionante incluso desde esa distancia. Alto, ancho, de proporciones perfectas, era la única cosa sólida en aquel barrizal. Más sorprendente era el gentío que llenaba puentes y carreteras, a lo lejos, y la muchedumbre que cubría las gradas.

—… Y ya ha atrapado a decenas de miles —concluyó.

Ceño de Piedra barruntó durante un momento, pasando la mirada al puente que había cerca de allí.

—Decenas de miles en las gradas y decenas de miles más en los pantanos. Mira.

Los islotes que tenían a los pies no estaban vacíos. Cada uno contaba con un pequeño contingente de guarnición. Otros seres patrullaban por las aguas. Miles de ojos escrutaban al ejército. No había manera de burlar a los esbirros de Jeska.

Un esbirro en especial prometía grandes dificultades. Kamahl gruñó por lo bajo al reconocer a esa figura alocada que venía dando botes por el puente más cercano.

—Trenzas.

Aunque el puente colgante era muy empinado desde el pantano hasta la escarpadura, Trenzas subía por él como si corriera por terreno llano. Aquellos pies hacían sonidos huecos en los tablones, en perfecto contrapunto a sus risitas. Esa mujer era letal. No era tan pequeña como chaparra, no tan caprichosa como caótica y esas risitas eran propias de un loco de atar.

Con una rueda final, Trenzas puso los pies en el suelo y las manos en las caderas. La piel de la mujer parecía cuero curado al sol y los dientes de ésta sonrieron a Kamahl.

—Bienvenido seas, Kamahl, a las tierras del Gran Coliseo.

—He venido a por Jeska. —Las manos del hombre aferraron el bastón.

—El viejo Kamahl de siempre. —Trenzas hizo un gesto de fastidio con la mano—. Está muerta, hombre. Tú la mataste, ¿no lo recuerdas? —Bostezó y se volvió hacia el puente—. Esta conversación ya me aburrió la primera vez. No tiene sentido, por no mencionar tu propuesta…

—Tengo una propuesta que hacerte: devuélvemela o marcharé con mi ejército para llevármela.

—Tu ejército… —Mirando por encima del hombro, la invocadora asintió sin interés alguno y volvió a bostezar—. Sí, ya… carnaza para los caimanes.

Fue entonces cuando Kamahl reconoció las enormes formas que nadaban entre las aguas.

—Algunos llegaremos hasta el coliseo —dijo el general Ceño de Piedra, enarbolando el hacha—. Con algunos bastará.

—Adelante —respondió Trenzas mientras empezaba a bajar por el puente—. No nos importa un poco de matanza. A más matanza, más pasta.

—¡Espera! —le gritó Kamahl—. Ya has oído mi propuesta. ¿Tú no tienes ninguna?

—¿Qué es este olor tan maravilloso? —Trenzas se detuvo, aferrando la baranda de cuerda y arrugando la nariz olisqueó teatralmente—. ¿Es desesperación lo que huelo? Seguro que no. Huele a desesperación, pero ¿por qué iba a estar desesperado un hombre con todo un ejército? —Negó con la cabeza y siguió bajando por el puente.

—¡Lucharé contra ella! Era lo que querías, ¿no? —rugió Kamahl. Y Trenzas se detuvo.

—¿Hasta la muerte? —le preguntó ella sin volver la cabeza.

—Sólo hasta mi propia muerte. Si ella gana, podrá matarme. Si gano yo, volverá conmigo… Se someterá, y todos los de la Cábala la dejaréis marchar.

—No era desesperación lo que olía. —Volvió a olisquear, para asegurarse, y se dio la vuelta lentamente—. Era el dulce aroma de un trato.

—Parte del trato es que el ejército me acompañe. No darán problemas, aunque yo muera, si se cumplen las condiciones de éste. Los necesito por seguridad, por si queréis jugar con dos barajas.

—No en la arena. —Trenzas negó con la cabeza mientras subía lentamente—. No tenemos asientos para árboles.

—Muy bien —rezongó Kamahl—, pero toda criatura que pueda sentarse entrará en el coliseo.

—Tu guardia de corps, cincuenta como máximo, entrará gratis. El resto tendrá que pagar una pieza de oro cada uno. —Trenzas se detuvo al pie del puente, sonrió y se encogió de hombros—. Es el precio habitual de la entrada.

—¿Desde cuando las criaturas del bosque llevan dinero encima? —replicó Kamahl.

—Muy bien. —La mujer levantó las manos—. No hay trato. Phage se queda con nosotros. Podéis atacar si queréis… si queréis que os diezmemos, claro. Si no, volved por donde habéis venido y montáis una recolecta. Cuando recaudéis unos cuantos miles de oro, hablaremos.

—Dejaréis entrar a todos en la isla del coliseo —espetó Kamahl—, y esperarán fuera, pero la guardia de corps entrará conmigo. Lucharé contra mi hermana.

—Pero ¿qué estás diciendo…? —empezó Ceño de Piedra.

Trenzas suspiró y olisqueó, ansiosa. Se puso al costado de Roth, le estrechó la mano a Kamahl y se la sacudió.

—Sí, huelo un trato.

Kamahl había querido que fuera una entrada triunfal: él y sus hombres entrando a sangre y fuego para salvar a su hermana. Pero no era así. Kamahl no se sentía como un héroe conquistador, sino como un cordero camino del matadero.

Ya estaban cruzando el último puente y Trenzas caminaba a su lado. Le seguían Roth, Ceño de Piedra y la guardia de corps. Tras ellos venía el ejército, en una fila larga y vulnerable. Al llegar a cada destacamento de guardia, Trenzas sonreía y asentía significativamente. Ella ya había planeado todo eso.

Trenzas no, Jeska.

De todo el perímetro del coliseo colgaban pendones que anunciaban: HOY, COMBATE A MUERTE: ¡KAMAHL DE KROSA CONTRA PHAGE DE LA CÁBALA!

La mujer había previsto incluso que sería aquel día. Habían vendido entradas durante semanas, sabiendo que hermano y hermana lucharían a muerte ese mismo día.

Kamahl y Trenzas salieron del puente y pasaron entre carros y puestos de vendedores ambulantes. Uno de ellos vendía raíces de mandrágora teñidas de rojo y envueltas en miniaturas de la armadura de Kamahl.

—¡Aumenta la virilidad y vuelve locas a las mujeres, garantizado! —gritaba el hombre, levantando una efigie—. Si vas a conquistar a tu «hermanita», o quieres que ella te conquiste, no puedes pasar sin una mandrágora de Kamahl.

—¿Por qué hacéis esto? —siseó Kamahl a Trenzas entre dientes—. ¿Por qué sembráis tanta miseria y vendéis entradas?

—Es nuestro oficio —respondió Trenzas tan campante.

—No sois más que carroñeros que miran cómo la gente se mata entre sí y os abalanzáis para regalaros con el festín.

—Mientras haya gente que mata, como tú, habrá carroñeros como nosotros —Trenzas se rió alegremente.

Cruzaron el mercado y el anillo de sicarios de la Cábala que rodeaba el coliseo. La línea de matones se abrió para permitir que entrasen Kamahl, Trenzas y los cincuenta guardias de corps, Ceño de Piedra incluido. Tras ellos, se cerraron, barrando el paso al resto del ejército de Kamahl.

—Sabíais hasta los detalles de nuestro acuerdo antes de que lo cerráramos —dijo Kamahl mientras asentía con la cabeza.

—Es nuestro oficio —se limitó a repetir.

La mujer hizo un gesto con la cabeza hacia las puertas del coliseo y éstas se abrieron de par en par. El túnel abovedado estaba lleno de guerreros que formaban sendas paredes hasta el anillo del interior. A ambos lados, unas escaleras subían al graderío.

—Aquí nos separamos. Espectadores, escaleras arriba. Gladiadores, por el túnel.

Kamahl asintió y se volvió hacia Ceño de Piedra.

—Estáte preparado —le dijo en voz baja al general—. Tú eres el encargado de dar la señal si es necesario.

El centauro gigante aferró con un peludo puño el cuerno que le colgaba del cinto. Lo miró lúgubremente.

—La traición se pagará con sangre —sentenció.

—Me encanta oír eso. —Trenzas le dio una palmada al centauro en la grupa—. Y ahora, mueve el trasero o te perderás el combate del siglo. —Aunque la mujer era la décima parte del centauro, la palmada que le había dado hizo que éste avanzara al trote.

Los guerreros de la Cábala se separaron, abriendo un corredor. Kamahl escudriñó, más allá de la oscuridad abarrotada, las arenas brillantes y desoladas. Su hermana lo estaría esperando allí.

Kamahl pasó entre los guerreros. En la oscuridad, el bastón chisporroteaba con un fuego verde y los ojos del hombre con un fuego rojo. Ésta sería la confrontación final. El día que atacó a Jeska y casi la mató había prefigurado el día en que ella lo atacó y casi lo mató. Ya estaban a la par: ambos tenían una herida incurable y ambos habían sido transformados en puro poder, pero Kamahl había venido a arrastrarla a la vida y Jeska había venido a arrastrarlo a la muerte. Ocurriera lo que ocurriera ese día, nunca volverían a luchar entre sí.

Kamahl salió del túnel. Pasó de un lugar recargado de oscuridad a otro de luz cegadora. El sol era omnipresente. También lo era la rugiente multitud. Se llevaba como un torrente cualquier pensamiento.

En el centro de la arena había un círculo y, en medio de éste, una mujer: era Jeska.

Le adoraban.

—¡Ka-mahl!, ¡Ka-mahl!, ¡Ka-mahl!

La muchedumbre apenas había puesto los ojos en ese hombre, esa leyenda: luchador de los fosos, caudillo de la tribu de Auror, verdugo de Cadenero, hermano de Phage, pero ya le adoraban. Quizá la causa de todo fuera que Trenzas lo había promocionado demasiado bien, presentándolo como la quintaesencia del héroe.

Phage estaba en el centro del coliseo y oía cómo el gentío ovacionaba al hermano y abucheaba a la hermana. Estaba impertérrita, contemplando el furioso trajín en las taquillas de apuestas. El dinero caía en una cascada sin fin de los bolsillos de los clientes a los de la Cábala. Eso era lo que significaba aquel sonido: más oro para el Primero.

El mandatario sí que era su verdadero hermano. Era el único ser en todo el mundo que comprendía lo que era tener demonios a flor de piel.

Phage levantó una mano como una garra hacia Kamahl. El gentío enloqueció. Cerró los dedos en un puño, exprimiendo, literalmente, más dinero del bolsillo de los espectadores. Contempló cómo éste corría.

La gente vivía en piel ajena. Luchaba, mataba, moría y, pese a todo, salía ilesa. Se sentían como dioses contemplando desde los cielos las miserias de los mortales, haciendo apuestas, poniendo mente y alma en aquellos que tenían debajo. Lo que no sabían es que esa usura espiritual convertía a Phage en una diosa de verdad. Podía instigarlos a luchar, espolearlos para rebelarse y llevarlos a la guerra.

Aquel día, todo el mundo sería un gladiador.

Phage bajó el brazo y miró a Kamahl.

Estaba a un centenar de pasos de distancia, con el bastón plantado en la arena. La túnica de druida ondeaba al viento y, bajo ésta, brillaba la armadura de bárbaro. Las nuevas devociones eran lo que le había hecho más musculoso. Sería un adversario formidable, excepto porque el hombre esperaba salvar, no matar. Ése era su punto débil.

Phage profirió un grito y corrió hacia él. Miró de reojo las gradas y vio que cerraban las ventanillas de las apuestas. Era hora de luchar. Algunos asistentes se pondrían a rabiar. Que rabiasen. Eso sólo aumentaría su deseo.

Los pies no eran bastante rápidos. Phage se impulsó en una serie de volteretas. El mundo giraba de pies a cabeza. El cielo azul rodaba con la arena ocre.

Kamahl hincó el bastón en el suelo y extrajo maná. El poder fluyó por la madera, crepitó en los brazos del hombre y le llenó el cuerpo. Puso él bastón en horizontal, por encima de la cabeza.

Mientras volteaba hacia él, Phage se reía. No importaba qué consiguiera pararle él, cabeza, manos, cintura o pecho; no podría pararlo todo. Cualquier ataque que consiguiera pasar, lo golpearía y lo pudriría hasta convertirlo en nada.

—A-diós.

Aprovechando la inercia de la última voltereta, se impulsó en el aire y saltó hacia Kamahl.

Éste tenía las manos cerradas en el bastón alzado.

Phage cayó sobre él para matarlo.

El hombre ya no estaba allí. Se había echado a un lado con un simple paso.

Aullando de furia, la mujer hizo un barrido lateral con la mano para cogerlo por el hombro. Las ropas raídas de Kamahl se desintegraron. Fue todo lo que la mujer consiguió.

Pero no era todo lo que él podía conseguir. Se volvió como una centella, girando el bastón contra la espalda de Phage. Ésta apenas había tocado el suelo cuando el recio palo la golpeó en la espina dorsal. El aire le salió de los pulmones y la sangre le reventó los capilares. El porrazo le dejó un buen verdugón, pero se necesitaría un golpe mucho mejor para romperle la columna vertebral.

Phage mordió el polvo. Éste le quemó la cara y las manos y se hizo una pasta al mezclarse con la sangre que le manaba de la barriga suturada. Se puso de pie de un salto y giró rápidamente para encararse con Kamahl.

Éste ya estaba a un tiro de piedra y seguía retrocediendo.

La ovación desenfrenada del público se convirtió en murmuraciones y protestas. Habían venido a ver ataques, no retiradas.

—No quiero hacerte daño, hermana —gritó Kamahl.

—Un poco tarde para eso, ¿no? —escupió ella, y se volvió a abalanzar contra él. El verdugón que le había hecho el bastón ya se estaba restañando. No le había debilitado el cuerpo, sólo había reforzado su odio.

Kamahl moriría ese día. Phage no tenía más hermano que el Primero.

Esta vez no se anduvo con cabriolas y mantuvo los ojos puestos en él. No se le escaparía.

Kamahl se limitó a esperarla, bastón en mano, a un lado. Ni siquiera hizo amago de atacar. Sólo se le movía la túnica y la magia verde que ascendía por el bastón. El poder arrancó el primero del centenar de anillos del agave, desplegándolo ante él. Era como si el bastón fuera un pergamino muy apretado que se desenrollara ante Kamahl. Y lo eclipsó por un momento.

Ningún escudo de tres al cuarto detendría a Phage. Se lanzó hacia él como un toro contra una hoja de papel.

Girando súbitamente, el bastón se volvió a enrollar. Rodó y chasqueó. Kamahl había desaparecido.

Phage saltó por el aire vacío, dio otra voltereta y cayó de pie. Se volvió, en busca del enemigo, pero éste se había esfumado por completo. Sólo quedaba el bastón, plantado en la tierra como si hubiera echado raíces allí. El poder lo recubría, zumbando amenazador, pero el suelo de la arena estaba vacío.

Las ovaciones dieron paso a las risas nerviosas y luego a un silencio expectante.

En aquel paréntesis, Phage oyó la voz de Kamahl.

—Vendrás conmigo. —El sonido tintineaba de poder.

—¡No! —gruñó ella.

—Vendrás conmigo, aunque tenga que hacerte daño. —Estaba cerca del bastón, quizá dentro de él. ¿Le había enrollado el bastón también a él, metiéndoselo dentro?

—Ya tienes mucha práctica en esto de hacerme daño. —Phage se acercó con cautela.

—Sólo pretendo salvarte.

—Tendrás que matarme —dijo ella, tendiendo la mano hacia el bastón.

—Ya veremos.

De repente, emergió Kamahl, con la bota por delante. La suela de metal brotó de una fisura en la madera, le dio en toda la mandíbula a Phage y la tiró de lado contra la arena.

La multitud rugió. Estaban de pie.

Phage también intentaba ponerse en pie, pero sólo rodó por el aire y cayó de cara.

El resto de Kamahl siguió a la bota. Pisó la arena y se quedó allí, ceñudo.

—No quería hacerlo.

La mujer no le respondió, no podía. Tenía la mandíbula partida por la mitad.

Aunque el poder de la Cábala le corría por las venas y se afanaba por juntar el hueso y sanar la carne, por unos instantes Phage volvía a ser Jeska, derribada por su hermano.

—¿No hablas? —preguntó él—. Bueno, pues hablaré yo.

El ruido del gentío se apagó cuando uno de los conjuros de Trenzas tuvo efecto. Ella sabía que hablarían entre ellos antes de que cayera el golpe fatal, y había tomado medidas para que esas palabras se oyeran por todo el graderío.

—Perdóname, Jeska. Aunque tu piel se haya emponzoñado, aunque seas un instrumento de la Cábala, fui yo quien cometió el mal que te llevó a esta perdición. Soy yo quien debo llevar esta maldición, no tú. Perdóname, hermana.

Mucha gente empezó a abuchear, especialmente aquellos que habían apostado por Phage.

—Ven conmigo —le rogó Kamahl—. Deja que la muerte salga de ti. Que la vida vuelva a correr en tu interior. Ven conmigo.

La rechifla de la concurrencia se hizo más intensa. Phage los escuchaba a ellos, a su hermano y a su propio corazón secreto.

—No tienes ni que levantarte. Quédate así. El arbitro ya ha empezado la cuenta atrás. Deja que suene la campana y vuelve conmigo, para que pueda curarte.

Volvió la cabeza hacia la arena, para ver la gran campana cilíndrica y al campanero, que ya tenía el mazo en la mano. Recorrió con la mirada las gradas hasta llegar a la real tribuna. En algún sitio dentro de aquella oscuridad se sentaba el Primero, observándola.

—Sólo un momento más, querida Jeska. Deja que suene la campana de la muerte y vuelve a la vida.

Kamahl bajó la mirada hacia su hermana, arrodillada ante él, no como la todopoderosa portadora de muerte en que se había convertido, sino como su hermana pequeña. Pero esta vez la curaría. No descansaría hasta que estuviera curada.

Kamahl se arrodilló al lado de Jeska.

—Perdóname —murmuró una vez más. Levantando la vista de la figura encorvada de ésta, vio que el campanero alzaba el mazo y lo enarbolaba.

Nunca llegó a dar el golpe. Phage lo hizo en su lugar.

De estar totalmente en cuclillas, la mujer pasó a lanzarse como una flecha contra el pecho del hombre. Con manos, cabeza y hombros, topó contra él, haciéndole caer de espaldas. El contacto con ella disolvió los restos del manto de hojas e hizo que la coraza humeara.

Kamahl rodó hacia atrás mientras Phage le caía como un gato del infierno sobre el pecho. La armadura se agrietó. Volvió a rodar hacia atrás para librarse de ella. En la voltereta perdió el bastón, pero, de no haberla dado, habría perdido la vida.

Phage salió despedida en una dirección y Kamahl en otra. El hombre se puso en pie de un salto. Tenía las huellas de las manos marcadas en negro sobre el pecho y la herida le supuraba. Miró a Phage.

Estaba agazapada y le acechaba, como un depredador que estuviera a punto de saltar.

Kamahl retrocedió, sin seguirle el juego.

La multitud abucheó al hermano y ovacionó a la hermana. De repente, Kamahl se había convertido en el villano, y ella, en la heroína.

¿Qué había sucedido? Un momento antes, Jeska estaba allí, en el suelo, dispuesta a que la curara. Y en ese preciso instante ya había desaparecido del todo y sólo quedaba aquella encarnación de la muerte. Vio la huella de la bota en esa mandíbula, sanándose mientras se acercaba, pero esos ojos nunca se curarían. La impronta del mal era muy profunda en ellos.

Kamahl cerró las manos. El poder del bosque perfecto había mermado en él. Necesitaba el bastón. Con él podría curarse la podredumbre del pecho y limpiar la herida incurable del vientre, pero estaba tirado detrás de Phage. Podía quedarse tirado allí de por vida. Si pudiera dar un rodeo, quizás…

—Ahora que ya puedo hablar, lo haré —dijo Phage, frotándose la mandíbula mientras lo seguía pacientemente—. Crees que estoy maldita y condenada, pero no lo estoy. Crees que tu hermanita herida se esconde en mi negro corazón, pero no tengo corazón donde esconderla.

Se oyeron risotadas y aplausos desde la gradería.

—No estoy perdida, Kamahl, soy la Perdición. No estoy enferma, soy la Enfermedad. No puedes devolverme a la vida porque soy la Muerte.

Le favorecía que las masas sedientas de sangre ovacionasen esas palabras. Eso la distraía, y a él le daba un tiempo precioso. Casi había conseguido completar el rodeo y ya estaba más cerca del bastón que ella. Sólo necesitaba un poco más de tiempo.

—Hay dos maneras de derrotar a la muerte —dijo Kamahl cuando murió el rumor del público. Estaba casi al lado del bastón.

—¿Cómo? —preguntó Phage, mirándolo con ojos de obsidiana.

—La primera es postrarse ante ella —dijo Kamahl—. Así es como te derroté la primera vez, rindiéndome. Si me arrodillo…

—Te mataré igual.

—¿Y echar a perder el combate, con todas las apuestas que hay en juego? No lo creo —replicó Kamahl, todavía arrastrando un poco los pies.

La avaricia relumbró en los ojos de Phage cuando volvió la cabeza para mirar las taquillas de apuestas.

—¿Y cuál es la segunda manera de derrotar a la muerte?

—Es muy sencilla. —Dio unos cuantos pasos más y sonrió—. ¡Derrotar a la muerte con la vida!

El hombre saltó a por el bastón. Tendió las manos por encima de la arena y cayó, cerrando los dedos.

Ella le pegó en pleno vientre. Fue un golpe tan duro que le sacó el aire y lo envió rodando lejos del bastón. Kamahl se retorció de agonía, aferrándose el torso. Bajo las marcas putrefactas de las manos en el pecho, aparecieron las manchas pútridas de los nudillos. Phage le había dibujado una silueta fantasmal en el estómago: frente, nariz y ojos vacíos. La herida incurable formaba la boca, con el gesto torcido. Phage le había golpeado en el pecho con los puños y en el vientre con la cabeza y lo había apartado de un empujón de la única cosa que podía salvarlo. La putrefacción le corroía. Se convulsionó.

Todo el mundo aclamó aquel ataque. Valía la pena haber pagado la entrada para ver ese combate. Era todo lucha encarnizada y palabras más encarnizadas aún, drama supremo con golpes bajos, una rivalidad fraterna con garras y dientes.

Mientras Kamahl perdía la vida, Phage se acercó lentamente para ponerse encima de él.

—Perdóname. —La mujer frunció los labios en una mueca irónica—. Aunque no sea más que el instrumento de la Cábala, tú eres el que lleva la perdición.

Los espectadores vitorearon la burla de las palabras de Kamahl.

—Deja que la muerte entre en ti, deja que salga la vida. Ven conmigo. —Le tendió la mano—. Sólo tienes que coger mi mano y todo el dolor y la culpabilidad marcharán para siempre. Te curaré de modo que nunca más te volverá a doler. Sólo un momento más, querido Kamahl. Deja que suene la campana de la muerte y todo habrá acabado.

El hombre dejó de retorcerse y la miró. Algo apareció en sus ojos… terror o piedad.

—Jeska…

—Me llamo Phage.

—¡Cuidado!

La mujer se rió, negó con la cabeza, incrédula, y se agachó para cerrar las manos en el cuello del hombre.

El impacto fue terrorífico, como si un rinoceronte le hubiera aplastado la espalda. Un dolor al blanco vivo le recorrió la columna y Phage voló por el aire. No había llegado a cerrar la presa putrefactiva sobre Kamahl. Hecha un ovillo, cayó sobre la arena y rodó. Su espalda se contraía, muriendo tejido a tejido.

Tragándose la sensación de agonía, Phage se puso de pie, tambaleante, y miró al atacante.

Era una mujer hecha ángel, que relucía de puro cegador en medio de tanta sangre y apuestas. Era hermosa, y su cara le resultaba algo familiar a Phage. Del cinto le colgaba una enorme espada que pudo haber usado para cortarla por la mitad. Pero no lo había hecho porque, sin duda, era una criatura que jugaba limpio.

La reluciente guerrera desenvainó la espada y señaló con ella a la mujer.

—Soy Akroma. He venido a matarte.