CAPÍTULO QUINCE

SU FUERTE BRAZO DERECHO

Í

xidor estaba sentado en la amplia balconada, en medio de un bosque de caballetes. Esa curva saliente de piedra blanca estaba suspendida sobre un lago donde los delfines jugaban y los leviatanes cantaban. La plataforma colgaba bajo un cielo cuajado de medusas gigantes y rebosante de peces voladores.

Era su mundo: Topos. Había nacido de su mente, gracias a su mano, del lienzo a la realidad. Era su palacio, Locus, colosal en sus dimensiones e infinito en su recurrencia. Debería de haber estado en completo éxtasis allí, pero en vez de ello estaba preocupado, azorado, asustado.

—Estoy cansado —le dijo a nadie; de hecho, a seis nadies.

Éstos lo rodeaban, seis sombras proyectadas hacia lo alto, en el aire. Había creado a esos guardianes a su propia imagen. Siempre estaban con él, a un salto de distancia. Cada no hombre era un portal viviente que llevaba a algún lugar del palacio. Si surgía alguna amenaza, Íxidor sólo tenía que saltar a través de uno de los no hombres, como si se tratara del umbral de una puerta. Los demás lo seguirían y el portal humano se cerraría tras ellos para siempre. Podría eludir así seis tentativas de asesinato por separado antes de quedarse sin no hombres. Tenía que sentirse seguro, pero en vez de ello tenía miedo.

Íxidor contempló con ojo crítico a los seis portales vivientes. Lo mantenían a salvo, sí, pero su silencio latente era enervador. Eran como pozos vivientes que siempre boquearan a su alrededor. En cualquier momento podía caerse por uno de ellos. Sus propias creaciones le aterrorizaban.

—Estoy cansado.

Una caravana había ido a parar a Topos. Habían bebido en las aguas y cazado los animales, creyendo haberse salvado de la muerte por el sol. Se les había recibido bien hasta que se acercaron al palacio. Habían dado voces, prometiendo un gran espectáculo, Íxidor no les respondió, pero las medusas aéreas sí. Habían caído como un enjambre, con esos tentáculos largos y letales. Sólo habían seguido su instinto: defender a Locus. Había sido un encuentro muy poco afortunado.

Tras ello, Íxidor plantó carteles de aviso en la arena: FUERA DE AQUÍ O MORIRÉIS.

Sí, las muertes innecesarias le afectaban. Ya había tenido bastante muerte, tanto llevarla y tanto sufrirla. Por desgracia, la muerte no tenía bastante de él. Vendría alguien en busca de la caravana. Ésta le esperaría allí, intacta, a excepción de los que viajaban en ella. Íxidor había puesto más carteles, que serían ignorados, por supuesto. Si fallaban las palabras, las medusas aéreas, grifos y tiburones del aire no lo harían. Era inevitable: todos los reinos tenían disputas por sus fronteras.

Y las fronteras de Topos separaban la fantasía de la realidad.

¿Era ése el motivo del pavor que lo corroía? Vendrían ejércitos a Topos e intentarían tomarlo… y morirían en el intento, Íxidor estaba seguro de que sus defensas resistirían.

No, el descontento que sentía era por la creación en sí misma. Locus era tan aterrador como descomunal. Las grandes vistas eran tan inmensas que mirar en ellas era como mirar al vacío. Las infinitas habitaciones contaban con muebles mudos, portales ciegos y tapices meditabundos, muchos de los cuales su creador nunca había visto. Pensar en todos esos rincones oscuros de su hogar le daba escalofríos.

Íxidor se levantó. Dio la espalda a los caballetes y entró decidido en el palacio. Los no hombres le siguieron: uno delante, otro detrás y dos a cada lado. No sabía adónde iba. Tampoco le importaba.

Topos era pavoroso, todo él. El lago estaba alimentado por una cascada que brotaba en medio del aire, a kilómetro y medio del suelo. Las aguas se vaciaban en una gruta que se hundía, caverna tras caverna, hasta un magma incandescente, un centenar de kilómetros más abajo. Las dunas de arena formaban espirales en el espacio que llevaban los pasos de cualquiera hacia el interior. Las selvas clavaban las raíces para convertirlas en ramas de arboledas subterráneas. Íxidor había poblado todos esos lugares terribles con criaturas terribles: efímeros hombres mosca, que nacían al alba y morían al ocaso; plantas que lloraban y rogaban que no se las comieran; piedras que tenían grandes pensamientos pero carecían de boca para hablar de ellos; y polvo zaherido por un deseo implacable.

Pudo haber creado cualquier cosa. ¿Por qué había creado terrores?

Llegó a un jardín, uno de cientos. Tenía que haber caminado por el aire para llegar allí. El puente que llevaba al jardín era un pliegue transparente en el tiempo, impenetrable. Daba a un disco de piedra flotante que contenía cientos de toneladas de mantillo. Los árboles frutales crecían entre terrazas de flores y los senderos pasaban entre matas verdes y estatuas blancas. Íxidor caminó distraído por uno de ésos, con las sombras vivientes acompañándole. Llegó a un banco de piedra y se sentó.

Ante él se erguían tres estatuas: una chica arrodillada dando de comer a un pájaro, una mujer con una túnica invocando magia de la hierba y un ángel saltando con ímpetu del suelo envidioso. Eran tres estatuas, pero un solo semblante: todas tenían el rostro de Nivea.

Ella era la razón de ser de ese lugar embrujado. Todo Topos era por ella, aunque nunca lo vería. Había sondado las profundidades del mundo y puesto centinelas en el cielo en pos de una criatura que ya no estaba allí. Había creado cascarones vacíos como compañeros porque ningún compañero podía ser como ella.

—Tú eres mi pesadilla —le dijo a la cara de ángel que le miraba—. Tú me has dado este poder, pero te has prohibido a mí.

Los no hombres se inclinaron hacia él, con la cabeza vacía ladeada, escuchando.

Íxidor hizo como si no los viera. Miró la estatua del ángel, con la ropa de alabastro ondulante en su resurrección. Surgía de la tumba, dejando tras de sí la negrura del suelo en pos de la blancura de los cielos. Era perfecta, incorruptible. Ninguna sepultura podía contenerla.

Íxidor sintió un vuelco en el corazón, como si éste se le hubiera cubierto de barro.

La verdad era que Nivea no era ese ángel incorruptible, sino más bien polvo corrompido. Se había deshecho en brazos de Phage.

Lo mejor que Íxidor podía hacer era rodearse de todo lo que no fuera ella y luego contemplarlo sin ser visto, en espera de vislumbrarla en su ausencia.

—¡La Cábala! —gritó Íxidor, despertándose y aferrándose el pecho.

Había alguien al lado de la cama.

Una figura estaba allí, contra la pared nocturna. Era nadie, un no hombre. Íxidor corrió del todo la cortina, jadeante. Seis de aquellos seres lo contemplaban, con la cabeza inclinada, preocupados.

Íxidor apartó de un manotazo la colcha y se levantó. Intentó zafarse de los no hombres, pero éstos lo siguieron. Abrió de un tirón las puertas de cristal, salió apresuradamente al balcón y se detuvo en la balaustrada.

El cielo de medianoche sólo sostenía un puñado de estrellas tibias que desprendían un brillo enfermizo. Íxidor escudriñó más allá de las aguas relucientes y la oscura maraña de Claros Verdes. No veía la linde del bosque y menos aún las primeras dunas del desierto o la caravana que aguardaba allí.

—¿Cómo he podido ser tan tonto? —gruñó Íxidor. Pegó un gran silbido entre los dedos. El estridente sonido se perdió dando tumbos por las aguas—. Prometían un espectáculo. ¿Y quién promete un espectáculo sino la Cábala?

En la profunda distancia, una sombra forcejeó para liberarse de las frondas de una palmera. Batió unas alas enormes un par de veces y surcó el cielo hacia Locus.

—Vendrán a por algo más que sus carromatos y bártulos. Vendrán a por venganza.

La sombra cruzó como una flecha el lago y gritó, con un pico de águila abierto encima de un cuerpo leonino. El grifo se abrió paso entre las nubes, se posó en la barandilla y allí quedó iluminado, al lado de su creador. A esa tibia luz, su pálido pelaje parecía azul oscuro.

Íxidor montó en la bestia, se agarró a sus crines y clavó los talones. Con un graznido, la criatura saltó de la balaustrada. Las alas se sostuvieron en el aire, y con un segundo y un tercer impulso dejaron atrás la pétrea masa de Locus. Entre los vórtices arremolinados, Íxidor se sintió desnudo de poder. Volvió la vista para mirar a los no hombres, que se habían quedado plantados en la balconada. Los había hecho de su propia sombra y por eso no podían surcar el aire abierto.

Se sentía liberado sin ellos, por fin. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo mucho que odiaba a aquellos seres.

Las alas poderosas batieron por encima de las descollantes copas de los árboles. Bajo las lánguidas estrellas, las palmeras se movían cual cabezas monstruosas. Las alas del grifo deshojaban el bosque. Tras unos minutos implacables, se acercaron al límite con el desierto. Cinco carromatos esperaban allí, puestos en fila, en las arenas.

—¿Qué clase de espectáculo se llevaría la Cábala en medio del desierto?

Extendiendo las alas para planear, el grifo pasó a ras de los últimos árboles. Se deslizó suavemente para tomar tierra con una carrerilla. Tras caminar con sigilo sobre sus almohadillas, al lado de la caravana, el ave pájaro se echó al suelo. Íxidor desmontó.

La arena estaba fría. Se dirigió silenciosamente al primer carromato, deseando que las estrellas brillasen más. Deseaba muchas cosas: que sus no hombres estuvieran allí, haber traído un arma, llevar puesta una armadura…

El carromato estaba decorado con pinturas y contaba con unas ruedas de radios muy grandes y muchas portezuelas. Era un teatrillo portátil, y la gente, que ya estaba muerta, había sido su farándula. Pese a lo mortecino de la luz de las estrellas, Íxidor leyó con facilidad el cartel: ESPECTÁCULO ITINERANTE DEL GRAN COLISEO.

Íxidor parpadeó, asombrado. Agarró el soporte de uno de los elementos de la escenografía y tiró de él muy lentamente. Mostraba un minotauro gladiador lleno de heridas. Íxidor lo colocó en la arena y, uno a uno, desplegó el resto.

A la derecha abrió un gran panel en el que había pintada una gradería gris abarrotada de gente que gritaba. Un panel similar se abrió a la izquierda. El mismo toldo del carromato, cuando se desplegaba hacia el suelo, completaba el cuadro del interior de un gran coliseo.

—¿Para qué? —se preguntó Íxidor en voz alta.

—Para diversión de… Phage —llegó una voz desde el interior de otro carromato, una voz muy débil que estaba entre la vida y la muerte.

—¿Qué? —dijo Íxidor dando un paso atrás.

—Para mayor gloria de la Cábala… y diversión de Phage.

—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?

—Me muero… No tengo comida… ni agua.

—No. Me refiero a qué estas haciendo en mis tierras.

—Los capataces… promocionar el coliseo. Luchamos… una exhibición.

Íxidor entrecerró los ojos mientras se acercaba al carromato. Vio barrotes en las ventanas.

—¿Sois esclavos?

—Gladiadores, mejor… Éramos… mi compañero está muerto.

—Todo para diversión de Phage… —dijo Íxidor entre dientes. Se palpó los bolsillos con la esperanza de encontrar algo que pudiera usar con esa cerradura—. No te preocupes, te sacaré de aquí. Tengo una cuenta pendiente con Phage.

Llegó un terrible aullido de detrás del carromato: el grifo. Batió las alas, furioso, y rascó la arena con las garras. Siguió un silencio súbito.

Íxidor fue corriendo a la parte de atrás del carromato.

Phage estaba allí, más negra que la negra noche. Tenía aferrado al grifo con una presa en la cabeza. La carne de la criatura se pudrió y esfumó, como le había pasado a Nivea. La mujer levantó el esqueleto del grifo y lo sacudió por las costillas, de modo que las grandes alas emplumadas parecían brotar de los hombros de ella.

—Sabía que te encontraría —dijo ella—. Maté a Nivea y ahora te mataré a ti.

Íxidor no supo qué contestar. ¿Cómo podía enfrentarse a ella sin herramientas, sin armas, sin tan siquiera un pincel?

La virulencia corroyó el esqueleto del grifo y los huesos se rompieron en las manos de Phage como si fueran ramitas blancas. Dio un paso al frente.

Íxidor retrocedió otro tanto, manteniendo la distancia entre ambos. No pensaba huir. Le daría cuerda y la distraería hasta que hubieran llegado a Claros Verdes, donde podría reunir a sus bestias para protegerse.

—¿Por qué me persigues?

Phage avanzó cautelosamente, con los ojos centrados en su presa.

—¿Por puro despecho? —preguntó Íxidor, acercándose al margen del bosque.

—Sí —siseó ella.

—Bestia vengativa. —Íxidor negó con la cabeza. Acto seguido saltó, se colgó de una rama y empezó a impulsarse hacia arriba.

Con un aullido de rabia animal, Phage saltó tras él. Las manos de ésta se cerraron justo detrás del pie del hombre, que siguió subiendo. En vez de escalar, la mujer se limitó a abrazar el árbol. La corteza se ajó y desprendió, y la médula vegetal se consumió en un instante. Con una sacudida repentina, el árbol y su ocupante empezaron a caer.

Íxidor se impulsó por el vacío, hacia la gran horcadura de una rama que tenía cerca. Agarró la corteza, pero ésta se desprendió. Cayó. Las frondas le azotaron la espalda mientras descendía hacia el suelo. Intentó caer con los pies por delante, pero no lo consiguió. Las lianas se le enrollaron en las piernas y aterrizó de espaldas, con un fuerte golpe, en medio del sotobosque. No podía respirar, le faltaba el aire en los pulmones debido al porrazo.

Phage se acercaba grácilmente por el bosque, buscándolo.

—No puedes esconderte, Íxidor. La oscuridad no es tu aliada, pues yo soy la oscuridad —susurró la mujer. A su paso, el sotobosque se descomponía y, muy pronto, la cobertura de Íxidor habría desaparecido.

El hombre dirigió una mirada suplicante a la rama de un árbol, donde un par de ojos rojos contemplaban la escena.

—Aquí estás —dijo Phage. Hasta en la penumbra sus dientes relucían—. No me obligues a que te persiga. Prefiero tomarte en mis brazos y acunarte hasta que mueras, como hice con Nivea. Levanta.

Baja, ordenó mentalmente Íxidor a la bestia.

La pantera negra saltó de la rama.

Phage levantó la mirada demasiado tarde.

Todo dientes y garras, el felino cayó sobre ella. Cerró las fauces sobre la cara de la mujer. Las zarpas delanteras le desgarraron la garganta y las traseras el vientre. Un instante después, el animal se había podrido y muerto, pero su peso arrastró a Phage al suelo. La apresaban contra éste costillas y carne podrida.

Íxidor exhaló un suspiro, boquiabierto, se liberó como pudo de las lianas y arrancó una rama de un árbol cercano. El extremo roto terminaba en una larga astilla, justo como había querido. Cargó hacia ella, con la rama en ristre como si fuera una lanza, y la hundió en Phage. Notó como la astilla puntiaguda atravesaba el pecho, rasgando músculos y rompiendo huesos. Hasta creyó sentir el esponjoso pulmón. Arrancó la rama e intentó clavarla en otro punto.

Pero la punta afilada se había quebrado. Golpeó sin más, como con el extremo de un palo romo. Aún peor, a medida que los restos de la pantera se esfumaban, Íxidor veía cómo los zarpazos en el vientre se cerraban y que la garganta de la mujer ya había dejado de sangrar. Phage dio una sacudida, sacándose de encima el cráneo de la pantera. Ya tenía el rostro curado.

Íxidor enarboló el palo otra vez contra ella, pero la mujer lo agarró y se puso en pie de un salto.

El hombre soltó la rama, se dio la vuelta y huyó. Casi la había matado. Al fin y al cabo, la pantera no era más que un arma, y tenía todo un bosque de ellas. Si tan sólo consiguiera adentrarse un poco más en él…

Pero Phage era demasiado rápida. Se abrió paso por el bosque y cayó sobre él.

Íxidor se volvió a medias, levantando el brazo para protegerse del golpe.

La mujer lo cogió, propagándole el contagio a través de los dedos. El contacto con ella era una agonía de frío, entumecimiento y muerte. Le puso la piel negra y le convirtió los músculos en un moco gris. Se le pudrió el brazo, desde el hombro hasta los dedos. Phage cerró la mano alrededor del hueso y lo retorció. Los tendones chasquearon, la articulación se quebró y el brazo de Íxidor se desprendió entero, como la alita de un ave bien asada.

Se miró el muñón ensangrentado, aullando.

—Si me hubieras dejado, te habría abrazado y ahora estarías muerto del todo. ¿Acaso pretendes que vaya pedazo a pedazo? —le preguntó Phage. Lanzó los huesos podridos a un lado y avanzó, amenazadora, hacia él.

Íxidor reculó. Tropezó torpemente con una raíz y cayó de espaldas, mirando la bóveda forestal.

—¡Nivea!

Phage se abalanzó sobre él con las extremidades abiertas en el acogedor abrazo de la muerte.

—¡Niveaaa!

Algo destelló en el bosque como una centella. Descendió un filo, ancho y blanco, que hendió el hombro de Phage. El brazo derecho de ésta cayó, cortado limpiamente. Rebotó sobre la hierba, al lado de Íxidor y, por un momento, éste tuvo la alocada idea de cogerlo y ponérselo en su propio muñón.

Una figura se había interpuesto entre Íxidor y Phage. Era una mujer… un ángel. Tenía la carne de alabastro, del color de la estatua del jardín, aunque no era una estatua. Sus pies flotaban sobre el suelo, sin que el polvo o la hierba los mancillase. El cabello ondulaba al viento, y el batir de aquellas enormes alas hizo retroceder a Phage. Avanzó con la centelleante espada reluciendo al hombro.

Íxidor miraba, pasmado.

Phage no tenía ni una posibilidad. Se debatió en vano.

El ángel levantó el filo, volvió la punta hacia abajo y lo metió en una vaina que llevaba cruzada en la espalda. No iba a matar a Phage… al menos, no así.

El ángel abrió los brazos y envolvió a Phage en un abrazo. La tela nívea arropó la seda negra, pureza contra corrupción. Ambos cuerpos humearon. La piel se desprendió como papel quemado y los músculos se prendieron. Los huesos se partieron y los órganos rezumaron dentro de las cavidades reventadas.

Phage se desmoronó. Se deslizó como si fuera un saco de grasa entre los brazos del ángel. Los escasos restos que quedaron de ella en la túnica de la criatura alada estallaron en llamas y se esfumaron.

El ángel se dio la vuelta. No dio ni un paso, ni aleteó, sólo giró lentamente, con las alas recogidas en la espalda.

Íxidor se puso de rodillas y postró el rostro. Aferró el suelo con los dedos de la mano que le quedaba.

—Nivea.

Ella estaba allí, flotando, mirándolo desde arriba.

—Perdóname, Nivea —murmuró mirando al suelo—. Perdóname.

—No soy Nivea.

Íxidor levantó la mirada. Era como contemplar el sol: algo cegador y doloroso.

—Eres Nivea.

—No. Soy tu nueva creación. Soy la Protectora.

—¿Mi nueva creación? —Íxidor parpadeó, sorprendido.

—Tu sueño ha sido el medio.

—¿Mi sueño? —El hombre movió la cabeza con incredulidad.

—Todo esto no es más que un sueño. Empezó cuando te levantaste, desasosegado. Y se termina ahora…

Íxidor se incorporó de un salto en la cama, exhalando e inhalando grandes bocanadas de aire. Apartó las cortinas de seda y puso los pies en el suelo, viendo cómo los no hombres se hacinaban nerviosos alrededor del lecho.

Un sueño. Todo eso no había sido más que un sueño.

A no ser por algo que brillaba allí con una luz cegadora… poderoso, femenino, suspendido sobre el suelo. El ángel flotó más allá del círculo de no hombres, que proyectaron sombras acuosas sobre su amo.

—Eres de verdad.

—Me has creado de un sueño. Soy tu Protectora, te mantendré a salvo de todo enemigo.

—Vengarás a Nivea. —Íxidor desvió la mirada al suelo de mármol—. Matarás a Phage.

—Mataré a Phage —asintió el ángel con el mismo semblante de Nivea.

Íxidor sonrió por primera vez en días. Por fin había creado algo bello. Se levantó y alzó las manos hacia el ángel.

Sólo se extendió un brazo. El derecho había desaparecido.

Se tocó, boquiabierto, el muñón del hombro. No estaba en carne viva, como en el sueño, pero aun así le faltaba el brazo.

—Soy tu Protectora, tu fuerte brazo derecho —dijo el ángel—. Me has hecho de un sueño y de tu propio cuerpo. Soy carne de tu carne y sangre de tu sangre. Te defenderé.

Íxidor se examinó el muñón, todavía incrédulo.

—Ven, mi amo. Te protegeré. —El ángel mantuvo los brazos abiertos.

Las lágrimas rodaron por la cara del hombre. ¿Cómo podía negarse? ¿Qué haría ella si la desdeñaba?

Íxidor se adentró, tambaleante, en aquella túnica brutalmente pura. La radiación le abrasó la piel y le erizó el cabello. Era indigno de ello, aunque fuera su creador.

—Eres pura, inmaculada, por eso te llamaré Akroma.