CAPÍTULO CATORCE

EL DÍA DE LA INAUGURACIÓN

P

hage contemplaba la carrera de elefantes desde la cúspide del pilar central. Eran unas bestias magníficas de verdad: tan poderosas, tan rápidas, tan llenas de sangre. Ya quedaban menos de veinte. Los supervivientes tenían que esquivar a los caídos. Phage ya había previsto que los cadáveres se convertirían en obstáculos, pero no había caído en la cuenta de que, cada vez que las bestias veían a un congénere muerto, barritaban y cargaban contra los lagartos gigantes carroñeros y se enzarzaban en un combate furioso. Los cuidadores hacían todo lo que podían por apartar a las bestias restantes y proseguir la carrera.

Menos de trece.

A la gente le estaba encantando. Muchos de ellos ni tan siquiera habían visto nunca a un elefante. En aquellos momentos veían a cincuenta de ellos y ya habían visto morir a otros cuarenta y nueve. Y eso que sólo era la apertura, el divertimento que mantenía entretenida a la gente mientras se sentaba.

La mitad de la gente ya se había acomodado. Veinte mil personas llenaban el aforo inferior y veinte mil más se agolpaban en los puentes y llegaban en las gabarras de cortesía. Después de haber visto el espectáculo de aquel día, serían cincuenta mil al día siguiente, y luego ochenta mil, y después, una multitud de cien mil.

Trenzas había traído a toda esa gente. Había viajado por todo el continente de Otaria, llevando con ella una muestra para todos los gustos de los esplendores del coliseo. A los paletos les enseñaba un espectáculo de monstruosidades aberrantes. A las familias les mostraba una colección de criaturas exóticas. A los pueblos guerreros les prometía sangre, gloria y oro. A los magistrados les ofrecía una arena donde dirimir los pleitos.

El coliseo lo era todo para todo el mundo. Los ricos disfrutaban de tribunas de lujo llenas de cualquier placer imaginable, legal o ilegal. Los pobres se hacinaban en gradas polvorientas y gritaban hasta desgañitarse. Trenzas había resultado ser un Mirari hecho mujer al saber lo que cada persona quería y dárselo… a cambio de un precio. Había dispuesto pases de un día y excursiones en barco de una semana con todas las comodidades.

Al final de aquella semana el coliseo se habría amortizado. Al final del mes, los ingresos que habría dado superarían con creces todos los que habían dado los fosos en la vida.

Sólo quedaba un elefante, ensangrentado pero invicto. El gentío lo ovacionó, como si le diera su brutal aprobación. Mientras tanto, el animal se movía estúpidamente al lado de los restos de sus congéneres. Los cuidadores lo azuzaron con unos garfios cortos, llevándolo de vuelta al redil.

En el borde de la arena, Trenzas anunció el espectáculo siguiente. Abrió la garganta a dos mundos, el espacio de demencia y el real, y los entretejió hasta formar un bramido que llegó a kilómetros de distancia.

—¡Pasen y vean la nueva maravilla más esplendorosa del mundo! ¡Vengan a ver bestias de las que sólo han oído hablar! ¡Y vean algunas que nunca existieron! ¡Dejen atrás su aburrido mundo! En el Gran Coliseo, cada hombre es un rey. Cada mujer, una reina. Y cada niño, el heredero de todas las riquezas del mundo.

Trenzas era a la vez la promotora del coliseo y una de sus atracciones principales. Hasta cuando los elefantes habían muerto en la arena, mucha gente levantaba la vista para verla dar brincos allá arriba.

—Contemplen la brutalidad de las bestias. Vean los ajustes de cuentas de clanes enfrentados. ¡Sean testigos de las maravillas de la historia!

»Y ahora prepárense para ver la batalla del siglo: ¡La guerra! —aulló Trenzas—. ¡Miren hacia el sur y contemplen a los héroes de Dominaria!

Una recia puerta de madera se abrió de par en par y de ésta salieron dos gladiadores.

El primero era un gigante de más de dos metros, vestido con un mono pardo y granate y que llevaba un arma de asta descomunal.

La multitud lo recibió con ovaciones y abucheos a partes iguales.

A su lado se alzaba una figura bien diferente: alta y demacrada, con un cabello rubio ceniza y anteojos que parecían piedras preciosas. La azogada luz que le jugueteaba en los dedos presagiaba unos conjuros de combate impresionantes. El hechicero levantó la mano, provocando una intensa ovación… y una intensa lluvia de basura.

A la gente no le importaba quién ganara o perdiera, con tal de que aquellos hombres luchasen.

Y pelearían entre sí, pero, guardando la tradición secular, los dos gladiadores empezarían luchando en el mismo bando. Cruzaron el umbral, encabezando un contingente de humanos, elfos, minotauros y keldon. Ese equipo, los dominarios, se iba a medir con los invasores.

—Hasta el último de ellos es un asesino convicto, pero ¡no teman! Están todos controlados por nuestros cuidadores. Los verán saldar su deuda con la sociedad y reconstruir una batalla decisiva de la historia del mundo. Y, ahora, al norte, ¡los invasores!

Otra puerta se abrió con un fuerte golpe y de ella brotó una hueste horrible. Un demonio escamoso encabezaba el equipo que avanzaba por la arena. Los demonios eran raros en extremo, antiguas criaturas que habían escapado a un siglo de cacerías, pero que no habían conseguido escapar de la gente de Phage. Éste tenía una cabeza como un saco de piel tensado sobre el cráneo. Le brotaban cuernos por toda la espalda. El torso era una amalgama de armazones de metal. Las piernas y brazos también eran mecanismos vivientes. El ser caminaba con dificultad. Levantó unos ojos minúsculos hacia el gentío, seguidos de unas garras cerradas.

Le ovacionaron tanto como lo habían hecho con los defensores.

Tras el demonio venía una horda de bestias: serpientes gigantescas, cangrejos enormes, sierpes escamosas, rinocerontes con cuernos de metal, perezosos gigantes con garras y púas, y una hueste de criaturas de demencia que sólo podía deberse a los sueños de una mente destrozada.

Un rugido brotó de los invasores, y los dominarios bramaron como respuesta. También la gente se había unido al griterío. Los dos bandos cargaron y los gritos estremecieron el coliseo. El sonido giró en círculos concéntricos y salió proyectado de aquella arena parabólica, como si una sola bestia colosal se hubiera despertado en el mundo.

Y, en la cúspide del pilar central, Phage estaba en la negra garganta de aquella bestia hambrienta. Ella la había creado con pantanos y piedra, con la muchedumbre y los deseos más oscuros de la gente. Ya sólo le quedaba darle de comer y ver cómo crecía.

Los guerreros se acometieron. Cuernos y filos se abalanzaron contra acero y sortilegios. Los minotauros embistieron a los rinocerontes. Ya había cuerpos caídos en la arena.

Darle de comer y ver cómo crecía.

Algo relumbró en las gradas. Phage miró hacia la luz: era un espejo en la mano de Zagorka. Le estaba haciendo señales para que bajase a la tribuna más lujosa de todas, la real tribuna de la Cábala.

Phage asintió. Trenzas era su voz fuera del coliseo, pero Zagorka era su voz en el mundo que éste tenía dentro. La anciana no la habría llamado a menos que fuera urgente.

Siguiendo las barandillas que había en la plataforma del pilar, Phage llegó a una escalerilla angosta. Descendió dando vueltas por el capitel hasta llegar a una barra de hierro que envolvía el fuste. La barra era tan gruesa como un hombre. En cada uno de los puntos cardinales soportaba un cable enorme que se tendía hasta el muro del coliseo. Estos soportes laterales del fuste proporcionaban un acceso rápido para bajar a los palcos.

Phage sacó un gancho de metal de un colgador lleno de ellos, lo pasó por el cable y se dejó ir.

Empezó a deslizarse por encima de la épica batalla, ganando velocidad a medida que se acercaba a los palcos. El gancho y el cable empezaron a chispear, dejando una estela brillante tras Phage. La gente señalaba hacia arriba. Un vítor arrollador persiguió a la esbelta mujer de negro. Ella era la creadora de este nuevo espectáculo y la amaban por ello.

Cayendo como un cometa, Phage volaba disparada hacia el muro. Levantó un pie y lo puso en el cable para frenar el descenso. Aun así, cuando llegó tuvo que saltar y dejarse caer dando volteretas. El gancho chocó brutalmente contra la pared. Podría haber detenido la caída por sí sola, pero un gordo que llevaba bebidas se agazapó para esquivarla. Aterrizó encima de él, aplastándolo contra el suelo. Por un momento, el contorno de la mujer le formó un hueco pútrido en la panza, luego el hombre se esfumó.

Phage se levantó y bajó por una escalera. Se dirigía a la real tribuna. ¿Para qué la habría hecho llamar el Primero durante la ceremonia de inauguración? ¿Estaría complacido o disgustado? ¿Querría compartir con ella esa victoria o avergonzarla por su derrota?

A Phage no le importaba demasiado. Había hecho su trabajo. Su creación viviría o moriría, pasara lo que le pasara a ella.

—Señora —le espetó Zagorka, subiendo costosamente los peldaños y sin el omnipresente mulo—. El Primero te hace llamar. Es urgente.

—Dile a los mozos que acordonen las plataformas de aterrizaje. —Hizo un gesto por encima del hombro—. Dale a la familia mis condolencias y mil de oro para arreglar lo de la muerte. —Phage pasó al lado de la anciana y siguió caminando.

—¿Y si no les parece bastante? —Zagorka se quedó allí, boquiabierta.

—Entonces podremos zanjar la cuestión en la arena —se limitó a responder Phage. Dejó a la anciana atrás, segura de que el asunto se resolvería.

Más allá de los palcos se abría un largo círculo de tribunas de lujo, la mayor de las cuales estaba encortinada de negro y vigilada en cada puerta. En medio del populacho, el Primero tenía un espacio exclusivo para él. Diez habitaciones, incluyendo una réplica exacta del sanctasanctórum de Afetto. La única diferencia era que el retrato a tamaño real se había cambiado por una amplia vista de la arena. Al fin y al cabo, había sido en aquel óleo donde Phage había vislumbrado por primera vez el coliseo.

Phage se detuvo delante de la puerta de la tribuna del mandatario, aunque no tenía por qué hacerlo. Un guardia ya la había abierto y había hincado la rodilla ante ella, con la cabeza inclinada.

—Ya está aquí la Cábala —dijo Phage, impasible.

—La Cábala está en todas partes —murmuró el guardia sin levantar la mirada.

Phage lo rodeó, rozándole ligeramente al pasar junto a la cabeza agachada. El cabello del hombre se marchitó y se disolvió. El guardia dejó escapar un gemido ahogado.

Tenía el camino expedito por la antecámara y la cámara que llevaban al sanctasanctórum. La esperaban.

El Primero la aguardaba allí dentro, parecía casi un avatar de la habitación de negras paredes. Todo el ropaje que llevaba era de cuero rígido, con los pliegues aceitados para mantenerlo flexible, y tenía puesta una mitra negra en la cabeza. Envuelta en todo ese vestuario, aquella cara parecía un trozo de piedra pálida; y los ojos, blasones de acero. En aquel momento estaba concentrado en el combate. Pese a la impasibilidad de esa cara, los servidores de la mano que tenía a cada lado aplaudían por él de vez en cuando.

Phage se postró. El Primero era su creador. Él la había hecho como era y era el único ser del mundo que era como ella.

—Hay mucha sangre. Puede que demasiada, hija —empezó a hablar sin apartar la mirada del combate.

Así que se trataba de una reprimenda. Phage apretó la cabeza contra la mullida alfombra.

—Son asesinos convictos —respondió ella—. Los combates a muerte sólo se hacen con los que van a ser ejecutados de todos modos. Se ofrecen como una lección en sí mismos, un testimonio del horrible fin que se les depara a los malhechores.

—No son las muertes, sino la sangre. —Uno de los servidores de la mano hizo un gesto, como desechando la defensa de Phage—. Es demasiada sangre para las familias. Se trata solamente de una cuestión estética.

—Les encargaré a los magos que utilicen conjuros de piel mágica para retener la sangre.

—Exactamente —dijo el Primero, volviéndose al fin. Un servidor le hizo un gesto a Phage para que se levantara—, pero ha de haber algo de sangre o las muertes no parecerán reales. Aunque nada de tanta cantidad…

—Nada de tanta cantidad —repitió ella mientras se ponía en pie.

El Primero se acercó, con sus propias manos extendidas. No abrazaba a nadie al que no quisiera matar… a nadie excepto a Phage. El aura mortífera la rodeó, y la de ella a él. El mandatario la apretó contra el pecho.

—Lo has hecho bien, hija. Estoy tan complacido que no tengo palabras.

La mujer suspiró. Eso era lo que tanto había deseado oír.

Deshizo el abrazo demasiado pronto y volvió los ojos a la lucha. Todos los invasores, incluido el demonio, yacían muertos. La mayor parte de los dominarios también había caído. Sólo quedaban los dos gladiadores que habían liderado ese bando y que ya luchaban entre sí. La multitud rugía de aprobación, y los servidores de la mano del Primero aplaudieron.

—¿Cómo piensas superar el programa de hoy? —preguntó el Primero sin inmutarse.

Phage iba a responder, pero oyó un cascabeleo tras ella. Alguien llegaba. Alguien muy concreto.

Trenzas entró con un salto. En cuanto cayó, se postró; pero no por reverencia, sino por náuseas. Vomitó sin ninguna ceremonia en el suelo, aunque levantó una cara sonriente.

—¿Os gusta el espectáculo?

—Mucho —le respondió el Primero mayestáticamente. No miró el vómito, como si lo considerara una prenda de obediencia.

—Cambiaremos la alfombra, claro —dijo Phage.

—Por supuesto.

—Deberíais ver lo que he planeado para el Futuro —dijo la invocadora, como si hubiera oído la pregunta del Primero—. ¡Combates de desagravio!

—¿Combates de desagravio? —El Primero aún no se había vuelto hacia ella, pero arqueó una ceja: en él era una señal de gran interés.

—Sí —dijo Trenzas tras repantingarse en un sillón que había cerca—. ¿Qué hay más entretenido que ver una lucha entre gente que se odia? Cuando podamos, tendremos agravios famosos, pero también nos vale para hacer días temáticos: duelos por deshonra, peleas entre vecinas cotillas, guerras santas, ajustes de cuentas, venganzas. Los combatientes podrán escoger armas, escenario y letalidad.

—Bien —dijo el Primero mientras Trenzas jugueteaba perezosamente con el cabello—, muy bien.

—Es el primer paso hacia tu visión, convertir la arena en un sistema judicial. —La invocadora de demencia hizo una bocina con las manos y puso la voz de charlatana de feria—. ¡No luchen en las calles como perros! Vengan a la arena. ¡Obtendrán justicia, fama y premios suculentos! —Bajó las manos y continuó—. Las luchas enseñarán moralidad. Cuando haya un empate, los propios ciudadanos decidirán quién gana y quién pierde, quién vive y quién muere. Incluso podemos hacer que la gente crea que es su deber cívico asistir a tales combates para cerciorarse de que se hace justicia.

El Primero asintió lentamente.

—Pero no utilicemos la palabra «deber» en relación con el coliseo —matizó el mandatario—. Queremos que la gente piense en placer y en diversión, no en deber. Queremos atraerlos, no arrastrarlos.

Trenzas se levantó de repente del sillón y se arrodilló en adoración enfermiza.

—Perdóname.

El Primero contemplaba la lucha lejana, cuando el guerrero dominario decapitó al hechicero.

—No hay nada que perdonar. —Mientras la multitud rugía, el patriarca volvió la vista hacia Phage—. Tengo en mente un combate de ésos, el combate perfecto para ti. Me he pasado los últimos meses preparándolo.

—Sólo tienes que decirlo y así se hará —respondió Phage.

—Lucharás contra tu hermano Kamahl —sonrió el Primero—. Ya está en camino. Combatiréis de aquí a un mes.

—Esperaré impaciente, maestro. —La mujer inclinó la cabeza.

—Perdonadme —rió Trenzas, y se alejó pegando botes—. Debo anunciar el siguiente combate.

Su voz se iba desvaneciendo mientras la mujer atravesaba cámara y antecámara. Cuando llegó afuera, volvió a oírse con fuerza:

—¡Atención, chicos y grandes! —anunció, saltando de palco en palco—. El coliseo de los milagros les trae nada más y nada menos que a los milagrosos obreros que lo construyeron. ¡Miren y maravíllense!

Mientras los lagartos gigantes arrastraban los restos de los dos ejércitos, las puertas se abrieron de par en par. Emergió una sección de enanos que marchaban al paso que les permitían sus cortas piernas. Tras ellos venían simios gigantopitecos y rinocerontes descornados, trasgos y arrieros. Iban armados con las herramientas del oficio: martillos, cinceles, cuerdas, cuñas, cadenas. Todos llevaban encima el sudor y la roña de meses de trabajo. Tenían el rostro adusto pese a los gritos alegres de la multitud.

—¿Cómo es posible que luchen? —El Primero los miró, asombrado.

—Un millar de esclavos, mantenidos a raya por un centenar de látigos. ¡Contemplen a sus enemigos, los capataces! —gritó Trenzas a pleno pulmón, en el exterior de la tribuna de lujo.

Se abrieron más puertas que vomitaron a un grupo de criaturas de lo más variopinto, vestidas de cuero negro y con cascos rematados por púas. Los flagelos mágicos chasqueaban en aquellas manos. Silbidos y abucheos los recibieron, pero ellos se limitaron a hacer restallar los azotes con más fuerza.

El Primero sonrió.

—Han estado en guerra todo este tiempo —comentó Phage tranquilamente—. Los despojos de esa guerra son el nuevo coliseo. Mientras lo construían, les prohibí que se mataran entre sí. Ahora tienen permiso para ello y todos han accedido. Es una especie de preludio a los combates de desagravio.

—Y, a la cabeza de los capataces, lucharán sus superioras: ¡Trenzas y Phage, de la Cábala! —La voz de la locutora se entrometió una vez más, resonando por la arena.

La ovación consiguiente fue ensordecedora.

—Debo ir —dijo Phage, señalando la puerta.

—Gana, hija mía —respondió el Primero—. Apostaré cien mil de oro por ti.

—Es una suma muy grande. —Phage inclinó la cabeza.

—Si pierdes —sentenció el Primero—, perderé algo mucho más grande.

Phage y Trenzas atravesaron la arena juntas. El rugido del gentío atronaba a sus espaldas. Era un momento perfecto: el cielo azul en lo alto, las arenas rojizas a los pies, los capataces detrás y los esclavos por delante.

Los dos bandos se lanzaron al combate. Oh, se ajustarían tantas cuentas ese día. Y lo mejor de todo era que el mundo entero lo estaba mirando.

El Primero también lo estaba mirando.

—Tienen fuerza, pero nada de magia y muy poca velocidad —dijo Trenzas, brincando alegremente mientras las dos líneas se acercaban—. Digo que peguemos con magia y velocidad…

Salió disparada, dando grandes zancadas por la arenosa tierra de nadie. Trenzas destelló y desapareció, corriendo la mitad de la distancia por el espacio de demencia. Era como si hubiera atravesado un bosque invisible. En un latido de corazón, llegó al contingente de esclavos, saltó y pasó como una flecha por encima de las cabezas. Los afilados tacones cayeron inesperadamente entre las filas de enanos y trasgos. Trenzas subió corriendo el pecho de un gigantopiteco, le pegó una patada en la imponente mandíbula y saltó hacia atrás mientras éste caía. Soltó un grito ululante y se fue haciendo la rueda por encima de las cabezas de los trasgos. En cuestión de momentos, volvía dando botes con su ejército.

—Suena bien —respondió Phage.

Trenzas sonrió con avidez y se puso a la altura de los demás.

—Ésta ha sido la parte rápida. Ahora viene la mágica.

La cara de la invocadora palideció. Se agarró el estómago y se convulsionó. La boca se abrió con violencia hasta alcanzar una anchura imposible y, entre las filas de dientes mellados, empezó a escupir una criatura enorme. La cosa era todo garras y un caparazón de triángulos deslizantes. Terminó de arrastrarse por las mandíbulas distendidas y cayó al suelo con un golpetazo.

A medida que se levantaba, la corpulenta bestia goteaba saliva. Un par de ojos de insecto colgaban de esa frente cerdosa. Los dientes se extendieron desmañados en una sonrisa falsa y echó a galopar por la arena.

—Un brotal —explicó Trenzas—. Lo vi en el espacio de demencia y me lo tragué para traerlo aquí.

—Muy bonito —dijo Phage tranquilamente mientras el monstruo se abría paso, trinchando la primera línea de esclavos. Sus garras eran del tamaño de podones y partieron por la mitad a la vanguardia enana. La criatura parecía ávida de trasgos.

Aun así, más esclavos seguían avanzando con las armas aferradas.

Phage levantó la mano, impasible, e hizo una señal a sus fuerzas para que hicieran los ataques a distancia.

Los capataces obedecieron, con una sonrisa de anticipación. Esgrimieron los flagelos chasqueantes y restallantes ante ellos. De cada punta de metal que coronaba cada correa brotó una magia cruel: era la hechicería que habían usado con los esclavos todo ese tiempo.

Un torrente de conjuros azotó la primera línea enana. Las puntas más negras mataban directamente. Cascarones de pellejo y hueso cayeron al suelo. Otras tiras, rematadas por una radiación azul, eran más perniciosas incluso. Se enrollaron en los brazos y piernas de los esclavos y se pegaron a ellos, como los cordeles de un títere. Enanos y trasgos se dieron la vuelta, gritando para resistirse cuando atacaron a sus camaradas con sus propios miembros.

Un centenar de esclavos ya había caído en los primeros momentos. Cada capataz tendría que matar a nueve más para sobrevivir.

—¡Al ataque! —gritó Phage con la mano en lo alto.

Y atacaron. Los capataces, con azotes y espadas, caían sobre los esclavos. Éstos, con mazos y pinchos, intentaban rechazarlos.

Trenzas corría por encima de todos ellos, arrojando bestias a la refriega.

Mientras tanto, Phage avanzaba en medio de la batalla. Nadie quería atacarla, ya fuera a causa de su brutal reputación o porque, en cierto modo, ella era la gran dirigente a la que todos veneraban. Un esclavo y un capataz optaron por retroceder al verla. Prefirieron acometerse entre sí que enfrentarse a su señora. Phage caminaba, tan tranquila, en medio de todos aquellos horrores. Allá donde pisara, los cuerpos se descomponían rápidamente hasta desaparecer. Muchos no estaban muertos, tan sólo mutilados, y se retorcían de agonía hasta el momento en que ella los tocaba.

La multitud cantaba algo. Entre el salvaje rugido del combate cerrado, sonaba sólo como un gran batir de tambores: «Túcu-tum-tum, túcu-tum-tum, túcu-tum-tum». Phage se puso de puntillas para escucharlo mejor. Por fin, oyó el sonido con claridad:

—¡Toque mortal, toque mortal, toque mortal…!

Eso es lo que haría. Los capataces no eran más que carniceros. Ella era quien traía la paz eterna. Habían sido buenos trabajadores y se merecían una muerte rápida. El gentío también se la merecía.

Al fin y al cabo, el mundo entero estaba mirando y el Primero también.

Phage empezó la danza de la muerte. Las manos de la mujer flotaron en ademanes gráciles y centelleantes. Arañó el cuello de un trasgo… Un paso, un salto y acarició la mejilla de un enano ensangrentado… Dio una voltereta, rozó a un gigantopiteco…

—¡TOQUE MORTAL! ¡TOQUE MORTAL! ¡TOQUE MORTAL! —Un acompañamiento de staccato para la muerte en staccato.

Phage se lanzó hacia delante, arrastrando las manos por los flancos de la gente, que caía a su paso… Y danzó y danzó en medio de la batalla sin que la muerte la tocara.